May 162014
 
 16 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11  Añadir comentarios

Al alba, el alboroto se hacía incesante. Los preparativos de la cacería les habían llevado un par de horas, levantándose muy pronto. Incluso el rey, con su séquito, participaría aquel día en las labores cinegéticas.
Siccius, un cazador y noble que intervenía en la montería, tomó su caballo de uno de los mozos que le acompañaría a lo largo de toda la jornada. Para alguien como él, aquel evento era algo más que una simple cacería, significaba un excelente entrenamiento militar. Le permitía adiestrarse con el uso del arco, la ballesta o la lanza, así como montar a caballo durante largas horas, permitiéndole ponerse en forma para cuando las obligaciones feudales hicieran necesario ejercer su profesión militar.
Las piezas que cazaran aquel día permitirían, a muchos campesinos y siervos que les acompañaban, tener un complemento en su alimentación, y cuanto mejor fuera la caza más beneficiados saldrían. Pero también servía para controlar a los lobos que mataban al ganado y a los jabalíes que destrozaban sus cosechas. Animales para los que habían organizado la batida.
Los cuernos sonaron al despuntar el sol. Siccius había preparado tres lanzas y una ballesta con una docena de virotes. La llevaba montada y con un pequeño seguro que evitaba que el disparador se accionara por accidente. Él y varios nobles esperaban, junto al rey, a que varios monteros con sus sabuesos, atados a una larga correa o traílla, comenzaran a buscar el rastro de los jabalíes. Las primeras piezas del día.

Relatos de fantasía -  Escena de Caza

Los perros comenzaron a ponerse nerviosos y a ladrar, habían encontrado el rastro dejado por los cerdos la noche anterior y comenzaron a seguirlo durante un par de millas, hasta que se detuvieron delante de un roquedal que salía de la espesura de un pequeño bosque. Parecía que el jabalí se encontraba encamado, descansando durante el día. Uno de los monteros dio un rodeo para asegurarse que el animal se hallaba dentro de la floresta y no hubiese salido por el otro lado. Siccius observaba cómo todos los hombres con sus canes se reunían y ponían en consenso lo que habían visto. Sin duda había jabalíes dentro del bosque, pensó el noble.
Los monteros soltaron a los sabuesos una vez indicado dónde atacarían el encame del jabalí. A su vez, el rey y su séquito se dispusieron en la parte alta de una pequeña vaguada que salía directamente del bosque, sin duda la mejor vía de escape. El resto de los nobles fueron apostándose en los lugares donde fuese posible dar caza a alguno de los jabalíes. Siccius eligió un discreto recodo unas cuantas yardas dentro del bosque, pero desde el que se podía divisar con claridad gran parte de su interior.
Los sabuesos estaban marcando el camino, sus ladridos lejanos indicaban la senda que habían elegido sus presas. Sólo les empujarían para sacarlos del bosque, mientras otros monteros con los lebreles les esperaban al otro lado con la finalidad de cansarles y así, fuese más fácil cazarlos en el abrupto terreno en el que se celebraba la montería. Otros, retirados más discretamente, esperaban junto con varios alanos y diversos perros de presa, por si alguna de aquellas bestias lograba huir del cerco que se había trazado sobre el bosque.
El calor empezaba a subir la temperatura y la luz diurna ampliaba la claridad y la visión de los monteros. Siccius estaba nervioso, como en los momentos antes de entrar en combate. Las manos le sudaban, los músculos se tensaban y el corazón empezaba a palpitar con fuerza. Los ladridos eran cada vez más cercanos y fuertes.
El primer jabalí saltó, un cerdo de poco tamaño pero de dientes afilados. La bestia corría a gran velocidad alejándose de los sabuesos, que le seguían a cierta distancia. Eran perros entrenados para perseguir, no se enfrentarían frontalmente con su presa. Siccius vio cómo el jabalí había ido en dirección a la vaguada y se alejaba de los cansados sabuesos. Los lebreles les cogieron el relevo, y el puerco tuvo que detenerse en seco y cambiar de dirección, zigzagueaba entre los árboles hasta que varios hombres lo abatieron con venablos y lanzas. La muerte fue rápida.
A medida que los sabuesos se acercaban a los puestos, más piezas aparecían. Una jabalina con sus crías emergió de un amplio matorral, asustando a un par de mozos que ayudaban a su señor en un puesto cercano. La impresión fue tan fuerte que ambos se cayeron al suelo presa del pánico. Los muchachos la dejaron huir y llamaron a los lebreles para que no fueran detrás de ella, y la acosaran y estresaran.
Otras dos piezas salieron de sus escondrijos. El primero, un pequeño jabato rápido y fibroso que, aunque no hubiese alcanzado la edad adulta, era lo suficientemente grande para darle caza. Se soltaron varios lebreles para cansarlo y poder ponerlo a tiro de alguna ballesta.
El segundo era la pieza del día, una enorme bestia de más de doscientos kilos que, sabedora de su fuerza, no huía ni reculaba de los canes. Los sabuesos no se acercaban, se limitaban a ladrar escandalosamente desde la distancia, mientras que algún lebrel inconsciente yacía muerto y desangrado cerca del enorme jabalí. Estaban acostumbrados a dar caza a animales en movimiento.
Ya se veían las figuras de los monteros que empujaban hacia los puestos y Siccius sabía que no había más presas dentro del bosque. La enorme bestia sería para el rey, nadie se atrevería a entrometerse. Sólo le quedaba atacar al joven puerco. Subió al caballo y se internó en el bosque en busca de su presa. Dos lebreles lo perseguían e intentaban agotarlo, pero parecía tener una resistencia inusitada. El jabato cambió de dirección y se cruzó delante. Siccius armó el brazo y erró el tiro. La lanza se quedó clavada en un tocón a escasos pies de su objetivo. En cuanto se clavó, el cerdo pegó un brinco asustado y volvió a girar sobre sus pasos. Siccius volteó al potro que montaba y recogió la ballesta. Apuntó tomándose su tiempo, calculando la distancia y la velocidad del puerco. El jabato bajaba por una empinada ladera de rocas y árboles hasta un remanso que salía del bosque. El disparo fue certero. Siccius se encontraba satisfecho, bajó la ballesta y algo hizo que se le helaran hasta los huesos. Un viejo oso había contemplado la escena en silencio. Se encontraba tan cerca que casi podía tocarlo.
El caballo relinchó, se asustó y huyó tirándole al suelo. Siccius se levantó muy lentamente, expectante. Volvió a armar muy lentamente la ballesta. La bestia lo miraba postrada sobre sus cuatro patas, impertérrita. Le apuntó con cuidado, quitó el seguro, pero el oso con el anverso de la zarpa lo desarmó. Siccius volvió a caer al suelo, jamás había estado más aterrado en su vida. El enorme plantígrado se le acercó, lo olisqueó durante unos instantes y se marchó de allí como si no hubiera ocurrido nada. El noble cogió con su mano temblorosa el cuerno y lo hizo sonar con fuerza, los sabuesos estaban acostumbrados a seguir un solo rastro, por eso no se había percatado de que hubiera osos dentro del bosque.
Varios monteros estaban cerca y habían visto lo ocurrido, llevaban tiempo siguiendo al oso que huía en silencio, aprovechando el escándalo del momento. La bestia se dio cuenta; sin embargo, no le habían cerrado su vía de escape. Siccius hizo sonar el cuerno con fuerza nuevamente, aún no se le había quitado el susto del cuerpo. Buscó a su caballo pero había desaparecido.
— ¿Te encuentras bien, Siccius? —preguntó uno de sus ayudantes.
Tenía alguna magulladura y las heridas estaban en su orgullo. No entendía por qué el oso no huía, era como si estuviera esperando. Algo se movió en unos arbustos cercanos. Uno de los hombres se acercó para comprobar que no fuera un jabalí que se escondía malherido. En cuanto levantó la lanza, el oso rugió y se levantó sobre sus patas traseras. Era la primera vez que lo había hecho y su voz tronó en todo el bosque.
La embestida fue brutal. Siccius logró clavarle una saeta en el lateral del cuerpo y un mozo le acertó con una lanza cerca del lomo. Nada consiguió detenerle, el rostro desfigurado por el zarpazo yacía en el suelo, al lado del matorral. El resto de los hombres le rodearon con varias lanzas para mantener la distancia, incluido Siccius. Otros monteros, los que estaban más rezagados con los alanos, llegaron al oír el bullicio. Los perros de presa se abalanzaron perdidos por la locura y el frenesí de su trabajo. Uno saltó y le aferró una pata, mientras otro no había tenido tanta suerte. El oso le aplastó el cráneo contra el suelo y de un mordisco le seccionó parte del cuello. El alano pataleó un momento, fruto de los espasmos de la muerte.
Antes de deshacerse del segundo can, los ayudantes de Siccius le habían clavado dos lanzas a la altura del costillar. El oso las partió de un zarpazo y arremetió contra el primer lancero. No se oyeron ni sus gritos de dolor. Después reculó, y se interpuso entre los hombres y la línea de arbustos, estaba acorralado. Lo comenzaron a asaetear, las flecha cubrían parte de su cuerpo, pero la bestia seguía en pie. Hacía amagos de atacar. Elegía un objetivo y le daba caza sin piedad. El oso estaba fuera de sí. Siccius bajó la lanza, intentando evaluar la situación. Si hubiese querido huir lo habría hecho, pensó. La lucha se hizo encarnizada hasta que la labor conjunta de los perros de presa y las lanzas lograron derribarle.
Se levantó de nuevo y arrojó a uno de los alanos contra un árbol, reventándole las entrañas, y aún le dio tiempo al oso a romper la lanza de un montero y asestarle un tremendo zarpazo, antes de volver a caer al suelo presa de un venablo incrustado en la base del cuello. Se levantó poco a poco y rugió con fuerza, diluyéndose en una muerte anunciada. Un montero alzó la lanza, apuntó y remató a la bestia que aún respiraba.
— ¿Qué es lo que hacéis? —irrumpió de pronto el rey a caballo.
El oso se arrastraba como podía hacia los matorrales, miraba en su interior buscando a su retoño. Un leve rugido surgió de un pequeño escondite. La diminuta zarpa asomaba entre las hojas acariciando el rostro de su madre. La osa bufó por última vez y se quedó inerte bajo el cobijo de la pequeña pata que le tocaba el rostro y le pedía entre sollozos que se levantara, que no jugara. El pequeño osezno bramaba en un profundo llanto, la pérdida de su madre ya era irreparable.
— ¿Es que no sabéis distinguir un macho de una hembra? —volvió a preguntar el rey enfurecido.
Siccius dejó caer la lanza y se acercó hasta la osa muerta. Su hocico estaba totalmente estirado, en un vano intento de acariciar por última vez al osezno. El noble miró a la bestia. Si hubiese querido, él estaría muerto. Siccius sintió tristeza por haber tocado el cuerno, jamás volvería a cazar, pero al menos la osa había logrado salvar a su pequeño.

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De caza por Sergio García
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Sergi García López

Aficionado a la fantasía épica y a la historia, tanto en cine como en novela, ha crecido leyendo a Tolkien y Massimo Manfredi entre otros. Su formación técnica en informática no le ha impedido dejar volar su imaginación y lanzarle a plasmar sobre el papel la magia de sus propios mundos, guiado por la creatividad y las ganas de compartir nuevas historias.

  4 comentarios en “De caza por Sergio García”

  1. Muy bueno ese pensamiento lateral. Al leer el tema propuesto, todos consideramos la «muerte heroica» de un personaje humano. Nunca se me ocurrió enfocarlo en un animal.
    Siendo la temática la fantasía, pensé que el oso era alguien embrujado. Que por eso no lo mató. Con lo que el final me ha sorprendido bastante. Felicidades.

  2. Eres de los mios jaja a lo mejor pasa esto o lo otro.hacemos trabajar al lector. Buen trabajo al describir la caceria.

  3. A lo mejor al final no sobrevive, a lo mejor se lo queda Siccius, a lo mejor forma parte de un banquete. Quien sabe, lo bueno es que cada uno se puede imaginar lo que quiera.

    De la misma manera que te has imaginado que ese jabali ha caido y no lo poneXDD.

    Que daño ha hecho el cine, cuando tendemos a pensar que los lobos y los osos son maquinas macabras de matar:p

  4. Llevaba un rato leyendo y al fin creí ver por dónde irían los tiros, pero el jabalí de 200 kilos cayó enseguida. No esperaba al oso, aunque su reacción me pareció algo extraña. ¿Jugaba al despiste? Yo me habría comido a Siccius al momento xDDDD ¿Y qué van a hacer con el osezno? Si lo dejan ahí es probable que no sobreviva. ¿Lo cuidaría Siccius? ¿Sería un «tentempié» en el almuerzo real del día siguiente? :p

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