—Por Héctor, el valiente, el defensor de Prinua, ¡el matador de dragones…! –dijo alzando la jarra de cerveza. La espuma bailó sobre el borde, pero no se derramó. De hacerlo habría caído con toda probabilidad sobre alguien, pues a pesar de la amplitud de la taberna, apenas se cabía.— ¡¡Viva!!
—¡¡VIVAAAA!! –respondieron a coro los parroquianos.
Sonó con estruendo. Había alegría y gratitud en sus miradas, todas dirigidas a un hombre que curiosamente no parecía desearlas. Todo lo contrario. Héctor trataba de pasar desapercibido, y cuando no lo conseguía, saludaba con un gesto rápido y se marchaba del lugar antes de que la cosa fuera a más. Antes de que la gente se diera cuenta del sufrimiento que aquello le causaba. Fue eso, más que ninguna otra cosa lo que llamó mi atención.
Como bardo conocía perfectamente la gesta de Héctor, el matador de Kimog, el dragón. Una bestia colosal. Cuando midieron su cadáver se anotaron unas siete varas de altura y más del triple de longitud. ¿Cómo pudo un hombre, que no pasaba de dos, enfrentarse a tamaño animal? ¿Cómo logró clavar su lanza justo en la unión entre sus impenetrables escamas, precisamente en el único lugar desde el que se podía llegar al corazón?
Lo que todo el mundo contaba era que para calmar a Kimog, hubo que ofrecer un sacrificio. Eligieron a la hija de Héctor, el molinero, y éste no pudo soportarlo. Ni el tesoro del dragón, ni desposar a la princesa, ni el honor, ni la fama, nada de todo eso había motivado a ningún héroe a intentarlo. Sólo el amor de un padre por su hija pudo. Y ahí acababa la historia. Nadie sabía explicar cómo un hombre de mediana edad, que no había empuñado un arma en su vida, logró semejante hazaña.
Lo seguí fuera. Sabía que iba a ser muy difícil abordarle. Él había rechazado a todo el que le preguntaba. Así que me arriesgué. En cuanto se dio la vuelta le solté:
—Yo lo vi.
—¿Cómo dice?
—Sí. Yo lo vi todo. No tienes que fingir conmigo.
Héctor dudó con los ojos.
—Si lo vio ¿Por qué no se lo ha contado a nadie?
Lancé un afectado suspiro y le dije:
—¿Y qué les iba a contar? En realidad aún no comprendo muy bien lo que vi.
Héctor asintió bajando la mirada. Yo reprimí mi alegría y traté de mantener mi papel.
—Él me advirtió ¿sabes? Me dijo que la gente no lo entendería. Por eso nunca lo he contado. Por eso y por la vergüenza.
Asentí, aunque no me enteraba de nada. Echamos a andar por el largo camino que separaba el pueblo de su hogar.
—Cuando fui a por él me refugié en mi rabia. Pensé en mi hija, y convertí mi angustia en furia, convencido de que si tenía la suficiente nada me podría parar. ¡Qué imbécil fui!
—Al menos te sirvió para entrar en su guarida.
—Y para nada más. Toda se me fue en cuanto lo vi. Cuando ahora pienso en él lo veo como realmente fue: majestuoso, hermoso, sabio, mágico, el ser más perfecto de la creación. Pero entonces me pareció la encarnación de todos los horrores del infierno. Me quedé paralizado. Él esperó. Me miró con esos ojos inmensos que parecían atravesarte el alma, pero no hizo nada.
—¿Y tu hija? ¿La viste?
—Sí. No se movía. No sabía si estaba viva o muerta. Fue eso lo que me dio fuerzas. Arremetí contra él con aquella maldita lanza. A punto estuvo de romperse. ¡Ojalá! “En las escamas no conseguirás nada, tienes que apuntar en la unión, aquí, ¿ves?”, dijo con su voz grave, y con una enorme uña me marcó el lugar. Hizo que brotara un hilillo de sangre verdosa para que no hubiera duda. Y yo, sin pensar, volví a intentarlo. Esta vez sentí su garra a mi alrededor. Ni siquiera la vi venir. “Estúpido”, rugió. “¿De verdad piensas que un simple hombre como tú es rival para un dragón?” Me alzó hacia su rostro. Su boca se entreabrió y algunas llamas palpitaron entre sus colmillos. Yo no me quedé mirándolos, como él esperaba. En vez de eso busqué a mi hija. Estaba abajo, tendida, indefensa y gemí angustiado. Las llamas desaparecieron, y su boca se cerró. “No temas por ella… aún. Sólo está dormida”. Sin más salió de la cueva. Me arrojó sobre su lomo y emprendió el vuelo. “Ahora vas a conocer lo que pretendías matar”. Y ascendimos, más y más, y yo me agarraba a las escamas, y subíamos, y yo procuraba no gritar…
Suspiró. Le vi por primera vez un amago de sonrisa. Por eso aventuré:
—Pero no todo el rato estuviste pasando miedo ¿verdad?
—Él supo hacerlo muy bien. Dejó que me acostumbrara, manteniendo un vuelo suave. Y no paró de hablar.
—¿Qué te dijo?
—Me habló de todo. De las mil cosas que había visto. De la batalla del paso Aregos, donde dos mil hombres aguantaron durante cinco días a un ejército de quinientos mil. Murieron felices por saber que alcanzarían la gloria, pero ya sólo él los recordaba.
«De cuando los archimagos de Urok-al-Nur invocaron a la Luna, se encarnó en mujer y paseó entre los hombres. Era tan bella que éstos perdieron un trocito de corazón, y por eso muchos no pueden amar para siempre. De la vida y la muerte, nuestro regalo y maldición, sin estar seguro de cuál es cuál, y de cómo envidiaba nuestra mortalidad. De la esfinge que coleccionaba acertijos y misterios. Un día descubrió el secreto del universo y lloró sin consuelo. Le pidió ayuda a él, quería morir, pero en lugar de destruirla le robó el calor de su corazón para que dejara de sufrir. Vivió muchos años antes de convertirse en piedra. De cómo el tiempo te cansa, te llena de hastío y los días dejan de brillar como antes. De las pocas veces que quiso compartir su sabiduría con los hombres: uno levantó una dinastía que sometió a medio mundo durante siglos, otro predicó una forma de enfrentarse a la vida que hizo más felices a cuantos le siguieron y cuyas enseñanzas aún perduran, otro se hizo brujo y el universo aún tiene cicatrices de su magia desequilibrada, y el último intentó matarle. De que los dragones no podían compartir su tiempo con sus hijos, ni enseñar a otros, por lo que tenían que aprenderlo todo por pura experiencia. De tantas, tantas cosas.»
—¿Por qué crees que lo hizo?
—Porque quería mostrarme lo que es ser un dragón. Su naturaleza.
—Ellos no son muy diferentes de nosotros, ¿verdad?
—Al contrario. Totalmente diferentes. ¿Sabes el poder que realmente tiene un dragón? Él me lo enseñó. Subimos volando hasta dejar atrás las nubes y ver de nuevo las estrellas siendo aún de día. Bajamos a una velocidad tan espantosa que el aire se volvía fuego. Fundió con su aliento la ladera del Kerril –dijo señalando la montaña de enfrente—, y con su magia moldeó la lava caliente hasta darle la forma que quiso.
—No sabía que fueran tan poderosos. Pero quizá en lo demás se parezcan más a nosotros.
Héctor se giró y se quedó mirándome.
—¿De verdad lo crees? ¿No ves cómo nos comportamos los hombres cuando se nos da poder? ¿En qué suele convertirse un rey, un general o un simple carcelero? ¿Cómo trata a los demás? Los dragones no nos someten, y podrían. Los dragones no atacan a otras criaturas por descuido o capricho.
—¿Que no? ¿Y tu hija? ¿Y cuando atacó el castillo del rey y dejó las arcas vacías? ¡Por los dioses! Si hasta su misma guarida es una mina de esmeraldas de la que echó a todos con sus llamas. Por no hablar del ganado que robaba continuamente.
—El ganado es necesidad. Y lo otro… Lo otro, en cierta forma, también. ¿Sabes? Incluso después de todo lo que te he contado habría sido capaz de matarlo. No me habría gustado hacerlo, pero no habría tenido demasiados remordimientos. Pero después de lo que me hizo…
—¿Qué? ¿Qué te hizo?
—Fue magia. Bueno, no sé, él dijo que los humanos llamábamos magia a todo lo que no entendíamos. El caso es que por unos momentos me hizo percibir el mundo tal y como él lo sentía.
Sin darnos cuenta, ambos nos habíamos detenido. Yo no podía prestar atención a otra cosa que sus palabras, pero él paseó la vista a su alrededor. A las luces que parpadeaban lejanas atrás, desdibujando las sombras y haciendo titilar las formas del pueblo. A las lápidas del cementerio de nuestra izquierda, llenas de luz de luna allí donde las runas y los hermosos grabados no la reflejaban. A las estatuas medio cubiertas de jazmín, con sus formas angelicales que parecían a punto de saludarte con frases bondadosas.
—¿Y qué viste?
Héctor intentó articular alguna palabra. Pareció a punto de iniciar una respuesta varias veces, pero no lograba empezar. Se quedó con la mirada perdida más allá de sus manos vacías. Al final lanzó un suspiro de frustración.
—¿Cómo le explicarías a un niño pequeño la belleza de la poesía? No se puede. Hay que ser adulto para entenderlo. Ni yo mismo comprendí la mitad de las sensaciones que me llegaban. ¿Cómo te describo un color nuevo? Pues vi cientos. Y la luz se comportaba de forma muy diferente en esos colores. Algunos atravesaban las cosas. Otros brillaban en lo que estaba caliente. Y los sonidos… ¿Sabías que los grillos en realidad cantan a coro? Y el rumor lento de la tierra. Y el frufrú de las nubes. Y luego había otra sensación, no sabría llamarla aroma, sonido o color, pero era increíblemente compleja. Era la gente. Cada persona suena de una forma. Algunas brillan fuerte, otras huelen fatal, y estamos continuamente cambiando. Creo que un dragón podría describirnos cómo somos nada más sentirnos.
—Si ven el mundo de una forma tan maravillosa, ¿cómo pueden sentir hastío?
—Eso mismo le pregunté yo. “¿Acaso los hombres no os cansáis de ver puestas de sol?”, me dijo. Yo le dije que no. “Entonces por qué no las ves todos los días”. No supe responderle.
Me quedé pensando qué le habría respondido yo. No es que uno deje de apreciar esa belleza, es… ¿Cuánto tiempo necesitaría una persona para hartarse de la vida?
—¿Fue por eso? ¿Estaba cansado de todo y…?
—No sólo por eso. Él no me lo dijo directamente. Pero en realidad todo el tiempo me lo estuvo contando. Dijo que los dragones no eran inmortales, pero que la muerte no iba a buscarlos. “Imagina una raza que tuviera hijos y no muriera. Acabarían llenando el mundo. En eso no pensó nuestro Creador, tuvimos que ocuparnos nosotros”. Ellos tienen esa maldición. Tienen que decidir por sí mismos cuándo acabar con su vida.
—Y también la forma ¿verdad? Ahora entiendo por qué reúnen tesoros. O por qué arrasan los campos, o exigen sacrificios. En realidad están buscando a su verdugo. ¿Es así?
Héctor asintió, y una mueca de dolor llenó su rostro.
—Pero yo ya no podía. No era capaz de matarlo conociéndole. No soy ningún asesino. Y menos de alguien más valioso que cualquier ser humano. ¿Comprendes ahora lo que viste? ¿Cómo tuvo que amenazar a mi hija mientras me ofrecía su vientre? ¿Por qué a pesar de tener la lanza apuntalada contra su piel yo me negaba a ensartarle? ¿Lo entiendes? ¡¿Lo entiendes?!
No pudo más y empezó a llorar. Creo que no se habría sentido peor si a quien se hubiera visto obligado a matar hubiera sido su propio hermano. Le rodeé los hombros y marchamos hacia su casa. Era una mezcla de castillo y mansión construida a toda prisa con el oro de Kimog. Iba a despedirme de él en el umbral cuando me dijo:
—¿No quieres volver a verlo?
—Bueno, si no es molestia —aventuré.
—¡Qué va! Eres el único con quien comparto el secreto.
Me condujo por un pasillo lleno de puertas mientras la curiosidad me roía las entrañas. Unas se abrían con llave, otras con mecanismos secretos. Todas eran gruesas y reforzadas con hierro.
—Esto es lo único que me levanta el ánimo cuando los remordimientos me aprietan ¿sabes?
Bajamos al sótano, donde hacía un terrible calor.
—Él me dijo que el fuego es energía.
—¿Energía?
—Sí, un tipo de magia que vale para todo. Especialmente necesaria en esta fase.
Llegamos a la última sala. Héctor suspiró, y esta vez pude ver algo de paz en su semblante, y hasta una nueva sonrisa. La segunda en toda la noche.
Sobre un hogar de piedra, entre abundantes llamas, lucía un hermoso huevo de dragón.
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[…] …lucía un hermoso huevo de dragón. […]
Simplemente genial, me ha encantado ese final que no lo es. Que nos da una esperanza tras la inevitable y buscada muerte del dragón. Mostrar que, pese a su grandiosidad, deban ser ellos mismos los que decidan su momento y forma de morir les otorga un punto de… ¿humanidad? Yo he compartido la sonrisa con Héctor al descubrir el huevo de dragón. ¡Qué ilusión!
¡Enhorabuena Diego! Otro relato que sorprende y que maravilla… Lo de los grillos sé de dónde lo has sacado 😛
¡Gracias! Sí, algún que otro documental me zampo de vez en cuando. Y por lo visto, es cierto, los grillos se sincronizan entre sí. Me gusta entreverar la ciencia con la fantasía, a veces le da sensación de autenticidad.
Yo añadiría que es uno de los mejores recursos para aportar el realismo necesario en cualquier historia de fantasía, mezclar hechos verdaderos, reconocibles, e inspirados en algo que el lector pueda indetificar rápidamente, con los elementos propios del mundo que estamos creando.
Enhorabuena por el relato Diego 🙂
Perdonad algunas de las erratas de bulto que se me han colado, como «no la reflejaban» en la frase de las lápidas en vez de, por ejemplo, «lo permitían». Son fruto de una confección apresurada, pues se ve que mi musa se me fue de juerga y no quiso visitarme hasta el final. Pero la idea de que los dragones en realidad tuvieran que buscar su propia muerte me resultó lo suficientemente sugerente para atreverme con este reto. Creo que dicha idea, al final, ha quedado algo diluida. ¿Necesita un texto más largo, más preparación? ¿Sobra el final con el huevo del dragón y debería enfocar el final en la escena de la muerte? ¿Cuento la historia con un narrador omnisciente partiendo del diálogo directo con el dragón en sus últimos momentos? Estoy abierto a sugerencias.
Erratas perdonadas, pues son muy pocas las que se te han colado. Además, los autores tenemos un grave problema al corregir nuestro propios relatos: Ya lo conocemos y por ello nos vamos saltando las palabras de forma automática. De ahí la recomendación de dejar descansar los textos un tiempo prudencial. Y el final, ¿de verdad crees que sobra? A mí me ha parecido muy bueno, dando ese pequeño toque de misterio a lo que va a encontrar el bardo.
En lo personal, me ha encantado. El relato mantiene en todo momento el interés y está contado de forma que invita a continuar con él, muy cómodo de leer. Enhorabuena 😉
Gracias Jorge. Anoto tu impresión con el final. Para explicarte mis dudas tomaré como ejemplo tu propia novela, que acabo de terminar. En ella vas dejando incertidumbres sobre ciertos personajes (Cóler, Dalan) y sobre el discurrir de las situaciones (el plan de Talaved), son tus miguitas de pan, mientras la trama se precipita. Todo está enfocado en ese magnífico final. En este relato el foco está en la muerte del dragón. Aunque el huevo está íntimamente relacionado, no es el foco. El climax se rompe antes. El huevo queda como premio emocional de consolación. Un accésit, vamos. La alternativa sería dejar a Héctor llorando y cerrar ahí. Me gustaba menos. En fín, creo que buscar el óptimo en literatura es frustrante.
Supongo que depende de la obra. En muchas de ellas (y depende de cuántos caminos abiertos haya con ese único final) puede que sólo interese conocer ese punto común que tienen las distintas ramas, sobrando todo aquello que no tenga una íntima relación con ellas, así como hay otras que dependiendo de la importancia o trascendencia que tenga «ese añadido» puede que funcione mucho mejor de lo que el mismo autor piensa. En tu caso, las últimas líneas tienen una gran importancia para aprender más del «compromiso» que el protagonista asume respecto a sus acciones y hace al personaje aún más grande.
Por cierto, si leíste mi trabajo (y te apetece), puedes mandar tus impresiones, sugerencias, consejos… e incluso una crítica o reseña, que podría publicar (con tu permiso) en la correspondiente sección de la página del libro. Invitado estás 😉
Aunque estoy cayendo ahora en una cosa. Si te fijas en mi novela, tras el cierre de todas esas subtramas abiertas, existe un último capítulo. ¿Era prescindible? Creo que lo que se relata en él tiene un valor similar al del huevo en tu relato. Ayuda a comprender a los personajes contando más de la historia que de no saberlo tampoco aguaría la experiencia del lector, pero que tiene su punto de atracción, ¿o no? Repito, me gustó mucho tu final.
Realmente me fascinó el relato. Muestra la imagen del dragón como un ser cuya naturaleza nos es completamente ajena y difícil de comprender; mágico, majestuoso, pero sin la posibilidad de tener una muerte natural. Un ser divino con un gran defecto, que lo acabará forzando a ser visto por los humanos como una amenaza. Simplemente un ser incomprendido.
Me encantó el final, ya sabes, el huevo de dragón. Me recuerda al mito del ave fénix que renace de sus cenizas.
Sencillamente genial. Felicitaciones.
Muchísimas gracias. Me alegro que te haya gustado. Entonces apunto un voto a dejar este final. Es curioso cómo a veces la historia se rebela y te pide algo distinto a lo que uno tenía en un principio planeado. Yo quería que la revelación de cómo morían los dragones fuera el foco principal, el final buscado. Pero al ir poniendo los elementos sobre el papel, el desenlace ha querido ser otro.