Nací y me crié en Larsoña, un pequeño pueblo pesquera en la provincia más meridional de Ashrae. Mi casa familiar era una más en el pequeño barrio de pescadores, paredes encaladas y puertas, ventanas y contraventanas pintadas de un vivo color verde. Se elevaba en la parte superior de una colina baja, oteando el mar de levante. Desde su posición, privilegiada para las vistas pero todo lo contrario cuando soplaba el húmedo e iracundo sestral, se disponía de una perfecta panorámica de los muelles, el puerto y los dos espigones tras los que se refugiaba el pueblo. Lo humilde de este puerto quedaba claro en el detalle de que, si bien la parte central e izquierda de la costa ante la bocana estaba erizada de arrecifes ocultos, no había ningún faro, boya o baliza que anunciara esos peligros. Quien fondeaba en Larsoña lo hacía consciente de los peligros a los que se enfrentaba. Y de la pobre recompensa que en el pueblo hallaría.
Mis hermanos y yo compartíamos un pequeño cuarto cuya única ventana daba a levante, brindando a través de su marco una preciosa estampa del puerto. La reducida habitación apenas estaba vestida de mobiliario: las dos camas ocupaban casi al completo el cuarto, una más grande y mullida para mis hermanos y otra estrecha y dura (apenas podía calificarse como jergón) para mí; en un gran armario de tres cuerpos que ocupaba una pared acumulábamos como podíamos las ropas de todos los hermanos, parte de la de nuestros padres, e incluso nos servía de pequeño almacén; en una esquina había un palanganero con un sencillo aguamanil de loza agrietada bajo el barniz, una abollada jofaina de latón y un par de raídos paños; bajo el alféizar de la ventana disponíamos de un viejo arcón de roble reforzado con bandas y tachones de hierro, en su tiempo lleno de juguetes y ahora de mis libros y unos pocos utensilios de mis hermanos.
Mi cama estaba ante la ventana. Todas las mañanas, al emerger el sol por levante, un hilo de luz atravesaba una juntura de las contraventanas y se clavaba en la pared justo sobre mi cabecero, un haz lo bastante intenso como para desvelarme. Ese brillo tan conciso y definido sólo me molestaba a mí: la cama de mis hermanos estaba colocada en la pared opuesta, lo que les permitía seguir durmiendo sin apenas molestias.
Pero no hay mal que por bien no venga. Ese rayo propicio me espoleaba para levantarme todas las mañanas y así prepararme para partir a primera hora hacia el templo: me había convertido en la esperanza de la familia, el estudiante. Mientras mis hermanos se levantaban más tarde y trabajaban todo el día en un par de tiendas del pueblo yo madrugaba y acudía a la escuela del templo. Morten, el viejo sacerdote, obligaba a sus escasos estudiantes a seguir su estricto horario de vida: una hora después del alba ya debíamos estar todos los alumnos con él para ayudarle en sus tareas matutinas de adecentar el templo y preparar lo receptáculos para las dádivas. Sólo cuando todo estaba ya dispuesto en la nave nos permitía sentarnos en la pequeña sala aneja que hacía de aula. Dedicábamos la mañana entera al estudio, y tras una apresurada comida en nuestras casas el resto de la tarde practicábamos lo aprendido por la mañana. En ese tiempo Morten celebraba un par de rohmhas, si bien la mayoría de las veces en el templo apenas había un par de viejas viudas y un puñado de chismosas. Entre ceremonia y ceremonia asomaba su rostro rubicundo por la puerta de aula, preguntando si comprendíamos todo. Respondía las posibles dudas y volvía a la parte pública del templo para una nueva celebración. Con el anochecer nos despedía, no sin antes anticiparnos lo que estudiaríamos al día siguiente. Así transcurrían mis jornadas de infancia.
Pero lo que de verdad me marcó el futuro lo tenía todas las mañanas ante mis ojos: el puerto, con sus sacrificadas gentes, y sobre todo el mar.
Cada día, mientras desayunaba una enorme rebanada de pan untada con aceite, a través de la ventana de la cocina contemplaba el puerto y su frenética actividad. Para la gente de mar, sobre todo entre el gremio de los pescadores, el amanecer no supone el inicio del día sino todo lo contrario: la transición entre la traicionera oscuridad de la labor diaria y la claridad que promete un merecido descanso. El puerto constaba de tres atraques, uno más ancho y largo que los otros dos. El mayor, situado en la zona de mayor calado del puerto, justo ante la bocana, estaba destinado para los pequeros y para los muy escasos tráficos comerciales que arribaban a Larsoña. Los otros dos los usaban las numerosas y humildes barcas de cabotaje. Todas las mañanas veía arribar las varias decenas de barcas de los pescadores. En días alternos las custodiaban el escaso puñado de barcos de bajura, humildes naves de dos palos, velas de cuchillo y ridículo calado que todavía persistían en arriesgarse en los cada vez más inseguros caladeros. Todos, barcos y botes, acudían con presuroso orden al muelle dispuestos a amarrar para descargar su género.
Masticando el pan tostado escuchaba con oídos sordos las quejas de mi madre (llegó un día en que para ella todo se reducía a desgracias y pesares, más aún desde que padre se uniera a la tripulación de uno de los pesqueros de bajura): el auténtico espectáculo se formaba cuando los hombres descargaban las cajas, así como la frenética actividad que en torno a ellos se conjuraba: un puñado de mercaderes que se acercaban acarreando carros cubiertos por enormes hojas recién cortadas de nenúfar marino, dispuestos a ojear la pesca y disputarse las mejores capturas; jóvenes mujeres de pescadores, aun no cauterizadas por la abrasiva influencia del mar, que manteniéndose a calculada distancia de los hombres anhelaban fundirse en un abrazo con sus maridos; viejos pescadores, insomnes u ociosos, comentando ya el estado de las artes o cualquier cosa que se les pasara por la cabeza.
Las idas y venidas entre los muelles y el sencillo cobertizo que hacía las veces de lonja recordaba a una tumultuosa columna de hormigas. La lonja consistía en una sucesión de columnas desgastadas por el tiempo y la intemperie sobre las que se sostenía un tejado de madera de tello y sucias tejas. La argamasa que en su origen se usara para asentar las tajes hacía décadas que había dado paso a los compactos matojos de junres: el hierbajo salvaje, cuyas recias raíces colgaban por los laterales del tejado, hacía casi mejor la función de cohesionar las tejas que la propia argamasa. Por un reducido tiempo se convertía en el centro del pueblo. Luego volvería a su tradicional función de lugar de sombra bajo el que se arracimaban los ancianos o jugaban los críos.
En la procesión de cajas se podía distinguir dos ritmos: por un lado la de los botes y por otro la de los pesqueros. Los dueños de los botes, ayudados por su ayudante si disponían de él, acababan los primeros la tarea de colocar su género, que en los mejores casos no superaba las dos o tres cajas. Una vez acabada su labor quedaba el dueño sólo custodiándolas, ya sentado en dos cajas cruzadas a modo de silla o uniéndose a corrillos en los que se comentaba el devenir de la jornada. Cualquier cotilleo se agradecía mientras se esperaba el inicio de las subastas. Las tripulaciones de los pequeros llevaban otro ritmo de trabajo, sobre todo si habían disfrutado de buena pesca. Los barcos que obtenían mejores capturas amarraban más cerca de la lonja, permitiendo así que los marineros se dispusieran formando una cadena. Cada mañana vigilaba dónde amarraba su barco, siempre intentando distinguir a padre entre el resto de marinos. Verle formar esa cadena de hombres lanzándose cajas de unos a otros significaba que vendría con una buena paga, para alegría de mamá y de todos. Cuando se formaban, las cadenas humanas acumulaban las cajas en columnas a veces tan altas como un hombre. Pero en los cada vez más frecuentes días malos los buques amarraban en cualquier sitio libre del muelle. En esas ocasiones la descarga casi no se diferenciaba de la de los botes. Esas veces la cuadrilla, una vez descargado todo, se mantenía apartada de todo corrillo o conversación: para ellos la espera equivalía a una especie de humillación, un alarde de su derrota. Con suerte en esos días los patrones acababan por hacerse cargo de todo y permitían a las tripulaciones regresar a sus casas: ya llegaría más tarde el reparto de las exiguas pagas y de los restos por los que nadie había pujado.
Ese sencillo espectáculo, cargado de la ruda poesía que brindan el mar y sus gentes, coloreaba mi desayuno todas las mañanas.
Cuando la nave de padre fondeaba yo le esperaba con impaciencia y madre con controlada preocupación. Tras la descarga de la pesca siempre le veía subir la cuesta hacia casa arrastrando los pies con cansancio. Entraba en casa musitando un saludo y colgaba el gorro en el perchero mientras le dedicaba una sonrisa agotada a mi madre. Yo corroía a abrazarle: eso le iluminaba la mirada. Ver su rostro recuperar la alegría me daba los ánimos justos para poder soltar su mano, coger el hatillo con la enciclopedia y los cuadernos y salir hacia la escuela. En ese camino diario debía pasar junto el puerto, dejando la lonja a un lado. ¿Cuántas mañanas me acabaron de despertar los gritos de las pujas? No las podría contar.
Una vez al mes el trajín del puerto se incrementaba debido a la llegada de los navíos de la Armada. Las naves, en su mayoría carabelas y jabeques, tenían por costumbre fondear a más o menos media milla de la boca del puerto y estar así siempre dispuestas a zarpar. Su presencia en Larsoña tenía naturaleza más logística (obtener suministros y agua potable) que militar. Tenían como principal misión patrullar la paupérrima costa en la que estaba Larsoña aunque ésta, dominada por acantilados casi cortados a martillo y cincel, apenas atraía a los mercaderes. Menos aun a los contrabandistas, incapaces de encontrar zonas furtivas y protegidas de atraque, o a los piratas, ya poco se puede robar a quien no tiene nada.
No tengo la menor duda de que ese tuvo que influenciarme en mi posterior manera de ver el mar, sus gentes y en general la navegación. Una vida dura pero llena de sentimiento, belleza y sacrificio.
No tendría yo más de siete años aquella mañana crucial. Se trataba de uno de esos esperados días en los que mi padre libraba y yo no tenía colegio: los dos disponíamos de todo el día, el uno para el otro. Ahora que mis hermanos ya casi hacían toda su vida fuera de casa –apenas veían a dormir– yo me había convertido en el centro de la casa. Esa mañana padre entró en nuestro cuarto y, procurando no desvelar a mis hermanos, me despertó.
–Gussy, quiero hacerte un pequeño regalo. Ven conmigo.
El haz todavía no había atravesado la juntura de la contraventana, lo que indicaba que aún faltaba tiempo para el amanecer. ¿Qué me querría regalar mi padre a esas horas? Lo ignoraba, pero el desayuno que me hizo (pan blanco tostado a la lumbre y acompañado de un cuenco de torreznos adobados y olivas) tenía un aire festivo que prometía algo de verdad interesante.
Tras salir de casa me tomó de la mano. Descendimos la cuesta hacia el puerto, que todavía estaba dormido. El sol no despuntaba sobre el horizonte, pero sí que se empezaba a notarse una creciente claridad desde levante.
En uno de los dos amarres menores estaba nuestro destino. Para mi sorpresa padre me llevó al esquife de tío Yuha. Yo alcé la mirada con la duda dibujada en mi rostro. ¿Esto era el regalo, el viejo bote del tío? No comprendía nada.
–Tranquilo, Gussy. Espera y verás algo que nunca has visto antes.
Y subió a bordo. Mientras padre preparaba los remos me pidió que soltara la amarra y saltara. Así hice, sin todavía comprender de qué iba todo aquello.
El tío Yuha pertenecía a esa clase de hombres que casi se podía decir que nacieron sobre las aguas: desde pequeño trabajó en el mar, pescando tanto en pequeños botes como en barcos de bajura e incluso en alguno de los que se adentraban millas y millas en las aguas traicioneras del mar de Ashrae. La pesca mar adentro es un trabajo en el resulta casi imposible librarse de contacto directo con las nocivas aguas. Y mi tío, a lo largo de toda su vida, se había sumergido más veces de las que la cordura aconsejaba. Así lo demostraba tanto su piel pálida, débil y ulcerosa, como sus huesos y articulaciones. Desde hacía años sufría intensos dolores en sus extremidades, sus manos ya engarfiadas y casi inútiles en lo que se llama por mi región la ‘garra de pescador’. A veces los ataques tenían tal virulencia que le dejaban prostrado en la cama, su cuerpo atravesado por innumerables agujas de dolor, incapaz siquiera de levantarse. Por ello se había visto obligado a espaciar mucho las salidas al mar. Antes de que padre se enrolara en al pesquero el tío nos solía prestar el esquife a cambio de un porcentaje de lo que pescáramos. Pero desde que padre embarcara aquella posibilidad había desaparecido: como el tío no era capaz de trabajar por él mismo se vio obligado a alquilar el bote a otros vecinos.
–Tranquilo, Gussy. Tío Yuha se lo ha alquilado a Olaff. He hablado con él y no hay problema en que lo tomemos unas horas. Sólo debemos devolverlo antes del mediodía.
Me senté en el banco de proa, todavía desconcertado. Mi padre empuñó los remos, indiferente a mi desazón. No comprendía cómo en un día como aquel, en el que tanto padre como yo podíamos descansar hasta tarde para luego disfrutar de un buen día de familia, nos lanzábamos a la mar para pescar unos peces que por fortuna ya no necesitábamos.
Pero padre empezó a remar. El sonido acompasado de las palas hendiendo las aguas quebró el silencio del puerto, arrancando ecos en el espigón. Poco tiempo después ganábamos la bocana. El sol ya empezaba a despuntar sobre el horizonte conjurando la procesión de los botes de pescadores, todos ellos peregrinando hacia los muelles. Por un instante me sentí raro, incluso mal, al ver cómo llevábamos la contraria a todos esos hombres. Pero padre seguía bogando indiferente a las miradas de extrañeza.
Algo me decía que aquella mañana no regresaríamos con pieza alguna: aunque en el pequeño cofre colocado en el centro del esquife el tío Yuha siempre guardaba sedal y anzuelos, yo seguía sin imaginarme a padre pescando en uno de sus días de descanso. Algo poderoso habría en todo esto como para despertarme y llevarme hasta allí. Padre sabía que desde chico sentía una gran atracción por el mar, por los barcos, por sus gentes. Demasiadas veces me había descubierto en la punta del espigón contemplando abstraído los tráficos que surcaban las aguas allá lejos, casi rozando la línea del horizonte. Tenía la intuición de que de alguna manera padre quería premiar esa parte soñadora mía.
Siguió bogando. Cada vez quedaba más lejos el puerto. Mientras remaba me miraba de pies a cabeza, quizá evaluándome. Esa pasión por el mar que me poseía no existía en mis hermanos: la edad los había vuelto realista y pragmáticos. Trabajaban en el pueblo, si bien no ocultaban sus deseos de partir a alguna ciudad importante del interior, o incluso a la capital. Cuando se les dejaba ambos hablaban de gestas militares, sugiriendo que quizá se enrolaran en el ejército; acto seguido, como si todo tuviera relación, entre risas musitaban cómo embaucar a zagalas para llevarlas a algún rincón oscuro de un almacén. Pero nunca hablaban del mar.
–El mar es un amo cruel, Gustaff. Pero también una madre agradecida y fértil –me dijo una tarde de tormenta. Me había descubierto con la mirada clavada en el mar, extasiado por no decir azorado ante su poderío. Yo jamás olvidé aquellas palabras, llenas de sugerentes promesas y desgracias.
Ante la bocana del puerto, a un centenar de brazas al norte, hay una pequeña cordillera de arrecifes. No suponen peligro alguno para botes o barcos de escaso calado, pero tiene la suficiente presencia para calmar los embates del mar creando una zona de calma tensa. Padre estaba cruzando esas aguas. Cuando nuestro bote rebasó los arrecifes noté cómo entrábamos en aguas más bravas. El esquive empezó a cabecear obligando a padre a luchar más con lo remos.
–Deja de mirarme a la cara como un tonto y fíjate en lo que tienes a tu izquierda, casi junto al Rampante –dijo. Yo me volví hacia donde indicaba. El Rampante era un saliente rocoso del acantilado, horadado por las olas de tal manera que la parte superior cuelga desafiante sobre el mar. A la imaginación de la gente se asemejaba a un caballo rampante, lo que le había brindado ese nombre. Entonces la vi: había una nave anclada en esa zona, fondeada de tal manera que desde el puerto no se la veía. Se trataba de una carabela. En mi inocencia de crío pequeño su humilde arboladura de tres palos se me hacía lo más majestuoso y enorme que había contemplado en toda mi vida.
–Este barco se dedica a vigilar la costa, así como a realizar funciones de correo y pequeño transporte de vituallas –me explicó. Mientras hablaba seguía remando.
Nos acercamos a la nave. Restaba una buena cantidad de yardas cuando por un instante padre soltó uno de los remos y señaló a la cubierta del barco. Su mano apuntaba un grupo de tubos de metal plomado, largos y delgados. Tenían una longitud no menor a la altura de un hombre. Había cinco de ellos asegurados con robustas abrazaderas de metal a la barandilla de la borda de babor, y por alguna razón me imaginé que otros tantos iguales estarían en estribor.
–Fíjate, hijo: dragones. Temibles y mortales.
No dije nada. Mi padre volvió a remar mientras yo seguía contemplando la nave y los dragones. El naciente sol de la mañana les arrancaba destellos bailarines e irregulares. Forcé la vista y adiviné la razón de esas ondulaciones en sus reflejos: la superficie del metal no era lisa sino que estaba cubierta toda ella por lo que debía tratarse de bajorrelieves. Los grabados decorativos iban desde la boca circular al extremo cónico. Éste, algo abultado en la parte superior, tenía una llamativa rebaba en forma de cola rizada allí donde se colocaba y prendía la mecha.
Al fin llegamos a las proximidades del barco. Había fondeado de tal manera que la proa apuntaba a mar adentro. Los grandes ojos de los ventanales del diminuto alcázar de popa, tintados de azul, atisbaban Larsoña asomados desde la roca del Rampante. Apenas había brisa. En el extremo del palo mayor ondeaba con pesadez una bandera con el emblema de la Armada de Ashrae. Otro estandarte, con el mismo dibujo pero algo más grande, pendía laxo de una pequeña asta que nacía del centro de la popa, a nivel de la toldilla. Sobre ella paseaba un solitario soldado. Su coraza ligera lanzaba intensos destellos; apoyando su pie de metal en el suelo de la toldilla, las manos del hombre sostenían una enorme ballesta marina. La saeta estaba colocada con el tensor (tendones de warsa trenzados y lubricados con aceite de esa misma bestia) dispuesto para disparar. Al oír el golpeteo de los remos el hombre se volvió y nos dirigió una mirada adormilada. Padre saludó al soldado, diciéndole que sólo veníamos para que yo viera la nave.
–¿Puede subir a bordo mi hijo? Arde en deseos de conocer cómo es por dentro un buque de la Armada.
–Lo siento, pero tengo órdenes de no permitir subir a nadie.
Mi padre ya parecía esperarse esa respuesta por lo que contestó:
–Pero el chico ha venido sólo para eso. ¿No puede ni siquiera pisar un ratito la cubierta para que vea los dragones? Hoy es su cumpleaños –mintió– y le haría una ilusión enorme poder hacerlo.
–Imposible. Todo lo que hoy vea lo hará desde donde está. Son órdenes.
Padre le mantuvo la mirada al soldado durante dos, tres, cinco latidos… pero éste no cambió de idea. Al final bajó los ojos y me dedicó un gesto de derrota.
–Lo siento, Gus.
–No pasa nada, padre –notaba auténtica tristeza en sus palabras. Se había levantando a una hora intempestiva en su día de descanso para poder llevarme hasta allí. Para nada. Como niño pequeño comprendí por primera vez que a veces, por mucho que uno quiera, hay cosas que no se pueden hacer–. Otra vez será.
–Bueno, si quieres podemos dar una vuelta en torno a la nave. Lo que verás así no será tan interesante como lo que hay a bordo, pero ya que estamos aquí…
–Perfecto –le dije. Y no mentía: a mí no me preocupaba el ver barco desde fuera o desde dentro. Lo que de verdad me emocionaba era saber que ese montón de tableros y telas surcaba el mar, desafiaba las tormentas y llegaba a tierras distantes; que en él se podía vivir la aventura del mar en primera persona. Estando tan cerca de él casi podía paladear ese espíritu aventurero.
Mi padre remó a lo largo del costado de la nave nombrando los palos, las vergas y las diversas clases de velas y jarcias. Pronunciaba nombres extraños que yo jamás le había oído antes. Y lo hacía con una seguridad tal que demostraba su familiaridad con ellos. Mientras él hablaba yo sólo tenía ojos para el barco. Padre continuó descubriéndome más y más cosas extrañas y maravillosas, de nombres raros y sugerentes: ojo de buey, portilla de estiba, obenques, beques…
Ya llegábamos a la proa del barco (el pico, tal y como yo lo había llamado durante años) cuando lo descubrí. Estaba incrustado en la parte delantera y miraba con ojos ciegos pero fieros hacia el horizonte. Me quedé anonadado contemplando aquella figura semihumana emergiendo del pico (padre lo nombró roda, explicándome que estaba hecho de un única pieza de madera de especial dureza. Esa pieza iba desde la parte inferior del bauprés a la quilla, constituyendo la hoja que rompía las aguas en el avance del barco). La efigie representaba a un hombre cornudo con espolones en sus codos y sus rodillas. Sus enormes manos tenían un aspecto palmeado, con lo que parecían membranas entre los dedos culminados en uñas. Sus piernas, largas, con más articulaciones de las naturales, también estaba rematadas por pies grades de ánade. Algo en él me susurraba que se trataba de una imagen anfibia, a medio camino entre hombre, rana y tritón.
–Esa figura que ves es un mascarón, Gus –dijo–. En la antigüedad, mucho antes que el viejo imperio, eran simples estatuas decorativas. Sin embargo en el Imperio la cosa cambió. En los buques de la Armada de Ashrae, y sobre todo en unos barcos colosales a los que se les llamaba Leviatanes (otro día ya te hablaré de ellos, hijo), los mascarones eran muchos más que estatuas. Poseían una enorme importancia ya que nuestros mascarones, los de Ashrae, podían realizar auténticas proezas.
–¿Proezas?
–Sí, hijo. Aquí donde los ves han salvado innumerables vidas, además de constituir una pieza inapreciable en la vanguardia de la Armada. Ahora lo ves ahí, tranquilo, pero yo te digo que dentro de ellos hay un poder mucho más temible que el de los dragones.
Padre siguió bogando alrededor de la carabela. Para la estatua no era más que otra dentro del conjunto de la carabela, tan importante como el resto. Ni más ni menos. Pero yo contemplaba con ojos enormes aquella efigie. Mascarón, me había dicho mi padre. Una simple estatua, un mero objeto de decoración.
¿O no?
Mientras padre maniobraba para virar ante la proa de la nave yo contemplaba maravillado aquella bella y singular estatua. Regresamos por el otro costado del barco, él todavía señalando detalles y curiosidades del barco. Pero mi mente había viajado a otro sitio: estaba con los mascarones. Padre no me había descrito esas proezas obra de los mascarones, pero en mi febril mente ya me las imaginaba yo solo.
En un momento dado mi padre se dio cuenta de que yo me había sumido en mi mundo y calló. Sólo con el muelle casi encima salí de esa abstracción. Entonces empecé a pedirle más detalles sobre los mascarones, sobre sus hazañas, sobre todos los que él decía haber visto de joven
Desde aquel día quise dedicar mi vida a esas queridas estatuas de madera.
Juan F. Valdivia
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