Feb 282014
 
 28 febrero, 2014  Publicado por a las 11:11  Añadir comentarios

Capítulo 5, Fuerza de mascarón: En el cuarto de derrota

–Capitán, algunas de las estructuras se están debilitando, como usted ya sabrá… Necesitan una reparación urgente.

–Señor Gustaff, buenos días. Encantado de verle por aquí.

Desde el segundo instante me había dado cuenta de que había empezado mal aquella conversación. Pero claro, enterarse de que uno mete la pata al segundo instante supone que en el primero ya se ha cometido el error. Ante mi atolondrada entrada el viejo se había limitado a alzar la vista hacia la puerta. Se sentaba en una silla de cuero tras una robusta y amplia mesa de roble asegurada con remaches al suelo. Sobre el tablero, casi cubriéndolo por completo, había desplegadas varias cartas marítimas. Sólo quedaban despejados los laterales de la mesa; en uno de ellos había un par de compases abiertos junto a un juego de reglas; en el opuesto, colocada sobre un extremo de las cartas a modo de pisapapeles, había una gran caja de lápices; cerca de ellos, incrustado en la esquina, un tintero y una pluma.

Relatos de fantasia - Astrolabio

Astrolabio por Rama


Mientras recibía la mirada escrutadora del viejo noté cómo la vergüenza acaloraba mi rostro. No sabía dónde depositar la mirada. Bueno, no del todo; sí que tenía bien claro dónde no hacerlo: sobre el rostro del capitán.

Mis ojos danzaron inseguros de un lado a otro de la estancia. Los dos mamparos mayores, babor y estribor, estaban casi por completo revestidos de armarios y alacenas. La parte superior hacía las veces de vitrina. Tras sus puertas de cristal pude contemplar una pequeña biblioteca y diversos instrumentos de localización: reconocí un antiguo astrolabio y un sextante. La parte inferior de los armarios estaba organizada en concavidades hexagonales: en ellas se amontonaban rollos y más rollos de cartas de navegación. El reducido espacio de pared no ocupado por las alacenas, más cercano al amplio ventanal de popa, estaba decorados con cuadros. Uno ellos consistía en una vista panorámica de la capital, tal y como se puede contemplar desde la bahía. El artista, quizá en un alarde de imaginación, había representado la ciudad en uno de los infrecuentes días soleados. Sólo había un cuadro sobre la cristalera de popa: un lienzo que representaba a la Orgullo capeando una tempestad. Un crespón con los colores de Ashrae pendía del cuadro.

El viejo seguía sin decir nada, quizá esperando que yo tomara la palabra. O quizá evaluándome y pensando en cómo reprender al insolente que tenía delante. Sea como fuere yo no me atrevía a abrir la boca. Continué con mi huida, mis ojos bailando de las paredes a la mesa, a las cartas: las identifiqué una de ellas como perteneciente a la costa de Cargamarga, otra a la costa central de Ashrae y una tercera a la zona central del mar que debíamos surcar. En esa última pertenecía a la nueva clase de cartas que representaban las profundidades y corrientes estimadas, así como las escasas pero aún existentes zonas de peligros indefinidos. El capitán debía estar estudiando posibles rumbos. Y yo le había interrumpido. No quise mirar más los mapas. Mi atención pasó a la caja de lápices. Fabricada en oscura madera de teca, en sus laterales tenía delicados bajorrelieves acerca de los cuales ya había escuchado murmurar: criaturas anfibias, ni tritones ni sirenas, anudaban sus cuerpos unos contra otros en actitudes impúdicas, sexuales. Nadie a bordo sabía a ciencia cierta el origen de semejante caja, pero tenerla tan cerca me incomodó. Evité mirar aquella obscenidad incongruente con la personalidad sobria y estricta de su dueño.

El viejo se mantuvo en silencio. Incluso el sonido de la mar –en ese momento me daba cuenta de ello– parecía haber desaparecido, apabullado por la presencia del capitán. La atmósfera aire de la estancia, una mezcla de incienso, salitre y personalidad, flotaba tenso, expectante. El viejo se limitaba a mantener esa intensa mirada suya sobre mí. Sin duda estaba tensando el cabo para comprobar hasta dónde resistía sin desarbolarme.

Debía mantenerme firme.

No me atrevía a enfrentar su mirada. Ni siquiera me atrevía a ojear de nuevo las cartas: temía que de alguna manera, vagando entre esos juegos de líneas y cotas, mis ojos se enredaran con los del capitán. En cabeceo del buque arrancó un súbito destello en los compases. Estaban elaborados con la simple eficacia que había hecho famosos a los artesanos marinos de Ashrae. De bronce fundido, sus patas estaban decoradas con una simple tracería con motivos de olas; las agujas resplandecían con el frío brillo del acero. Junto a los compases, y de factura igual de sencilla, yacían una regla, una escuadra y un cartabón, todos de acero. Carecían de la menor decoración a excepción de las marcas de medida. Remataba la mesa, atornilladlo a la misma, un tintero de plata; apoyada sobre su bandeja reposaba una enorme pluma de zarcajo dorado con plumín de oro. Todo esto vi con claridad dolorosa mientras soportaba el cada vez más abrumador silencio.

Por fin el viejo carraspeó reclamando atención y obligándome a alzar la mirada. De improviso me di cuenta del calor casi insoportable que incendiaba mi cara. El rubor cubría mi rostro, pero aun así afronté aquellos ojos marrón pálido suyos. Se escudaban tras unos anteojos de moldura de bronce, los cuales le brindaban un aire de sabiduría y engañosa benignidad. Con suma calma se descolgó las lentes.

–¿Ya? –sólo dijo eso, nada más. Me temía lo peor, enfrentarme a todo un huracán de reproches. Para mi sorpresa una leve sonrisa atinó a dibujarse en su rostro. Quizá le debía haber parecido en extremo graciosa mi manera de entrar, mi atolondramiento, mi indecisión y posterior rubor; todo ello junto… o nada. Quizá su diversión se redujera a que yo –un novato recién ungido– le hablase de ‘necesidades’ a él, todo un oficial condecorado de la Armada de Ashrae.

–Mire, tutor ­–y resaltó las dos sílabas de la palabra dejando claro mi cargo y rango–. Esto le interesará, ya que puede que usted se vea alguna vez en similar tesitura –mientras hablaba señaló con un dedo una línea trazada sobre uno de los planos, el de las aguas entre las dos costas. El trazo marcaba un rumbo siguiendo un no muy sinuoso zigzag; empezaba a escasas millas de Cargamarga y avanzaba mar adentro serpenteando entre dos zonas de las consideradas inexploradas; concluía a no menos de veinte millas al sur de la costa de la capital, Ashrae. A todo lo largo de la línea había diversas acotaciones en forma de pequeñas saetas, cada una de ellas acompañada de ternas de números–. Fíjese en la zona de corrientes aquí marcada: ¿la ve bien? Las flechas indican la potencia y velocidad, así como posibilidad de sentido en función de la época del año. Y para esta temporada, si seguimos disfrutando de un tiempo como el que hasta ahora el destino nos ha brindado, aprovechando estas corrientes con facilidad podemos llegar a Ashrae en no más de cuatro días. ¿Le parece bien ese plazo para cumplir su petición? Nada más arribar informaré al Almirantazgo de la necesidad de dar un repaso a la estructura, destacando los elementos que más desgaste sufren: bauprés, roda, quilla, codaste y cuadernas. Y por supuesto que le mantendré informado, Gustaff.

–Bauprés, roda, quilla, codaste y cuadernas… –repetí las palabras como si de una maldición se tratara. Sin duda el viejo se estaba regodeando, tanto con la respuesta que había dado a mi petición como con la cara que debí poner al oírla.

–Y los mascarones, sí –su sonrisa se amplió llena de un brillo pícaro, remarcando las arrugas en su rostro curtido–. También informaré de que sus pupilos requieren un chequeo.

–Gracias, capitán –por un instante me sentí exultante, como si hubiera obtenido una victoria poco menos que legendaria. Por fortuna tuve la suficiente inteligencia para reprimir cualquier infantil muestra de emoción. Me recompuse y le mostré mi respeto—. Usted mejor que nadie sabe que los pobres están en pésimo estado, muy gastados; necesitarían una nueva visita al templo para apuntalar su subalma –capté cierto brillo en su mirada. Parecía mostrarse expectante, casi dispuesto a evaluar lo que le estaba contando, y quizá incluso puntuara mis palabras. Pero no dijo nada. Como vi que no respondía me animé a seguir hablando–. Los tres mascarones se encuentran en una situación tan debilitada que en cualquier momento los medallones y las runas pueden resultar insuficientes para insuflarles el suficiente impulso. Por supuesto, siempre haré lo que tenga en mi mano para animarlos…

–Por supuesto: ‘un tutor posee dos corazones: puede regalar dos vidas’.

–Claro, capitán, claro ­–me apresuré a decir–. Pero antes de tomar esa medida extrema se debe cuidar y reparar a los chicos.

–Llegados a puerto, señor Gustaff. Ya se lo he dicho. En cuanto atraquemos me encargaré de ello. Y le nombraré supervisor de las obras.

–Sí, capitán –al nombrarme responsable supe que había superado cualquier examen al que me hubiera sometido. Empecé a sentirme satisfecho y aliviado–. Sólo quería dejar clara mi postura.

–Y ha quedado meridianamente clara, señor Gustaff. Tal y como acaba de decir usted, yo sé mejor que nadie cómo están sus chicos –me temí que la frase supusiera el inicio de un rapapolvo, pero no noté en su rostro curtido por el salitre y el viento el menor atisbo de ello; al contrario, parecía más divertido que nunca–. Tranquilícese que no les va a pasar nada. Pero me gusta la manera en que se preocupa de sus pupilos, señor Gustaff.

Y con eso el viejo volvió a centrar su intención en las cartas. La conversación, o más bien el asalto que yo había perpetrado, había acabado. Le agradecí el haberme dedicado su tiempo y salí del cuarto de derrota. Regresé a mi puesto más volando que corriendo, contento ante la seguridad de que mis mascarones recibirían un muy merecido repaso una vez llegados a puerto.

Mis queridos mascarones.

Pero aquello se limitaba a preocupaciones personales. La mayoría de la tripulación ignoraba mi diálogo con el viejo: todos habían seguido atendiendo sus labores, tratando de espantar el espíritu de mal agüero que reinaba en la nave aquellos primeros días de travesía. Por fortuna los elementos resultaron favorables para la navegación y la normalidad regresó al día a día. Incluso yo casi olvidé mi falta de tacto con el capitán, contento como estaba con la reparación que mis chicos iban a recibir una vez arribáramos.

Pero entonces se escuchó aquel grito. Toda la tripulación de la Orgullo tenía la atención centrada en el horizonte, en esa vela desconocida. En la toldilla el viejo consultaba con el contramaestre cómo reaccionar ante el paño que ya despuntaba. Por sus gestos deduje que no coincidían en el criterio a seguir, por lo que optaron por bajar las escaleras y seguir el debate a puerta cerrada, en el cuarto de derrota o en el propio camarote del capitán. Mientras se perdían bajo el alcázar el frente tormentoso seguía ganando terreno, cubriendo cada vez más horizonte. En la masa central de nubes, mucho más oscura que el resto, ya se empezaban a distinguir fugaces pero poderosos destellos. La tormenta todavía se hallaba muy distante, tanto como para que el sonido de los truenos no nos llegara devorado por el bramido del cada vez más inquieto mar. La proa cabeceaba con creciente vehemencia, obligándome a mantener los dedos engarfiados en la red de chinchorro. Pero sobre ella, más allá de cubierta, me sentía más vivo que nunca. Vivo y seguro: a lo largo de los meses tanto la tripulación como la propia nave habían demostrado con creces su valía, su capacidad de surcar cualquier mar y superar la peor de las tormentas. Tenía confianza casi ciega en la Orgullo.

Pero aquella vela apareciendo en aquella zona… podía traernos auténticos problemas, revelarse como un peligro muy serio. Todos confiábamos en el buen hacer del capitán, más aun con el consejo y la experiencia del contramaestre. Ellos sabrían como afrontar la situación.

Al fin y al cabo las decisiones a tomar ante esa vela no entraban en terreno de mi incumbencia. Al menos por el momento. Así que, intentando calmarme ante una situación que se me escapaba de las manos, me centré en mis autenticas responsabilidades: el bauprés, los foques… y los mascarones.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Autor de Fuerza de mascarón, un relato corto de fantasía. Lector compulsivo y amante de la escritura poco más desvela sobre su propia persona.

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Aven

Historiador y Aventurero de día, Mago y Guerrero de noche siempre me ha gustado combinar la afilada hoja de mi espada con una bola de fuego o una tormenta de rayos.
Son... argumentos contundentes.

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