Oct 102014
 
 10 octubre, 2014  Publicado por a las 11:11  Añadir comentarios

Fuerza de Mascarón: Epílogo

Los sueños cumplidos no muestran piedad. El capitán sabía de sobra que a veces hay que pagar un precio demasiado caro por lograr lo que uno anhela. En su profesión, manipulando esa fuerza tan voluble llamada Animación, el coste a veces supone la propia vida.

Sin poder reprimir un gesto apesadumbrado, el capitán había extraído el resplandeciente corazón de Gustaff. Durante todo el tiempo que duró la operación el muchacho había mantenido los ojos clavados en el mascarón maestro. Larsenbar se negó a mirar aquellos ojos, centrando su atención en operar. No quería ver cómo la luz interna del chico huía por las ventanas de sus pupilas. No deseaba contemplar cómo la vacuidad llenaba aquel rostro que hasta hace un día resplandecía de ilusión.

Su mano derecha había guiado al cuchillo sin demostrar la menor duda. Debía hacerlo. Sólo eso: debía hacerlo.

Había intentado hacer el menor daño posible. La hoja del cuchillo danzó entre las costillas, cortejando al músculo. Éste, como una doncella tímida, se resistía. Salpicó, escupió, vomitó sangre intentando mantenerse en su sitio. Todo un esfuerzo en vano, por supuesto. La hoja, guiada por su mano, siguió con su trabajo, cortando venas y arterias, sajando tejido graso y tendones. Al cabo de unos instantes un gran hueco bostezaba en el pecho del chaval.

Por fin la mano derecha de Larsenbar extrajo el músculo. El corazón, enorme y poderoso, latía dotado de vida propia. Al igual que el tatuaje de su mano, este corazón resplandecía lleno de chispeante energía. Sólo que este poder, en vez de provenir de los dioses, constituía todo el remanente de fuerza vital del propio Gustaff.
Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón: Epílogo
El daño estaba hecho. Sólo entonces Larsenbar se permitió mirar a Gustaff. El muchacho seguía con los ojos clavados en el pecho del mascarón, pero su mirada poco a poco iba perdiendo brillo. Movía los labios, pero Larsenbar no podía asegurar de si se trataba de palabras o simples temblores. Poco importaba. Al fin las pupilas se apagaron, limitándose a reflejar los pulsantes destellos que emitía el corazón. La palidez del rostro del muchacho contrastaba con las enormes salpicaduras de sangre que, a modo de improvisada máscara mortuoria, cubrían la mayor parte de su cara. En el momento final, pese a la entereza que había demostrado, el chico había vertido unas pocas lágrimas. Los diminutos ríos se habían abierto paso entre la sangre trazando dos líneas se perdían tras los oídos, dos hilos blancos que reforzaban la impresión de que Gustaff llevaba puesta una máscara.

Pobre muchacho. Tras todos esos meses a sus órdenes el viejo capitán había llegado a encariñarse con el chico. No tenía nada que ver con los otros mozalbetes engreídos de familias ricas. Aquellos se tomaban esta etapa de su aprendizaje a bordo como una molestia pasajera. En cambio el desdén no ensuciaba los actos de Gustaff. El chico realizaba sus tareas bien gustoso: se notaba que el mar recorría sus venas, palpitaba en lo más hondo de su corazón.

Ojalá hubiera más como él.

Pero no. Había seguido el camino de otros, víctimas de la falta de experiencia. Controlar la Animación, y por ende la Voluntad, no es un trabajo fácil. Un error puede pagarse… sí, con la vida. Gustaff lo había descubierto a las malas.

Larsenbar se enderezó apartándose del cadáver, sosteniendo el corazón ardiente en alto.

Ojalá no deba hacer esto más veces, se dijo a sí mismo. Pero temía, sabía, que esa esperanza rozaba lo ridículo.

Caminó los apenas dos pasos que le separaban del mascarón maestro. Sabía que los ojos de toda la tripulación estaban clavados en él. En él y en el cuerpo a sus pies.

El corazón del muchacho seguía brillando. Latía manteniendo dentro de sí la vida de Gustaff, una vida que ya no necesitaba el cuerpo sobre las tablas; una vida que sí que la requerían los mascarones.

En los templos escuela siempre está presente una frase, el lema del gremio: ‘Un tutor posee dos corazones: puede regalar dos vidas’. Y se cumplía a rajatabla, hasta las últimas consecuencias. Un tutor se consagraba a sus discípulos, teniendo que dar todo por ellos. Y todo es todo.

Larsenbar apoyó el corazón palpitante sobre el pecho del mascarón maestro. Su mano izquierda aun empuñaba su cuchillo de capitán. Por un instante escrutó los ojos ciegos de la estatua. ¿Dentro de ella quedaría alguna ínfima chispa de Animación, de Voluntad? ¿Sería consciente el coloso del precio que se acababa de pagar para que él y sus dos compañeros caminaran unas pocas brazas?

Aquellas preguntas no llevaban a nada.

Larsenbar alzó el cuchillo y propinó un golpe seco contra la madera. La hoja de metal atravesó el músculo ardiente, haciendo que la sangre que aún quedaba dentro de él saliera disparada. Tenía un aspecto denso y brillante, más semejante a lava que a sangre. Los chorretones se esparcieron con melosa lentitud por el pecho de la estatua. Durante unos pocos latidos la sangre se esparció por la superficie de madera. Allá donde el líquido empapaba la madera ésta se hinchaba, volviéndose carnosa y blanda. La madera revivía.

El efecto duró muy poco. Enseguida el mascarón recibió el regalo y reaccionó. La madera sobre la que estaba clavado el corazón se ahuecó formado una concavidad. Un anillo de hilos, delgados, de color pardo pero que al mismo tiempo emitían destellos húmedos, surgieron del pecho. Los hilos crecieron, cada vez más y más largos, engarzándose nos con otros y abrazando al órgano. Larsenbar retiró la mano para evitar que su mano quedara sepultada en esa red. Un parpadeo después las hebras ya se habían juntado formando una fina película que cubría al completo el corazón. El bulto seguía palpitando mientras se hundía en el interior del pecho de la estatua.

El mascarón poseía un nuevo corazón, un nuevo motor de una vida. Larsenbar contempló el pecho: no quedaba la menor huella lo que había pasado, la madera brillando lustrosa y rica pero sin la menor marca. Bueno, una sí: el puñal seguía clavado, su hoja hundida apenas una pulgada en la madera. El capitán extrajo la hoja y observó el metal: estaba limpia del todo, inmaculado. La estatua había absorbido toda la sangre. Se podría decir que incluso había lamido el metal.

Precedido de un chasquido y unos pocos estremecimientos, el mascarón maestro despertó. Aguardaba órdenes.

–Regresad –musitó el capitán.

El gigante dio un primer paso tambaleante camino de los nichos. Los escoltas siguieron a su maestro. Los tres gigantes ganaron la borda de proa, ante la que se detuvieron un instante. Allí, tras afianzarse con sus cuatro manos en la baranda en el bauprés, cada uno de ellos procedió a introducirse a pulso en su respectivo nicho. Primero los pies, seguidos de las piernas y por fin el torso. En apenas un visto y no visto los tres mascarones estaban de nuevo en sus nichos, adoptando la postura de descanso que tanto le gustaba contemplar a Gus.

El capitán supervisó la operación con gesto ausente. No pensaba en nada concreto. O, mejor dicho, no se permitía pensar en nada concreto. Debía cerciorarse de que la operación de anclaje de los mascarones acababa bien. Nada más. Luego… luego volvería a sus tareas.

Con los mascarones bien colocados el viejo se apoyó en la borda del bauprés. La red de chinchorro ondulaba a causa del cabeceo de la nave. Se debía haber soltado alguna driza a lo largo de la noche. Debería hablar del tema con… no, ni con Gustaff, ni con Pet, ni con Marco. ¿Dónde estaba Lork? El equipo del bauprés había acabado diezmado. Debía reorganizar la dotación.

Por suerte no podía restar mucho para llegar destino.

Con esfuerzo logró reprimir el escalofrío que se agazapaba en su nuca. Se giró hacia popa. Allí seguía, tal y como lo había dejado: el cuerpo desangrado y eviscerado de Gustaff adornaba la cubierta como si de un patético mascarón se tratase.

Algo había funcionado mal, pero Larsenbar no se atrevía a asegurar el qué. Los mascarones eran viejos y necesitaban una reparación, sí; pero por otro lado Gustaff carecía de experiencia. La Orgullo era su primera nave, y este su primer viaje de circunnavegación del Mar de Ashrae. Recordó cómo el chico se había mostrado reticente a activarlos.

No merecía la pena pensar en ello.

El capitán se volvió hacia el horizonte de popa, allá donde habían perdido al cazador y con él casi toda su mercancía. Y demasiadas vidas.

Algo había fallado, sí. Los mascarones y Gustaff. Pero sólo una de las partes había pagado el precio: el muchacho.

‘Un tutor posee dos corazones: puede regalar dos vidas’. El chico soñó con surcar los mares como tutor de mascarones. Pero el sueño, un vez cumplido, no tuvo piedad con él.

–¡Espuma! ¡Rompientes a proa, señor! Rozando el horizonte –gritó el vigía.

Larsenbar no necesitó consultar las cartas para saber que esas crestas blanquecinas indicaban que estaban ante el laberinto de Lord Lormhar. Debía regresar a su puesto en el alcázar y tomar el timón: sólo él podía guiar la nave por entre los arrecifes.

–Señor Sortanno. Usted y sus hombres –los que queden, estuvo a punto de decir, pero se controló–: lleven los restos de Gustaff al alcázar. A mi camarote. Que las pocas horas que nos quedan para llegar a puerto el cadáver del muchacho las recorra como todo un capitán. Se lo merece: él, con su dedicación y sacrificio, nos ha librado del cazador.

Y tras decir eso el viejo capitán se encaminó a la toldilla. No se permitió girar la cabeza. Nunca antes lo había hecho. Jamás lo haría.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Aven

Historiador y Aventurero de día, Mago y Guerrero de noche siempre me ha gustado combinar la afilada hoja de mi espada con una bola de fuego o una tormenta de rayos.
Son... argumentos contundentes.

  2 comentarios en “Fuerza de Mascarón: Epílogo”

  1. Me ha encantado. 😀

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