–¡Ahora! ¡Prendan los faroles de los mástiles! Señor Sortanno, que sus hombres estén dispuestos a hacer fuego a mi orden –conmigo gobernando la nave con los mascarones Larsenbar se dedicaba a coordinar la defensa. Ahora que los faroles de zafarrancho iluminaban la cubierta se hizo más evidente que nunca el efecto de la niebla de ofuscación. Una sutil pero densa gasa de oscuridad nos envolvía. Casi se diría que ocupábamos el centro de una deforme y vaporosa burbuja negra.
Los hombres que habían prendido los tres faroles corrieron por la pasarela de babor de regreso a sus puestos. Durante el zafarrancho no podía salir de los reductos de popa y proa nadie que no tuviera asignadas funciones de combate bien claras. Cuando la cubierta estuvo de nuevo despejada el viejo volvió a alzar su voz:
–Lancen una tea a la gavia mayor de la mesana. A una tercia de su base. ¡Ya!
Sortanno había destinado a uno de los dragoneros en la borda, junto a las argollas de las que pendían antorchas de aceleración. A la orden del capitán el hombre tomó su colgante y, llevándoselo a la boca, le susurró unas palabras ininteligibles. Luego se acercó a la antorcha e hizo algo similar. Ésta contestó saltando de su argolla y lanzándose a la noche. Yo, gobernando los mascarones, no podía prestar mucha atención a la antorcha; mis chicos exigían gran parte de mi concentración. Sin embargo podía imaginarme cómo la delgada lanza surgía de nuestro velo de niebla de ofuscación y, volando a velocidad ascendente, buscaba con absoluta precisión el punto que su guía le susurrara. En unos instantes la gavia marcada debería empezar a arder. Yo no vería nada de ello. Centrado en el gobierno de los mascarones apenas podía girarme a prestar atención a lo que me rodeaba.
Además la niebla de ofuscación nos envolvía cada vez con mayor densidad: los dos braseros estaban funcionando a la perfección. Junto a ellos siempre había un par de hombres (los únicos, junto al dragonero, que no permanecían en los reductos lejos de los remos) listos a cebarlos con más carbón cuando fuera necesario. El velo de gases, aparte de protegernos ante ataques de magia básica, reducía la visibilidad en ambos sentidos. Nosotros no podíamos ver bien el exterior pero de igual manera para cualquier observador la Orgullo de Ashrae se había convertido en un enorme borrón de negrura: de esa forma un dragonero enemigo debía disparar de manera intuitiva, sin un blanco definido. Llegado el momento incluso se podía obligar a la nube a adoptar formas concretas o a extenderse en determinada dirección, desconcertando a los oponentes e impidiéndoles saber con precisión dónde se situaba la nave.
Sin embargo, aun con todo ese manto de tinieblas, no deberíamos tener muchas dificultades para distinguir el destello de la cabeza de la flecha estallando en el paño. Toda la tripulación se mantenía expectante. Los latidos se sucedieron mientras la delgada forma se perdía más allá de la bruma. El tiempo pasó.
Y pasó.
Y pasó.
Un murmullo intranquilo empezó a recorrer la nave: ¿había podido fallar la antorcha? ¿Cómo era posible? La gobernaba una minúscula Voluntad, una obcecada y obsesiva cuasimente cuyo objetivo se reducía a alcanzar el sitio que le indicaran. Y sin embargo había acabado devorada por la forma fantasmal del cazador. ¿Acaso su aura rojiza ocultara su propia niebla de ofuscación?
–Capitán, ¿ordeno el regreso de la tea?
–No, señor: no lo haga. Prefiero perder una antorcha a que regrese con… con algo.
La respuesta del viejo a Sortanno cayó como un jarro de agua fría entre quienes la escucharon. ¿Qué temía el capitán? ¿Qué podía regresar adherido a la anilla de Voluntad como para preferir perder tan cara y preciosa posesión?
No podía dejarme influenciar por ese desasosiego. Mi atención debía estar con mis chicos, con ellos y en dirigir la nave. Seguí marcando el ritmo a aquellos titanes que nos debían liberar de la presa de los piratas. La energía que surgía de mi segundo corazón y que imbuía de vitalidad a los mascarones se repartía desde ellos al resto del barco, permitiéndome sentir la nave de una manera en extremo íntima. A todos los efectos el buque se había convertido en parte de mi propio cuerpo. La Orgullo y yo éramos un mismo ente. Me gustaba aquella sensación de poder, por supuesto. Gobernar un buque, marcar su derrota, dirigir a una tripulación; aquellas eras sensaciones poderosas, pero nada que ver con vivir todo eso con su propio cuerpo. Si por alguna razón yo determinaba que debíamos virar o maniobrar, mis palabras tenían el mismo peso que las del capitán.
En esa situación mi voz continuaba marcando cada palada de los titanes. Larsenbar se había retirado de nuevo a la toldilla, encaramándose otra vez a los obenques para estudiar la evaluación del cazador. Parecía que la tormenta, como para celebrar la puesta en acción de los mascarones, había decidido darnos un respiro. El viento había amainado haciendo que la mar se calmara un poco. Las olas habían decrecido pasando de enormes colinas a simples moles altas como casas. En ese ambiente el impulso que brindaban los golpes de remo se notaban mucho más que antes, haciendo que por primera vez mantuviéramos la distancia con el cazador.
El capitán consideró que no debíamos desperdiciar este momento de ventaja:
–Cuatro antorchas más. Una a cada mástil, a la altura de su gavia principal, señores. A mi orden. Démosles trabajo.
Tres dragoneros dejaron sus tubos en la toldilla y bajaron para unirse al primero. Al fin y al cabo sus armas carecían de utilidad debido a la excesiva distancia. Los cuatro repitieron el ritual de activación, creando la obsesión en sus antorchas. Una vez estuvieron las cuatro preparadas se volvieron hacia donde el viejo. Éste seguía estudiando al barco pirata.
–¡Ahora!
Los dragoneros musitaron al unísono la orden final y las cuatro antorchas partieron hacia la oscuridad.
Un silencio expectante se apoderó de la Orgullo. Todos callaban, menos yo, que repetía el consabido ‘¡bogad!’. Los mascarones no debían bajar el ritmo de remada. Las palas de los remos se hundían en el agua y empujaban a la Orgullo hacia una deseada ruta de huida. Unas pocas murmuraciones parecían indicar que se notaba que empezábamos a ganar cierta distancia.
No me dejé llevar por esa primera euforia: el mío era un trabajo constante. Lo ganado en un rato se podía perder en el siguiente si me descuidaba. Concentrado en ello mi mundo se acabó constriñendo reducido a esas tres figuras de madera. Los brazos descomunales de los colosos manejaban sin aparente problema los no menos grandes remos. Con cada impulso de las palas, con cada contracción de aquellos músculos de madera, yo sentía latir la energía en mi puño. Dentro de él la runa de la vida se retorcía restallando rayos azulados, imbuyendo su poder vigorizante en los mascarones.
Pero más allá de mi burbuja de estatuas, remos y energía había otra realidad, aun reinaba un silencio lleno de inseguridad. Las cuatro antorchas habían tenido el mismo destino que la primera, devoradas por el rojizo y brumoso resplandor del cazador. Ningún chispazo indicaba que sus cabezas explosivas hubieran estallado.
–Esto no puede seguir así –la voz de Larsenbar llegó a mis oídos llena de un nerviosismo nada disimulado–. Sortanno, disponga las ballestas para actuar. Secuencia de andanadas, lo más cerradas posible, a la base del trinquete. Por ahora con diez bastará. Si para ello considera necesario que sus artilleros reciban ayuda de otros dragoneros puede disponer de ellos. Avíseme cuando estén listos.
»Señor Gustaff, todo bien, ¿no?
–Sí señor. Estoy marcando un ritmo duro pero que, aun así, me sirve para evaluar el estado real de los mascarones y de la nave. Parece que pueden resistir sin dificultad. La Orgullo responde a la torsión sin problemas: no aprecio en el casco riesgo alguno de rotura. Incluso puedo sentir con especial detalle el estado de los mástiles, ahora que sus esferas de Voluntad los fortalecen. En estas condiciones podemos resistir la tormenta incluso si el viento incrementa su fuerza en un orden.
No quise decir lo obvio: que con la arboladura desplegada casi en su totalidad aumentaba el riesgo de escorar. Si el viento regresaba desde popa no pasaría nada, pero si rolaba y nos embestía de lado nos encontraríamos en serios problemas. Sin duda el viejo tenía eso en cuenta, no haciendo falta que un novato se lo recordara.
–Bien, Gustaff. Voy a rezar a Zuhlhu para que le escuche y, si ha de volver a soplar, que lo haga de popa. Veo que sus chicos responden: gracias a ellos debemos haber ganado, desde que esta pesadilla empezó, un buen puñado de brazas de ventaja. Hemos de deshacernos de él lo antes posible: con suerte al amanecer deberíamos atisbar la costa de Ashrae. Pero nuestra ruta nos obliga a atravesar antes el laberinto de Lord Lormhar. Para cuando avistemos los rompientes deberíamos haber reducido nuestra velocidad, so pena de probar los arrecifes.
–Lo dejaremos atrás antes, señor. Se lo prometo.
De improviso una voz surgió desde el interior del alcázar:
–Capitán: ballestas listas y cargadas. Cuando usted ordene pueden lanzar la primera andanada.
–Gracias, señor Sortanno –el viejo corrió de regreso a la toldilla, situándose justo encima de las dos troneras por las que iban a disparar los dragoneros.
Yo volví a depositar mi atención en mis chicos. Notaba que mientras había estado hablando con el viejo habían perdido un poco de ritmo:
–¡Bogad! ¡Bogad con fuerza! ¡Por vosotros, por nosotros, por Ashrae! ¡Bogad!
Mi último grito casi tapa la voz del capitán:
–¡Fuego!
Juan F. Valdivia
Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.
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