Sep 192014
 
 19 septiembre, 2014  Publicado por a las 11:11  Añadir comentarios

Capítulo 18 Fuerza de Mascarón: Misión cumplida

La Orgullo navegaba abandonada a su suerte. Con el horror y la desesperación campando por la cubierta habíamos olvidado nuestras responsabilidades, esas que cualquier buque exige de manera permanente. Yo mismo tenía mi parte de culpa: durante el acto final del combate entre Marco y la criatura me había quedado hipnotizado, contemplando esa lucha increíble. Como resultado de ello había dejado sin supervisión directa a los mascarones. De esa manera los titanes de madera se habían dejado llevar por la inercia, que acabó impregnando de caos sus movimientos. Las estatuas seguían bogando, pero lo hacían de una manera desmañada. Los remos golpeaban unos contra otros, a veces llegando no a ciar pero sí a palear en vertical las aguas. Ahora, demasiado tarde, comprendía que el hechizo para poder contemplar aquel duelo había debilitado mi vínculo con las estatuas. Tanto que éste había acabado por quebrarse.

¿Cuánto tiempo permanecieron solas las estatuas, sin una mente que dirigiera las energías que recibían? Aquella falta de control podría haberlas dañado, tanto o más que el abandono de los últimos años.

Sobre la cubierta todavía seguía flotando el títere espía. Retorcí la mano izquierda en un gesto rápido, destejiendo al fisgón reprimiendo una maldición. ¡Cómo me arrepentía de haberlo conjurado! Más me hubiera valido centrarme en mis chicos, confiar en el viejo Larsenbar y en el resto de la tripulación para manejar los problemas sobre cubierta, para que nos defendieran…. ¡Yo sólo me debía a los mascarones, no al espectáculo! Al fin y al cabo, ¿en qué había ayudado yo? En nada. A lo sumo en hacer que todos peligráramos más si cabe. Y a insubordinarme ante el capitán.

Más allá de las amuras se repetían los golpes de las palas contra el agua. Carecían de cadencia, de ritmo alguno. ¡Cuán caro podría haberle salido a mis chicos mi distracción! Si no hubiera querido ver cómo se desarrollaba el combate, si hubiera permanecido volcado sólo en ellos.
Relatos de Fantasía - Barco Navegando
El dolor regresó a mi puño en toda su indescriptible intensidad tan pronto como volví a centrarme en los mascarones. Lacerante, parecía que el corazón de mi diestra bombeaba ácido puro, incandescente al tiempo que gélido. La esfera de energía, que con el abandono se había encogido y deformado, saltó recuperando el radio que había lucido en su máximo esplendor. El estallido ocurrió con tal brusquedad que me arrojó al suelo. Notaba cómo la burbuja se apoderaba de mí: encerraba casi todo mi brazo, con el segundo corazón palpitando a trompicones asmáticos, luchando por organizar las energías que recibía. La runa de vida, despertada tras su letargo, vomitaba una tormenta de fuego azul. La ventisca de rayos golpeaba furiosa las paredes de la burbuja de fuego pugnando por romperlas. Sus lenguas color cobalto intenso lamían me la piel del brazo y la del costado. El olor, punzante y terrible, de mi propia carne quemándose fustigó mi nariz. ¡Nadie lo diría, pero el hedor de uno mismo consumiéndose no tiene nada que ver con el que producen los otros! Posee una indefinible esencia, una cualidad horrible que, luciendo una sonrisa de labios cauterizados, susurra tu nombre. El hedor de mi propia combustión tapaba incluso el de Marco y la criatura.

La runa me consumía. Olvidada en mi puño, el símbolo había retenido la energía de los dioses. Sola, la runa había gestionado las fuerzas de esa manera que sólo las realidades dotadas de una brizna de Voluntad pueden manejar. No con inteligencia, tampoco con mesura. Mucho menos con salvajismo. Lo había logrado con algo que sólo se puede adivinar cuando se escucha la Melodía de la Canción de la Realidad. Algo incomprensible para el común de los mortales, sólo accesible a los más sabios. Por supuesto yo no me hayo entre ellos. Sólo sé que la runa en mi ausencia hizo algo con las energías, algo que me salvó de morir triturado por su poder. Las había aplacado como podía, suministrando parte de ellas a los mascarones. Pero aquello no había bastado. Ahora, de nuevo vinculada a mí, se liberaba de toda responsabilidad y soltaba su furia. Traté de someterla, dominarla. Notaba cómo las fuerzas de Animación retorcían mi carne, mis huesos: los tejidos pulsaban mientras las energías los desgarraban y remodelaban. Por un instante recordé las leyendas de los vol–señores de Efímera, expertos en consunción. Se creía que tenían habilidades especiales y horribles para moldear a su gusto la carne y el alma de los mortales. ¿Esa mítica técnica se parecía a lo que ahora padecía? ¿Y los sujetos sometidos a ella debían soportar un sufrimiento como éste?

Cerré los ojos y traté de relajar mi cuerpo. Tendido como estaba sobre el maderamen no debía permitir que los fuegos de la esfera entraran en contacto con los listones. Levanté el brazo en vilo, apunté al cielo y me concentré. Debía dominar los flujos. Mi visión interior los mostraba como ríos de aguas tumultuosas, unas aguas que poseían el irrefrenable impulso destructor de la lava.

Empecé a musitar las letanías aprendidas en el Templo Escuela. A ellas unía grafos retorcidos y gestos mentales. Creaba circunvoluciones de ideas siguiendo técnicas interiorizadas tras cientos, miles de horas de entrenamiento en el templo. Por fin logré crear unos diques que dirigieran esos los torrentes de energía salvaje: ya no destruían mi carne sino que fluían hacia sus destinos, los mascarones.

–Gustaff. Gustaff…

La voz sonaba distante, como surgida de un sueño.

–Está bien, ¿señor Gustaff? Ya ha pasado ­–Larsenbar. La voz pertenecía al capitán–. Nos hemos deshecho de la criatura, hemos dejado atrás la cazador. Todo ha pasado, señor Gustaff.

Gracias a usted.

Aquellas palabras me obligaron a volver a abrir los ojos. Me encontré con el viejo arrodillado a mi lado. Su rostro volvía a irradiar seguridad y frialdad. Sólo el brillo en sus ojos denotaba emoción: en concreto satisfacción. Me estaba tendiendo su diestra.

–Levante, señor Gustaff. Usted ya ha cumplido.

La mano me invitaba a levantarme. Le agradecí el gesto, tomé su mano e impulsado por él me puse en pie.

Más allá del viejo la Orgullo regresaba a la normalidad. Las arboladuras volvían a estar engalanadas con hombres arriando el paño sobrante. Otros marineros, tirando de sus amarras, orientaban las vergas para que recogieran el ahora suave viento con la mayor eficacia posible. Un pequeño grupo armado con fregonas y cepillos limpiaba los restos de sangre (blanca y rojiza) que manchaban en el suelo de popa. Los dos encargados de los braseros asfixiaban las brasas con cubos de agua. En el de estribor efectuaban esa tarea con especial delicadeza y cuidado: en parte se quería homenajear a Marco, al héroe ya difunto; pero de igual manera se deseaba conservar todo lo que hubiera quedado del engendro para un posterior estudio en Ashrae.

Mis ojos ascendieron de la arboladura al cielo que se ocultaba más allá. Con lentitud iba ganando un agradable tono dorado. Un puñado de nubes dispersas, corriendo hacia Poniente, era lo único que manchaba el tapiz celeste. Las nubes de formas largas y desagarradas parecían apresurarse, como si huyeran de algo. O del recuerdo de una presencia horrible. El cazador.

El vigía ocupaba de nuevo su puesto en la cofa del mayor. Le vi con su gorra de visera calzada, escudriñando con especial atención el horizonte a nuestra popa. Callaba. Bendito silencio el suyo: no había vela alguna a la vista, ni amiga ni enemiga. Noté como una cascada de refrescante alivio recorría mi espalda haciéndome temblar. Más vale solo que mal acompañado.

–Señor Gustaff. Su brazo…

El dolor había remitido, pero un escozor sordo se mantenía tanto en la mano como en el resto de la extremidad. Alcé la mano ante mi rostro, en parte temeroso de lo que me podía encontrar. La esfera de fuego había reducido su diámetro, llegando ahora sólo hasta mi codo. La parte de brazo que había quedado descubierta tenía un aspecto que sólo podía calificar como preocupante. Se había vuelto rugosa y granulosa, como cuero podrido, y de un color grisáceo con vetas de verde sucio. No se parecía nada al resto de mi cuerpo. Incluso la piel costado, aunque irritada e hinchada por la quemazón, mantenían su aspecto humano. Humano, un calificativo que ya no se le podía dar a lo que colgaba de mi hombro. El cuero podrido de mi brazo se estaba resecando y escamando a ojos vista. Ante la atenta mirada mía y del capitán la piel se agrietaba tejiendo una especie de red. Por las grietas empezó a manar un líquido acuoso.

–Esto se lo deberemos tratar el contramaestre o yo mismo, señor Gustaff. En el alcázar. Y debe descansar. Tanto usted como sus mascarones.

Apenas le escuchaba, contemplando cómo el icor que surgía de mi piel descendía por mi brazo hacia la esfera de fuego. El líquido atravesaba sin problema alguno (ni chisporroteos ni vaharadas de vapor) la burbuja de llamas. Dentro de ella mi segundo corazón y la runa de vida continuaban latiendo.

El dolor en mi brazo había cambiado de matices, pasando del dolor insoportable a un ardor lacerante pero que podía manejar. Ahora, quizá por la acción del líquido que salía de las grietas en mi piel, empezaba a notar una inquietante sensación de humedad en el segundo corazón. Por un momento pensé que me estaba dominando el flujo de Zuhlhu, el guardián del mar. Aquello carecía de sentido: ambos flujos, de Zuhlhu y de Thxotugá, estaban equilibrados, dominados tanto por el segundo corazón como por su runa de vida. No podía dominar uno sobre otro.

Focalicé mi atención en la runa. Su resplandor azulado al fin empezaba a perder fuerza. Aun así seguía palpitando, sólo que ahora lo hacía con destellos más arrítmicos y sincopados. Eso parecía indicar que la runa, pese a su propia Voluntad, no lograba trenzar bien los dos chorros de energía. Algo por otro lado lógico, dado que el encargado natural de esa labor era el tutor de mascarones, yo. ¿Desde cuándo sucedía esto? La corriente circulaba deshilachada, con un componente de caos superior al tolerable. La culpa de ello sin duda recaía en mí: había abandonado mis labores de supervisión del proceso. Yo mismo había provocado el problema. Esa descompensación en los flujos podría haber puesto en peligro a los mascarones y de paso a la misma Orgullo. Por fortuna mi carne debía haber actuado colmo filtro, llevándose lo peor. La mano y el brazo moldeados por esa punzada de caos aleatorio podían suponer un precio muy bajo a pagar en comparación que lo podía haber sucedido. Rezaba porque los mascarones no estuvieran afectados.

Con esfuerzo reorganicé el desastre: murmuré plegarias de sumisión y de control, tratando de apaciguar los flujos. Esa tarea me obligó a sumergirme en el caos de los flujos de pies a cabeza. Zambullendo mi alma en ese río me resistí a que su corriente me arrastrara. El esfuerzo se clavaba en mis nervios con frías dentelladas, trepando del brazo a mi columna y de ahí a la cabeza. Por unos instantes, o lo que a mí se me hicieron instantes, noté cómo me convertía en un mascarón más. Mi cuerpo creyó estar tallado de una única pieza de madera, una estatua sagrada y ungida con óleos secretos. Recibía y procesaba las energías ya no sólo con mi segundo corazón, sino también con el primario e incluso con todo mi cuerpo. Mi mente, reducida a algo testimonial, se limitaba a intentar sintonizar con la Canción, buscando melodía en el caos. La esencia básica de la realidad resonaba en cada recoveco de mi carne –las vetas de mi madera–, tamborileando sobre mis huesos –nudos y vasos de savia cristalizada–. La sensación de caos decrecía con lentitud a medida que la Canción se imponía. Las aguas volvían a su cauce, y con ellas los últimos remanentes de dolor remitían.

Regresé a la realidad de la cubierta de la Orgullo de Ashrae más agotado que nunca, pero ya con los flujos bien trenzados. Las estatuas recuperaron el ritmo de boga.

–Señor Gustaff, ya basta. Ya no hace falta más impulso.

Claro. Sí, el viejo me lo había dicho: que mis chicos dejaran de remar. Pulsé los hilos, de nuevo homogéneos y coherentes, que me unían con los dos poderes. Ejecutando la salutación ritual agradecía a los poderes su auxilio. Las hebras se diluyeron: una se hundió regresando al seno del mar; la otra ascendiendo perdiéndose en el cielo de la mañana. Los mascarones quedaban libres de la influencia de los dioses.

–¡Gustaff! Por los dioses, ¿qué hace?

–No se preocupe, capitán: en mi puño conservo energía suficiente como para animarlos hasta sus nichos –respondí con la voz más firme que pude sacar. Sabía que estaba ejecutando una maniobra arriesgada, pero prefería devolver a mis chicos a sus nichos sin el influjo de los dioses: tras comprobar el nivel de caos que habían soportado temía que recibieran más sobrecargas. Una sola más los haría peligrar. Y a mí con ellos.

Aun así el capitán debía dejar clara su postura:

–Sabe que esa maniobra es muy arriesgada. Y va contra el reglamento.

En los ojos del viejo se adivinaba una leve amenaza.

–Señor, lo grave ya ha pasado. El engendro está muerto y del cazador no queda ni rastro. La misión está cumplida.

–Retire a sus chicos. Le quiero ver de inmediato en el alcázar. Para estudiar ese brazo suyo derecho… y para hablar de más cosas.

–Por ejemplo ¿de Marco? ¿Me va a explicar lo que ha sucedido?

Larsenbar entrecerró los ojos.

–En la medida que pueda, sí.

–¿En la medida que pueda?

–Señor Gustaff, soy el capitán de esta nave, el responsable de toda su tripulación y su cargamento. Pero no soy un dios omnisciente.

–Con todos mis respetos –insistí recalcando la palabra, aunque la actitud que había demostrado al inicio de la crisis le había hecho descender en mi escalafón de respetabilidad–, señor: usted es un maestro.

–Un maestro. Y un hombre. No lo olvide, Gustaff. Todos a bordo somos hombres. Falibles. Le contaré mis sospechas relativas a Marco. A él y a su extraña mascota.

Pero ahora haga descansar a sus chicos, por favor.

No había más que discutir. Me volví hacia el mascarón maestro.

–Parad. Soltad los remos.

Los colosos respondieron con movimientos secos, bruscos. Las seis manos soltaron los remos, que quedaron tendidos sobre la cubierta como enormes gusanos petrificados. Impulsados por la inercia de las aguas todavía oscilaron arriba y abajo un par de veces más. Mientras eso ocurría se podía oír los crujidos de la madera al retorcerse en sus músculos, recuperando posturas más relajadas.

Por fin los remos se detuvieron. Sin que diera tiempo a respirar varios miembros de la tripulación empezaron a desencajar las pasarelas. Los remeros habían acabado su labor. Ahora les llegaba el momento de descansar.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Aven

Historiador y Aventurero de día, Mago y Guerrero de noche siempre me ha gustado combinar la afilada hoja de mi espada con una bola de fuego o una tormenta de rayos.
Son... argumentos contundentes.

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