–Todo, Gussy. Todo. Si ese día no se hubiera realizado esa representación, si no se hubiera animado esa estatua del Padre Tritón, si el sumo maestre no hubiera quedado tan impresionado, si no fuéramos un pueblo de pescadores… si todo eso no se hubiera sumado a unos tiempos de hambre y necesidad no hubieran nacido los mascarones.
–Sigo sin entenderlo, padre.
–A veces olvido que todavía no eres más que un chiquillo, Gus. A ver si así lo entiendes: ya por esa época los barcos de Ahsraman solían estar decorados con pequeños mascarones, estatuas que representaban la mayor parte de las veces a tritones. Se tallaban incrustados en la roda, bajo el bauprés, y con ellos se buscaba una desesperada protección frente a la despiadada naturaleza del mar.
Pero el drama persistía: navegar el mar de Ashrae suponía enfrentarse a un peligro mortal. Todos los años costaba demasiadas vidas. Las familias pescadoras mandaban a sus hombres a la mar tan orgullosas como temerosas. Sabían que lo necesitaban para sobrevivir, pero al mismo tiempo eran conscientes del alto precio que podía cobrarse por trabajar en él. Cada vez había menos marinos sobre cubierta y más bajo las aguas, ahogados y disueltos.
Pero al conocer el milagro de esa estatua viviente alguien, no se sabe bien quién, tuvo una visión: usarlas a bordo para que hicieran trabajos peligrosos o pesados. Los hombres se limitarían a las tareas menos peligrosas, pudiendo quizá evitar el contacto directo con el agua.
De repente lo comprendí y grité:
–¡Nuestros mascarones!
–Eso es, Gussy. Lo has comprendido. Esa primera estatua del Padre Tritón, torpe y lenta, se convirtió en la pionera de algo nuevo: los nuevos mascarones.
Mientras el sol sucumbía al paso del tiempo y buscaba su lecho tierra adentro padre siguió hablándome de los viejos tiempos. Me contó cómo los vol–señores partieron de la misma forma que llegaron, envueltos en el misterio. Se habían negado a aceptar los humildes tesoros que les ofreciera el senado a cambio de que se quedaran a enseñar el arte de la Animación. Como toda respuesta a las súplicas seleccionaron a un puñado de aprendices a los que, tras unos días de intensivo adiestramiento, entregaron un par de vol–esferas instructoras. La noche siguiente desaparecieron dejando al resto de miembros de la compañía de juglares tan desconcertados como al senado.
Pero quedaban las vol–esferas. Éstas eran auténticas maravillas por sí mismas, pequeños universos de sabiduría. Quien supiera y pudiera comulgar con su esencia, su subalma, tendría acceso a todo cuanto almacenaban. Los vol–señores antes de partir habían instruido a sus aprendices en cómo hacerlo, entregándoles además un códice (un tomo descomunal de esquinas de hierro que nadie acertaba a comprender de dónde había salido) con instrucciones de cómo navegar en el mar interior de cada vol–esfera. Las dos pequeñas canicas de cristal se convirtieron en el tesoro más preciado de Ashraman.
A los aprendices se sumaron otros sabios, algunos provenientes de remotas tribus, que peregrinaron para intentar adquirir el conocimiento que alojaban los cristales. Suponían el pasaporte a un mundo de magia y manipulación de la realidad nunca antes conocido en Ashraman: el poder de Voluntad.
Bajo la supervisión y control del sumo maestre (y de sus sucesores cuando éste tuvo que ceder su puesto) se concedía acceso a las vol–esferas a los estudiosos acreditados. Muchos, quizá demasiados, se vieron incapaces siquiera de arañar con sus mentes la superficie de las esferas; otros más capaces lograban sintonizar con el poder que albergaban sólo para quedar desbordados ante lo que estas ocultaban, sus mentes barridas por una catarata de conceptos que arrasaba con despiadada acidez la personalidad y el mismísimo yo. Un grupo más exquisito vadeó ese torbellino inicial de Voluntad y consiguió poner en práctica algo de lo aprendido, pero apenas conscientes del terrible poder que manipulaban: así, aberraciones que antes pertenecieran a la raza humana acabaron arrojadas a las letales aguas del mar, criaturas agonizantes que habían malinterpretado los conocimientos de las vol–esferas. Los nombres de los pocos que consiguieron logros importantes acabaron grabados en los libros de historia de Ashraman, aunque sólo hubieran conseguido un milagro tan pequeño como hacer que una estatua moviera un dedo, que alzara una mano o incluso que diera un torpe paso.
Los progresos en el arte de la Animación se sucedían con dolorosa lentitud.
Un antiguo culto, olvidado durante siglos, renació gracias al milagro del Padre Tritón reanimado: Thxotugá, Señor del Movimiento, ganó fieles entre los que buscaban el conocimiento de las esferas. Los cadáveres de los viejos templos revivieron, y sus chimeneas culminadas en móviles dorados volvieron a lanzar humos especiados al cielo. Nuevos templos se erigieron, todo ello para que el dios brindara sabiduría a los sacerdotes y estudiosos. Una nueva clase sacerdotal surgió: la de los Animadores, los maestros de la Animación.
Los años derivaron en décadas, y un nuevo siglo entró.
Los Animadores, parte sacerdotes y parte estudiosos, se volvían más y más poderosos. Empezaron a dominar los rudimentos de la Animación, y junto con ellos a pulsar los hilos de la nación. El culto se extendió como una tela de araña por todo Ashraman. Ningún alcalde, patrón o gobierno se atrevía a hacer nada sin consultar a las mentes que manejaban la Voluntad: por todo Ashraman flotaba una tenue pero palpable amenaza. Los objetos animados podían convertirse en los asesinos perfectos, imposibles de detectar hasta el último momento. Los superiores del culto de Thxotugá empezaron a ocupar nichos de poder cercano a las élites, puestos sombríos desde los cuales hacían y deshacían. Los tentáculos de Thxotugá, señor movimiento, se propagaron por todo el país, espoleados por el milagro del Padre Tritón. El dios, antes arrinconado por el tiempo y el Hombre, regresaba triunfante a Ashraman.
Al decir padre aquello no pude reprimirme y me volví hacia el pueblo. En el centro del mismo, presidiendo la plaza mayor, se alzaba el Templo del Movimiento. Hogares de Thxotugá similares a ese dominaban cada ciudad, pueblo o aldea en Ashrae, con sus domos dorados y sus grandes chimeneas emitiendo humo blanco día y noche. Los vapores ardientes del templo activaban el móvil que coronaba la chimenea, un artilugio de desconocida utilidad que lanzaba destellos en todas direcciones. Constaba de complejo engranaje de placas, alambres y muelles. Giraba con suma lentitud, casi con pereza, simbolizando el perpetuo movimiento que personificaba Thxotugá.
–La naturaleza humana, por supuesto, acaba pervirtiéndolo todo –sentenció padre. No podía entender sus palabras, pero él siguió hablando como si yo no estuviera. Parecía poseído por la misma furia que poco a poco erizaba el mar–. La borrachera de poder acabó por cegar a las élites sacerdotales. La nueva élite sacerdotal olvidó sus orígenes: habían surgido de un pueblo pobre y humilde, de pescadores y trabajadores, pero ahora se creían reyes que sólo respondía a su dios. En sus templos mayores, rodeados de fieles y de riqueza, se adormecieron usando la Animación sólo con funciones ornamentales. La idea inicial de la Animación, crear una ayuda resistente a los marinos, quedó apartada por esas élites. Consideraban más útil coaccionar al poder, y así acaparas más. También preferían recibir ofrendas de pueblo desesperado, que imploraba su intercesión ante el dios, que brindarles esa ayuda de forma activa.
Pero los estratos bajos del culto no cesaron en su trabajo de mejorar la Animación. En los templos más distantes de la capital la investigación avanzaba, a veces incluso pagando con sus vidas. Eso sucedía en templos como el nuestro, ajenos al ornato de la corte y los enredos del poder, donde los sacerdotes mantenían el contacto directo con el pueblo. Gracias a los progresos de esos arriesgados Animadores empezaron a sonar pasos cada vez más firmes en los claustros. Ocultas a los ojos de la gente figuras mudas caminaban llenas de dudas, aprendiendo a mantener el equilibrio, a saltar, a correr. A actuar como un ser humano normal.
»Hasta que llegó el día en el que se dio el paso: se preparó un nicho en una roda, se colocó en él un mascarón y embarcó en esa nave el primer tutor. Todo se hizo con tal secretismo que nadie sabe a ciencia cierta dónde ni cuándo ocurrió el experimento; y mucho menos el nombre del alocado tutor que debía manejar en solitario al mascarón. Sólo se sabe que tuvo éxito: dominó a la criatura sólo con los exiguos medios de que disponía. Pero si uno lo había logrado, otros sacerdotes tutores podrían imitarlo. Poco a poco se hizo habitual el que los barcos contaran con dos nuevos tripulantes, uno de madera y otro carne y Voluntad.
Mientras eso sucedía los sumos sacerdotes seguían en sus grandes templos. Se limitaban a animar estatuas del Padre Tritón o del mismo Thxotugá para la admiración de sus fieles; se acercaba al poder musitando amenazas a cambio de algo que llamaban paz; recibían fortunas en forma de dádivas y prometían una y otra vez que el gran Padre Tritón velaría por los marineros. Lejos de ellos novicios rurales guiados por clérigos humildes, especializados en manejo de mascarones y a los que llamaban tutores, ayudaban a los pescadores en su dura labor.
El mascarón se convirtió un preciado miembro de la tripulación: llegaba allí donde un hombre no podía, cargaban pesos que aplastarían al más fornido, se sumergía sin dudarlo en durante espacios de tiempo que disolverían al buzo mejor pertrechado, manejaban las artes de pescar desde las profundidades del mar optimizando las capturas.
Cuando esas dos maneras tan distintas de entender el servicio a Thxotugá se hicieron evidentes toda la nación comprendió la fractura que se había abierto en el culto. Por un lado quedaron los autocomplacientes Señores del Movimiento, encerrados en sus cultos centrados en el espectáculo y el lucimiento, en la lucha de poder y la intercesión ante el dios; por otro estaban los Sacerdotes del Mar, la facción humilde que aplicaba auxiliando a los marineros aquello que los Señores del Movimiento sólo usaban para sus exhibiciones.
Lo que tenemos en el pueblo –dijo padre señalando al templo y la fumarola que surgía de la chimenea– es uno de los nuevos Templos del Mar, los que se construyeron una vez se superó el cisma y se pacificó el culto. Ahora en los Templos de Thxotugá se sigue investigando el arte de la Animación y la Transformación, la capacidad de cambiar y moldear la materia con el uso de la Voluntad. Dada su labor formativa en ellos ha recaído la tarea de adiestrar a los tutores. Desde entonces los Templos del Mar son los encargados de construir los mascarones, así como colaborar mano con mano con los astilleros para elaborar materiales resistentes al agua y ungir las naves.
De repente, como si las últimas palabras de padre la hubieran convocado para demostrar que nosotros no estábamos ungidos, una ola nos salpicó. Una constelación de gotas de agua empapó las perneras de nuestros pantalones. Padre dejó de hablar y se giró hacia mí asustado:
–¿Te ha entrado algo en el ojo, Gussy?
Se le notaba asustado.
–No, padre. Sólo me he mojado un poco la pierna derecha. Mira, aquí y aquí –donde señalaba la tela apenas oscurecida por a la humedad. Debíamos regresar pronto a casa: si no contrarrestábamos el agua con un poco de jabón acabaría devorando el color del tejido. Eso por unas simples gotas. Si me hubiera empapado el algodón ya estaría empezando a deshacerse, y yo notaría sobre mi piel la quemazón previa a la úlcera.
–Volvamos a casa. El mar nos ha dado un primer aviso, y nunca hay que esperar a un segundo. Además el cielo amenaza tormenta. Huelo el peligro –el tono de su voz se había oscurecido–. Otra vez te contaré más historias de los mascarones y cómo cambiaron la historia de Ashrare.Pero otra vez: tu madre y tus hermanos habrán visto ese frente de nubes y estarán preocupados.
Tomando mi mano me ayudó a levantarme del sillar y trepar hacia el estrecho pasillo que recorría el espinazo del rompeolas. Durante el camino de regreso no hablamos, cada uno envuelto en sus propios pensamientos: padre en los restos de un mundo perdido y arcaico, recuerdos de un pasado olvidado por demasiadas personas; y perdido entre fantasías de templos en tinieblas, galerías enormes a través de las cuales se movían estatuas dotadas de una vida mágica.
Me juré que recorrería esas galerías, así como manejaría aquellas figuras. Me convertiría en tutor de mascarones.
Juan F. Valdivia

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