May 022014
 
 2 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11  Añadir comentarios

Capítulo 10, Fuerza de mascarón:Ritos de Madurez (II)

En el portón principal de acceso a la escuela del templo estaba inscrito el lema de los tutores: ‘Un tutor posee dos corazones: puede regalar dos vidas’. Las palabras parecían danzar aunque estuvieran grabadas en el granito: dotadas de un leve toque de Animación, refulgían incandescentes y vivas gritando que tras ese muro se obraban milagros. Cuando pasé por debajo del arco, aterrado ante el paso que iba a dar, a mi mente sólo vino un rostro, un nombre: padre.

La soledad se había apoderado de mí al alejarme del muelle de mi pueblo, y el sentimiento se intensificó al verme, por primera vez en mi vida, rodeado de absolutos extraños. Meses duros, de continuo estudio y ejercicios interminables. Mis compañeros me consideraban taciturno y silencioso, introvertido al tiempo observador. Pero sobre todo me consideraban inferior: mi condición provinciana no ayudó a entablar lazos. El viejo sacerdote lo había logrado: era miembro de la mejor escuela de tutores del mundo. Pero estaba rodeado de alumnos venidos de poderosas familias. Algunos, los más, habían nacido en la propia capital; otros provenían otras importantes ciudades portuarias del imperio, donde sus padres formaban parte de la aristocracia gobernante. Entre todos esos príncipes con sueños de capitán estaba yo, un aldeano que sólo deseaba convertirse en tutor.

–Tú aquí no pintas nada. Aparte… ¡sólo quieres ser tutor! Para eso podías haberte quedado en una escuela menor. Una de provincias.

–Tu mera presencia me molesta. Apestas a salitre y a pescado rancio.

–Mi padre posee palafreneros con más porte y ambición que tú. Y sin embargo te tengo que soportar como compañero.

No, jamás me sentí integrado ni estimado. Eso lo suplí con el doble de dedicación, el triple de esfuerzo. Les demostraré que soy como ellos, o mejor, me decía.

Alargué las ya por sí mismas largas jornadas de estudio hasta ocupar casi todo el tiempo que se nos brindaba para descansar. De forma alterna se nos imponía un régimen de ejercicio físico extenuante. Sólo me permitía descansar las horas de sueño, tiempo que mi cuerpo agotado aprovechaba al máximo.

La disciplina rozaba el sadismo. Se decía que todo eso tenía su origen en los propios vol–señores. Una leyenda hablaba del probable origen de los cuatro míticos magos que enseñaron la Animación, ese cuento decía que provenían de la mítica Efímera. Pero esa ciudad, si algún día existió de verdad, hace milenios que debía haber sucumbido bajo su propia depravación. Porque hablar de Efímera equivalía a hacerlo de tortura, horror y muerte, todas regadas de inacabables ríos de sangre. No me podía imaginar que un arte tan bello como el de la Animación proviniera de ese tipo de degradadas gentes. Pero por una razón u otra los métodos de la escuela parecían sacados de un manual de tortura. Nuestro laudes cotidiano consistía en proferir alaridos mientras nos sumergíamos en baños de agua helada. Como para compensar el frío a los novicios de primer año se nos encomendaba, siempre antes de la hora prima, la labor de hornear el pan. Eso lo hacíamos embutidos en trajes especiales, factura del propio monasterio. Los trajes impedían que las llamas del horno no nos devoraran, pero no aliviaban el insoportable calor. ¿Por qué los trajes? Porque el singular horno del templo debía manejarse desde dentro de la propia caldera: carecía de la habitual portilla por la que se introduce la paleta y se colocan y extraen los panes. Había que entrar de cuerpo entero para manipular todo cuanto se hornease. Las sesiones de estudio se prolongaban a los largo de todo el día hasta la nona, cuando ya pasábamos a los ejercicios físicos. El enorme gong del templo tañe trece veces entre laudes y completas. Cada una de esas veces debíamos tomar el pequeño flagelo que todo postulante lleva con él y, allá donde esté, fustigarse trece veces. Cada mañana, tras el baño, debemos empapar los extremos de los flagelos con una pócima curativa secreta que sólo se elabora en los templos de Thxotugá: tiene un poder curativo cuyo efecto tiene incomparable rapidez, aparte de no dejar marco o cicatriz alguna en la carne; por el contrario provoca un dolor casi imposible de soportar. Estos sufrimientos y muchos otros se sucedían día tras día en la escuela del templo, sin aparente sentido ni fin alguno. Simple dolor con él mismo como único objetivo. Muchos no lo aguantaban y acababan huyendo.

Pero yo resistí: al cabo de tres años mi cuerpo y mi alma se habían endurecido convirtiendo la carne y la mente en metal forjado y lava candente. Estaba listo para dar el paso final.

Para mi sorpresa en la de ceremonia del ungimiento, entre los espectadores que abarrotaban el graderío del atrio, estaba madre. No me preocupé mucho en buscar a Ingbar y a Jasper: como el día que partí, no había ni rastro de ellos. Más tarde, cuando puede abrazar a madre y compartir su alegría, me dijo que mis hermanos al final habían dejado la casa para partir tierra adentro. Así se alejaban de su odiado mar y de la sombra del fantasma de padre.

La ceremonia se celebraba en el atrio del templo. Como se suele hacer en estas ceremonia, habían desnudado el pozo central para colocar en su lugar un estrado especial, una tarima de sólido color blanco hueso sobre la cual, pendiendo de un armazón de garfios, bullía una enorme olla de hierro forjado. El fuego que crepitaba bajo la misma ardía sin que pareciera haber leña o material combustible alguno: ardía por su propia Voluntad.

Pero ya llegaría el momento de enfrentarme a ese desafío. Primero me esperaba el viceabad, un hombre que ocultaba su delgadez bajo una amplia túnica negra. El fajín rojo sangre que debía tener ceñido a la cintura él lo llevaba apenas anudado con un sencillo doble nudo. Alargó la mano hacia donde me encontraba, invitándome a dar ese paso inicial que daba comienzo al ritual. Semejante acto, ese paso adelante, pude parecer un acto individual, de suprema soledad, pero en mi caso eso no sucedía: en mi pecho sentía el calor de padre, su amor y su ilusión. Su presencia me acompañó durante todo el rito, orgullosa de mi logro. Había conseguido aquello con lo que había soñado desde que él me llevara a ver la carabela. Superando nuestra pobreza, había triunfado. Pude oír su voz cálida resonando en mi mente infundiéndome ánimos al empezar la iniciación. Su aliento me insufló energía mientras el viceabad musitaba la oración que debía invocar la runa de la vida.

El ritual empezaba con esa plegaria. Yo debía responder a cada frase con un asentimiento. El proceso facilitaba que mi alma sintonizara con la canción subyacente a la realidad. Esa canción resuena en todo cuanto existe, condensándose en unas esencias llamadas subalmas, entes más etéreos que los mismos fantasmas y que a modo de diapasones vibran acorde a los flujos de los que consta la realidad. La tarea de aumentar la resonancia repercute en huesos, carne, médula. La vibración tiende a desgarrar los tejidos, a quemarlos por dentro, recalentando la sangre y el músculo como si los afectara la peor fiebre imaginable.

Pero de igual modo que la letanía facilita que las subalmas sintonicen generando el dolor, nos aporta la suficiente energía como para resistirlo. De esa manera toda la ceremonia se convierte en un suplicio, una prueba definitiva de la Voluntad que se ha estado ejercitando a lo largo de todo el tiempo en el seminario.

Sobre el dolor el proceso seguía. Mi carne parecía reblandecerse cual mantequilla. En un momento dado, cuando consideró que había llegado al punto concreto de la canción, el viceabad me tomó la mano derecha. Sus dedos tintados de negro penetraron en mi palma igual con la misma facilidad con la que lo haría un escalpelo. La piel y el músculo parecían deshacerse bajo su contacto. Así, los dedos del viceabad empezaron a retorcerse configurando una compleja runa en el interior de mi mano. El sagrado símbolo de la vida, del movimiento animado. Cuando la forma estuvo acabada el viceabad sacó sus dedos de dentro de mi carne. En la palma de la mano seguía pulsando el símbolo, una enrevesada filigrana que se retorcía dotada de voluntad propia. Notaba cómo emitía calor, cómo quemaba carne y hueso. Pero al mismo tiempo sanaba el tejido que hería en un interminable ciclo de creación y destrucción. Me habían glorificado como altar viviente del poder de Thxotugá.

Una vez la runa estuvo bien asegurada a mi carne y hueso el viceabad se retiró, dejando paso a los hermanos reconstructores. Ellos tenían por misión cambiar la disposición normal de la estructura de mi mano, alargando algún hueso, recortando otro, fortaleciendo ciertos músculos y eliminando otros. Todas esas modificaciones, con su debida dosis de dolor y ejercicio de Voluntad, tenían por objetivo permitir que la forma general de la extremidad se comportara de manera más receptiva a las canciones de las subalmas con las que debería trabajar: subalmas de mascarones.

Mientras la ceremonia se llevaba a cabo comprendía la razón de los latigazos, de las horas pasadas en el horno o en el agua congelada, de los mil y un tormentos que habíamos padecido para llegar allí.

Como prueba final, para sellar todas las modificaciones sufridas, debían ungirme. La pila bautismal, una enorme olla de hierro sustentada por garfios sobre una hoguera, aguardaba en el centro del atrio. Su forma masiva, un abrasador sol negro, presidía el lugar. Estaba colocada sobre una tarima maciza de color blanco sucio. Yo sabía que la materia con que estaba confeccionada consistía en los huesos de los postulantes que habían fallado en esa prueba final, desgraciados a los que la canción había rechazado envolviéndoles en una bola de llamas imposibles de apagar, al menos hasta que el fuego no devoraba toda la carne y dejaba los huesos desnudos, tan blancos que relucían.

El viceabad me invitó a acercarme a la olla. Ascendí los tres escalones y me situé ante las llamas que la envolvían. Todo podía haber acabado allí, conmigo convertido en una pira humana. Pero no sucedió nada semejante: introduje la mano de la runa en el aceite hirviente y, aunque me asaltó el dolor más intenso que había experimentado en toda mi vida, el líquido me recibió. Había superado la Aceptación. Tras ello el viceabad tomó el cuenco de bautismo y lo introdujo en la olla. El aceite dejó de arder como por arte de magia, pasando de un calor insoportable a una temperatura agradable. Con el cuenco lleno, el sacerdote procedió a ungir todo mi cuerpo con el óleo sagrado. Mi piel lo absorbió como si se tratara de pan seco, ávida y sin dejar la menor huella. Hasta que entró en contacto con mi canción, con la tonada de la invocación de la runa. Entonces todo mi ser estalló, convirtiéndome en una antorcha humana. Pero si bien antes había sentido dolor al contacto con el fuego ahora, sobre ese dolor, me poseía una sensación de poder, de energía. En definitiva, de control de la realidad.

Sin poder reprimirme grité. Emití un alarido que no podría decir si tenía más de triunfo o de dolor, de agonía o de éxtasis. Las llamas de mi cuerpo rugían con voz propia, canturreando una canción sin palabras pero pletórica de satisfacción. Creí escuchar jadeos en ese público que hasta ese momento había olvidado. ¿Quizá se tratara de mi madre? No podía ver debido al aura de llamas que me vestía. Sólo fui capaz de apreciar una figura oscura que se acercó y me tomó por un hombro.

–Biennacido, hermano.

Se trataba del viceabad, dando por concluida la ceremonia. Ya pertenecía al cuerpo de tutores.

Todavía creía escuchar la voz de mi padre. Lo había logrado. Mi sueño, y puede que el suyo también. Sabía que, estuviera donde estuviese, se sentía orgulloso de ver cómo su hijo menor había llegado a convertirse en tutor de mascarones. De los bellos y temibles mascarones de la Armada de Ashrae.

Regresé de mis recuerdos y me encontré de nuevo ante mis chicos, los tres mascarones de la Orgullo. Estaba tan ensimismado mirándolos que no me di cuenta de lo que pasaba en cubierta. Sólo súbito sonido de un chapoteo por estribor me arrancó de mis pensamientos: algo caía borda abajo. Temí escuchar de seguido el terrible ‘hombre al agua’, pero tal grito no llegó. ¿Qué se había precipitado al mar sin que nadie dijera nada?

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Fuerza de mascarón: Ritos de Madurez (II)
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Aven

Historiador y Aventurero de día, Mago y Guerrero de noche siempre me ha gustado combinar la afilada hoja de mi espada con una bola de fuego o una tormenta de rayos.
Son... argumentos contundentes.

  Un comentario en “Fuerza de mascarón: Ritos de Madurez (II)”

  1. Hola.

    Soy Juan F. Valdivia, autor de lo que acabas de leer. Desde aquí te invito a comentar lo que te ha parecido el capítulo. De igual manera te puedes pasar por mi web y leer más textos míos en http://juanfvaldivia.wordpress.com/textos-publicados/ Todos los comentarios serán bien recibidos.

    Un saludo,

    Juan.

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