–¿Sucede algo, Gus?
Esas simples palabras reventaron la presa de autocontrol que desde la mañana anterior a duras penas contenía los sentimientos que anegaban mi corazón. Con un torrente de palabras casi irrefrenable le desvelé mis aspiraciones. El viejo me sonrió de una manera especial:
–Has elegido un camino precioso, Gustaff –tendió su mano de dedos sarmentosos y enredó en mi pelo–. Duro y sacrificado, pero sin lugar a duda precioso. Pero para ello todavía queda mucho tiempo. No se admiten novicios tan jóvenes en las Escuelas de Animación de los templos de Thxotugá. Tú sigue estudiando, mantén esa devoción por el mar y los mascarones, y todo llegará.
Tal y como dijo el anciano sacerdote el tiempo transcurrió. Casi sin darme cuenta me adentré en la adolescencia entre juegos y travesuras. Un crío más del pueblo, apenas diferente del resto; quizá algo más soñador, con mayor interés en todo lo relativo a los barcos, pero ¿qué chaval nacido en un pueblo pesquero no siente en mayor o menor medida esa llamada del mar?
Los años trascurrieron y me descubrí como el alumno favorito de Rohan: me recomendaba lecturas de entre los textos de la biblioteca del templo. Así, gracias su guía, me familiaricé con la historia de nuestro país, que se ha encumbrado y hundido de manos de la Animación, por su uso, abuso, su perfeccionamiento así como su degradación. Junto a la historia leía tratados de modelaje y tallado de maderas, de manipulación y modificación de sólidos, junto a las diversas premisas y rituales de ungimiento. No podía adentrarme en los misterios de la Orden del Mar y sus Artes de Astillero, pero sí me convertí en una especie de acólito privilegiado.
–Todo esto que ahora asimilas en su momento te será útil en la escuela de tutores.
El anciano gustaba de acompañarme en esas horas de estudio. No le importaba dedicarme ese tiempo extra si con ello me ayudaba a fijar los conocimientos. Gracias a él descubrí a una edad más pronta que ninguno de mis compañeros las funciones que asumía un tutor de mascarones a bordo de todo barco. De entre ellas la que se me hizo más llamativa (esa que todo niño que aspira a esa profesión desea ver cumplida) por supuesto era la de animar y gobernar a los mascarones. El tutor hacía las veces de cerebro de esas bestias, capitán humano gobernando naves de inhumano músculo mágico. Yo soñaba con dominar aquellas criaturas elaboradas con naturaleza muerta y sin embargo animadas gracias a esa especial colaboración de subalma y Voluntad llamada Animación.
Pero no todo el trabajo del tutor posee esa aura de poder. De hecho la mayor parte de su jornada lo dedica a tareas mucho más prosaicas, entre las que destaca la supervisión y cuidado del estado de los mascarones. El tutor debe conocer a los colosos mejor que a su propio cuerpo, porque de hecho cuando los domina éstos se convierten en parte de él, como uña y carne. Un tutor no se casa con nadie; o sí lo hace, pero con los mascarones. Su vida se debe centrar en ellos, y sus formas de madera, metal o roca deben ser el centro de su existencia. Su novia, su mujer, su hija: eso y más debe significar para el tutor su mascarón. Y la debe vigilar con ojos celosos, limpiando y cuidando su piel de igual manera que una dama cuida la propia. Y si para que sus chicos estén a punto debe agarrar un cepillo y un cubo con agua y jabón y arrastrarse por el bauprés, lo hará.
Los tiempos en los que los tutores se agrupaban en mimados pelotones (padre me habló de leviatanes especializados en desembarco que incrustados en sus numerosas cubiertas portaban, junto a un pelotón de tutores, otro de zapadores y toda una panoplia de material para crear cabezas de puente, más de un millar de imparables mascarones de asalto) y sólo se dedicaban a sus chicos quedaron atrás, en el viejo imperio. Ahora esas cohortes de sacerdotes guerreros sólo persisten asignadas a los escasos galeones que mantiene Ashrae. Por supuesto, están formados por la élite de la élite de los tutores, hijos de nobles y protegidos de los poderes que gobiernan el decrépito gobierno de la nación. Aquel sistema oligárquico, en el que el nepotismo campó a las anchas, me lo dejó muy claro Rohan en las primeras lecciones que me dio de reparación de materiales.
–Las viejas dinastías de tutores, aunque Ashrae dista mucho de la gloria pasada, siguen influyendo y teniendo gran poder. Los descendentes de los primeros priores de Thxotugá copan esos escuadrones, por lo que los tutores de raíces humildes, como espero que algún día tú seas, debéis quedaros con la marina civil.
Trabajar como tutor de mascarones en la marina civil supone ampliar las responsabilidades. De centrarse sólo en tus chicos pasas tener a tu cargo secciones de buque e incluso gente. Un cargo habitual es el de encargado de bauprés.
Pero todo tutor con aspiraciones, aunque tiene difícil ingresar en los batallones de marina, siempre puede y suele buscar convertirse en contramaestre primero y en capitán después. Esos dos cargos sólo los puede ejercer alguien capaz de dominar el arte de la Animación, alguien con los conocimientos necesarios para en caso de emergencia poder dominar los materiales de los que está construido el buque.
–El tutor que aspira a capitán se convierte en mal contramaestre. Eso lo oirás más de una vez en la escuela.
Las prisas nunca son buenas consejeras. Algunos tutores, anhelando colocarse al mando de una nave intentan lograr los méritos necesarios para obtener la capitanía en el menor espacio posible de tiempo, que suele rondar los diez años. Se convierten en nostramos más pendientes de asimilar conceptos y técnicas navales que de la labor que de verdad deben asumir, la de espina dorsal de la nave.
Pero yo no tenía en mente ni hacerme de unos ni de los otros: sólo quería trabajar con mascarones.
Pasaron los años. La vida en un pueblo como Larsoña puede reducirse de una manera bien sencilla: monotonía. La apática y adormilada existencia apenas se ve rota por los rumores que traen los escasos buhoneros y los buques que de manera periódica traen los cargamentos de verduras sin los que todos moriríamos. Una tercera excepción rompe la uniformidad de los días, desgracias en forma de accidentes o muertes en el mar, pero por supuestos todos rezamos porque no sucedan.
La mayoría de las veces que arribaba la carabela de vigilancia se mantenía anclada fuera del puerto, al borde de la zona donde plataforma marina se hunde para convertirse en fondo abisal. La tripulación de la patrullera nunca se acercaba a la población. Cuando bajaban a tierra lo hacían cumpliendo misión, como aquella mañana en la que padre me llevó a contemplar la carabela. En esas ocasiones los soldados se mantenían alejados de las casas, dedicados a peinar los acantilados buscando posibles escondites de contrabando. Sólo el sobrecargo desembarcaba con un puñado de marinos a bordo del chinchorro. Entregaban el correo –en caso de haberlo– y entregaba la valija de noticias y órdenes al alcalde. Tras ello, y casi con prisa, se dirigían al almacén que la Armada disponía junto a los muelles para recoger las vituallas que de manera periódica se les dejaban allí, llenaban el bote y regresaban rápido a la nave. Todo eso sucedía sin que ninguno de los marinos tuviera la menor oportunidad de entabla conversación con nadie del pueblo.
Entre una visita y otra de esos silenciosos viajeros se sucedían los amaneceres sembrados de barquichuelas regresando de la pesca. Los chicos nos juntábamos por la tarde en la plaza junto al puerto, bulliciosos duendes que jugaban saltando y corriendo entre nasas y montículos de redes mientras las mujeres nos maldecían con suavidad.
–A ver si os vais a tropezar con alguna de las redes, os caéis y las rompéis –decían sin dejar de zurcir, sus dedos manipulado a ciegas los hilos.
Al anochecer la panda de chiquillos corríamos por el espigón despidiendo a los botes y barcos que de nuevo partían al mar. Ninguno de nosotros pensaba en que, si los tritones así lo deseaban, alguno de les que en ese momento desfilaban ante nosotros no regresaría. Vivíamos en la inocencia, sólo pensando en el nuevo día.
La vida de un humilde pueblo pesquero.
Padre, bajo la presión de madre, dejó el barco para trabajar en la mayor carpintería del pueblo. De vez en cuando me preguntaba si seguía empeñado en hacerme tutor. Mi respuesta siempre afirmativa le arrancaba una sonrisa que se difuminaba en un suspiro soñador. Él seguía con su trabajo, cortando, puliendo y moldeando la madera. Muchas de sus labores acababan en el templo del mar, donde el sacerdote y sus discípulos las preparaban para acabar en el astillero.
Me gustaba pasara las primeras horas de la tarde junto a él en el taller, viendo cómo pasaba el cepillo a los tablones, manejaba el torno o activaba la enorme sierra circular. Él hablaba de para dónde iban destinadas las piezas, de por qué tenía que aplicar sobre ellas tal tipo de corte o por qué necesitaban dejar tales zonas más o menos pulidas. Mil y un detalles de carpintería naval que yo no imaginaba siquiera que padre conociera. Mientras manejaba sus buriles, cepillos y sierras yo creía adivinar algo más, un sentimiento que no sabía decir si podría encajar en la idea de cariño. ¿Amor a su obra, quizá? ¿O quizá deseo de unirse a ella y surcar las aguas? Una vez se me ocurrió una idea que, puede que por sencilla, nunca antes se me había ocurrido: padre, más que orgulloso de mí, sentía envidia. Yo haría algo para él ya vedado. En mi cumpleaños después de que él entrara en la carpintería me regaló una pequeña figura de madera. No superaría el palmo de largo pero representaba a un poderoso y fiero mascarón en actitud de defensa.
–Ten, Gussy –dijo al entregármelo–. Espero verte algún día contralando uno similar o incluso más impresionante.
Pero aquello nunca sucedió. Padre murió en un accidente, ayudando a ensamblar unas piezas de un nuevo pesquero. Su sangre ungió de manera trágica la madera, y quizá su alma sirviera para volver aun más resistente al agua esa nave. El patrón, consciente de la esencia de mi padre quizá poseyera el pesquero, me invitó a la botadura y nos prometió a la familia un pequeño cupo de cada captura. Me negué a acudir y me costó horrores no insultarle con lo del cupo. ¿Acaso la muerte de mi padre la compensaban un puñado de pescados cada dos días?
Rohan, el viejo sacerdote al que mis padres me habían encomendado para mi educación, empezó a volcarse más aún en mí. Supongo que le daba pena mi situación. O quizá temiese que todo el esfuerzo que me había dedicado, todas las horas estudio y de trabajo, se vieran arruinadas por la furia de un chiquillo al que le arrancan la figura paterna. El anciano movió muchos hilos, mandó misivas, prendió dádivas en el horno del templo e incluso abordó al sobrecargo de la carabela. Pero lo consiguió: una tarde vino a casa y me anunció pletórico que me aceptaban en el Templo Mayor de Thxotugá, la más importante escuela de tutores que había en Ashrae. Debería hacer el viaje hasta la capital en la misma carabela que padre me presentara años atrás. Qué orgulloso se hubiera sentido. Pero cuando llegó aquel día él ya había muerto. En el muelle, junto a la silla ocupada por el viejo tío Yuha, mi madre lloraba desconsolada. De mis hermanos no había ni rastro. Se negaron a despedirse de mí, balbuceando vagas escusas. No me extrañó su actitud. Aquel día había marcado un antes y un después pasando a una nueva página que ahora volvía a acabar.
Así empezó mi adiestramiento, ausencias vestidas con lágrimas.
Juan F. Valdivia
Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.
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