La ida desde la vieja capital hasta Cargamarga había resultado en extremo tranquila. Portábamos un cargamento variado pero típico: la bodega principal estaba repleta de rollos de telas de gran calidad, mientras en las otras se repartían aceites, herramientas e incluso un pequeño cargamento de agua purificada del lago Asarte. Lo dicho, una carga nada fuera de lo normal. Sin embargo ahora no podíamos decir lo mismo. Nadie, a excepción del viejo y quizá del nostramo, conocía la naturaleza exacta del cargamento: en contra de lo habitual la estiba se había realizado de noche, casi a escondidas, y al grueso de la tripulación se nos había exigido mantenernos apartados de las bodegas. El acceso a las mismas quedaba vedado llegando incluso a instalar candados y sellos en las puertas. El contramaestre, siguiendo mandato del capitán, había ordenado a los turnos de limpieza que debían adecentar las cubiertas a lo largo de la travesía que cuando tuvieran que realizar esas tareas en las zonas cercanas a las bodegas se apresuraran, limitándose a unos apresurados lavados con cepillo. La consiga consistía en mantenerse alejado de la carga, pudiendo acercarse a ella tras una orden de capitanía.
Zarpamos de Cargamarga de igual forma que se hizo la estiva: furtiva, en medio de la noche. Atravesamos la bocana del puerto sin llevar prendida la más mínima luz, recorriendo las primeras millas sólo guiados por la luz del faro que flotaba sobre el extremo del cabo Carmengo, la enorme aguja rocosa que adentrándose en el mar guarecía el puerto y la ciudad. En la oscuridad de la noche encapotada que ocultaba luna y estrellas no se podía distinguir la siempre impresionante imagen de las Lágrimas, sus dos famosas cascadas de arena: tuvimos que limitarnos a escuchar su monótono chasquido (en la siempre ajetreada llegada apenas había podido dedicar una apresurada ojeada al espectáculo. En el extremo del cabo –algunos lo llaman morro– hay dos grandes oquedades a las que la gente llama Los Ojos. De esas dos grutas se precipitan hacia el mar sendos torrente de arena. Tras salvar un precipicio de casi una milla de altura las arenas chocan contra el agua generando un singular sonido, una mezcla de absorción y de roce abrasivo. Las lágrimas de Cargamarga).
Debido al secretismo con que se realizaron tanto la carga como la partida los primeros días se fueron acumulando los chismes y rumores. En un par de jornadas el clima a bordo se había enrarecido formándose aquí y allí, siempre lejos de las miradas del viejo o del nostramo, corros de murmuradores. En uno de ellos me vi involucrado, más como curioso que como participante. Estábamos en la segunda bajocubierta, casi sobre la quilla y rodeados de lastre de estabilidad. En ese espacio reducido, cruzado por varios cois de marineros rasos e iluminado por la luz insegura de un farol de sebo de werle, se había juntado un pequeño grupo de ociosos.
–Los portones de las bodegas parecen exudar una especie de humedad lechosa. Y bajo las puertas emana una niebla muy tenue y blancuzca –decía uno de los encargados de limpieza del turno que acababa de concluir.
–He oído decir que los frutos de los manzanos de Mardanara empiezan a soltar un gas alucinógeno desde el momento en que los cortan de la rama –aventuró Marco, un masivo y anciano marinero. Pese a su edad y su volumen todavía se movía con agilidad por las cubiertas, si bien lo hacía con gesto adusto, muchas veces malencarado. ‘Estoy ya cansado de surcar demasiados mares para mis débiles huesos. Esto ya no es vida para mí’, le gustaba decir, pero ajustándose a la verdad todavía demostraba sus dotes de bebedor contumaz así como de temible jugador de pulso. Sobre su hombro se retorcía husmeando el aire Jinx, la rata medio ciega que tenía por mascota. El roedor tan orondo como su amo, lucía una lacia pelambre albina, y en los corrillos se dudaba de cuál de los dos ganaba en edad y mares surcados al otro, si Jinx o Marco–. Quizá eso explique lo que decís.
–Mandanara… ¿Acaso sabes dónde está eso, Marco? La región de Mandanara queda a demasiada distancia de Cargamarga como para que los frutos de los que hablas llegaran en un estado aceptable –hablaba Qaban, un marino de ojos rasgados y piel cetrina y pálida. De temperamento sosegado y lacónico, no solía comentar nada respecto a sus orígenes; sin embargo los rumores decían que había nacido muy lejos de Ashrae, hacia Naciente, al otro lado de las inexpugnables montañas llamadas Fauces del Sol–. Debe tratarse de otra cosa.
–Vale, listo. Entonces, ¿de qué se trata?
Ante la pregunta Qaban regresó a su mutismo, desviando la mirada. Nadie se atrevió a aventurar una respuesta.
–Pero de los mamparos y las puertas siguen exudando esa substancia –sentenció en voz baja alguien entre las sombras.
Conscientes de que no se llegaría a ninguna solución la reunión se disolvió, cada cual regresando a sus quehaceres.
Murmuraciones similares a esta se sucedieron los primeros días de la travesía, cuando todavía estaba en el recuerdo de todos la estiva y partida tan anómalas. Pero a medida que en las jornadas siguientes los signos propicios se encadenaron en forma de buen tiempo y mejor viento tales sospechas perdieron fuerza. Al fin y al cabo un marinero sólo desea una buena travesía y un mejor recibimiento en puerto.
Pero desde la altura de su cofa el vigía podía dar al traste con todo el optimismo. Su grito había conjurado de nuevo los temores, y ahora había sobre cubierta carreras nerviosas y rostros en los que se dibujaba la ansiedad.
Juan F. Valdivia
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