Ago 292014
 
 29 agosto, 2014  Publicado por a las 11:11  Añadir comentarios

Capítulo 17 Fuerza de Mascarón: Un combate no imaginado

La criatura pareció comprender que la batalla había llegado a un nuevo punto de inflexión, uno en el que ella podía acabar perdiendo. Al menos esa impresión me dio al ver cómo dejaba por completo en paz a los hombres de su retaguardia y lanzaba toda su mole contra los restos del muro de proa. Lo hacía de una manera física y brutal, más semejante a un placaje que a algo meditado. Los garfios, garras y cuchillas de luz sólida golpeaban sin ton ni son sobre la madera. Al contrario que en los otros ataques, ahora parecía carecer de objetivos concretos: sólo buscaba romper las líneas, adentrarse en nuestras filas y llegar al otro lado, al mascarón. La tempestad de golpes arremetía en todas las alturas: había mazazos altos que chocaban con los ya endebles escudos; otros buscaban su presa en las cinturas o incluso en las piernas de los hombres, partes por completo indefensas en todo combate de caballeros. Por supuesto que la bestia no se ceñía a las normas de una lucha justa. Ante este nuevo ataque la primera línea de hombres trató de retroceder. Los marineros saltaban hacia atrás intentando esquivar los golpes que buscaban sus pies y piernas. Unos pocos lo lograron y cayeron de pie, pero los más se encontraron con la presencia de sus compañeros de la fila posterior, tropezando y viéndose de bruces contra las tablas, más o menos vendidos ante los ataques del engendro. Hubo caídas y gritos de confusión, a los que se unieron los de dolor y pánico de aquellos a los que la criatura acertaba y apresaba. Los garfios y pinzas se enganchaban en la tela de las perneras y las camisas de varios hombres. Raudos, sus compañeros corrían a ayudarles desgarrando el tejido con sus cuchillos de faena, apuñalando la dura carne blanquecina. Pero aquella solución no sirvió con un par de hombres. Estos gritaban horrorizados, dando inútiles y patéticos puñetazos a las garras que se habían clavado en sus piernas. Los ganchos atravesaban la piel y se aferraban al músculo. La criatura, satisfecha e indolente, tiró de ellos arrastrándolos hacia la ansiosa esfera donde acabaron con un destino igual al de LoMing o Pet. Con ellos bajo su núcleo el ataque remitió de nuevo.

Atacar. Avanzar. Matar. Retroceder. Alimentarse. Parecía que la criatura había establecido un inquebrantable ciclo en el que, poco a poco, iba recortando terreno hacia el mascarón. Y en cada iteración el número de hombres que la enfrentaban se iba reduciendo. Alimentarse. O lo que es lo mismo, devorar a los muertos o incluso moribundos, usarles para regenerar lo perdido durante los ataques.
Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón - Batalla
Mientras la bestia se alimentaba nos daba un nuevo respiro. El muro había resistido pero a costa de perder más miembros, retroceder una braza y mostrar ya una clara debilidad. Un precio muy alto. Los dos últimos hombres atrapados extendían sus manos hacia sus compañeros mientras la bestia los arrastraba hacia su corazón. Gritaban, lloraban, gemían, imploraban. En vano. Todo intento de recuperarlos, de lanzarles una pértiga o un cabo, los abortaba la criatura con sus patas libres. Latidos después sus gritos se volvían aullidos, y estos un final gorgoteo mientras la criatura drenaba sus cuerpos con una cohorte de bocas surgidas desde el núcleo.

En su retroceso el grupo había rebasado el mojón del mástil de mesana. Sus espaldas estaban demasiado cerca de los remos del mascarón de popa. No podían ceder un solo paso. El mascarón de popa, con esa indiferencia de lo inanimado, seguía bogando junto con sus hermanos, inconsciente a lo que sucedía. Sus dos remos oscilaban adelante y atrás, arriba y abajo, con movimientos fluidos pero dotados de una energía imparable… y mortal. Un hombre que desafiara ese vaivén saldría despedido con severas fracturas, si no muerto.

Así, casi aplastados entre aquello que pretendían defender y la masa atacante, el reducido grupo de hacheros se encomendó a resistir una nueva acometida. Un hombre (no pertenecía a mi camarilla de proa sino que dormía en el sollado de popa, lo que hacía de él lo más parecido a un extraño que puede haber en este diminuto mundo flotante) había logrado recuperar la tea del primer caído. El grupo se apiñó en turno suyo, conscientes de que esgrimía la única arma válida contra la bestia. Pero el marinero temblaba. No parecía saber qué hacer: si se mantenía guarecido tras los escudos podría tratar de mantener a raya a la bestia en caso de que ésta volviera a atacar; si se adelantaba e intentaba hacerla retroceder muy bien podría seguir la suerte de sus compañeros caídos, y además dejar al grupo sin antorcha alguna. Difícil papeleta la suya, la verdad.

Mientras tanto mis chicos no dejaban de remar. Yo no necesitaba gritar el teatral ‘bogad’: el vínculo con los mascarones se había asentado al punto de permitirme darles la orden sin pronunciar palabra alguna. Ese vínculo –la Canción, tal y como nos enseñan a llamarla en el templo– se mantendría estable mientras lograra tejer las dos hebras de Voluntad. Así ellos seguirían activos, llenos de vida. Para eso tenía mi segundo corazón y su runa de vida. Para ello me centraba en mi labor de canalizador. Y para ello debía superar el dolor, trascenderlo, apartarlo, hacerme ajeno a él. El dolor me hacía débil y humano, me distraía de mi misión. Su incandescente esencia me tienta a ceder­, a flaquear. Pero en el templo nos adiestran en el arte de ignorar, en la maestría de concentrarse y apartar de uno todas las distracciones. Una vez iniciado el proceso de Animación de un mascarón debemos darlo todo por nuestros chicos. Todo. Suceda lo que suceda. El vínculo con las estatuas lo es todo. La comunión entre los poderes, la Canción y los mascarones se convierte en un objetivo vital.

Su vida, su animación, significa mi propia vida.

El títere me informaba de cuanto sucedía en popa cuando el centro de mi mente se volcaba en la tarea de la Animación. Recibía las dos energías, las trenzaba y moldeaba. Una vez dispuestas se las servía a los mascarones. Y durante todo el proceso me veía inmerso en un anormal, horrible e insoportable dolor. Soportarlo podría consumir el poco resto de atención que me sobraba tras la labor de conjunción. Eso me supondría verme inmerso en una burbuja de aislamiento absoluto. Por fortuna disponía del chivato etéreo: él me informaba registrando todo cuanto sucedía a mi alrededor al tiempo que me permitía centrarme en manejar el sufrimiento. El títere estaba ahí, replicando mis ojos y mis oídos. Así me permitió ver el enorme peligro que se cernía. Me giré hacia el grupo de los difuntos LoMing y Pet y grité:

–Los remos. ¡Que no ataque los remos! No podemos permitirnos perder impulso.

Esta vez Larsenbar no dijo nada. El muro de hombres respondió abriendo su formación y trazando un arco que iba desde la base de la mesana hasta la pasarela que recorría la borda sobre los remos. La formación en dos filas quedaba reducida a una sola, mucho más débil. En posición de retaguardia sólo se mantuvo el hombre que sostenía la antorcha, una especie de pivote dispuesto a correr hacia donde hiciera falta. Recé porque en caso de una embestida de la criatura tuvieran la suficiente agilidad como para congregarse en el punto de ataque y fortalecerlo. Si no…

Los remos estaban, en la medida de lo posible, defendidos. Los remos.

No lo había querido decir, pero mi mayor preocupación no estaba en los remos. A decir verdad los dos remos manejados por el mascarón de popa, incluso el propio mascarón, tenían menos importancia que lo que había más hacia proa: el mascarón maestro. En efecto, en mi mente veía peligrar el mismísimo mascarón maestro, la estatua que servía de controlador de las otras dos. Si ella caía las otras la seguirían… y sería el fin. La bestia, desde su posición actual, podía intentar llegar por dos caminos. El primero, despejado pero mucho más arriesgado, suponía usar la pasarela. Tomar ese camino, y visto su gran volumen, la obligaría a arriesgarse a caer por la borda. Sin lugar a dudas la batayola no soportaría su peso. La otra opción de llegar al mascarón maestro suponía rebasar el muro de marineros, algo que veía cada vez más factible, y esquivando los remos y el mascarón de popa, abalanzarse contra el maestro. Una tercera y última posibilidad, que la daba casi por imposible, suponía que la criatura trazara una L y ganara los remos y el mascarón por babor. Pero hasta el momento, aunque sus patas maniobraban rápidas, el conjunto se había comportado con lentitud, si no torpeza. En esos dos últimos escenarios yo no dudaría en activar en modo combate al propio mascarón de popa. Sólo el capitán y yo conocíamos el verdadero estado del mascarón. ¿Se atrevería la criatura a enfrentarse a él?

¿Qué opción tomaría la bestia? Sólo ella lo sabía. Remos o borda. Pero siempre con el objetivo del mascarón maestro.

O no.

Noté cómo toda mi espalda se convertía en un témpano de hielo. La sensación de frío llegó incluso a hacerme olvidar el dolor de mi mano derecha. ¿Y si el engendro no tenía por objetivos ni a los remos ni al mascarón de popa, ni siquiera al maestro? ¿Y si…? ¿Y si el objetivo era yo mismo?

En un parpadeo medí las distancias, calculé las posibilidades. Y lo tuve que admitir. La criatura, pese a las heridas que había sufrido, parecía poseer aún la energía y fortaleza. Las suficientes como para lanzarse en un ataque alocado, rebasar los remos por pura inercia masiva y en una carrera ciega llegar a mi posición.

Yo estaba de pie en una posición intermedia entre el mascarón maestro y el de popa, más cerca de ellos que de la borda. Sólo los remos del mascarón de popa me separaban del muro de hombres. Y del engendro. Al atacarme a mí triunfaría con mucha más facilidad que haciéndolo sobre los mascarones: yo suponía la pieza más débil de todo el engranaje.

No podía permitirlo.

Antes de que la bestia siquiera lo intentara corrí hacia la borda y trepé a la pasarela. No quise mirar atrás. Toda mi atención estaba en no acercarme demasiado a la borda y a la batayola. Eso debía hacerlo procurando que mi incendiada mano derecha prendiera madera, jarcias y obenques. Con sumo cuidado gateé a tres patas sobre la estrecha madera. Debía sin duda dar un espectáculo extraño, si no triste.

El títere me chivaba que en popa se había forjado una especie de tregua, todos contemplando mis movimientos. Tanto los hombres como la propia criatura. Ésta había hecho surgir de su núcleo un tentáculo romo y de especial aspecto líquido, una especie de nariz que husmeaba todo cuanto le rodeaba. Ahora olfateaba en mi dirección, hacia la pasarela.

Llegar al otro lado de los remos me supuso poco tiempo pero se me hizo eterno. Primero pasé sobre el del mascarón maestro, luego sobre el del escolta de proa. Cuando pisé la cubierta del otro lado respiré aliviado. Allí, en la zona del palo mayor, el brasero de estribor seguía generando nieblas. El marinero que lo alimentaba me miró con temor. Decidí ignorarle: no poseía respuesta a su silenciosa pregunta. El potente resplandor de las brasas iluminaba en un radio de varias brazas arrancando sombras cortantes y amenazadoras. Pero no tanto como lo que había junto a mesana.

El engendro había salido de su puntual estupefacción, volviendo a atacar a la línea de hombres, que respondía volviendo a formar un bloque. Pero pude ver cómo el apéndice olfativo, como ajeno al combate, seguía husmeando en dirección a proa. Hacia mí. De nuevo sentí que se me congelaban los huesos. Y si con mi retirada no sólo me había revelado, sino que le había descubierto a la bestia algo en lo que quizá hasta ese momento no había reparado: la pasarela. No quise pensar en eso y me concentré en mi dolor, en vencerlo, y en aportar la energía a los mascarones.

Los dragoneros de la retaguardia, siguiendo las indicaciones del capitán, dejaron su posición junto al alcázar: había quedado muy claro que la criatura no buscaba allí nada. Trazando un amplio arco en derredor del engendro se unieron al muro. Con ellos como refuerzo, con sus sables buscando las articulaciones, la criatura se vio de nuevo obligada a medir sus movimientos. Mientras tanto el marinero de la tea la esgrimía hacia delante haciendo todo lo que podía por espantarla. En popa sólo quedaron Marco y su rata mascota. El anciano y gigantesco marinero seguía hurgando con la pértiga el núcleo de la criatura. El gesto de su cara se había ido deformando por la rabia, o quizá por el cansancio. Ahora sus rasgos apenas se diferenciaban de los de su mascota. Ambos siseaban, enseñando los dientes mientras esquivaban los escasos golpes que ahora dedicaba la abominación.

De improviso un grupo de hombres asomó por la puerta de popa de la bodega: todos llevaban en lo alto teas encendidas. Como una masa compacta se lanzaron contra la criatura, avanzando con el fuego por delante. Sentí en mi interior un enorme alivio: aquello podría suponer el definitivo golpe de gracia, el final de la batalla. Si un par de antorchas habían hecho retroceder a la criatura, esa piña de antorchas podría devolverla al mar.

Al frente del grupo estaba el contramaestre, Abdarmar, sosteniendo una enorme gavilla de cabrestante en cuyo extremo ardía una masa de ropa, comprimida, atada y engrasada. Ganaron con facilidad la raíz del palo de mesana, uniéndose al muro de escudos.

–Síganme, señores. Tras de mí, ¡muerte a la bestia! ¡Lancémosla por la borda!

La voz del contramaestre arrastró a los hombres contra la criatura. En su atolondrado arrojo formaban una cuña de antorchas que buscaba clavarse en el corazón tumefacto y resplandeciente de la bestia. Ésta respondió chillando y resoplando. ¿Acaso en su maullido se adivinaba miedo? Retrocedía. La bestia retrocedía. Se acercó a la borda de estribor. Pero noté que al mismo tiempo se alejaba del alcázar. No evitaba la cuña de antorchas, no trazaba una huida directa, sino que ¡parecía buscar la parte inicial de la pasarela! Para horror mío vi como la criatura se empezaba a encaramar a ella. Con unas patas se impulsaba escalones arriba mientras con varias pinzas se afianzaba en la borda, apoyándose en diversos puntos de la batayola. Aseguraba su posición intentando no caer al agua.

–No, ¡no lo permitáis! ¡No dejéis que se suba a la pasarela! Por todos los dioses, ¡que no se suba a la pasarela!

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Aven

Historiador y Aventurero de día, Mago y Guerrero de noche siempre me ha gustado combinar la afilada hoja de mi espada con una bola de fuego o una tormenta de rayos.
Son... argumentos contundentes.

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