–¡Despejen la borda! Sortanno, ¡los dragones! Cuando estén listos abran fuego sobre… sobre… ¡sobre eso!
Mientras el viejo intentaba deshacer el caos y organizar una defensa ante aquella cosa los acontecimientos seguían otros derroteros. Un puñado de hombres de la tripulación de popa, intentando huir de la masa, se abalanzó a la pasarela de babor. La estrecha madera, que permitía llegar a proa pasando por encima de los remos, quedaba a menos de un pie de la borda. Sólo la batayola, junto a los obenques, separaba a quienes la cruzaban de una caída en el mar. Uno de los prófugos, un joven calafate con el que no había tenido casi trato, huía prestando más atención a la palpitante masa de luz que adónde ponía los pies. Avanzaba sin apartar la mirada de aquella cosa. Por ello no me extrañó cuando, tras tropezar con una bolina, se desequilibró y acabó precipitándose sobre la batayola. Ésta apenas le llegaba por encima de la rodilla, con lo que más que evitar la caía ayudó a la misma. El desgraciado intentó agarrarse a la malla pero no pudo, precipitándose borda abajo con un grito agudo.
–¡Hombre al agua! –el marino que seguía al desgraciado pronunció las palabras que más teme todo aquel que navega en el Mar de Ashrae. Pero el grito paso inadvertido en medio del caos. Nadie podía detenerse a salvar esa vida en semejantes circunstancias. El hombre siguió corriendo sobre la plancha hasta ganar la proa, y tras él el resto del grupo. En un abrir y cerrar de ojos la pasarela quedó de nuevo vacía. Nadie había lanzado un cabo alguno al agua: aquel marinero estaba sentenciado, acabando sus días disuelto en las aguas tras una aterradora agonía.
Ajena a lo que su presencia provocaba, la esfera de luz había seguido engordando. La parte de columna de luz que todavía sobrevolaba las aguas iba incrustándose en la enorme burbuja, aportándola su materia. El diámetro de la esfera superó con creces las dos brazas, ocupando ya buena parte de la esquina estribor de la popa. Su parte superior acariciaba la verga de la mesana, vertiendo sobre el paño un resplandor espectral.
Al fin toda la columna quedó absorbida por la masa, que dejó de crecer. Su superficie fluctuaba en un estado líquido casi efervescente. Parecía anegada de energía, dando de nuevo la impresión de estar a punto de estallar. Sin embargo, pese a la intensa luz que desprendía no emitía calor alguno. Al contrario, el resplandor poseía un tono pálido y apacible que transmitía un más que tentador sosiego.
De improviso algo cambió en la burbuja: la superficie cristalizó perdiendo una pizca de brillo, que adquirió un matiz oleoso, denso. Parecía haber superado un punto crítico, como si se hubiera enfriado y ahora cuajara. La masa empezó a condensarse.
Una sutil llamada interna me indicó que el bucle de energía que había trenzado estaba llegando a su fin. Sé que hice mal, pero convoqué otro y lo encadené al que estaba a punto de acabar. Debía, necesitaba ver lo que sucedía con ese extraño polizón.
–¡Bogad, bogad!
Grité una vez más reforzado el nuevo bucle, pero sabía que mi voz sonaba ausente. Tampoco me importaba. Llegados a ese momento nadie, salvo los mascarones, prestaba atención a mis palabras: toda la nave observaba atónita la evolución de la esfera de luz, que se desinflaba y solidificaba a ojos vista.
–Capitán: sólo hay dos dragones con ángulo de tiro. Ambos están ya cargados y listos para disparar, señor.
Las palabras de Sortanno, pronunciadas desde la toldilla, cayeron sobre nosotros igual que la lluvia de la tormenta: empapados hasta los huesos como estábamos, ya nadie se percataba de ella. Para todos nosotros sólo existía aquella cosa en la borda de estribor. Nuestras mentes parecían enganchadas a la contemplación de ese espectáculo, intentando darle algún sentido.
Sólo al cabo de unos latidos Larsenbar pareció asimilar el mensaje del maestro de armas y reaccionó:
–Señor Loming, usted y sus hombres, ¡apártense! ¡Atento, señor Sortanno!
El maestro carpintero se retiró junto con sus hombres. Seguían empuñando sus hachas, pero se habían quedado plantados ante la masa de luz. Parecían marionetas rotas, incapaces de hacer nada por sí mismas: no se habían atrevido a dar un sólo golpe.
–¡Fuego!
Dos estallidos sonaron al unisonó. El doble trueno golpeó a toda la tripulación, tanto la de popa como la de proa. Nunca antes se habían disparado los dragones apuntando hacia la propia cubierta. En otras circunstancias la maniobra sólo podría haberse catalogado como demente; con la locura ya aferrada a la Orgullo en la forma de aquella burbuja de luz dicho acto parecía más cuerdo incluso que desesperado.
La explosión sonora arrojó a varios hombres sobre las tablas. Se hallaban demasiado cerca de los tubos y el estampido a punto estuvo de noquearles. Tendidos en el suelo se llevaron las manos a los oídos. Ya era tarde: habían quedado sordos y boqueaban de manera extraña, intentando gritar al mismo tiempo que sus pechos reventados buscaban aire.
La atención del resto de la tripulación estaba volcada en la masa, contemplando el efecto que sobre ella habían producido las dos salvas. La esfera de luz sólida había temblado como si de un flan se tratase, y ahora se veían en ella dos orificios casi perfectos. No se apreciaba orificio alguno de salida: la bola había absorbido toda la fuerza de la detonación, así como los productos químicos y la metralla. La había absorbido… y la estaba digiriendo, metabolizando. Los labios quebrados de las dos heridas se humedecieron, suavizando sus contornos con rapidez. Ante todos los huecos empezaron a cerrarse sin aparente problema. Para sorpresa y desesperación de todos los dos orificios acabaron por cerrarse, no quedando en la esfera la menor huella de su existencia. La bola siguió concentrándose y ganando consistencia, indiferente a cuanto le rodeaba.
A medida que redecía su diámetro iba ganado un aspecto más sólido. Cuando su diámetro se redujo una cuarta empezaron a surgir aristas y prominencias. Pocos latidos después la esfera estaba tachonada de remaches gruesos, largos y afilados, semejantes a clavos. De esa guisa se estabilizó un núcleo de cerca de una braza de diámetro del que surgían decenas de prominencias, como una especie de blanquecino erizo.
Ese proceso continuó, encogiéndose el núcleo más y más a medida que las púas se multiplicaban. Éstas fueron ganando grosor, e incluso longitud. En muchas de ellas se formaron abultamientos distribuidos repartidos por toda su longitud, como nudos.
Al fin la esfera central dejó de comprimirse. Ante nosotros quedó una especie de araña colosal y deforme, toda ella de resplandeciente materia lechosa. Del cuerpo globular de la criatura, carente de abdomen y de algo más de media braza de ancho, surgían decenas de largas patas. Las había de muchos tipos, formas y remates, pero todas ellas creaban una intolerable sensación de amenaza. La criatura se apoya en el suelo apoyada en unas extremidades más gruesas que el resto. Culminadas en algo semejante a pezuñas gomosas, contaban con demasiadas articulaciones y por su aspecto se las veía capaces de aferrarse a cualquier superficie, o trepar por cualquier obstáculo. El resto de apéndices, en número superior a varias decenas, tenían un aspecto flexible y correoso. Recordaba mucho a serpientes sacadas de la peor de las pesadillas. Bailoteaban de un lado a otro sin un aparente objetivo, descoordinados, pero aun así letales: muchos estaban rematados por una enorme pinza formada por dos garfios, afilados y oponibles, uno más grande que el otro. Otras acababan en proyecciones córneas semejantes a grandes dagas o en enormes garfios. Entre esa jungla de miembros no se apreciaba cabeza alguna, pero sí logré distinguir unos pocos apéndices agusanados, de aspecto romo, grueso y corto. Esos pequeños tentáculos aparecían y desaparecían, recorriendo con incomprensible libertad la superficie del núcleo de la criatura. Daba la impresión de que asomasen por la superficie de algo líquido, fisgaran y volvieran a hundirse. Algunos realizaban unos movimientos extraños, estirándose y retrocediéndose, dando la impresión de que estuvieran husmeando.
Jamás había visto ni oído hablar de aberración semejante, ni en la biblioteca del templo ni fuera de él. Aunque sí que había divisado algo similar al engendro: arrastrándose sobre las velas del cazador, trepando por sus mástiles y recorriendo la cubierta. Nos enfrentábamos a uno de los tripulantes de la nave pirata. Si esto era el horror que había contemplado con el miralejos el capitán desde un primer momento comprendí a la perfección su nerviosismo, su terror. Un buque gobernado por decenas de criaturas como ésta no tendría rival ante cualquier abordaje.
Durante un latido el engendro permaneció parado, dubitativo. Quizá estuviera tan atónito como nosotros: no por nada le habíamos recibido con sendos disparos de dragón casi a quemarropa. Los pequeños tentáculos gruesos seguían husmeando en todas direcciones. A diferencia del resto de la criatura no acababan de tener un aspecto sólido sino que parecían mantener una consistencia líquida. Pero tras verles moverse, apuntando a los hombres, contándolos, analizándolos, yo no tenía la menor duda de que ocultaban una inteligencia.
La situación de tablas apenas duró: la criatura dio un primer paso alejándose de la borda y buscando el palo de mesana. La zona libre en torno a ella se amplió. Nadie se atrevía a acercarse a ese engendro. El capitán permanecía callado, aun apoyado en la barandilla de la toldilla. La bestia se adentró unos tres pies en cubierta, siempre con movimientos lentos, mostrándose precavida. O calculadora. De improviso los apéndices con aspecto de gusano se encogieron y danzaron sobre la superficie del núcleo. Parecían muy excitados. Tras dar varias vueltas en torno al corazón líquido de la criatura acabaron por congregarse en un solo punto, una especie de charco más denso y oscuro que flotaba sobra la superficie del núcleo. El charco empezó a burbujear, surgiendo de él multitud finas antenas. Los filamentos apenas duraban lo justo para que alguien las viera, tras lo que se derretían y regresaban al líquido del que habían salido. El espectáculo sólo podía definirse como hechizante: la mirada se perdía en ese juego de luces y formas, inestable y burbujeante.
Y quizá ese fuera su objetivo: con un movimiento que nadie pudo anticipar, tan fluido como traicionero, el engendro se impulsó hacia el mascarón escolta de popa. Al igual que al resto de la tripulación, aquello me tomó por sorpresa. Con sumo horror vi cómo esa criatura se acercaba a mis chicos. A mí. La bestia se movía sobre un indefinible grupo de cinco, seis o quizá diez patas. Éstas parecían surgir en el lugar y momento precisos para facilitar el movimiento, para luego desaparecer sumergiéndose en el núcleo líquido. Pero, se desplazara como se desplazara, a toda la tripulación nos quedó bien claro lo que buscaba: anular nuestro sistema de propulsión, atacar a mis chicos. Quizá incluso destruirlos.
–¡Atención! ¡Ataque sobre los mascarones! –grité tan fuerte como pude.
Juan F. Valdivia
Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.
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