Jul 182014
 
 18 julio, 2014  Publicado por a las 11:11  Añadir comentarios

Capítulo 16 Fuerza de Mascarón: Un hilo de luz lechosa

Ya nadie discutía que nuestra la Orgullo iba ganando distancia. El empuje de los mascarones estaba resultando decisivo. Sus enormes torsos oscilaban en un continuo hincharse y relajarse, los músculos de madera tirando de los seis remos con una eficacia de metrónomo. Las estatuas trabajaban sentadas en sus sitiales sin producir aspaviento alguno, ni dar muestras de cansancio, dando todo de sí. La única huella del auténtico esfuerzo que se estaba realizando se dibujaba en mi persona. En mi mano, en mi rostro. Yo permanecía de pie justo a la espalda del mascarón maestro.

Ese gigante, gracias a la manera en que lo habían construido, poseía un vínculo especial con sus escoltas. Recibía toda la fuerza que yo trenzaba de los poderes, y luego la distribuía tamizada y reorganizada a sus dos compañeros de menor tamaño. Dada su complejidad el mascarón maestro solía plantear más problemas que otros, tendiendo a fallar con mayor facilidad que sus subalternos. Durante toda la travesía había escuchado la Canción que dormía en su subalma, y no había detectado problemas serios, ninguno fatal. Por eso, pese a mi sugerencia de que necesitaban una puesta a punto seria en puerto, el capitán habíamos concluido que todavía se le podía considerar en activo. Una vez activados los tres se estaban comportando bien, cumpliendo con eficacia su tarea. Bogaban de manera coordinada, demostrando una perfecta sincronía.

Pero aun así estaban apareciendo problemas. Los mascarones se comunicaban bien entre ellos, pero el mantenerlos activos me estaba suponiendo un esfuerzo excesivo. Eso me preocupaba: si todo marchaba bien con mis chicos, el problema podía estar en mismo. En mi cuerpo, en mi mente; en mi segundo corazón, en mi runa de vida. ¿Había ocurrido algo en mi consagración que solo ahora salía a la luz? No tenía tiempo de descubrirlo, ni de darle más vueltas al asunto: mis chicos me requerían, y más que ellos toda la tripulación de la Orgullo. Nuestras vidas bien podían depender de cómo manejara a los mascarones.

Notaba cómo me había convertido en un nuevo centro de atención, junto al cazador, para parte de la marinería. Al ya por sí mismo impactante espectáculo de ver en acción a los mascarones se habían unido los fuegos de artificio que peleaban, furiosos y enclaustrados, en mi puño. En torno a mi mano ardía una gran esfera incandescente, un globo de tonos anaranjados que fulguraban en rojos ya amarillos, pero en cuyo interior parpadeaban trazos de azul e incluso morado. Sin lugar a dudas una visión aterradora para alguien no acostumbrado a la magia o al arte de la Animación. Esta esfera de clausura forma parte de todo ritual de Animación de mascarones: los poderes con los se juega la generan por sí solos. Pero por alguna razón esta esfera estaba adquiriendo un aspecto poco menos que singular. El diámetro de la bola había ido aumentando, al punto de que ahora su calor me acariciaba el rostro y su electricidad me erizaba el cabello.
Relatos de Fantasía - Barco en llamas
La esfera de clausura. La observé como si se tratara de la primera vez que la activaba. En su centro, trazados en brillos azules y rojos tan intensos que a veces llegaban a cegar, dos tatuajes. La masa rojiza del segundo corazón se había hinchado y ahora ocupaba casi toda mi mano. La piel sobre la que estaba dibujado emergía separándose de los metacarpos, dando al músculo su propio relieve. El primer tatuaje sagrado, el que me identificaba ante los Poderes como Gran Animador. Luego estaba el segundo tatuaje, ese que posee todo Animador, un tatuaje trazado sobre otro: grabada por entre las venas del corazón mágico se retorcía la runa de vida. La singular configuración de líneas y puntos, escritos con una abigarrada caligrafía de tonos azulados eléctricos, danzaba como dotada de voluntad propia. Ambos tatuajes, unidos de una manera que sólo un iniciado puede llegar a intuir en su enormidad, pulsaban sin cesar vertiendo la energía de Animación a los mascarones.

De la runa partían los rayos de su mismo tono azul intenso. Las chispas golpeaban con fuerza las paredes de la esfera tratando de escapar a su cautiverio, deseando contagiar de su impulso animador todo cuanto pudieran. Por fortuna había logrado fortalecer las paredes de la burbuja, impidiendo que saliera de ella. Ahora la esfera resistía bien, pero la furia incendiaria y deformadora atacaba sin piedad mi carne. Sólo el ritual de ungimiento con el que culminó mi estancia en el templo protegía mi piel, mis músculos e incluso los mismísimos huesos de no acabar calcinados o deformados.

Pero aun así dolía. Dolía mucho, tanto como ninguno de los presentes (salvando quizá el nostramo y el viejo) pudieran imaginar. Capeaba esa tormenta de dolor como podía, contralando mi respiración o musitando letanías de sanación. Sin embargo para mi satisfacción la energía no dejaba de fluir. Los dos señores (Zuhlhu, el guardián del océano y Thxotugá, el señor del movimiento) me bendecían, y por extensión a todos los tripulantes de la Orgullo de Ashrae. Con su auxilio y luchando de nuestro lado lograríamos escapar del buque pirata. Loados fueran.

De improviso resonó un aullido de victoria, tan lleno de euforia que casi me hace perder la concentración:

–¡Ha caído al agua! ¡Uno de esos malditos hilos ha caído al agua!

A la primera voz se unieron otras en coro. La alegría pareció estallar en cubierta. Tras los jarros de agua fría que habían supuesto la inutilidad de las armas cualquier muestra de debilidad del cazador se recibía con euforia.

–Sí, ¡sí! Estamos demasiado lejos para ellos. ¡Bravo por los mascarones!

–¡Vivan! ¡Vivan Gus y sus chicos!

–¡Vivan!

Por un instante creí que el dolor se evaporaba. Me vitoreaban. Estaba haciendo el trabajo con el que había soñado desde crío ¡y me estaban vitoreando! Noté cómo todo mi cuerpo vibraba, y por primera vez esa sensación no tenía su origen en el dolor de la mano. Casi me atrevería a decir que el corazón del puño empezó a latir de una manera diferente, cantarina y llena de orgullo.

–Pero todavía quedan más, iluso –replicó una voz desde proa. Lork, siempre ácido y observador, decía lo que otros no se atrevían a pronunciar–. Mirad, mirad ahora. Los otros cinco hilos se están moviendo.

–¿Qué dices, agorero?

–Cierra tu apestosa boca, gusano de sentina. Parece que disfrutas.

–Tus palabras apestan, Lork. Tanto como tú.

–Callad y observar, calandracas. Mirad cómo los cinco hilos que quedan se unen entre sí. Fíjate, Pet. Se están trenzando unos sobre otros. Tejiendo uno más grueso y poderoso.

–Lork… –se alzó un pequeño coro con tono amenazador.

–Pero mirad bien –el marinero no se amedrentaba. Más aún, subía el tono de sus palabras cono deseando asegurarse de que todos a bordo le escucharan–. Eso viene a por nosotros, ratas de agua dulce, y parece imparable. Sobrevuela las olas. A por nosotros, o por nuestra carga, o… a por algo.

Aquellas últimas palabras me llamaron la atención: lancé una rápida mirada a estribor y pude comprobar lo dicho por Lork. Lo que antes habían sido seis gruesas columnas horizontales independientes ahora se estaba uniendo en una sola, enorme. Intenté calcular las dimensiones del nuevo dardo de luz. Sin la menor duda su diámetro superaba la envergadura de un hombre. ¿Cómo se sostenía semejante masa flotando sobre las olas, indiferente al viento y a la lluvia? El poder que emanaba aquella nave no se parecía a nada de lo que hubiera conocido o leído en mi vida.

–Dioses, es cierto –admitió de repente una voz anónima–. ¡Parece un ariete de luz!

–¡Nos va a embestir!

–No hay nada que lo pare. Nada –dijo Lork–. Ni tormenta, rayo o vendaval. Nada lo puede parar.

Nadie le replicó ahora. La tripulación se limitaba a contemplar con ojos desorbitados cómo aquel enorme arpón de luz atravesaba el aire hacia nosotros. Nos habíamos convertido, para nuestra sorpresa y desgracia, en un maarenote sobre el que el cazador había fijado su atención y lanzado su peculiar tea de aceleración. ¿Estallaría al tomar contacto con nosotros, al igual que lo hacían las nuestras?

–Cómo brilla.

Por su manera de hablar casi se diría que Lork disfrutaba con el espectáculo. ¿De verdad encontraba belleza en algo que podía significar nuestra muerte? Lork se estaba comportando de una manera extraña. Entonces me di cuenta de que el fisgón profesional de la nave, había desaparecido de mi vista, y de su supuesto, en medio de la suelta de carga. Ni me había percatado de ello. Se diría que se había mimetizado, perdiéndose de la vista. Conociéndole, en circunstancias similares no hubiera dudado en lanzarse a proferir elucubraciones acerca del cazador, comentando su aspecto, posible origen y andanzas o tropelías. Incluso hubiera abierto su inacabable repertorio de anécdotas de otros buques buscando el más mínimo paralelismo entre esta situación y otras pasadas, reales o ficticias. Pero no: una vez el cazador mostró sus armas capturando los fardos de carga se había escondido. Sólo ahora regresaba, pero con sus cotilleos habituales convertidos en palabras emocionadas, incluso llenas de admiración hacia nuestro perseguidor.

–Mirad cómo se retuercen: lo que antes eran simples cuerdas ahora de convierten en una poderosa soga, una maroma inquebrantable. ¡Y sigue avanzando hacia nosotros, sobre las olas, contra el viento! ¡Un rayo horizontal!

Sí, en sus palabras se notaba casi el orgullo ante esa creación del cazador. ¿Qué había en ese buque que le hiciera reaccionar así?

Noté un temblor en el aura de la Orgullo. La energía había dado una especie de salto, como si esquivara un pequeño vacío. Me concentré en la Canción interna que fluía por toda la nave desde que activara los mascarones. Ahí, ahí estaba ese hueco. Los mascarones estaban fallando. No: quien fallaba era yo. La interrupción en el flujo se había producido porque no le estaba dedicando toda la atención necesaria. Aparté de mi mente a Lork y a su extraña manera de adular los artes del cazador, al igual que hice oídos sordos a las amenazas que el resto de personal de proa le dedicaban. Ni siquiera quise escuchar el silbato del contramaestre exigiendo orden. Debía volcarme en mis chicos. Me habían dado una muy clara señal de que yo debía estar con ellos y en ningún otro sitio. Focalicé toda mi atención en mi segundo corazón, que latía impulsando casi a partes iguales energía de los dioses como dolor.

La sensación de quemazón envolvía mi carne formando una costra de lava ardiente. Ese envoltorio de dolor tenía un doble efecto, tanto positivo como negativo. Por un lado abrasaba mis nervios, haciéndome sentir como si agujas incandescentes recorrieran los dedos y la palma para desde allí ascender por el antebrazo; por otro su rocosa resistencia fortalecía mis músculos dándome la impresión de que se habían vuelto indestructibles. El dolor transmutado en fortaleza.

Mientras lograra tolerar el dolor nada quebrantaría mi vínculo entre los dioses y los mascarones.

Pero sabía que algo iba mal. Si bien la Animación posee su componente intrínseco de dolor (inherente a su origen en los viejos vol–señores), éste nunca debe acercarse a la tortura. Mucho menos fortalecerse a través de ella. Pero eso mismo estaba ocurriendo. El dolor, mi dolor, parecía reforzar el poder de la runa de vida. Los mascarones resistirían mientras yo resistiese, mientras yo sufriese. Eso creía entender. Pese al dolor no permitiría que se repitiera de nuevo ese vacío en el flujo de energía. Debía soportarlo de la mejor de las maneras. Recurrí al señor del Movimiento: él me daría la fuerza para resistir, de igual manera que hasta ahora había bendecido mi trabajo.

La tensión aumentaba en mi puño. Mi segundo corazón fulguraba con la runa de vida lanzando destellos de un añil cegador. Estábamos llegando todos, corazón, runa y yo mismo, al límite. Pero debíamos seguir, continuar catalizando la fuerza de Animación. Aguantar. Mis chicos y yo. No dejar de bogar. Sin pausa.

Pese a mi concentración en la tarea de remar, de volcar los Poderes en los mascarones, me seguía enterando de lo que sucedía a mi alrededor. La columna de luz seguía avanzando. Como respuesta a su proximidad la cubierta se estaba volviendo una jaula de locos: a los gritos y exabruptos se sumaban los ruegos e incluso los rezos. Parecía haberse perdido por completo no sólo la disciplina sino incluso la más mínima cordura. En cierta medida aquello no se le podía criticar a simple tropa o marinería, sobre todo en estas circunstancias: nos enfrentábamos a algo que incluso los iniciados en la magia o la Voluntad nos sorprendía. Se hacía mucho más preocupante el no escuchar la voz del viejo ni el silbato del nostramo. Con el caos a punto de hacerse con el gobierno de la nave ¿dónde estaban?

No entendía lo que sucedía.

De repente un alarido sobrevoló la algarabía:

–LoMing, ¡las hachas! ¡Que sus hombres estén preparados con las hachas de abordaje!

No podía creerme que aquella voz desgarrada y aguda perteneciese a Larsenbar, el capitán.

Tenía que enterarme bien de lo que me rodeaba. Estudié el estado de mis chicos y les imbuí una carga de flujo superior. Junto con ella conjuré un pequeño bucle: aquello me permitiría, al menos durante breve espacio de tiempo, desentenderme de ellos para ver lo que estaba sucediendo.

Me volví justo en el momento en el que el horror se apoderaba del barco: la blanquecina lanza de luz golpeó la borda justo donde ésta se unía al alcázar de popa. Su mole, una especie de un descomunal ariete, pareció estallar iluminando con su luz fantasmal toda esa zona de la cubierta. Me quedé ciego y dominado por el terror. Los gritos en derredor me decían que muchos otros estaban como yo, cegados y aterrados. Pese al estallido no hubo sonido ni estruendo alguno. Pestañeé un par de veces y empecé a ver formas. Los ojos me lloraban pero logré distinguir cómo la explosión había abierto un hueco en torno al lugar donde había golpeado la lanza de luz. Toda la tripulación de popa rehuía esa zona, apretándose contra babor. Sólo el viejo se mantenía aferrado al pasamano de la toldilla, como una especie de estatua. Con un gesto de su mano obligó al carpintero y a sus hombres a avanzar hacia la masa de luz. El enjuto LoMing, seguido por cuatro marineros, avanzó con evidente pavor. Sus rostros desencajados parecían máscaras de fantasmas.

Tras la explosión había quedado un enorme coágulo de luz marfileña. El resto de la columna seguía flotando tras él, alimentando ese grumo con su masa. La masa, adherida a la borda, empezaba a propagarse por la cubierta como un moho. El grupo se detuvo a una braza de la pulsante esfera: llegados a ese punto no sabían cómo actuar. El resplandor de aquello arrancaba destellos ávidos en los filos de las hachas. ¿Cómo atajar con esas armas tan pequeñas, diseñadas para cortas sogas, a semejante atacante?

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Aven

Historiador y Aventurero de día, Mago y Guerrero de noche siempre me ha gustado combinar la afilada hoja de mi espada con una bola de fuego o una tormenta de rayos.
Son... argumentos contundentes.

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