May 092014
 
 9 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11

Capítulo 11 Fuerza de Mascarón– Una argucia en la bisectriz

Me arrastré sobre la red de chichorro hasta asomarme hacia la banda de estribor. Por fortuna y pese a mi temor inicial, no vi ningún hombre braceando desesperado sobre las aguas. Sin embargo mientras contemplaba las olas volvió a escucharse el ruido de algo rompiendo la superficie. El sonido provenía de popa, desde la zona de mesana. Entonces lo vi, una forma rectangular negra como la pez se deslizaba sobre las aguas al costado de la nave, ya alejándose de ella. Rezagada varias brazas más atrás, mecida por el cada vez más bravío mar, había otra caja si no idéntica muy similar.

Un nuevo chapoteo anunció que arrojaban una tercera caja por la borda. La operación se repitió hasta quedar diez bultos bamboleándose sobre la superficie, una hilera de incongruentes bloques de obsidiana desafiando a las aguas ácidas. No sólo yo contemplaba con extrañeza la operación: asomados a la borda estribor de proa vi los rostros desconcertados de Lork y el resto del equipo del bauprés. Junto a ellos estaba Marco. La rata seguía subida sobre su hombro pero, mientras su amo observaba cómo la hilera de cajas se alejaba, ésta husmeaba el aire con el pelo del lomo erizado, como si temiera el cambio de tiempo. Nadie dijo nada, pero Marco me dedicó una mirada intensa que no supe leer.

Relatos de fantasía - Fuerza de Mascarón - Barco
Contemplando aquellas cajas negras di por sentado que estaba viendo el misterioso cargamento que tantos problemas había generado al principio de la travesía. Mi situación en proa no ayudaba a apreciar detalles, y las formas que se iban alejando con rapidez. Todas parecían de tamaño y forma similares, cuerpos cúbicos cuyas aristas debían medir no menos de tres codos. Las habían calafateado a conciencia, volviéndolas del todo herméticas tanto a la luz como al agua: la gruesa capa de betún les daba ese extraño aspecto, tétrico o incluso amenazador. Si a eso se añadía el que aun con ese aislamiento exudaban fría neblina blancuzca se convertían en pasto de habladurías y temores entre cualquier tripulación. Yo no me había adentrado a la cubierta de bodega desde que partimos, por lo que no había visto de cerca. Sólo sabía de ellas y de sus extrañas propiedades a través de Lork y sus habladurías. Pero ahora, con un grupo de ellas bamboleándose pesadas sobre las olas, entendía el reparo de los tripulantes a llevarlas encima. Incluso bajo la luz del atardecer se podía apreciar sin la menor de las dudas que las cajas exudaban una bruma blanquecina y densa que flotaba sobre la superficie. Al contemplarlas incluso alguien como yo, adiestrado en la Animación y testigo de cosas que a un humano normal le aterrorizarían, sentía retorcerse su interior con inquietud.

Las diez cajas, una fracción ínfima del misterioso cargamento que portábamos, se alejaban subiendo y bajando las olas. Viéndolas perderse por estribor me preguntaba la razón que había llevado al capitán a lanzarlas. Si de verdad el cargo tenía tanta importancia para el almirantazgo como para obligar a cumplir la estricta disciplina que nos había impuesto, casi una especie de toque de queda en torno a las bodegas, ¿cómo se le ocurría deshacerse de ellas a la primera de cambio? ¿Qué estaba pasando?

Perdido en mis pensamientos casi no me doy cuenta de la otra anormalidad que se había apoderado de la Orgullo: en cubierta no se escuchaba ni una sola voz. Desde que salí del templo y embarqué por primera vez, meses atrás, jamás me había encontrado con una quietud similar. Sólo un barco de muertos estaría gobernado por semejante atmósfera de quietud. El equipo del bauprés seguían contemplando como hechizados las cajas. Me incorporé lo justo sobre la red para poder echar una ojeada por encima del pasamano de la borda. Apenas había una quincena de hombres sobre cubierta: sus manos libres de utensilios me decían que tenían por tarea cerciorarse del buen estado de las drizas de las gavias, así como vigilar las reacciones de éstas últimas ante el creciente viento dispuestos a atajar cualquier incidencia en éstas. Pero en vez de contemplar los cabos y el velamen todos tenían sus rostros vueltos hacia el alcázar, hacia el viejo. El capitán de nuevo se había subido a los obenques. Miralejos en ristre oteaba la distancia, allí donde seguía avanzando el buque desconocido. La nave se había acercado un poco más, pero todavía demasiado lejos como para distinguir detalles. Sólo sus grandes velas de blanco roto destacaban sobre el horizonte, paños ahora teñidos del creciente púrpura del atardecer. El buque se había acercado, lo que permitía diferenciar sus arboladuras: pude distinguir cuatro altos palos emergiendo de un casco bajo y plano. Se trataba de un buque grande, una bella y estilizada obra de arte construida más para velocidad que para la carga.

Un cazador.

Todo cazador debe su existencia y sustento a las presas.

Nosotros.

El cazador llevaba desplegados tres cuartos de superficie de vela. Eso suponía menos área de empuje que la nuestra. Pero nuestro casco, más redondo, de mayor calado y menos hidrodinámico, nos frenaba de tal manera que aunque tuviéramos desplegada más vela avanzaríamos más lentos que ellos. O hacíamos algo o nos alcanzarían antes del amanecer.

En una situación similar se solía soltar peso, empezando por la materia de menos valor para la misión. Pero el capitán se había deshecho de parte de la carga más importante. ¿Qué pretendía? Las cajas iban quedando rezagadas, tizones a los que el sol del ocaso prendía arrancándoles destellos ígneos. Entones me di cuenta del detalle: las cajas flotaban, pesaban menos que el agua. Deshacerse de esa ridícula cantidad de carga apenas afectaría a nuestra velocidad.

El cazador proseguía su rumbo hacia nosotros.

Entrecerré los ojos intentando distinguir más detalles. Como aun nos separaba demasiada distancia apenas tuve seguridad de un detalle concreto: el buque no enarbolaba pabellón alguno. En efecto, se trataba de piratas. Y habían dirigido su proa hacia nosotros.

En cubierta se mantenía la quietud expectante. Al grupo inicial de marinos se habían unido otros tantos, hombres que habían ascendido de las cubiertas inferiores. Al cabo de un rato casi media tripulación estaba sobre cubierta. Las miradas alternaban su atención entre los lejanos bultos y el capitán. Las cajas ya se habían separado casi media milla de nosotros: las distinguíamos del negro horizonte como pequeñas brasas emitiendo chispazos rojizos. Su deriva no las llevaba hacia nuestros perseguidores, sino que se quedaban a medio camino. Entonces adiviné la intención del capitán: pretendía que esas pocas cajas sirvieran de señuelo para el cazador. Esperaba que los corsarios cambiaran el rumbo para recogerlas. Les brindaba unas migajas y apostaba por que se conformaran con ellas. Al fin y al cabo nuestra nave cargaba muchas cajas más; casi con toda seguridad el almirantazgo prefería perder ese ridículo porcentaje a ver a la Orgullo inmersa en un abordaje que sin duda perdería: nuestro buque apenas contaba con una decena de dragones, piezas con un objetivo más que nada disuasorio. No tendríamos la menor oportunidad ante un asalto un poco serio.

Observando la deriva de las cajas calculé que su rumbo se ajustaba más o menos a la bisectriz del ángulo que formaba el curso de la Orgullo con el de nuestros perseguidores. Si intentaban hacerse con los fardos estaban obligados a virar a babor, aumentando su ángulo quizá hasta los noventa grados, lo que les apartaría de cualquier posible ruta de abordaje. Si recogieran esas cajas y nosotros mantuviéramos el rumbo y velocidad para cuando el cazador hubiera izado la última caja ya no dispondría de opción alguna de darnos caza. Y todos felices: ellos con parte de nuestro cargo y nosotros con el camino a casa despejado. Además tendríamos la tormenta a nuestro favor: ya dominaba todo el horizonte, amenazadora. Si acababa abatiéndose sobre nosotros en plena huida tendríamos algunos problemas, pero de igual manera obtendríamos un impulso suplementario que bien podría significar evitar el asalto. Y a ellos les supondría un problema añadido maniobrar para retomar nuestro rumbo.

La tormenta. Los vientos arreciaban por momentos, rugiendo con creciente furia. Desde las alturas llegaba el cada vez más frecuente chasquido de la bandera de Ashrrae que coronaba el palo mayor. A este sonido se le sumaban los gemidos de las drizas y cabos, soportando la tensión de las velas en continuo aumento. Estaba pensando en cómo iba a resistir la arboladura los embates de la tormenta cuando sobre nuestras cabezas restalló un súbito chasquido, seguido luego de potente crujido que debió escucharse en toda la cubierta. Ni siquiera un latido después escuché un grito:

–Allí abajo, ¡masetelerillo del mayor quebrado!

Al aviso del vigía le siguieron varios fuertes golpes sobre las maderas de cubierta, así como un gemido de dolor. Una de las abrazaderas que fijaban la raíz del mastelerillo a su tabla de jarcias y al propio mastelero había reventado, saltando su tornillería como si de balas de dragón se tratase. Los tornillos habían golpeado las gavias cercanas sin llegar a perforarlas, lo que hubiera supuesto un nuevo contratiempo. Ya carentes de impulso cayeron a plomo sobe las maderas. La propia abrazadera, un irreconocible manojo de cables retorcidos, se había precipitado sobre la cubierta cerca de la base del trinquete. Al lado de los restos se quejaba un hombre: se había llevado las manos a la cabeza, de la cual manaba numerosa sangre. Todos alzamos la mirada hacia las copas de los palos: las gavias estaba hinchadas casi al límite. Las ráfagas de viento, que hasta entonces tenían un origen fijo, ahora parecían rolar varios grados, lo que retorcía el paño de manera peligrosa. Los palos gemían por el esfuerzo. Cada vez había más peligro de nuevas roturas.

–¡Señor Gustaff! ¡Señor Gustaff –la voz del capitán tronó por toda la nave–, venga aquí!

Salté por encima de la borda y corrí hacia popa mientras el viejo descendía del alcázar. Nos encontramos en la puerta que llevaba bajo la toldilla.

–Tráigame ya las tres esferas.

–¿Perdón?

–No hay tiempo para juegos, señor Gustaff. Sé que usted conoce la existencia de las tres viejas esferas de voluntad que guardo en el cuarto de derrota –no me atreví a decir nada. En su mirada no dejaba el menor resquicio para la discusión. Su mano derecha rebuscó bajo su camisa. Pendiendo de su cuello por una cadena dorada me mostró una pequeña anilla en la que había un puñado de llaves. Extrajo una de ellas y me la tendió–. Tráiganmelas. Le esperaré en la base de mesana.

Y me propinó un delicado pero firme empujón.

Por primera vez tenía la llave del cuarto de derrota. Tal honor sólo se les concede a los capitanes. Nada más en casos de extrema urgencia se confiaba dicho símbolo de poder a otro miembro de la tripulación. Y yo la tenía entre mis dedos.

Volé hacia el cierto. Apenas un suspiro después salía del mismo y cerraba de nuevo la puerta, ya con las tres esferas en el bolsillo de mi pantalón.

El viejo me aguardaba donde me había dicho. Sin la menor ceremonia me espetó:

–La oración de estabilidad. Pronúnciela conmigo mientras procedo.

Ese rezo, uno de los básicos en el arte de la Animación, se usaba para fijar las materias animadas. No comprendía para qué me pedía el capitán que empezara a recitarlo.

–¡Hágalo, por el condenado padre Tritón! Y procure centrarse al máximo en el punto estable.

Todavía desconcertado empecé a rezar. En mi mente dibujé los símbolos de fijación, la runa de estabilidad, y concentré toda mi voluntad en ellos. Con lentitud noté como mi alma, estimulada por el cántico, conjuraba esa entidad a la que en Animación llamábamos Punto Estable. A partir de él logré que energía empezara a sintonizar con el subalma de las esferas.

–Bien. Siga así, Gustaff –dijo el viejo. Yo había cerrado los ojos para concentrarme mejor, por lo que los martillazos me tomaron por sorpresa. Me volví hacia allí de donde provenían, abriendo los ojos. Pero el rugido del capitán me devolvió a mi tarea:

–¡Céntrese, joder!

Nunca antes le había escuchado al capitán proferir el menor taco o exabrupto. Tampoco le había visto jamás con semejante rostro iracundo y desesperado. Apenas el latido durante el cual había abierto los ojos había descubierto a un capitán irreconocible, un hombre que con demente resolución intentaba clavar, martillo de carpintero en mano, una de las esferas de voluntad en la madera del mástil.

–Estabilice, estabilice el aura de la esfera y propáguela a todo el mástil.

Al oír esas palabras, al comprenderlas, la sorpresa casi me hace quedarme sin aliento. ¿Cómo no se me había ocurrido? Aumentar la resistencia de los mástiles gracias a una pincelada de Voluntad. Y eso lograrlo sin la necesidad de un vol–señor o nadie que la manejara: sólo con una orden de Animación vinculada a las esferas. Ellas por sí mismas ya poseían su propia subalma, su propia chispa de Voluntad. Sólo hacía falta encaminarla de una manera oportuna y listo.

–Hecho. Sígame a los otros dos mástiles.

Apabullado por su muestra de sabiduría, del manejo de la Voluntad y la animación de formas y maneras que ni siquiera había adivinado, le seguí en silencio. Afianzamos el mayor y el trinquete de igual manera que hicimos con palo de mesana. La operación apenas llevó tiempo, por lo que cuando acabamos ni el cazador no había ganado mucho terreno ni las cajas se habían alejado demasiado.

–Practique un par de oraciones de fijación –me dijo antes de dirigirse al resto de la tripulación– ante el menor atisbo de debilidad de las estructuras­. ¡Arríen sobrejuanetes y juanetes en mesana y trinquete! ¡Tensen cabos en gavias mayores! ¡Desplieguen sobrepaños laterales, los de estribor a tres cuartas, los de babor a entera! ¡Y además la mística delantera! Venga, señores. Plantemos cara a esos condenados que vienen por estribor.

La actividad frenética regresó al buque. Decenas de hombres corrían por la borda desenvolviendo las gavias auxiliares, que por primera vez desde que formaba parte de la tripulación de la Orgullo de Ashrae abandonaban sus compartimentos bajo la borda. En el trinquete ya habían iniciado los preparativos para el despliegue de la mística: esta pieza trapezoidal debería capturar todo el viento que se escapaba entre el trinquete y el mayor. Más empuje. Y más tensión para los mástiles. Recé porque el truco del capitán soportara el nuevo aporte de fuerza y no acabáramos oyendo el temido ‘árbol va’. Lork y el resto del equipo de bauprés me esperaban en la base del trinquete. Habían abierto el cofre de la mística y la estaban alisando, toda ella desplegada sobre el suelo de cubierta. Desde una percha del mayor nos tendieron las drizas, que corrimos a pasar por los dos puños superiores de la vela. Realizamos el izado como inmersos en un sueño: los sucesos se estaban amontonando de una manera que se nos escapaba. La llegada del cazador, el lanzamiento de la mercancía, la rotura de la arboladura, su posterior sorprendente reparación y para acabar el desesperado despliegue de las gavias auxiliares. Y todo ello con la intriga de saber si la argucia del capitán había funcionado.

No me extrañó nada que, una vez acabadas las operaciones, el silencio tenso de antes volviera a apoderarse de la nave. Media tripulación permanecía atenta a los fardos mientras la otra mitad observaba la evolución del buque pirata. El cazador no parecía mostrar la menor intención de virar, pero todos esperábamos que su tardanza en reaccionar se debiera a que todavía estaban sopesando cómo actuar.

De repente en la cubierta del buque pirata empezaron a surgir destellos de tono blanco intenso. En un primer momento podrían parecer chispazos de dragón, pero nadie vio el rojo de las llamas ni la habitual columna de humo de la pólvora, sólo un puñado de centellas de intenso fulgor. No me preocupé mucho por ellas: no estábamos dentro del área de alcance de ningún dragón conocido, ni siquiera de los más grandes usados en bombardeos a tierra.

Pero habían disparado. ¿Con qué objetivo? Nadie a bordo lo comprendía. Más aún: si lograban darnos ¿qué botín conseguirían al hundirnos? Con la tormenta casi encima cualquier intento de recuperar restos de un naufragio supondría arriesgarse a seguirnos al fondo del mar.

Esperamos a escuchar los estampidos, retrasados por la gran distancia. El sonido de las velas y las cuerdas se superponía al del creciente viento y la mar encrespándose por momentos, pero no llegó ningún rugido de dragón. Sin embargo al cabo de unos latidos sí que tuvimos que admitir algo nuevo, inesperado y extraño: los fogonazos no se extinguían sino que se estiraban creando una especie de hilos delgados de un blanco vívido. Las hebras se prolongaban en horizontal, como si flotaran sobre las olas, desafiando al viento. Nadie a bordo había contemplado algo similar jamás. Aquello desafiaba la lógica más sencilla: nada podía crecer y crecer de esa manera, desafiando al viento y al mar, sin poseer punto alguno de sustento. Nada normal.
Nada que no estuviera embebido de Voluntad.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Aven

Historiador y Aventurero de día, Mago y Guerrero de noche siempre me ha gustado combinar la afilada hoja de mi espada con una bola de fuego o una tormenta de rayos.
Son... argumentos contundentes.