–Detengan el lanzamiento de carga –nadie esperaba escuchar la voz del capitán, y menos aún dando esa orden. ¿Acaso noté en la voz del viejo cierto aire de cansancio? Pero no había tiempo para apreciaciones. La orden se acató con fatalismo: equivalía a darnos por vencidos. Aunque a estas alturas casi nadie a bordo creía que soltando lastre lográsemos deshacernos del cazador. Nos quedaban pocas opciones, y ninguna halagüeña. ¿Cuál de ellas escogería el viejo?–. Despejen la cubierta preparándola para zafarrancho de combate –todas las dudas se disiparon: nos enfrentaríamos a los piratas, aunque esto supusiera perder la vida. Los viejos y temibles tiempos habían regresado–. Dispongan un par de docenas de teas de aceleración en la borda de estribor. Preparen los braseros de ofuscación, y con doble carga. Coloquen en cada palo un faro de zafarrancho. Pero todavía no los enciendan: háganlo sólo a mi orden. Mientras tanto quiero la cubierta despejada en menos que canta un gallo.
Señor Sortanno –dijo dirigiéndose al maestro de armas. El orondo hombre hasta ese momento estaba apoyado en el pasamanos de la toldilla que presidía la cubierta supervisando la suelta de cargamento. Ostentar ese cargo militar en una nave civil en cierta medida era como una losa: como militar de carrera, a bordo de un buque como la Orgullo, dedicado a labores de cargo y abastecimiento, jamás obtendría el reconocimiento o gloria que podría ganar en otro buque de combate. Pero ahora que se le presentaba la posibilidad de demostrar su valía sus ojos bailaban desorbitados en un rostro sudoroso y pálido–, escoja a dos de sus hombres, los de mejor puntería. Quiero a esos dos hombres armados con ballestas, las del mayor alcance que tengamos en el armero. Se apostarán en sendas troneras del alcázar, a estribor. Y pertrechados con dados de siemprearde.
Señor LoMing, disponga la borda de estribor de la toldilla de tal manera que todos los dragones de babor, menos dos, se puedan acoplar a ella. Los dos restantes deberán colocarse en la barandilla de popa, también hacia estribor. Espero –apostilló Larsenbar en un tono más lúgubre– que no los tengamos que usar.
Señores, me temo que ha llegado la hora de demostrar la valía de los hombres de la Marina de Ashrae.
Nada más: parecía claro que las palabras de ánimo carecían de sentido ante ese cazador. Todos teníamos bastante claro que nos jugábamos el pellejo, y que dependía de nosotros el salir con vida de esto. La única reacción por parte nuestra consistió en una leve estupefacción, seguida de inmediato de carreras. Varios compañeros agarraron las gruesas argollas de las tapas de los braseros: bajo ellas se ocultaban unos profundos huecos cóncavos y forrados de una resistente aleación de acero. Situados a la altura del palo mayor, a medio camino entre éste y la borda, los braseros se usaban para quemar un carbón especial, el llamado carbón de ofuscación. La combustión de ese material no sólo iluminaba o daba calor, sino que (lo más importante) desprendía un humo denso y pegajoso. El humo envolvería la nave de una bruma defensiva, una suerte de caparazón etéreo que se supone nos brindaría cierta protección frente a la magia. Tras descubrir los braseros los hombres partieron al sollado, donde se almacenaban los sacos del carbón.
LoMing subió por la escalera de la toldilla para evaluar los cambios que debería hacer en la estructura. Esa sección de borda no estaba preparada para albergar a los dragones. La tradición dictaba que en un buque no de guerra los dragones se repartieran por la borda de la cubierta principal, nunca en los castillos. La orden del capitán obligaba a cambiar su distribución hacia una más bélica, lo que implicaba a reforzarla: la madera de la borda no estaba preparada para soportar el retroceso de los dragones sin que se descoyuntara y algún hombre acabara herido. Esas adaptaciones requerían un trabajo de carpintería rápido y eficaz, o incluso un leve toque de Voluntad por parte del capitán para asegurar el resultado. De la maestría del enjuto carpintero dependía que esa maniobra tuviera éxito.
Por su parte Sortanno, con dos marineros tras él, bamboleaba su prominente barriga escaleras abajo, hacia el armero. Otro grupo de marineros siguió al maestro de armas, pero con otro destino: el polvorín. La estructura maciza recubierta de planchas de metal, todas ellas ungidas y bendecidas, hacía del polvorín una auténtica caja fuerte, más robusta incluso que el armero. Todas precauciones eran pocas ante la posibilidad de que se produjera una catástrofe en ese cuarto: las sustancias que albergaban no se limitaban a estallar, sino que podían devorar la nave entera. Entre los diversos materiales que se almacenaban allí destacaban las teas de aceleración y los siempreardes en sus diversas formas.
Las teas de aceleración tenían el aspecto de jabalinas delgadas. Tan altas como un hombre, en grosor no superaban al dedo de un hombre grueso. Estaban elaboradas con madera tan liviana que casi no pesaban. Uno de los extremos era romo, mientras que el otro disponía de una punta afilada rodeada de una especie de nudo grueso y duro lleno de explosivo. En la raíz de dicho abultamiento había un pequeño anillo metálico que albergaba un mínimo suspiro de Voluntad: gracias a él la lanza podía escuchar y comprender las palabras de quien la esgrimía, siempre que se dirigiera a ella siguiendo un ritual concreto. Sin pronunciar esas fórmulas las teas se reducían a lanzas largas y frágiles, apenas útiles. Pero en manos de alguien adiestrado, capaz de susurrarles un objetivo, se convertían en dardos ciegos que partían hacia su destino con velocidad siempre creciente. Por esa especie de avidez se habían ganado el sobrenombre de ‘de aceleración’: parecían ansiosas de clavarse en su destino. Casi por norma, al menos en naves como la nuestra, se usaban para espantar a los colosales maarenotes, leviatanes cuyos lomos acorazados sólo se veían afectados por el tipo de explosivo de estas teas. La única utilidad bélica eficaz de las teas consistía en usarlas para intentar incendiar el velamen de un enemigo. Sin duda con ese objetivo las pretendía usar el viejo.
Por otro lado estaban los siempreardes. Se podría decir en los siempreardes estaba la razón de la extrema robustez del polvorín. La sustancia supone un perpetuo peligro, poseyendo su propio armario estanco. Esa alacena poseía, por normativa de la Marina, refuerzos especiales: una caja ignífuga de paredes aseguradas contra el fuego con los óleos más poderosos. Además una banda de Voluntad la rodea, haciéndola resistente a las más potentes explosiones.
Por siemprearde se conoce a una densa sustancia oleosa de muy compleja elaboración, usada en principio para impregnar objetos. Al prender los objetos así recubiertos se genera una llama que emite un calor insoportable. Además esa llama no se puede apagar jamás, con ninguna substancia ni magia conocida. Ni siquiera el uso de la Voluntad domina ese fuego. El objeto arde hasta consumirse por completo: cuando al fin la llama desaparece del objeto no queda nada, ni siquiera cenizas. Una forma especial y más poderosa de siemprearde tiene la forma de diminutos dardos de paredes elaboradas con placas de yesca: se trata de munición en extremo peligrosa que se usa en ciertas armas arrojadizas. Esos dardos al chocar contra su objetivo se prenden solos, iniciando un inapagable incendio que devoraría toda la zona de impacto. Eso iban a manejar los dos ballesteros desde las troneras del alcázar.
Hasta aquel momento yo nunca había visto en acción al siemprearde. Todo cuanto sabía se reducía a mis lecturas: el siemprearde durante siglos ha constituido uno de los mayores orgullos de la Marina de Ashrae, y su elaboración uno de los secretos mejor guardados. Puro Arte de Hombre, carente de magia o Voluntad, sólo ingenio.
Sortanno regresó a cubierta con sus hombres cargando dos enormes ballestas pesadas. Los dos hombres pertenecían a la exigua dotación de dragoneros con la que contaba la Orgullo. A decir verdad en la Orgullo no había dragoneros auténticos: en realidad se trataba de marineros que habían recibido el adiestramiento necesario para manejar los dragones, pero cuyas labores principales (como de hecho sucedía con la inmensa mayoría de la tripulación) estaban en cubierta, entre mástiles, velas y cabos. Pero no podíamos disponer de nada mejor. Otros dos de los dragoneros se dirigieron hacia el baúl donde guardaban los cebadores y los aperos de los dragones; el resto de ellos cargaban con las parihuelas de munición, disponiéndose a repartirla a lo largo de los emplazamientos de los dragones. En la toldilla LoMing marcaba las partes que debía taladrar y asegurar para poder fijar los dragones que el viejo había pedido.
El nostramo señaló al vigía y a un grupo de hombres, todos ellos monos de arboladura: marineros especializados en trabajos en las ahora vacías perchas superiores. En este momento, en el que se habían tendido todas las velas y no había orden de modificarlas, constituían personal desocupado:
–Ayudad a Lo –dijo el nostramo. Me extrañó escuchar su voz: Abdarmar en muy raras ocasiones dictaba órdenes verbales, bastándose en todo momento con su silbato. Sus palabras espolearon a los hombres, que se apresuraron a ponerse a las órdenes de LoMing. En ese preciso momento regresó a cubierta Jorggen , el carpintero de segunda. Cargaba con increíble destreza una voluminosa caja de herramientas y varios postigos largos, sin duda de la madera más dura que había encontrado en la carpintería. Había partido en busca del material sin que nadie le dijera nada, consciente de que su jefe los necesitaría en breve.
Ejemplos similares de actividad frenética se vivían por toda la cubierta. Yo nunca antes me había visto inmerso en un zafarrancho, con lo que todo suponía una absoluta novedad: a primera vista toda esta actividad podría parecer idéntica a cualquier otra maniobra urgente, pero la tensión que se palpaba la hacía única, envuelta en un halo fatalista. En los rostros la emoción se mezclaba a partes iguales con el miedo y la preocupación. La tripulación se movía con un punto de inseguridad, como si temiera cometer algún error que luego todos pagáramos, a saber si con la vida.
Pero con o sin ese toque de miedo las tareas avanzaban. En los braseros prendía una carga extra de carbón. Los bloques relumbraban con un agradable tono rojizo y empezaban a despedir un humo pesado y de olor acre. El humo se arrastraba por cubierta como si se tratara de lava, adhiriéndose a todas las superficies. Las volutas parecían lamer las maderas con ansia, poseídas de tal avidez que contra toda lógica trepaban por los cabos y la arboladura hacia las velas. Todo aquello estaba previsto y deseado, por supuesto, pero no por ello se me hacía menos sorprendente. En poco tiempo la nave entera estaría envuelta por ese brumoso sudario, lo que nos brindaría un aura defensiva frente a la magia. Todos esperábamos que resultara útil ante los piratas.
En medio de las carreras y el trasiego Larsenabr seguía dictando órdenes. El nerviosismo afilaba la voz del capitán, y las explicaciones con las que de vez en cuando apuntillaba sus comandas no hacían otra cosa que evidenciar su tensión. Tras los meses que llevaba a bordo de la Orgullo hubiera jurado que por sus venas corría hielo. Sin embargo ahora el hombre gritaba con una voz irreconocible, aguda y vibrante como la de una moza histérica. Se supone que un capitán debe mantener la calma en todo momento para dar ejemplo a sus hombres, pero quien diga eso debería colocarse en un situación como la nuestra, enfrentándose a un terror que parecía sacado de libros de historia olvidados. Puedo comprender el estado de nervios del viejo: más aún cuando él, y sólo él, tenía acceso al miralejos y a ver gracias a él los detalles de la cubierta del cazador. El hombre parecía obsesionado en ello, dedicando cada dos por tres miradas al buque pirata a través del tubo, tras las cuales se desgañitaba con mayor fuerza. No tenía la menor duda de que algo en él se había quebrado. ¿Qué veía o había visto en la cubierta de ese buque que le aterraba de esa manera? Ninguno lo sabíamos, y estoy seguro de que muchos de nosotros no deseábamos conocerlo.
Juan F. Valdivia
Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.
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