–¡Los remos –bramó Larsenbar, su grito desafiando en potencia a un trueno–, preparen los remos! Abdarmar, quiero ver los remos dispuestos en menos de lo que tarda en caer la mierda de un zarcajo desde la cofa del palo mayor a la cubierta. ¡Gustaff! ¡Compruebe los mascarones!
Allí estaba, la orden que temía. Llegaba mi momento; el mío y el de mis chicos. Recé porque resistieran.
Salté por la borda de proa dejándome caer sobre la red de chinchorro. Tumbado en ella procedía a cerciorarme por enésima vez de que nada obstaculizaba sus nichos. Saqué mi cuchillo y con la punta de la hoja recorrí la parte superior del canal que alojaba a los mascarones.
Estaba haciendo esto cuando el barco se adentró en un valle entre olas. El extremo del botalón picó el muro de agua provocando un súbito chapoteo. Unas pocas salpicaduras saltaron hacia mí. Sentí cómo un par de gotas caían en el dorso de mi mano derecha: una ligera quemazón sacudió mi mano, haciéndome casi soltar el cuchillo. Sin perder un instante me llevé la mano a la camisa y me la sequé. El dolor disminuyó, sin llegar a desaparecer, pero al menos la piel había quedado seca. Aun así ya se estaba irritando debido a la quemadura. Si no me hubiera secado tan rápido… La muerte por ahogamiento en el Mar de Ashrae no se puede comparar a ninguna otra. En ningún otro mar.
Pero debía hacer mi trabajo. El filo de mi navaja recorrió las juntas buscando irregularidades o taponamientos. Por fortuna no aprecié nada preocupante. Ninguna incrustación debía bloquear la liberación: se había dado el caso de mascarones desgarrados por culpa de líquenes, plagas que habían llegado a fusionar la madera de la efigie con la del casco. Mi última revisión no había revelado nada similar, pero nunca estaba de menos una última mirada.
Mientras tanto un grupo de hombres obedecía al viejo y preparaba los remos y los tronos. El contramaestre, ayudado por otros cinco hombres, estaba desatrancando los postigos de los tronos de los mascarones. Movieron los pesados maderos hasta revelar tres grandes huecos entre el palo mayor y el de mesana: los orificios servían como asientos a los colosos. Una vez descubiertos, el nostramo y sus hombres procedieron a deslizar los postigos por unas acanaladuras dispuestas a ese efecto en la parte posterior de cada uno de los huecos: los enormes maderos quedaron colocados a modo de respaldo.
La parte sencilla de su trabajo había acabado. Ahora empezaba lo duro, el primer paso consistía en instalar los seis escálamos. Estos estaban guardados en su armario en la base del palo mayor. Cada uno de los escálamos casi igualaba en altura a un hombre. Elaborados en madera y metal, un proceso de fusión y recombinación les daba su especial resistencia. A causa de su gran peso cada escálamo necesitaba del esfuerzo de dos hombres para su manipulación. Tras arrastrarlo desde su lugar en el armario, atornillaban cada escálamo a su respectiva base, elaborada en el mismo material que el propio escálamo, ni madera ni metal, mucho más resistente que ambos. El proceso suponía un enorme ejercicio de músculo: el atornillado apenas difería de manipular un
pesado cabestrante, con los hombres sudorosos empujando las barras hasta que la rosca llegaba a su tope.
Al tiempo que se preparaban los escálamos otros marinos procedían a liberar los remos de sus ataduras en los laterales de la borda. Un tercer grupo procedía a desmontar las bordas de babor y estribor más cercabas a los tronos, el espacio por el que los remos se moverían. Los remos, del mismo material que los escálamos y con una longitud tal que casi recorrían la cubierta de proa a popa, rivalizaban en peso con uno de los masteleros mayores. Se necesitaban ocho hombres robustos para levantar cada uno de ellos, esfuerzo similar al de desplegar el paño de una gavia mayor usando una única driza.
Como tutor de mascarones supervisé cada operación, que sólo concluyeron cuando di el visto bueno. Los remos ya estaban colocados en su sitio, con las palas hundidas en el agua en posición de descanso, dispuestos a impulsarnos allá donde el viento no podía.
Volví mi atención a estribor: el cazador había continuado su curso, lento e imparable.
–Señor Gustaff, ha llegado la hora que tanto esperaba –gritó Larsenbar. Tras él vi a un par de dragoneros disponiendo en sus argollas guía las antorchas de aceleración. De sus cuellos colgaban, por primera vez visibles, los medallones de su templo.
En todo esto el aguacero había decaído, dándonos un pequeño respiro. En el aire se podía apreciar el aroma acre que dejaban los rayos al desgarrar el cielo. Los vientos de la tormenta parecían haber aflojado, si bien el incesante espectáculo de destellos sobre nuestras cabezas no dejaba la menor duda: la tregua no duraría mucho.
El capitán venía hacia mí. Su sobretodo tremolaba al viento, y al resplandor de los braseros parecía una especie de extraña y oscura llama. Al llegar a mi sitio pude apreciar sus rasgos tensos: su rostro parecía una máscara de cuero, reseca y curtida. Muerta. Sólo sus ojos húmedos apuntaban un rastro de vida en esos rasgos hieráticos. El viejo lobo de mar pugnaba por mantener la calma externa mientras que en su interior parecía necesitado de aullar de desesperación.
–Ha llegado el momento, hijo –musitó con un tono en el que la camaradería apenas disimulaba la tensión–. Lamento que sea en estas condiciones tan extremas y peligrosas, para nosotros y en especial para ti.
Habíamos hablado varias veces del mal estado de los mascarones. Incluso un mañana de nubes altas y vientos apacibles se me había unido en el ritual de escuchar las subalmas: ambos nos dimos cuenta de que necesitaban reparaciones de seriedad. Reparaciones que requerían por fuerza las manos expertas de sacerdotes de un templo del mar. Reparaciones que debían esperar a arribar a puerto. Luego apareció el cazador y se desencadenó toda esta locura. No cabía otra opción: o usábamos los mascarones para intentar escapar del cazador o hallaríamos nuestro destino en la bodega de aquella nave. O en otro lugar peor.
Contemplé a aquel hombre que tanto había llegado a admirar, un ídolo que de repente se había convertido en humano, quizá demasiado humano. El miralejos sobresalía de uno de los bolsillos de su sobretodo. Durante un instante me tentó la idea de cogerlo, enfocar al barco pirata y descubrir ese horror que había convertido en barro los pies de mi capitán. Por fortuna la idea huyó con la misma ligereza con la que llegara. Ya llegaría el momento de poseer mi propio miralejos. Pero ahora mi puesto no estaba en la toldilla sino en el bauprés, con mis chicos como responsabilidad y a las órdenes de aquel –ahora lo veía mejor que nunca– anciano.
–Sí, señor –respondí en voz alta. Quería mostrarme firme y seguro. Pese al peligro que ello suponía ardía en deseos de activar a los chicos, emular a los tutores de los viejos tiempos. Si fallaban, si se detenían…
–Dispóngase a activar los mascarones, señor Gustaff –dijo el viejo. En su aliento vibraba algo, no supe decir si determinación o pavor.
Sí, había llegado el momento. Al fin se cumpliría mi sueño infantil: reviviría y gobernaría a unos mascarones.
¡Pero en qué condiciones!
Juan F. Valdivia
Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.
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