El ataque se llevaba a cabo de madrugada, al amparo de la oscuridad de una noche sin luna. Aun así el guerrero sentía cerca, de algún modo que no podía explicar, a todos sus camaradas, rodeándolo, protegiéndolo. Guiándolo. El objetivo, a pesar de las tinieblas en las que debía moverse, se mostraba con claridad en su interior. Sabía hasta dónde debía llegar para cumplir su misión. Una vez allí podría acabar con el implacable enemigo.
No se oía ni una sola voz, y tampoco era necesario. El silencio lo era todo en aquella mortífera batalla, en la que ninguno de los contendientes se planteaba siquiera hacer prisioneros. El éxito final dependía, en buena medida, de él. No se acordaba de sí mismo, de sus deseos, necesidades o pasiones. Nada de su vida anterior contaba. Todas esas cosas, que en algún momento fueron importantes, habían quedado relegadas al olvido. Este lo protegía lo necesario para permitirle cumplir con lo que se esperaba de él.
Ecos de la batalla llegaban a sus oídos, pero sus ojos seguían sin prestarle ayuda. Como si un poderoso y maligno hechizo se hubiera abatido sobre el campo de batalla. Los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos de guerra se mezclaban entre sí y, a su vez, con el entrechocar metálico de las armas. Por momentos se hacía imposible distinguir entre amigos y enemigos. Avanzar y luchar, sólo eso importaba. De ese modo respondía al sueño que lo había guiado desde un principio. Ser un héroe. Nada más cruzaba por su mente.
El tiempo se acababa. No podía explicarlo, pero intuía que así era. Sabía que si no culminaba pronto su misión, todo se perdería. Por fortuna sus camaradas aprovecharon una debilidad en las líneas enemigas y, pese a sufrir cuantiosas bajas, habían conseguido abrir un hueco en sus defensas que, ahora sí, resplandecían con un odioso y níveo resplandor. Y él, atrapado en su propia naturaleza guerrera y mágica, estaba llamado a cruzar aquella invisible línea. Hacía tiempo que se había resignado a ese destino, marcado a fuego en lo más profundo de su ser.
Estaba solo y muy cerca de su meta, por lo que se detuvo un momento para ofrecer un último y mudo homenaje al sacrificio de los camaradas abatidos, que no habían dudado en ofrecer sus vidas para que él pudiera llegar hasta allí. Aquella evocación le insufló el ánimo necesario para afrontar lo más difícil. Apenas quedaba tiempo, pero empleó un instante en concentrarse en el sencillo y mortal conjuro que, con toda seguridad, derrotaría al enemigo. Un fugaz sentimiento de autocompasión cruzó por su cabeza al ser consciente de que debía entregar su propia esencia vital a cambio de lanzar tan poderoso hechizo, pero apretó los dientes y avanzó el paso que lo separaba del destino con el que tanto había soñado. Tomó aire y, con voz potente, pronunció el encantamiento:
—¡Reina! —El guerrero sintió cómo su cuerpo y su propia alma se diluían, víctimas de una transformación que él mismo había desencadenado, pero sonrió al saber que su sacrificio no sería en vano.
Javier Prada
Javier Prada López, 44 años, Madrid.
Filósofo que sabe menos que nada.
Pese a la cuarentena , novel aún en esto de escribir.
Puedes encontrarle en www.helkion.blogspot.com.
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Muchas gracias a ti, Villaloka, por permitirme contarte y entretenerte con esta pequeña historia que, en el fondo, no es sino un sencillo homenaje a dos actividades por las que siento gran admiración (cuanto más porque no se me da bien ninguna de ellas): el ajedrez, al cual me enseñó a jugar cuando era pequeño uno de mis hermanos, y la música, en este caso al maravilloso tema «Héroe de leyenda», de los no menos geniales «Héroes del silencio».
Un saludo.
Como siempre sorprendente y enganchado hasta el final.
«Reina» ya no es sólo una palabra en mi vocabulario.
Gracias por estos minutos de evasión de la realidad.