Vio las alas luminosas bajar en silencio. Los pies níveos se posaron sin levantar el polvo. Todo en ella era diferente a como la recordaba, excepto los ojos. Siempre reconocería sus ojos, por muchas veces que cambiaran de color.
Se acercó con una lentitud lacerante para ambos, pero decidida. Él dio un paso, y se obligó a detenerse. La esperó hipnotizado por aquellos ojos de cielo líquido. Sintió la mano alba posarse en su mejilla oscura, otrora nácar como la de ella. No pudo evitar estremecerse, ni que sus brazos se elevaran por sí solos, ni que sus dedos buscaran el cuerpo de ella. Cuando fue consciente de lo que hacían los bajó con enorme esfuerzo.
—¿Cómo es que estás aquí?
—Tras tanto tiempo, ¿importa?
—¿Qué has sacrificado esta vez, alma mía? No quiero participar en… Su tortura.
Ella le agarró la muñeca y se la llevó a su mejilla. Las manos de ambos se humedecieron de lágrimas.
—No merecemos esto. Nadie, ni siquiera nuestros hijos soportaron tanto.
—Lo sé, mi luz. Pero ni todo el tiempo del mundo podría borrar nuestro amor.
Él apartó la mano y le dio la espalda.
—Ni tampoco mi odio. —Giró a medias—. ¿Cómo puedes no odiarlo, tú?
—¿Y dejar a nuestros hijos indefensos? ¿Cómo puedes no quererlos tú?
Él agachó la cabeza y suspiró. Sintió cómo ella se abrazaba a su espalda. Las alas negras se apartaron y la envolvieron. Notó la piel cálida, las suaves manos sobre su torso, y las agarró entrelazando los dedos.
—Claro que los quiero. Oigo a cada segundo sus lamentos. Todos y cada uno de sus lamentos. Como tú. Él dice que es por nuestra culpa, pero todo empezó con la guerra. Su guerra. ¿Recuerdas?
Ella no respondió.
—Tienes que recordarlo, alma mía. Tienes que entender por qué yo no puedo pedir su perdón.
Ella se apartó.
—¿Aunque esté otro siglo sin verte? ¿Aunque mantenga en la oscuridad a nuestros hijos?
Él tragó saliva. Ella se sentó abrazándose las rodillas. Las alas se cruzaron ocultando su rostro. Él se acercó indeciso. Se agachó a su lado, y con voz suave le fue hablando.
—Desde que comenzó la guerra sabíamos que era imposible. Todos lo decían. Él lo prohibía. Yo jamás lo imaginé. Y sin embargo sucedió. Nosotros lo hicimos posible ¿recuerdas?
Ella no respondió.
—Sé que duele, pero tienes que recordar el día que nos conocimos. Acababa de hundir en tu compañero mi espada llameante. Estaba a punto de matarte… ¡A ti, alma mía…! Hasta que me di cuenta de que no ibas a atacarme. Me diste la espalda. Te arrojaste sobre tu amigo sin importarte tu vida. Tan sólo deseabas compartir los últimos momentos de la suya. Beber su tiempo y atrapar su mirada, como si con eso pudieras salvarle. ¿Te acuerdas?
A ella se le escapó un suspiro herido, pero mantuvo el silencio.
—Observé cómo se sacudía tu cuerpo. Oí el dolor escapar desde tus labios. Me lanzaste esa mirada amarilla. Vi tu alma sangrar por tus ojos… Y sangró la mía, porque por un instante os entendí. Ya no erais alas negras y colmillos. Las garras, los cuernos, sólo una cáscara para un corazón parecido. Criaturas sin dios, ni hogar. Apátridas en un universo que no creasteis. Combatidos y exterminados por nosotros, la luz que barría las tinieblas. ¿Recuerdas?
Ella alzó la cabeza un instante. Sus ojos habían cambiado al oro viejo. Asintió perdiendo la mirada en el suelo.
—Recuerdo haber caído de rodillas. No podía apartar los ojos de ti, ni de tu dolor. Me sentí engañado, asesino, sucio. Recuerdo que solté mi espada, vi su llama flaquear y luego oscuridad. Ahí comenzó mi oscuridad. Al apartarme de Su luz, de Su verdad, empecé a parecerme más a vosotros, la raza de las sombras, los hijos de las tinieblas… Pero eso ya no importa.
Por un momento ella miró sus alas radiantes, y sus ojos cambiaron al marrón. Los cerró con fuerza y una mueca de disgusto. Cuando volvió a abrirlos regresó el oro viejo a sus pupilas y la tristeza a su rostro.
—Tenía tu mirada clavada en mi alma, tu aroma, tu dolor. Y los seguí. Quería limpiar mi culpa. Sufrir lo que tú habías sufrido, y luego morir como yo había matado. Al principio no lo entendiste. Tuve que atraparte. Te obligué a coger mi espada. ¿Recuerdas? Me arrodillé ante ti y esperé tu venganza. Esperé una eternidad. Vi el reflejo del acero desde mi cuello, pero no dejé de mirarte. Tus garras me pincharon, como si quisieran hundirse. Entonces tus ojos cambiaron de color. Las uñas desaparecieron y…, y me tocaste. Un tacto suave y cálido que jamás había sentido. Cogí tu mano por instinto, por curiosidad, o quizás… No lo sé. Gritaste, me apartaste de ti, ¿recuerdas? Y luego huiste.
Las alas blancas se recogieron a su espalda, y él se acercó un poco más.
—Pero ya era tarde. Yo había visto tu alma, y tú la mía. Era cuestión de tiempo. Tiempo para lavar mi culpa, tu dolor, nuestros miedos… Tiempo lleno de excusas para encontrarnos, para conocernos. —Bajó la voz, adquirió un tono más pícaro—. Tiempo para entender qué significaba ese azul de gotas de agua que cada vez aparecía más en tus ojos, —ella sonrió ruborizada—, o por qué yo necesitaba tanto tocarte, sentir tu piel. Tiempo para hallar el rincón más apartado del universo, una bola de barro y su estrella. Tiempo para unirnos.
Acarició con ternura su rostro de nácar. Por primera vez mostró una sonrisa, y el brillo de su mirada se fundió con el de ella, ahora, de nuevo, cielo líquido. La besó en los labios y deseó quedarse así para siempre. Al apartarse observó sus manos entrelazadas: nácar y obsidiana, pero justo al revés de cómo antes habían sido. Una mueca de enfado cruzó fugaz por su rostro, y continuó:
—Nos unimos Lilith. Y de nuestra unión prohibida nació una nueva raza, la raza del Hombre. Nuestros hijos Lilith. No Suyos. ¡Nuestros! Y eso Él no pudo soportarlo Lilith. Le arrebatamos la creación de la mejor criatura. Una criatura que escapaba a su control. Una criatura con mi luz y tu libertad Lilith. Hecha de barro y estrellas, e independiente de Su Palabra. Libre del Altísimo, Lilith. ¿Lo entiendes?
»Por eso nos castigó. Nos separó. A mí me condenó a las sombras, a nuestros hijos con el dolor y la ignorancia, y a ti…
—¡Sh! ¡Calla! ¿No oyes sus llantos? ¿Sus oraciones? ¿No te duelen sus lágrimas? Una madre tiene que hacer lo que tiene que hacer, Lucifer. No puedo luchar contra Él. Tan sólo suplicarle, obedecerle, aceptar su castigo. Dejaré de ser demonio para convertirme en esfinge, arcángel, Eva o María; renunciaré a mi forma, viviré donde me pida con tal de aliviar el dolor de uno sólo de mis hijos.
—Pero no es justo, alma mía. No es justo. No puedo dejar de rebelarme, ¿lo entiendes? No tengo otra arma. No tengo nada, Lilith. Nada… nada…
Cayó de rodillas con sus manos abiertas y vacías. Su negra piel se agrietó dejando escapar lágrimas de sangre que anegaron sus mejillas. Ella lo rodeó con brazos, alas y piernas, y lo cubrió de besos.
—Sí que tienes algo, mi luz. Tenemos algo…
Y sus ojos brillaron con el azul de mil océanos.
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