La espesura de la selva apenas nos dejaba ver el camino. Seguíamos el rastro de una antigua leyenda hasta el templo perdido de Protelos, dios de la guerra. Mi montura, un grifo de las cumbres nevadas del Nak-Kharus, no estaba preparada para recorrer grandes distancias a pie, pero tenía miedo de lo que nos podríamos haber encontrado de haber intentado esa travesía por el aire. Le había puesto dos bolas de acero en las garras de las patas delanteras, para que al menos le amortiguara al caminar. Lifrlof, mantenía las garras cerradas, aferrando fuertemente las dos esferas de metal, e intentando no rozar sus fuertes alas contra las plantas que estrechaban el camino. La cola se agitaba bajo el incesante movimiento de los insectos propios de la jungla. Se encontraba nervioso.
Descendimos levemente hacia un valle y una formación rocosa nos dio la bienvenida. Lifrlof, me acarició el hombro con el pico. Yo aún no lo distinguía, pero la aguda vista de mi compañero lo había captado en el mismo instante en que la vegetación de la selva nos dejó ver más allá de un palmo de terreno. Le acaricié el robusto pico y me acerqué hasta el saliente más próximo. Saqué el viejo manuscrito de mi bolsillo y lo desenrollé. Después de tantos días de camino la ruta era exacta; allí estaba aquella majestuosa construcción, escondida por la frondosidad de la jungla y la nubosidad valle.
— ¡Aquí está!, tal y como lo describía el manuscrito. —Lifrlof respondió agitando la cabeza hacia los lados y bufando levemente.
Examiné el templo desde las alturas, pero no conseguí distinguir nada desde aquella distancia. Llamé al grifo. Lifrlof estaba hurgándose con el pico debajo del ala derecha, que tenía levantada, haciendo caso omiso a lo que ocurría. Allí estábamos tranquilos, de lo contrario ya lo hubiese presentido. Silbé y se acercó levemente y en silencio.
— Comprueba a ver qué ves, viejo amigo —le dije, mientras le quitaba las dos bolas de acero de sus garras.
Lifrlof se asomó al saliente, agarrándose con firmeza a la roca. Le conocía bien, no había nada que le llamara la atención.
— Creo que es el momento de que volvamos a tu elemento. —De un salto me subí a su grupa, lo que para el grifo era una orden no hablada.
Desplegó las alas e hizo un picado, soltándose de la piedra. La primera impresión fue de vacío, una sensación de estar en caída libre, pero sólo en el instante en el que nos soltamos. Después miré hacia atrás y vi cómo nos alejábamos rápidamente de aquella diminuta cordillera pétrea. Mi corazón se calmó mientras mi cuerpo se acostumbraba al viaje y se tranquilizaba. No era la primera vez que mi montura realizaba esa maniobra, pero nunca había conseguido acostumbrarme.
Nos arrimamos a la copa de los árboles y abriendo sus alas en toda su envergadura, planeamos suavemente hasta uno de los laterales del templo. Las garras se incrustaron en una de las paredes laterales, cerca de un ventanal. Me agarré con fuerza a Lifrlof, ya que nos habíamos quedado adheridos verticalmente al muro y esa posición podía hacerme perder el equilibro. Alcancé la abertura y entré en el templo. Desenvainé mi espada, una falcata de hoja ancha, y esperé unos segundos para ver u oír lo que había en el interior del santuario.
Había entrado en la zona donde los monjes realizaban las ofrendas, estaba inundada por innumerables cirios y velas que aromatizaban y cargaban el ambiente. Un altar mostraba la figura tallada del dios Protelos, sentado sobre un trono. Su escudo descansaba a sus pies, junto a las almas de los muertos en guerras pasadas, que según se decía, aquel broquel absorbía. Todo estaba en calma, pero no me fiaba; la mitología de mi pueblo narraba extrañas historias sobre lo que ocurría en ese lugar. Silbé dos veces. Lifrlof entró. Si las cosas se complicaban, el grifo sería un gran aliado.
Los monjes habían abandonado la estancia después de la oración y ese era el momento propicio para cumplir la misión que me había sido encomendada. Me acerqué a Lifrlof y de una de sus alforjas extraje un objeto envuelto en un paño. Mientras el grifo se mantenía en guardia, lo desenrollé. La gema era opaca, en cambio, un corazón de brillo rojizo latía fuertemente en su interior.
Al fondo, un pequeño tabernáculo albergaba otras cuatro piedras de idéntica talla y calidad a la que sujetaban mis manos. Todas blancas, totalmente mates, pero palpitando a ritmos diferentes, componiendo una melodía de luces que hicieron estremecerse la figura del dios de la guerra. Lifrlof se inquietó. Me acerqué hasta el retablo donde descansaban las cuatro piedras y, cuidadosamente, deposité en su interior la roca que había traído a través de la selva. Doblé el paño y me lo guardé. Parecía que todo había salido según lo planeado.
Cuando me di la vuelta, dispuesto a marcharme del templo, el grifo dio un paso atrás. El conjunto de las cinco piedras blancas comenzó a irradiar una tenue luz que aumentaba en intensidad cada vez más. La estatua de Protelos quedó iluminada con la luz proyectada desde el altar. Un aura resplandeció alrededor de la figura del dios de la guerra. Yo mismo tuve que dar un paso atrás al igual que Lifrlof. En ese momento, aquella efigie que representaba la deidad, cobró vida. Sus ojos se movieron y una voz de ultratumba retumbó en el templo.
— Después de mucho tiempo las piedras vuelven a estar juntas —se oyó—. ¿Por qué la has devuelto extranjero?, nada vas a ganar con ello, salvo quizás calmar mi ira…
No supe qué contestar, notaba una intensa sensación de pánico. Lifrlof se escondía detrás de mí, pese a que su envergadura era mucho mayor. Varios monjes habían entrado en el santuario y al ver cómo el dios al que adoraban a diario emanaba vida, automáticamente se arrodillaron y postraron sus rostros contra el suelo como un signo de veneración.
— … Pero de eso no tienes ninguna culpa. —sentenció—. Dime, guerrero. ¿Qué te ha impulsado a venir a este recóndito lugar para entregarme la piedra?
— Los más sabios de mi pueblo me encomendaron la labor de venir hasta aquí y devolver lo que una vez fue robado. —le respondí balbuceante, presa aún del miedo—. Los jefes de mi tribu están desesperados, los sacerdotes se encomiendan a los dioses e incluso las familias realizan sacrificios con ofrendas de toda clase esperando una respuesta…
— ¿Una respuesta?
— A una vieja profecía —Esa vez reuní cierto valor, me adelanté y me postré delante de la figura del dios de la guerra—. Lamento mucho el desaire causado por mi pueblo y tengo la esperanza de que con este gesto se pueda calmar tu ira y el maleficio sea apaciguado.
— ¿Cómo te llamas guerrero? —preguntó.
— Sunnos, me… me llamo… Sunnos.
— Hace falta mucho valor para adentrarse en este lugar santo, a escondidas como un vulgar ladrón, y esperar que no haya pasado nada.
— ¡No tenía intención de irme!
— Guerrero, no me mientas —el tono mostraba cierto enfado—. Puedo leer en el corazón de los hombres y saber si realmente me mienten.
— Quizás hubiese sido más honorable por tu parte haberle entregado la piedra a uno de los monjes.
— ¡No sabía lo que nos podíamos encontrar…! —dije señalando al grifo.
Las luces dejaron de alumbrar y las piedras de latir. Se produjo un silencio, como si aquella conversación no hubiese ocurrido jamás y hubiese sido fruto de mi imaginación. Me encontraba confuso, sin saber qué era lo que había pasado. Los monjes aún continuaban con sus rezos, lo que indicaba que todavía no había terminado todo. Una imagen fantasmagórica emergió en el centro de la sala, una imagen etérea que podía ver pero no tocar, una imagen que se difuminaba como una nube de humo si intentaba agarrarla. La observé mejor después de la sorpresa inicial. Narraba la historia de un hombre, un ladrón que se adentraba de noche en el mismo templo en el que me encontraba y robaba una de las cinco piedras depositadas sobre el altar del santuario. Se veía como huía a través de la densa selva y llegaba hasta el mismo lugar donde había nacido Sunnos: Gallarea. En seguida comprendí el propósito de aquella estampa.
— ¡Lamento ver esto!, y me avergüenzo —dije mientras apartaba la vista—. Cuando él llegó y nos mostró la piedra, lo celebramos como un augurio de buena suerte. Deseábamos tener esta reliquia. —Mi voz retumbaba en la estancia. Parecía que nadie escuchaba—. No hicimos caso de la profecía y pagamos un precio por ello —mi corazón se mostraba sombrío, entristecido.
Recordé cómo al poco tiempo nuestras cosechas se volvieron mustias, el grano no servía para nada y todo lo que obteníamos del campo no lo querían ni los animales, quienes terminaron muriendo poco a poco de inanición o enfermedad. Hambruna y muerte, eso es lo que nos trajo aquella piedra. Al principio, recorríamos grandes distancias para traer agua y al final, muchos terminaron abandonando aquella tierra baldía. No hicimos caso de las advertencias de la profecía:
«Protelos otorga prosperidad a través de sus piedras.
Larga vida con cada uno de sus latidos.
Y maldición para quien las separe y extinga su luz»
Una nueva escena apareció delante. La misma persona que había robado la piedra, se encontraba vertiendo el contenido de un ánfora sobre el río que abastecía Gallarea y sus campos, sin tan siquiera saber qué era lo que le había impulsado a hacer algo tan mezquino.
— Nadie ha castigado a tu pueblo, pero aun así agradezco que hayas devuelto la piedra al lugar al que pertenece —la voz surgió de nuevo—. Las profecías son avisos o premoniciones, y como todo, hay que saber interpretarlas…
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Muchas gracias sonia. Es la primera vez que escribo en primera persona. Intento cambiar y mejorar poco a poco…
Me ha gustado mucho lo que describes y cómo lo haces. En primera persona todo es más cercano, es como leer el diario de alguien.