“Jamás te fíes de nadie, jamás te fíes de nadie…”, una y mil veces resonaban en su mente las ya distantes palabras de su madre, que creía olvidadas hacía tiempo.
Corría sin cesar, sin rumbo fijo, sin cuidado, sin tan siquiera mirar en derredor. Los ruidos de la noche se manifestaban y multiplicaban por doquier en torno a ella: crujir de ramas, animalillos que dejaban sus escondrijos para emprender su vida nocturna, el ulular de un búho… El aire que se colaba entre las ramas y al compás del agitar de estas, con el rozar de sus hojas, componían una singular tonada de muerte.
Cuando sus piernas no aguantaron más y sus pulmones estallaban del esfuerzo, se dejó caer vencida sobre el suelo encharcado y embarrado por las cercanas lluvias que habían anegado el lugar.
Inconscientemente rebuscó entre las pieles intentando hallar aquello que siempre pendió de su cuello y que ya nunca volvería. Clamó al cielo en un grito silencioso y ahogado que culminó con una especie de sollozo sordo y contenido, quedando descubierto, pese al esfuerzo, por el movimiento convulso de su pecho y hombros. Era el aullido de un animal herido.
Respiró profundo y se tragó con dignidad las lágrimas que aún pugnaban por escapar. El salado caudal había dibujado marcas en su hermoso rostro que una tímida luna, que de vez en cuando se asomaba a curiosear, iluminó veladamente. Intentó sin mucho éxito acompasar el ritmo de la respiración, del todo descontrolada. –¿Por qué?– fue tal el grito de desesperación y dolor, traición y humillación, que el bosque entero calló, ni una brizna de hierba agitada por una corriente distraída se hubiera atrevido a quebrarlo.
Largo tiempo se mantuvo en aquella postura de súplica, alzando al cielo unas manos sucias y vacías, esperando qué: ¿El perdón de sus antepasados? Sacudió la cabeza: había perdido lo más valioso para su gente, lo que siempre debió proteger, por encima de su propia vida y… lo había extraviado. ¡No! Lo había entregado sin tan siquiera oponer resistencia. Se lo había ofrecido a un hombre, a cambio de qué: ¿amor? Escupió con repugnancia. ¿Promesas? Las promesas no valían de nada y ahora lo comprendía, pero era demasiado tarde. La gema de su clan ya no existía… ¿cómo invocarían a los espíritus de las cosechas, o a la lluvia o al sol?
El asco que se había adueñado de la boca de su estómago apenas la dejaba respirar. Su colgante, su esfera, estaba en manos de la matriarca de los Askudy. Ella ni siquiera podía recurrir a su pueblo, era una proscrita, una exiliada. Se llevó la mano al cinto y extrajo cuidadosamente de su funda de piel, la daga que su padre forjase para ella cuando niña. El nublado brillo de la luna dejó escapar un destello de la pulida hoja que dirigió a su desbocado corazón. Y lloró, con pena, con amargura, porque había amado, había confiado y ahora estaba muerta, por dentro y por fuera. Las lágrimas que emanaban de sus ojos se mezclaban con el fango donde aún hundía sus manos y al enjugarse el rostro, dejaron tras de sí, una curiosa máscara de guerra. Se alzó con decisión y caminó entre la espesura. Las ramas arañaban su piel surcándola de hilos de sangre. Al mirar su reflejo en el lago, ella misma reconoció a la muerte.
El poblado Askudy apareció ante ella. Dormía. Dos vigilantes que perezosamente se apoyaban en la muralla de troncos mientras bromeaban, no la vieron venir, y sus gargantas fueron seccionadas sin apenas dejar escapar un silbido. Tenía claro el destino, la choza del jefe. Con paso sigiloso, casi felino, se encaminó hacia allí y sirviéndose del mismo arma apartó las pieles para poder contemplar el interior, apenas iluminado por una tea. Allí estaba Jurgo, descansando plácidamente en el cómodo lecho, sin atisbo de dolor o remordimiento en el rostro. Ella apretó fuertemente los dientes. Se aproximó con cuidado hasta que la punta del arma rozaba su garganta. Al contacto inmediato, despertó y buscó por inercia el arma que siempre descansaba junto a él pero que ella se había encargado de alejar. El hombre, desnudo y sorprendido trató de explicarse, pero un chasquido de la lengua de la joven lo hizo callar. Con la hoja dibujó una línea sanguinolenta hasta el corazón y allí dejó fija la punta.
–Creí en ti y te amé– él intentó defenderse, pero un gesto negativo y contundente de ella se lo impidió. –Me has convertido en una repudiada para mi gente y ¿por qué? Por una joya de invocación de los elementos que solo yo puedo usar…
–Mi madre…
–¡Cállate! No me interesa nada de lo que tengas que decir ya– y haciendo un esfuerzo sobrehumano hundió el arma en el corazón del joven. Cuando desprendió las manos de la empuñadura, se retiró tambaleante y aturdida de dolor. Al rozar el pecho que le ardía, retiró los dedos teñidos de la propia sangre, y comprendió que también ella estaba herida de muerte.
El muchacho consiguió alargar los dedos cuanto pudo y rozar la mano de ella, ya casi sin vida y susurrarle:
–Era la piedra o tu vida…–contempló su mirada vidriosa antes de dejar vencer la cabeza.
–Ahora, ya no será nada.
***
A la mañana siguiente solo encontraron dos cadáveres a los que habían dado muerte de igual modo, que se miraban y rozaban sus manos inertes.
María Martínez Ovejero
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No sobra una frase. Se dice lo justo y necesario; lo demás, al delicioso océano de la sugerencia. Magnífico, María.
¡Muchas gracias! Me alegra que te haya gustado.
Un abrazo.
Muy buen e interesante relato, con una gran carga de fuerza y tensión.
¡Mil gracias, José Francisco! Por leer y por compartir tu opinión. Es genial que te haya gustado. 🙂
Muy chulo, tiene mucha fuerza María 🙂
¡Muchas gracias Ángel! Me alegra mucho que te haya gustado. 😀
Esta escritora tiene mucho talento y no solo lo plasma en estos relatos. Me falta tiempo para muchas cosas, pero debo buscar un poco para Tierras de luz, tierras de sombra. Enhorabuena por el relato 😉
Muchísimas gracias, Jorge. Me alegra que te haya gustado. Y no te preocupes por la novela, yo tampoco abarco todo lo que me gustaría leer.