El día que Tierra Quebrada se partió en dos, fueron muchos los que sufrieron, muchos los que perdieron todo aquello por lo que habían luchado durante generaciones y muchos los que descubrieron una nueva forma de sobrevivir al mal.
La Gran Grieta se abrió de pronto, sin avisar. Algunos quedaron a un lado y otros quedaron al otro. Pocos cayeron al fondo del gran cañón abierto pero, como cabría esperar, aquel no fue su final. Ni mucho menos. Tan solo fue el inicio de su nueva vida, dedicada por completo a un solo fin.
Nadie sabe porqué, ni como, ni donde, pero todos fueron regresando a lo largo y ancho de la grieta. Más tarde se les conocería como los Rondadores o las Quebradoras del Alma, pero al principio solo pudieron ver que habían cambiado.
Bajo sus amplias capas escondían cuerpos que habían adquirido un aspecto imponente. En apenas unos días, tras su desaparición, regresaron musculados, con la fuerza de un cantero curtido por los años, la habilidad con las armas de un caballero experimentado en la lucha y el ingenio de un académico enterrado entre libros durante cientos de años, con esa mirada que solo aporta la experiencia del paso del tiempo. No dejaba de ser curioso ver a un joven de apenas 17 primaveras o una pequeña mocosa de 12, con ese aspecto de sabios curtidos por los años. O a un anciano milenario con las fuerzas renovadas. Pero lo que sin duda más llamó su atención y nadie pudo ignorar fue su piel. Una piel que cambiaba de tonalidad constantemente.
Para los Rondadores era como si las llamas ardieran en su interior. Rojos, amarillos y naranjas que luchaban subiendo y bajando a lo largo de todo su cuerpo. Pareciera que fueran a convertirse en carbón con el paso de los minutos y sin embargo su piel se mantenía templada y agradable.
Las Quebradoras del Alma adquirieron un tapiz de tonalidades cambiantes en verdes, que parecía reflejar el paso de las estaciones sobre las copas de los árboles. El efecto ondulante que se producía sobre su piel era de lo más hipnotizante.
Sibil·la fue una de ellas…