Ángel Torezano

Ángel Torezano creció entre dos mundos: el real y el de la fantasía. En una de esas vidas se convirtió en un ingeniero informático aficionado a los deportes de montaña; en la otra recorrió innumerables cuentos, viviendo infinitud de aventuras. Y así fue como descubrió una verdad pequeña, aunque poderosa, escondida a la sombra de los sueños: que la pluma es más fuerte que la espada.

Jul 102015
 
 10 julio, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , , ,  3 comentarios »

«Estoy paseando. El suelo está cubierto por adoquines de cinco puntas. Me siento tan bien que sonrío sin motivo. Veo a una chica pidiendo en una esquina. Está muy sucia. Llora. Me acerco y le dejo una moneda en la mano. Qué ojos tan azules. Me recuerdan a los míos.

»Siento que me arden las entrañas y se me va la sonrisa. Algo me muerde el estómago, retorciéndose en mi interior como una anguila. La luz de una estrella me ciega, por lo que no puedo ver qué está ocurriendo. Repica una campana. Me llevo las manos a la barriga y encuentro un asidero al que agarrarme justo cuando las piernas van a dejar de sostenerme.

»Un cristal tintinea, claro su sonido entre la algarabía de voces que preña el aire.

»De repente se aclara mi visión y puedo verme las manos. Las tengo rojas, empapadas, agarradas con desesperación a unas muñecas gruesas y fuertes. Un cálido manantial se derrama sobre el empedrado gris, encharcándolo lentamente.

»Ahora lo entiendo: me estoy muriendo. Es un puñal lo que tengo dentro.

»Sigo con la vista el contorno de los brazos de varón que están sujetos a mis entrañas y, cuando pienso que voy a ver la cara de mi asesino, me desplomo.

»Hay una polvera rota justo delante de mis ojos y, en uno de los fragmentos que quedan del espejo, me veo la cara. Mi propia cara, rodeada de pies que caminan en todas direcciones. El corazón me da un vuelco al ver que no tengo ojos. En su lugar tengo dos conchas de nácar cuyo interior refulge con remolinos de colores.

»Es increíble. Llevo un vestido azul muy bonito. Es increíble que esté limpio. Es increíble…»

Relatos de Fantasía - Puerto en llamas

Anadí emergió bruscamente de la pesadilla y se llevó una mano al corazón, respirando agitadamente, cubierta por un sudor frío como siempre que tenía uno de aquellos sueños en los que siempre moría. Eran tan reales, tan vívidos, que no parecían sueños, pero este había sido todavía más terrorífico porque se había visto la cara y era su propia cara. Las pocas veces que se había visto a sí misma en una de aquellas pesadillas había visto el rostro de otra persona, no el suyo propio, como si estuviera dentro de otro cuerpo.

Sabía lo que aquello significaba: iba a morir en los próximos días. Estaba tan aterrorizada que no osaba ni moverse. Así ocurría cuando soñaba con la muerte de alguien. Nada podía cambiarlo.

Anadí sufría esa maldición desde niña. Por su culpa moría la gente que estaba a su alrededor. Si ella soñaba, alguien moría. Como le dijo su madre cuando la echó de casa, tenía al demonio dentro, estaba maldita. Por eso no se merecía nada mejor que vivir en aquel callejón sucio y apestoso, sola, rodeada de desperdicios de pescado. Así esperaba no hacer daño a nadie.

Como cada día, se puso en pie y caminó hasta la esquina de la Décima Avenida. Allí se sentó y extendió la mano para pedir limosna a los transeúntes, que se apartaban de ella como si tuviera la lepra hasta que se fijaban en su cara. Como cada día, lloró quieta y en silencio, sincera y profundamente. Ella, que era sucia e indigna, sabía que no se lo merecía, pero todo aquel que la miraba se acercaba para dejarle una moneda en el regazo por alguna razón. De todas formas, muy pronto tendría lo que se merecía: una muerte horrible. Al menos iría ataviada con un vestido limpio y bonito por una vez en su corta vida.

* * *

Delfina, nerviosa, abandonó el mercado con el cesto a rebosar de pescado y verduras. A pesar de ser menuda caminaba más deprisa que el resto de la gente, volando sobre los adoquines con forma de estrella. Esta noche volvería a ver a su hijo predilecto. Al fin. Para celebrar su graduación pensaba prepararle un festín con sus platos favoritos. Cayó en la cuenta de que se había olvidado la albahaca y se dio la vuelta.

Entonces un soplo de viento le trajo una pestilencia tan horrible que hasta perdió el equilibrio. Al principio miró con asco a la chiquilla harapienta de la que procedía, pero después, al ver sus ojos, tan limpios, tan claros, se olvidó del olor y rebuscó una moneda en su delantal.

―Ay, mi niña, pero ¿se puede saber por qué lloras así con tanta pena? ―le preguntó al echarle el dinero, tapándose boca y nariz con el delantal.

La chiquilla no se movió. Siguió con la mano abierta, mirando al infinito. Las lágrimas abrían sendos surcos en la densa mugre que le cubría el rostro.

―¿Y no será, golondrina de mar, que tienes un hambre desa mala, de la que duele? ¡Mírate, pero si estás toa canijita! ―añadió Delfina, dejándole con cuidado una zanahoria en la mano.

―Ziempre eztá azí ―dijo un hombre ancho que pasaba por allí―. Nunca habla ni mira a nadie. A vecez vienen unos gamberroz que le roban el dinero y ni ze mueve.

―¡Por las olas de los mares! ¡Oi, oi, oi, qué malajes! ―exclamó Delfina mientras hacía que no con la cabeza―. Por larpargata de Marea, ¿y se puede saber qués lo que la pasa? Es sólo una niñita.

―Nadie lo zabe. ¿No vez que no habla? Apareció y ahí eztá.

―¡Ay, pero qué desgraciaíta! Me mata a mí de pena. Mírala ahí, toda llenita de roña ella hasta las cejas. ¿Pues sabes qués lo que voy hacer? ―Confirmó su decisión con la cabeza, gesto que acentuó su papada―. A lo peor marrepiento, pero me la llevo a la casa, ar menos una noche. Si no la roña es que me se la come enterita. Pero qué lástima. A mí es que me rompe er arma esta niña, es que no lo puedo soportar. ¡Si no me la llevo, como si lo viera, hoy no duermo!

―De la mar el mero, de la tierra el cordero ―agregó el hombre encogiéndose de hombros.

* * *

Barvío entró en casa y dejó caer al suelo el petate. Las viejas tablas crujieron en señal de protesta. El olor a comida le hizo la boca agua.

―¡Yastoy en casa! ―gritó alegremente con el pecho henchido de orgullo.

Después de un año, volvía a casa graduado como soldado de las Gaviotas Argénteas y esperaba un recibimiento por todo lo alto. Por delante le esperaba un futuro glorioso, y a su familia también. Sin embargo, al ver que nadie aparecía, su boca se torció en una mueca de indignación.

―¡Que yastoy en casa digo, mujeres! ―gritó de nuevo, malhumorado.

―¡Ay, diosa mía, que yastá aquí mi niño querío! ―chilló una voz impregnada de emoción.

Al punto apareció corriendo una mujer rechoncha con lágrimas en los ojos que se lanzó sobre el joven para cubrirlo de besos mientras lo manoseaba sin tregua. Él sonrió, satisfecho.

―¡Ay, mi niño preferío! ¡Ay, ay, ay! ¡Yastá aquí er hombre de mi casa! ¡Yastá aquí la sal de mi corasón! ¡Alina, sar ara mismo a recibir a tu hermano mayor! ―gritó alzando la cabeza hacia atrás, con una acritud que restalló como un látigo en contraste con el amoroso tono que prodigaba a su hijo―. ¡Pero mira, mira, oi, oi, qué gallardo! ―Le pasó la mano por la pechera del uniforme―. ¡Un sordao en la familia! ¿No es er hombre que querría toa mujer casadera? ―preguntó dándose la vuelta.

Barvío vio, plantada en la entrada de una de las habitaciones, a la joven a quien iba dirigida la pregunta. Se quedó sin habla. Era más hermosa que una espada y tenía los ojos más azules que la mar. Su vestido verde le marcaba los incipientes senos de forma tan sugerente que Barvío se quedó obnubilado.

―¿Quién es? ―preguntó apartando a un lado a su madre para acercarse a la muchacha.

―Ay, hijo mío, no sé cómo se llama, lancontré cerca del mercao. Yo la llamo mi Golondrina de Mar. ¡Alina, ¿no te dicho que sargas duna vé?! Es que no habla, está mudita o argo la pobre.

―Es… mu guapa.

―Ara sí, pero tenías caberla visto antes… ¡Sa quedao er agua der barrí más negra quel jopo un burro! ¡No sabes lo que tenío que restregarla con sar pa quitarle er olor a pescao! Ara se la ve ques una mujercita casadera.

―¿De dónda salío? ―continuó indagando Barvío mientras daba una vuelta alrededor de la muchacha, olisqueándole el pelo. Ella, con la mirada perdida, no parecía darse cuenta de nada de lo que sucedía a su alrededor.

―Estaba en la calle, pidiendo, y tanta pena me dio que me la traje a la casa. Mañana la llevo ar templete, a ver si la mare Estela puede ocuparse della. ¡Pero vamos! ¡Tós a la mesa que la comía está lista! ¡Alina, ¿vienes ya o voy a tener que ir y traerte de los pelos?!

* * *

Alina, que temía con ansiedad este día desde hacía tiempo, se armó de paciencia y salió de la habitación, resignada a tener que aguantar la retahíla de su madre. Se pasaría días halagando a Barvío y echando pestes de ella. Suspiró, metió en un bolsillo el mazo de cartas del tarot con el que se ganaba la vida, se puso las pulseras de conchas y fue al comedor.

No esperaba encontrarse invitados.

―¿Quién es? ―señaló anonadada. Luego saludó sin mucho ánimo―: Ah, hola Barvío.

Su hermano, mientras se metía en la boca un enorme pedazo de pan, emitió un gruñido como respuesta.

―¿Es ques esa manera de saludar a tu hermano después dun año sin verle? ¡Ara es un sordao! ―restalló su madre.

―No, Derfina ―contestó Alina mecánicamente.

―¡Ay, esta niña me mata a disgustos! ¡Tu hermano sa graduao en las Gaviotas! ¡Le debes un respeto, niña!

―Perdón, hermano mayor. ―Alina se puso en pie e hizo un torpe simulacro de reverencia, haciendo que las conchas que adornaban su pañuelo tintinearan al chocar entre sí. Su hermano daba cuenta de la comida a manos llenas sin quitarle ojo a la misteriosa invitada―. Es tó un acontecimiento tenerte en casa otra vé.

―¡Y no me llames Derfina que soy tu mare! ¡Te lo tengo dicho!

―Sí, madre.

Alina estaba hipnotizada por aquella muchacha. Había algo muy raro en ella, a parte del hecho evidente de que estaba quieta como una estatua; ni sus ojos se movían. No, era otra cosa. Alina, con los años, había aprendido a fiarse de su viva intuición. Se daba cuenta de cosas de las que nadie más se daba cuenta, y estaba segura de que esa muchacha tenía algo.

―Ay, pero cómeme un poquito, anda, mi Golondrina de Mar ―susurró Delfina acariciando el pelo de la muchacha―. ¿No tienes gusa? No puede sé, si estás sequita perdía.

La joven continuó estática pero, cuando Delfina le abrió la boca y le metió un pedazo de pescado con los dedos, masticó.

―¿Por qué llora? ¿No le gusta el pescao? ―preguntó Alina.

―¿Pero qué dices, hija? ―Delfina siguió la mirada de su hija y dio un respingo al ver las lágrimas de la muchacha. Rápidamente se las secó con el dorso de la mano―. Ay, no, no llores. ¿Qué le pasa a mi Golondrinita? Seguro que sa emocionao de lo buena questá la comía de la Derfina, ¿a que sí? Es ca saber cuánto hace que no come en condiciones la pobre.

―A lo mejor llora de no parpadear ―sugirió Barvío, quien por primera vez tenía la boca vacía desde que se había sentado a la mesa―. Es raro: no parpadea nunca.

―Voy a echarle las cartas ―sentenció Alina haciendo sitio.

―¿Ara? ―Delfina se inclinó hacia delante para mirar con interés cómo su hija barajaba. Alina se dio cuenta, con regocijo, de que su madre se había mordido la lengua para no soltarle un rapapolvo. Su madre sabía que tenía un don para leer las cartas y era evidente que, como ella, tenía ganas de saber algo más de la joven.

―Tiene que tocarlas ―afirmó, acercando la baraja a la muchacha y mirando a su madre, que se sentaba entre ambas. Meció la cabeza para apartarse el cabello de la cara y las conchas repicaron. Delfina cogió la mano inerte y la colocó encima del mazo.

Al hacerlo, sus manos se rozaron.

Las cartas cayeron sobre la mesa en tropel, cubriéndola con sinuosos dibujos de bestias extrañas y criaturas marinas. Una carta que tenía dibujada una golondrina de mar cayó de pie en la boca del pescado más grande que había en la fuente.

Se había quedado ensartada en uno de sus dientes.

* * *

«Adoquines de cinco puntas. El sol, tibio y perfumado de albahaca, me acaricia la piel. Es una sensación maravillosa. Me doy la vuelta, riendo, llena de felicidad. Me miro en el espejo y la luz que desprenden mis ojos de nácar me ciega. De pronto un abrazo inesperado que tintinea. No entiendo por qué arden mis entrañas y me quedo paralizada.

»Tañe una campana. Gente brillante camina alrededor. No tengo fuerza en los dedos. Les quiero hablar, pero la voz se me quiebra como cristal. El abrazo es demasiado fuerte.

»Ahora lo entiendo: estoy bailando. Hay una música, no sé por qué no la había escuchado antes. Conchas. Me recuerda a la mar. Me recuerda a la playa de las conchas. Danzo sin tocar el suelo, hasta el infinito, hasta la muerte. Conforme danzo y danzo, el remolino de agua en que se ha convertido mi vestido azul se extiende, inundándolo todo de fuego líquido.

»Es increíble. Jamás un hombre me había sacado a bailar. Es increíble que sea tan dulce. Es increíble…»

Anadí se cayó de la silla y emergió bruscamente de la pesadilla. Jamás había tenido una estando despierta. ¿Dónde estaba? Vio que, sentados alrededor de una mesa y con cara de espanto, había una mujer regordeta, un hombre corpulento y una muchacha. Las conchas que adornaban los brazos de la muchacha tintinearon cuando se puso de pie. Entonces, al escuchar ese sonido, recordó.

―Las visto ―sentenció Anadí, mirándola―. ¡Tú también estabas allí!

―Debes impedirlo a toa costa ―sentenció la chica de las conchas.

―¡Nadie puede cambiarlo! ―gritó Anadí entre lágrimas.

―Tú puedes. No hay duda.

―¡Estoy mardita! ―chilló al borde del colapso.

―¿Mardita? A ti ta elegío la diosa del mar. Los ojos de nácar son su señal, ¿es que no lo ves? Tienes quimpedirlo o argo malo nos pasará a tós.

―Ay, Marea, apiádate de nosotros, tus pobres fieles, y líbranos de las corrientes tenebrosas y los malos oleajes ―rezó la mujer rechoncha. Aterrada, besó la caracola que llevaba colgada al cuello.

―¡¿Qué?! ¡Tú no lontiendes, lo que veo no se puede cambiar! ―repitió.

―Sí se puede. Si no lo haces, estamos tós condenaos. Eso, por mi mare aquí presente, te lo prometo y te lo puedo yo asegurar.

Anadí se llevó las manos a la cara y lloró a lágrima viva, muerta de miedo.

* * *

Delfina se movió otra vez, rezando en silencio. Llevaba un buen rato dando vueltas en el jergón y no había manera de dormirse. Una sensación de terror se le había pegado a la piel como los tentáculos de un pulpo y no era capaz de desprenderse de ella desde que su hija le había contado lo sucedido. ¡Una profeta! ¡En su humilde casa! ¡La niña que había recogido de la calle era una profeta!

Delfina adoraba a la diosa del mar, pero estaba aterrada hasta el tuétano. Al alba pensaba a llevar a la muchacha a la iglesia del mar. Allí sabrían qué hacer.

Volvió a besar la caracola y salió de la cama. Iba a salir de la habitación cuando vio, a través de la puerta entreabierta, cómo su hijo cruzaba el pasillo en la oscuridad con una palmatoria en la mano.

* * *

Barvío, titubeando, dio un paso adelante y después se dio la vuelta. Se debatía entre su cabeza y su corazón. La primera le decía que volviera a su cuarto y el segundo que siguiera avanzando en la oscuridad. El cosquilleo que sentía más abajo de la cintura acabó por inclinar la balanza y llegó hasta la puerta. La abrió en silencio y se quedó paralizado ante la belleza de la muchacha. Le pareció que dormida era incluso más guapa que despierta. Una pátina, brillante a la luz de la vela, le cubría la piel.

Barvío se acercó al jergón, se arrodilló y acercó una mano temblorosa.

Un fuego incontenible le abrasó por dentro.

* * *

Alina, en el cuartucho destartalado que era su habitación, tiró las cartas una última vez antes de acostarse y suspiró, llena de preocupación. El mismo resultado. Desde que había tocado a Anadí siempre salían las mismas cinco cartas en el mismo orden: la golondrina de mar, la gaviota de plata, los dioses gemelos del mar, el puñal del corsario y la ola gigante. Ella sabía que no auguraban nada bueno.

Tenía que convencer a la muchacha de que sólo ella podía cambiar el destino aciago que se les echaba encima.

Tenía que ayudarla como fuera.

* * *

«Salgo de casa y echo a andar por la avenida. Hace un día maravilloso.

»Me miro el vestido: azul, precioso. Estoy tan bonita con él que sonrío de felicidad. El aire huele a albahaca. Cojo la polvera para mirarme y, a través del pequeño óvalo en el que se reflejan mis ojos de nácar, veo a una chica que corre hacia mí, a mis espaldas.

»Tardo en darme cuenta de que soy yo misma. Parezco asustada.

»Es increíble, voy en camisón por la calle.

»Me doy la vuelta para comprobar con mis propios ojos que lo que veo en el espejo es real y, justo en ese momento, me arqueo hacia delante porque algo se me clava dentro. Algo húmedo y caliente que me desgarra como una sierra.

»Caigo de rodillas, sin fuerzas. Mi vestido se ondula, derramándose sobre el suelo a una velocidad espantosa. En un instante estoy bajo el agua, ahogándome bajo fuego líquido. No puedo respirar.

»Suena una campana. Me arde la piel. No puedo respirar.

»No puedo respirar.»

Anadí salió de su profundo trance plagado de horrores y un dolor punzante la atravesó desde el centro de su ser. Intentó dar una bocanada de aire pero no pudo. Se estaba asfixiando bajo una gigantesca presión pegajosa. Algo se movía encima y dentro de ella, en la oscuridad.

Un grito despedazó la quietud de la noche, rompiéndola en pequeños fragmentos. Era suyo. De repente la presión sobre su cuerpo desapareció y pudo respirar otra vez. Tras boquear dos veces, se tiró al suelo y gateó desesperada, buscando una salida.

El fresco aire de la noche, al entrar en contacto con el sudor que la cubría, la despejó. No sabía cómo había llegado a la calle. Confusa, descalza y en camisón, arrancó a correr y la oscuridad de los callejones de Circania se la tragó.

* * *

Delfina, que estaba sumida en un sueño ligero e intranquilo, despertó de golpe. Aterrorizada y con pulso tembloroso, encendió una vela y se asomó al comedor. La llama derramaba sombras por todas partes y ella, agarrada a la caracola que pendía de su cuello, veía espectros agazapados en cada una de ellas, dispuestos a arrancarle el alma.

―Por los santísimos gemelos del mar, ¿se puede saber ca sío eso? ―preguntó a sus hijos, que también habían salido de sus habitaciones―. Parecía el grito dun ahogao.

―¡Derfina, nostá! ―gritó Alina, nerviosa, tras mirar en la habitación donde dormía Anadí.

―¿La Golondrina?

―¡Sí!

―¡Santa mare de los mares! ―Delfina estaba pálida―. ¡Ha desaparecío en plena noche! ¡No era una profeta; era un fantasma!

* * *

Barvío, muy tranquilo, señaló la puerta abierta de la casa.

―Parece que sa ío.

Alina lo miró fijamente, los ojos convertidos en finas rendijas.

―¡Tú las hecho argo! ―sentenció abalanzándose sobre él.

―Pero qué dices, loca ―dijo con cara de desprecio. Con uno solo de sus fuertes brazos le bastó para protegerse de los golpes de su hermana y mantenerla a una distancia prudencial―. Si yostaba en la cama.

―¡Niña, ¿pero se puede saber qué haces?! ¡¿Es que quieres quemarnos vivos a tós?! ―Delfina apagó rápidamente la vela que ardía en el suelo de madera y, acercándose a su hija, la cogió por el brazo―. ¿Es cas perdío la cabeza?

―¡Ha sío él, Derfina! ¡Sé ca sío él! ―chilló Alina.

―¡Cállate ya, niña! ¡No diga eso! ¿No vé que la niña esa de la calle estaba loca? ―escupió―. ¡Cómo puedes pensar que tu hermano sería capaz dacerle argo! ¡Es tu hermano y es un sordao donor!

Alina se quedó paralizada y murmuró para sí misma:

―Un sordao de las Gaviotas Argénteas… La carta… ―Entonces lo entendió―: ¡La gaviota de plata! ¡Sestá cumpliendo ya! Primero la golondrina, luego la gaviota, y ara vienen los gemelos del mar… ¡Tengo quencontrarla!

Alina salió disparada hacia su cuarto.

Delfina miró a su hijo con las cejas alzadas y negó con la cabeza. Con cada zarandeo su papada se bamboleó.

―Ha perdío la cabesa ―dijo acariciándole la ancha mandíbula a Barvío. Luego lo cogió de la mano―. Ven, mi niño. Apuesto a que tanto tonto alboroto ta dao hambre, ¿a que sí?

Barvío sonrió y dijo que sí con la cabeza.

―Como decía mi mare, tu abuela, que la mar la tenga en su gloria: muerto el perro sacabó la rabia. ―Cogió un pescado asado y lo estampó contra el plato con rabia―. Ara que la loca esa sa marchao, vamos astar tranquilos otra vé. En buena hora se mocurrió traérmela a la casa.

Barvío se quedó mirando a la puerta abierta, pensando en el dicho que acababa de decir su madre.

* * *

Alina, tras vestirse apresuradamente, salió a la calle con un quinqué. ¿Dónde estaría Anadí? Recordó que su madre había mencionado que la había encontrado cerca del mercado, así que fue en esa dirección. Mientras corría, tiritando a causa de la brisa marina, se devanó los sesos pensando en las cartas.

Los gemelos del mar… ¿Qué podían significar?

Marea, la diosa del mar, femenina mujer de cintura para arriba y pez de cintura para abajo, con los pechos cubiertos por brillantes conchas de nácar, era la protectora más querida por los pescadores, que en todos sus barcos tenían un pequeño altar donde pedirle aguas tranquilas y próspera pesca. Rezándole siempre que podían, intentaban apaciguar sus repentinos ataques de ira, pues eran conscientes de que era mujer voluble y caprichosa. Cuando estaba contenta era dulce y amable, trayéndoles con sus corrientes abundantes peces y vientos favorables. Cuando estaba enfadada, rencorosa y seductora como era, podía ser mortalmente traicionera, ya fuera en forma de repentinas tormentas o de corrientes insalvables.

Su hermano gemelo, Piélagos, fornido hombre de cintura para arriba y pulpo de cintura para abajo, era dueño de la vastedad del océano y señor de los abismos marinos. Numerosas estatuas hacían honor a su majestuosidad por toda Circania. La mayoría no se acordaba de él habitualmente, pero era temido por su crueldad, capaz de crear furiosos oleajes y de arrasar la tierra con olas gigantes, o de enviar a enormes criaturas marinas capaces de hundir fácilmente incluso a los barcos más grandes.

A Alina no se le ocurrió cómo relacionar con su entorno a los dioses gemelos.

El puñal del corsario estaba claro que era el asesinato.

Y la ola gigante… La ola gigante era lo que le ponía los pelos de punta. Estaba segura de que significaba una catástrofe que azotaría Circania si no conseguía impedir la muerte de Anadí.

Mientras corría sin cesar pensando en todo esto, se percató de que estaba a punto de romper el alba.

* * *

«Digo adiós con la mano y bajo la escalinata blanca. No hay ni una nube en el cielo.

»Camino sobre adoquines con forma de estrella. Una muchacha me mira y le sonrío. Lleva un precioso pañuelo rojo lleno de conchas.

»Suspiro de puro placer cuando me envuelve un aroma de albahaca. Saco la polvera. Veo a la chica de las conchas que corre detrás de mí. Tiene una mano extendida. Dice algo.

»Voy a darme la vuelta cuando, de repente, salgo volando. Alguien grita mi nombre. Todo negro. Me duele la cabeza. Hay una chica en camisón que lucha con un hombre armada con un palo, lanzando una sucesión de golpes desesperados que no consiguen hacer blanco. No puedo ver la cara del hombre porque está de espaldas, pero algo brilla en su mano.

»Todo negro. Me duele la cabeza. No puedo levantarme. Tengo algo sobre mí. Es increíble: tengo encima a una chica que tiene mi propia cara. Sonríe.

»Algo me muerde en el cuello. Se me cierran los ojos mientras noto la humedad que me cubre rápidamente.

»Redobla una campana. Fuego líquido. Me arden los pulmones y se me abrasa la piel.»

Anadí se incorporó súbitamente. Se había quedado traspuesta. Estaba en un callejón en el que se debía haber parado a descansar la noche anterior. Le dolía la entrepierna y, al llevarse allí la mano, vio que la tenía manchada de sangre.

El alba rompía, iluminando los canales de Circania. Un navío surcaba el agua. Su espolón era una mujer con cuerpo de pez: la diosa del mar. Aspiró profundamente el salitre marino y se puso en pie, ignorando el dolor.

Pensó en Alina y buscó alrededor. Encontró un palo de escoba.

Ya no tenía miedo. Sabía lo que tenía que hacer.

* * *

Delfina se dispuso a salir a hacer unas compras. Fue al cuarto de su hijo para decirle que tenía el desayuno en la mesa y se extrañó al ver que no estaba ahí.

―Mi niño querío ―susurró llena de orgullo, llevándose una mano al pecho―, qué madrugador sa vuerto.

* * *

Barvío siguió a la muchacha entre la gente, desde una distancia prudencial. Le pareció que estaba guapísima con ese vestido azul. Había tardado mucho menos de lo que esperaba en dar con ella. Necesitaba contarle que no había querido hacerle daño, que sólo había ido a su habitación para mirarla un rato, pero que antes de darse cuenta de lo que hacía estaba dándole su amor.

Resuelto, aceleró el paso. ¿Y si le pedía que se casara con él?

Vio que la muchacha iba en dirección a un puesto de guardia. La frente se le perló de sudor.

Sabía que tenía que impedir que le contara a nadie lo sucedido. Sabía que lo que había hecho estaba mal, y que si llegaba a saberse lo arrestarían. Eso sería el final de la carrera de soldado que con tanto esfuerzo había iniciado. Y el final de su familia.

Apresuró aún más su caminar, se ajustó la capucha para taparse la cara y, lentamente, sacó un puñal.

* * *

Alina, situada bajo las ramas de dos grandes árboles, vio a la muchacha vestida de azul pasar frente a ella por la calle. Anonadada, estuvo a punto de abordarla, pero algo la detuvo en el último momento. Quizá fue su sonrisa. Al verla, la muchacha le había sonreído y había seguido su camino como si no la reconociera. Se parecía increíblemente a Anadí, pero estaba segura de que no era ella.

―Los dioses gemelos… ―murmuró.

Y, convencida, se puso a seguirla entre la gente.

* * *

Anadí, conocedora como nadie de los atajos más rápidos y solitarios que cruzaban la ciudad tras años viviendo en ellos, no tardó en llegar al sitio donde solía pedir. Sabía que el camisón manchado de sangre habría llamado demasiado la atención y que seguramente alguien la habría detenido con buenas intenciones, pero ella tenía una cita con el destino a la que no podía faltar, y sabía que esa cita era hoy.

Siguió con la vista los adoquines con forma de estrella y corrió hacia el mercado. Sólo se detuvo cuando la envolvió el aroma de albahaca de un puesto que había no muy lejos de allí.

Desde las sombras de su lóbrego y apestoso callejón escudriñó el gentío, ignorando los desperdicios de pescado que se le colaban entre los dedos de los pies.

Allí estaba.

La muchacha del vestido azul.

El corazón le dio un vuelco al ver que eran tan parecidas como dos gotas de agua. Por un momento pensó que estaba soñando, pero un recuerdo lejano se abrió paso en su mente. Una sensación familiar que la inundó por dentro. No sabía cómo era posible, pero sabía que la muchacha del vestido azul era su hermana.

Su hermana gemela.

Como surgido de la nada, se le ocurrió un nombre: Analó.

Y supo que ese nombre lo cambiaría todo.

* * *

Delfina, que entraba en el mercado para hacer su compra diaria, vio a su hijo entre el gentío. Iba tapado con una capucha, pero habría reconocido esos andares gallardos en cualquier parte del mundo.

―¡Hijo mío! ―gritó. Pero no pareció oírla porque no se detuvo, así que, tratando de colarse entre la gente, corrió para alcanzarlo.

* * *

Barvío pensó que, entre tanta gente, nadie se daría cuenta si apuñalaba furtivamente a la muchacha por la espalda.

A tan sólo unos pasos de distancia, apretó los dedos alrededor del puñal. Gracias a su instrucción como soldado sabía dónde lo tenía que clavar. Parecía tan fácil que le entraron unas ganas locas de reír.

La muchacha se dio la vuelta de repente y a Barvío se le paró el corazón al pensar que había visto el cuchillo. Sin embargo, la chica había sacado una polvera y estaba distraída abriéndola. Barvío suspiró aliviado al darse cuenta de que se había dado la vuelta para ponerse de espaldas al sol.

Decidió que lo mejor sería abrazarla al clavarle el puñal para que nadie viera lo que hacía y se dispuso a lanzar el golpe mortal en el mismo instante en que ella iba a mirarse en el espejo.

―¡Cuidado Analó! ―gritó una voz por encima del ruido ambiental.

La muchacha no llegó a mirarse en la polvera. En vez de eso, vio el puñal que tenía a un palmo de distancia y que iba directo a su estómago.

Barvío, al ver que la muchacha le miraba a los ojos, se paralizó un instante.

Un instante vital.

La polvera cayó al suelo.

* * *

Alina, que al ver al hombre del puñal corría en pos de la muchacha del vestido azul gritando para alertarla, vio que Anadí aparecía al lado de él, surgida como de la nada y armada con un largo palo. Asestando un furioso y rápido golpe en la muñeca del hombre, hizo que el puñal desviara su trayectoria lo suficiente como para que no llegara a hacer blanco en la muchacha vestida de azul.

Alina llegó hasta ella y la puso a sus espaldas, apartándola de la lucha que se libraba delante de ambas. Se quedó paralizada al ver la cara del hombre: era su hermano.

Alina no salía de su asombro al ver cómo luchaba Anadí. La frágil muchacha, convertida en una experta en combate cuerpo a cuerpo, preveía cada uno de los mortales golpes de Barvío y los detenía eficazmente con el improvisado bastón.

Acompañando su último golpe con un grito desesperado y furioso, Anadí tumbó a Barvío, que cayó al suelo, inerte. El palo se había quebrado al hacer blanco en su sien derecha.

* * *

Anadí, respirando agitadamente, se quedó quieta al ver caer al asesino. No se lo podía creer: por primera vez había cambiado el curso del destino. Gracias a sus sueños había podido prever todos y cada uno de los golpes y tumbar al corpulento hombre que la había forzado hacía unas horas. Alina tenía razón, sí que podía cambiar las cosas.

La gente se había apartado al ver la lucha, haciendo un cerco alrededor. Buscó los ojos de Alina y sonrió con expresión de incredulidad.

En el total silencio tañó la campana de la iglesia y un escalofrío la recorrió.

―¡Anadí! ¡Cuidado! ―gritó Alina.

Delfina estaba delante de ella armada con el puñal de su hijo.

―¡Mi niño! ¡Asesina! ―gritó la mujer fuera de sí. Se había colocado delante del cuerpo de Barvío, dispuesta a protegerlo.

Anadí arrojó al suelo el trozo de palo que le quedaba y se apartó de la mujer con las manos en alto, pero Delfina no parecía dispuesta a dejar las cosas así.

―¡Mardita loca! ¡Has matao a mi niño! ―chilló, y se lanzó hacia delante para darle una puñalada.

Pasado el momento de triunfo, Anadí volvía a sentirse la misma chica frágil y desamparada que vivía en los sucios callejones de los alrededores del mercado, incapaz de hacer nada por sí misma. Había logrado salvar a su hermana gemela, pero era incapaz de defenderse, así que apretó los ojos y esperó.

Sin embargo, la cuchillada no llegó.

Al mirar vio que alguien se había puesto delante de ella para protegerla, y que había recibido la puñalada en su lugar: Alina.

―No ―gimoteó.

Delfina, con los ojos muy abiertos, soltó el puñal y cayó llorando sobre su hija.

En ese momento llegó la guardia de la ciudad.

* * *

Analó miró a su hermana y sonrió. ¡No se podía creer que la hubiera encontrado! Robada cuando sólo era un bebé, hacía tantos años, nadie de la familia pensó jamás que volvería a verla. Y ahora estaba ahí, con ella. La cogió de la mano.

Su padre, el gobernador de Puertofino, el puerto más importante de toda Circania, estaba dando un discurso desde la tarima situada entre las marmóreas estatuas de los dioses gemelos. Una enorme cantidad de gente se agolpaba en los muelles, ansiosos por empezar la celebración. No cabía ni un alma. A la luz de la luna y de los pebeteros que ardían por doquier, el lugar resplandecía, imponente. Barcos de todo el reino habían venido a Circania a pasar la noche, y sus velámenes y banderas ondeaban al viento tras el gentío, anclados en el puerto, con sus cubiertas abarrotadas de marineros.

Analó se sintió extrañada cuando el tañido de la campana de la iglesia, que normalmente le encantaba, le puso los pelos de punta. Desde donde estaba, la estatua de Marea parecía mirarla con sus ojos de piedra directamente a ella.

Percibió un leve olor en el aire que provenía del canal a sus espaldas, casi imperceptible entre los fuertes olores que saturaban el ambiente. Se desasió de la mano de su hermana para mirar por la balaustrada. Algo la extrañó en el reflejo de la luna sobre el agua. Había algo que lo empañaba.

Impulsada por una corazonada, se subió a la balaustrada y siguió el curso del agua hasta el muelle, arreglándoselas para pasar a través de los niños y los pebeteros. Había tanta gente que no había otra forma de pasar. Allí vio claramente la pátina oleosa que cubría el agua y que parecía filtrarse, en grandes cantidades, entre los tablones de una enorme embarcación, a la altura donde debía estar la bodega.

Aceite. Una enorme cantidad de aceite espeso envolvía todos los barcos del puerto y se extendía por todos los canales que se adentraban en la ciudad. No estaba segura, pero algo le decía que era altamente inflamable.

Entonces lo vio: un niño que había en la balaustrada, a cierta distancia de ella, que estaba jugando con uno de los pebeteros ceremoniales y estaba a punto de hacerlo caer al canal. Si caía incendiaría el aceite, y con él arderían todos los barcos. El puerto entero se convertiría en un infierno en llamas. Cundiría el pánico y, con la cantidad de gente que había, a Analó, que era inteligente, no le costó mucho imaginar lo que sucedería después.

Como poseída por una fuerza inusitada y una destreza gatuna, corrió a grandes zancadas por la balaustrada, saltando sobre los niños que había sentados y rodeando, no sabía cómo, los pebeteros sin quemarse.

Justo cuando el pebetero que el niño había empujado caía al vacío, ella llegó hasta él. Lo detuvo con un sencillo movimiento de la mano y suspiró de alivio.

Percibió un repentino silencio. La gente, incluido su padre, que la había visto volar sobre la balaustrada como una loca, la miraba.

―¡Apagad todos los fuegos! ―ordenó Analó llena de seguridad―. ¡El agua del puerto está llena de aceite!

Anadí entendió en ese instante que, si Analó no hubiera estado allí esa noche, se habría producido una gran tragedia en Circania. Miró a la estatua de Marea y, por primera vez en muchos años, sonrió.

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May 062015
 
 6 mayo, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  8 comentarios »

Avazael Luín despertó en una oscuridad negra, más negra que la de las noches cerradas. La horrible pestilencia, como un puñetazo en su refinado olfato, le provocó una oleada de náuseas. Al notar entre los dedos pequeñas formas alargadas que se movían en la viscosidad del suelo, se puso en pie de un salto y se apartó hasta dar contra una pared.

—¡Por el amor de Lorezain, qué asco! —exclamó. Su madre le habría mirado con desaprobación si le hubiera escuchado usar semejante lenguaje. Pero su estricta madre, al parecer, no estaba ahí—. ¡Maldito sea el Leñador!, ¿dónde se supone que estoy?

Sintió la garra del miedo, y antes de darle la oportunidad de agarrarle el corazón, agachó la cabeza e imaginó una bola brillante rodeada de tinieblas. Concentró sus pensamientos en ella y se aisló, de la peste, del dolor, de la confusión, de sus emociones.

Sus sentidos se agudizaron. Fue consciente de cada parte de su cuerpo.

«Tengo el cuerpo dolorido: me han golpeado, no tengo nada roto. No puedo mover las manos: las tengo atadas a la espalda; con una cuerda; de cáñamo. No puedo mover los pies: me han atado los tobillos, y estos a las manos. La oscuridad es demasiado profunda: no estoy a la intemperie. No se oye nada, no corre el aire, no huele a bosque, huele a humedad: estoy bajo tierra. Huele a putrefacción y oigo algo viscoso: el suelo está plagado de desperdicios llenos de gusanos. Oigo una respiración: no estoy solo. Mi voz ha sonado de forma peculiar al hablar: estoy en una estancia pequeña. Es una celda. Estoy prisionero.»
Relatos de Fantasía - Bosque
Todo eso cruzó su mente en un instante.

Una celda.

Prisionero.

El corazón se le aceleró; su cara se perló de sudor.

No podía respirar.

La palabra prisionero le provocó el terror más absoluto. La calma se le rompió y la locura le poseyó. Luchó por liberarse de las ataduras frenéticamente, hasta desgarrarse la piel. Tal era el miedo que tenía a verse privado de libertad, y bajo tierra, nada menos.

Había oído historias de personas que desaparecían en el bosque. Unos decían que habían huido de Loredia, cansados de la vida silvestre; otros que las sombras de la noche se los habían tragado, llevándoselos bajo tierra. No pasaba a menudo, pero a ninguno de aquellos desaparecidos se los había vuelto a ver. «Esas almas perdidas jamás volverán porque los demonios las han arrastrado a los infiernos», decían las viejas.

Al final, exhausto y magullado, Avazael cayó al suelo y se golpeó la cabeza.

Soñó con lo último que recordaba antes de encontrarse en ese lugar inmundo.

Estaba recostado en la rama de un árbol. Le gustaba contemplar el cielo las noches oscuras y despejadas porque, en su soledad, soñaba despierto para huir de la solemnidad de su gente, que le estrangulaba el alma hasta que a veces, literalmente, le costaba respirar. Soñaba que era libre para vagar por el bosque e ir a ver el mar, sin tareas que hacer ni órdenes que acatar.

—¿Otra vez te has escapado? —susurró una voz desde una rama contigua.

Avazael se incorporó con la gracia de un felino al que cogen por sorpresa.

—Bah, eres tú —resopló, dándole poca importancia. Volvió a recostarse—. ¿Otra vez me has seguido? ¿No deberías estar en casa? Dicen que soy una mala influencia para ti.

—Sí, la mismísima yo —replicó, irritada, la chiquilla, frunciendo los labios.

—Oh, disculpe mi grosería, su Altísima. ¿Dónde ha dejado la corona de flores? —ironizó Avazael.

—¡Oiga! Sólo vengo a hacerle compañía, si le parece bien. No podía dormir.

—¿Por qué?

—Por nada.

—¿Otra vez tu padre con sus cuentos?

—Sí —contestó ella avergonzada, bajando la vista.

—Mira que eres cuerva. ¡No existen los demonios!

—Sí que existen. Madre me lo ha dicho. Se esconden en la oscuridad y te cogen el alma por los pies y te la roban. Por eso llena la casa de velas en noches como esta. Dice que el Negro los alienta y que la luz los asusta.

—Claro —respondió Avazael, riéndose con ganas—, y también te sacan el alma por el culo si no te pones de rodillas y les besas los pinreles, que me lo ha dicho el encantador de árboles.

—¡Cuervo! No sé cómo puedes estar aquí tan tranquilo la noche de Gaubelze, con el Blanco cerrado y el Negro ahí, husmeándolo todo. Todo el mundo está encerrado en casa. El bosque está en silencio. Me da escalofríos. ¿A ti no te da miedo?

—Ni a ti tampoco, puesto que estás aquí. Además, a mí el Negro no puede verme.

—Sí que me da. ¿Por qué no puede verte?

—No puede, lo sé. Te puedes quedar, pero sólo si te quedas en silencio. ¿Serás capaz, cuerva?

—Claro, cuervo —bufó ella mientras se acostaba en la rama. Sus ojos relucían azules a la luz del candil que llevaba en la mano—. Qué raro eres.

Miraron un rato cómo brillaban las flores del cielo. Estaba sembrado de ellas, salvo en la zona donde estaba el Ojo Negro. Avazael veía a la chica mirarle de vez en cuando por el rabillo del ojo, lo cual le resultaba tremendamente irritante.

—¿Te vas a marchar, verdad? —preguntó ella cuando no pudo más.

—He dicho que en silencio, y mira hacia arriba.

—Dímelo y me callo; de verdad.

—No. ¿Adónde iba a ir?

Mientes. Lo veo en tus ojos de cuervo. Hoy no brillan. Te quieres ir de Loredia.

—Calla. Serás cuerva —ordenó a la chiquilla sonriendo—. Y mis ojos brillan sólo cuando el Blanco se abre.

—¿Entonces sólo te brillan cuando la sombra se te pone azul?

—No siempre, pero sí —confirmó el hijo del bosque. Desde que nació su sombra se ponía azul cuando el Blanco estaba bien abierto. Por eso le llamaron Avazael Luín, que significaba Sombra Azul.

—¿Me llevarás contigo?

—No te callas, ¿eh? ¿Adónde?

—Donde sea, lejos, a ver el mar.

—Quizá algún día, Ainzara, quién sabe.

—Júralo.

—Si llega el improbable, y feliz para mucha gente, debo añadir, día en que Lorezain se apiade de mí y me otorgue el bendito don de la libertad, prometo llevarte conmigo. ¿Le satisface a su Altísima?

—Y si no que los demonios se te lleven el alma por los pies.

—Y si no que los demonios se me lleven el alma por los pies —repitió Avazael—. ¿Estás contenta ahora?

—Maldito cuervo. Si alguien puede marcharse de aquí, ese eres tú.

—No veo por qué. —Media sonrisa asomó a la parte de su rostro que ella no podía ver.

—Dicen que gracias a ti mataron a ese monstruo que se llevó a Zori y a Eizari.

—No era un monstruo, era una dama, y encantadora por cierto. Fue muy… desconsiderado por parte de Eraiki atravesarle el corazón con una flecha.

—Los chicos dicen que eres un héroe. También dicen que la dama esa te dio su corazón antes de morir. Dicen que era una dama de sangre.

Avazael, al oír esas palabras, no pudo evitar acariciar la gema roja que tenía en el bolsillo, lo único que quedó de aquella mujer al morir. Su tacto era sedoso.

—Al parecer sólo tuve suerte, y fue cara, porque a mí me encerraron dos decanas bajo tierra mientras a Eraiki lo cubrían de flores. Para concienciarme de lo que había hecho, dijeron.

—Él es un cazador. Tú eres un niño.

—Si yo soy un niño —dijo incorporándose sobre un codo. El hijo del bosque la miró con cara inocente y sonrió con maldad. El contraste resultaba turbador—, ¿tú no serás…?

Entonces Avazael cayó al vacío. O más bien debería decirse que algo le empujó, porque no era tan torpe como para resbalarse sin más. No gritó; lo vio todo como si estuviera fuera de su cuerpo, tranquilamente, como si no fuera él quien se fuera a matar contra el suelo.

Lo siguiente que soñó fue que le estaban arrastrando. Piedras y troncos le arañaban al deslizarse sobre ellos y casi no podía respirar. Había tres siluetas, tres fantasmagóricas y escuálidas siluetas cuya forma de moverse, por alguna razón, no le pareció normal. Los brazos, larguiruchos y borrosos, les llegaban casi hasta las rodillas, acabados en unas manos cuyos dedos se le antojaron demasiado finos. Caminaban encorvadas, arrastrándose. Emitían ásperos lamentos, cual fantasmas, en su deambular.

Una de ellas se giró y le miró. Sus ojos eran amarillos. Antes de que le golpeara la cabeza, Avazael sólo pudo pensar en una cosa: demonios.

Como cualquier oizán, él también había oído los cuentos de niño. Seguramente eran los mismos que le contaba a Ainzara su padre en noches como aquella. Cuentos que aderezaban de un miedo inocente las noches cerradas en las que el Negro se abría para mirar la tierra. «Hay demonios que moran en las partes más oscuras y recónditas de los bosques», decían siniestramente las viejas, «que odian, sobre todo, a los hijos del bosque, incluso más que al resto de los seres vivos, casi tanto como odian la luz.»

Avazael abrió los ojos.

Despertó.

Aunque la oscuridad era densa, supo que estaba rodeado.

Bajo tierra. En aquella tumba.

La sombra del pánico amenazó con abrazarle, pero cerró los ojos e imaginó su bola blanca rodeada de negro y se convenció de que sólo era una pesadilla. Se hizo el dormido. Todo acabaría cuando despertara.

Sus sentidos se agudizaron.

«Gusanos en el suelo: crujen, aplastados bajo pies. Ocho pies: cuatro seres. Piel verduzca, ojos amarillos, brazos largos, uñas afiladas: como en los cuentos. Musgo en la pared. Otro en el suelo, a mi lado: cinco seres. No se mueve, está atado, no chilla: es de los suyos, pero está prisionero. Agua gotea desde el techo. Se chillan unos a otros: no son chillidos, es una lengua, discuten. Hay algo familiar en cómo suena. Uno de ellos es más grande: da las órdenes, los otros le temen. Se mueve. Una patada.»

Todo eso percibió el chico en un latido de su corazón a través del velo de sus pestañas. No queriendo revelar que estaba despierto, endureció el abdomen y recibió la fuerte patada sin que casi le hiciera daño. Después, el demonio, tocándole la mejilla con uno de sus larguiruchos dedos, le susurró algo con la boca llena de babas.

Avazael no pudo evitar que todos los vellos que tenía en el cuerpo —y no eran muchos— se le pusieran como espinas. Sintió que el alma se le removía por dentro, como si se le fuera a los pies. ¿Tendría razón Ainzara? ¿Le estaban robando el alma por los pies? Si así era, era de tener muy mal gusto. Aun así, aguantó con valentía y no se movió. Aunque estaba realmente asustado, se resistía a creer que aquellos seres fueran demonios de los bosques salidos de los cuentos, por mucho que su piel verdosa y sus ojos amarillos encajaran perfectamente con la descripción que se solía dar en ellos.

Las deformes figuras se marcharon, dejando, antes de irse, dos cuencos en el suelo, y propinando una brutal patada al otro prisionero, quien jadeó al quedarse sin resuello.

Se oyó el sonido de la puerta de la celda al cerrarse.

Avazael se incorporó rápidamente y se desató los pies, pues había tenido tiempo más que suficiente para librarse de las ligaduras de las manos mientras se hacía el dormido. Para su sorpresa, se dio cuenta de que veía bastante bien en la oscuridad. Comprobó que la puerta de la celda, hecha de palos de madera anudados fuertemente entre sí formando una suerte de cuadrícula, estaba bien cerrada. No tenía su talega. Su gema roja, sin embargo, seguía en el bolsillo.

«Ainzara… ¿Qué ha pasado? ¿Te han cogido a ti también?», se preguntó.

No se le pasó por la cabeza probar lo que había en aquellos cuencos fabricados con cráneos. El otro prisionero no pensaba lo mismo, porque se arrastraba por el suelo intentando meter la boca en uno de ellos. El oizán, lleno de repulsión, se apiadó de él y se lo acercó con la punta del pie. La estampa del monstruo devorando aquella inmundicia mientras se retorcía en el suelo le hubiera hecho vomitar de haber tenido algo en el estómago.

—A saber qué eres —pensó en voz alta.

—Jastajalo —susurró la criatura para sorpresa de Avazael.

—¿Puedes entenderme?

—Ja.

—¿Eso es un sí?

—Ja —dijo el monstruo moviendo la cabeza arriba y abajo. El chico sintió una súbita y absurda alegría.

—Por las flores de Lorezain, qué ser más… grotesco —blasfemó.

Inmediatamente se avergonzó de sus palabras al apreciar el reproche que se reflejó en los ojos inyectados en sangre del prisionero, de expresión tan humana como la de los suyos propios. Por desagradable que fuera aquella criatura, era evidente que tenía sentimientos.

—Oh, tendrás que disculparme —dijo en el tono de ironía que siempre se le escapaba cuando estaba nervioso y que en tantos problemas le metía entre los suyos—. Estarás de acuerdo conmigo en que este no ha sido el mejor recibimiento que uno pueda desear, así que estoy un poco… cómo decirlo… indignado, sobrecogido, eso es. Perdona si eso se refleja en mi lengua.

Avazael dudaba que le hubiera entendido porque había hablado bastante rápido, pero supuso que aquella mueca siniestra llena de dientes negruzcos era lo más parecido a una sonrisa que podía emular aquel ser lastimoso, así que, hablando más lentamente, le agradeció el gesto:

—Oh, qué amable por tu parte. Así que eres… ¿un jastajalo, has dicho?

—Jas-ta-ja-lo —repitió la criatura, deteniéndose en cada sílaba, en aquella lengua que parecía una mezcla entre lentos gargajos y lamentos agónicos, parecido a hablar con la boca abierta a más no poder y llena de un amasijo de hierba mientras te pinchan el culo con unas zarzas.

—Jastajalo, muy bien. —Avazael se acuclilló delante de él para verle la cara mejor. Le dolió todo el cuerpo. Mentiría si hubiera dicho que los ojos amarillos de negras pupilas, surcados por decenas de minúsculos ríos rojos, no le sobrecogieron.

—Jas-ta-ja-lo.

—Jastajalo, sí. ¿Eres un demonio?

—Jo. —La criatura hizo que no con la cabeza.

—¿Eso es un no?

—Ja.

—¡Lo sabía!, los demonios son cuentos de viejas. ¿Y cómo te llamas, jastajalo?

—Ja-nnnaaj.

—¿Janaj?

—Ja.

—Oh, muy bello. En vuestra lengua todo suena como si fueras a escupir. ¿Por qué te tienen prisionero? ¿No eres uno de ellos?

—Ja —afirmó el jastajalo. Después se quedó en silencio mirando atentamente al hijo del bosque.

—Oh, por favor, no me abrumes con tanta palabrería, Janaj —resopló—. Ten piedad, por lo que más quieras.

La criatura se convulsionó en el suelo mientras gemía cómo si le estuvieran clavando astillas bajo las uñas. Al parecer lo que hacía era reírse.

—Na kaa matá amamajá —dijo.

—Na kaa matá amamajá —repitió Avazael.

—Ja.

—Ah, claro, es natural.

—Ajo lal bajca.

—Ajá, ajá, por supuesto.

Desde tan cerca, Avazael se dio cuenta de algo.

—Disculpa, ¿te importaría abrir la boca?

El jastajalo le miró con suspicacia.

—No, tranquilo, no voy a hacerte nada. Lorezain me libre de meter mi mano en ella. ¡Por las flores del cielo, qué afilados son! Tienes dientes de cocodrilo, literalmente. Sólo será un momento. ¿Puedo mirar?

El jastajalo abrió la boca, y Avazael pudo ver que la criatura la tenía cubierta de cicatrices por dentro. Prefirió, por su bien, no fijarse en los dientes, pero la lengua, la garganta, la campanilla, las encías, todo, estaba como si le hubieran abrasado desde dentro. Se le puso el vello de punta.

—¡Por las raíces de Zuhadia —masculló horrorizado, llevándose una mano a la frente—, qué salvajada! Claro, por eso hablas así. Te han quemado por dentro. Anda, repíteme lo de antes, si eres tan amable.

—Jas-ta-ja-lo.

De repente Avazael fue consciente de las sutiles diferencias en la posición de la boca del desgraciado al pronunciar una y otra jota. Repitió sus palabras, imitando esas posiciones. Se sintió un poco estúpido, pero sabía por experiencia propia que había veces en la vida que uno tenía que hacer el imbécil:

—¿Das-ta-ra-lo?

—Jo.

Observó que había diferencia también entre las aes.

—No. ¿Des-te-rra-lo?

—Jas-ta-ja-lo.

—¿Des-te-rra-do?

—¡Ja!

—¿Desterrado? ¿Eres un desterrado?

—¡Ja! —rió siniestramente el pobre desterrado, feliz de que el oizán le comprendiera.

—Jo a-ja an a-jo lal baj-ca. An aa-jan.

—Yo a-ra un i-jo dal basca. ¡Yo era un hijo del bosque! ¡Un oizán! —tradujo, entusiasmado, Avazael. Entonces comprendió el significado de las palabras y, aterrado por lo que implicaban, exclamó—: ¡¿Qué?! ¡Eso es imposible!

—Ja.

Avazael, a escondidas, había oído hablar una vez de los desterrados. Lo poco que sabía de ellos, tratándose de un tema del que nadie hablaba abiertamente, pues los desterrados eran una vergüenza que se borraba de la historia y del recuerdo de las familias como si nunca hubiesen existido, era que cuando un oizán traicionaba a los suyos se le desterraba y jamás se le volvía a ver. Era condenado a vagar fuera de los bosques. Después de eso, los desterrados se convertían en seres carentes de piedad.

La fuerza de aquel descubrimiento le dejó tan aturdido que tuvo que apoyarse contra la pared. Respiraba como si acabara de echarle una carrera a la estúpida de Nekazaria y empezó a marearse. Huyó, tambaleándose, del mentiroso monstruo, que se arrastraba por el suelo tratando de acercarse a él.

Al final, con mucho esfuerzo y pasado un buen rato, se calmó.

Danari, pues así se llamaba en realidad Janaj, insistió en que hacía muchos años —no sabía cuántos— había sido un hijo del bosque. Traicionó a su pueblo —no dijo cómo— y por ello fue condenado al destierro. Le dijo que antes de echar del bosque a un desterrado le obligaban a beber la savia de Koenzu, el árbol de los muertos. Ese veneno, si sobrevivía a él, le cambiaba para siempre. Primero un infierno le abrasaba por dentro, después los ojos se le ponían amarillos y la piel, pálida como la muerte, se volvía verdosa. No siendo bastante todo eso, desde entonces cualquier luz, por pequeña que fuera, le quemaba como si fuera fuego, así que estaban condenados a refugiarse bajo tierra, en la oscuridad profunda. Eso es lo que hacían los piadosos oizán a sus condenados.

Avazael escuchó lo que hacía su gente con aquellos que habían quebrantado la ley del bosque, hechizado y aterrorizado por cada palabra que traducía de la carbonizada garganta de Danari. No los mataban, no los apresaban, simplemente los envenenaban, desterrándolos para siempre haciendo alarde de una crueldad inhumana.

Los desterrados, tras incontables años en la oscuridad, se habían convertido en una tribu salvaje y cruel, cuyos padres eran capaces de matar a sus propios hijos si se sentían contrariados. Danari acabó quebrantando también la ley de los desterrados: no había querido matar a su esposa por haberse negado a yacer con el jefe la tribu, lo cual era su deber.

Todo esto, que parece quizá poca cosa, tardó días en leerlo Avazael de la lengua de Danari. Días según supuso, porque no tenía forma de medir el tiempo en aquella perpetua oscuridad. Conforme entendía más y más palabras, el hijo del bosque se fue compadeciendo cada vez más de la suerte de los desterrados, y en particular de la de aquel despojo viviente. A la vez, su corazón vio nacer un nuevo sentimiento: el rechazo hacia su pueblo por demostrar semejante brutalidad.

—Lo siento, todavía no me atrevo a desatarte —le dijo a Danari cuando insistió por trigésima vez que le quitara las cuerdas. Quién sabe si, impelido por el hambre, el desterrado quería hincarle el diente. Aquellos dientes negros y afilados no ayudaban.

Avazael se negó a comer lo poco que les traían. Se alimentó del limpio musgo que crecía en las paredes; bebió del agua que goteaba del techo. Su sabor le recordó al de las aguas de una laguna en la que había unas ruinas sumergidas, lejos de Loredia.

Aquel alimento era insuficiente para hacer los trabajos forzados a los que le sometían. Cavaba en la roca viva durante horas, hasta la extenuación. Si no le gustaba a su vigilante cómo lo hacía, le llovían latigazos. Cavó día tras día, decana tras decana, mesana tras mesana.

Y así Avazael se fue pareciendo cada vez más a una sombra, todo huesos y tendones, convencido de que aquella pesadilla era la realidad y que su vida anterior había sido un sueño. Con el ánimo cada vez más agotado, y preocupado por las ganas de quitarse la vida que tenía por primera vez, desató a Danari. Si decidía comerle, lo cierto era que le daba igual. Al menos así acabaría con la terrible agonía de aquella existencia de esclavo. Aunque no había podido acercarse a ninguno, había visto a otros hijos del bosque en los túneles donde le llevaban a excavar, y si el destino que le esperaba era quedarse calvo y achaparrado como un engendro tuberculoso, mejor acabar cuanto antes.

Le pareció que pasaban años. No vio ni rastro de Ainzara entre los esclavos por más que lo intentó. Lo único que le servía de consuelo —y no mucho— era acariciar la gema roja que tenía en el bolsillo. Era lo único que recordaba que su vida anterior había sido real.

—Escapamos —dijo el desterrado un día, mirando hacia arriba, en la lengua que Avazael entendía sin dificultad después de tantísimo tiempo. Los ojos amarillos le brillaban de euforia—. Hoy abierto el Negro.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Avazael sin ganas, tirado en un rincón.

—Siento —contestó enigmáticamente el desterrado.

—Lorezain sabe que daría lo que fuera por irme —susurró sin entusiasmo. Hasta mover las pestañas le costaba esfuerzo—, pero ¿a dónde vas a ir? Morirás cuando salga el sol, si es que no te mata la luz de las flores del cielo.
Relatos de Fantasía - Bosque
—Encontrado nuevo entramado de túneles. Tú sabes, tú estar allí. Ruinas subterráneas. Meternos en los túneles. Desterrados celebran que el Negro mira la tierra. Tenemos oportunidad.

—Claro.

—Hablar serio.

—Nos matarán si nos descubren —aseguró Avazael. Después tosió. Hacía días que una tos desgarradora le quemaba por dentro.

—Si no vamos tú morir aquí.

Avazael decidió echar a suertes si se movía o no. Si alargaba la mano desde donde estaba para sondear el suelo lleno de desperdicios y encontraba algo que le pudiera servir para forzar la cerradura, lo consideraría una señal divina. Alargó el brazo que no usaba para apoyar la cabeza y tanteó.

Algo duro resaltó entre el limo.

Era un huesecillo duro y afilado, a saber de qué criatura.

Enseguida encontró un segundo.

Se levantó penosamente y, como se había prometido a sí mismo, hurgó en la cerradura de la puerta con las puntas de ambos huesos. En menos que canta una flor de la mañana la cerradura se abrió con un “clic”.

—Abierta —dijo.

—¿Por qué tú no abrir antes?

—¿Para qué? Hay tantos desterrados que hubiera sido imposible escapar.

Danari, anonadado, se apresuró a asomarse al corredor.

—Vacío. Te digo, hoy fiesta.

Salieron en silencio, moviéndose con tanto cuidado como una nodriza dejando dormido a su bebé.

Gracias a que el desterrado conocía bien la guarida y el comportamiento de su gente, avanzaron sin ser vistos hasta que, cuando estaban a punto de alcanzar la entrada de los nuevos túneles, un desterrado les vio. Llegados a este punto lo mejor que podían hacer era correr, así que avanzaron como si les persiguiera el demonio más hambriento de los seis infiernos. El desterrado, despojo maltrecho, cojeaba. El oizán, esqueleto viviente, sentía que se tragaba un hierro al rojo vivo cada vez que respiraba. No iban muy deprisa que digamos.

Paso a paso, latido a latido, el alma de Avazael se reavivó ante las ansias de libertad. Conforme su alma se encendía de determinación y su sonrisa se ensanchaba, sus pies se hicieron más livianos, hasta que pareció volar sobre el suelo de aquella gruta tenebrosa.

Danari tuvo que gritar para hacerle saber que no podía seguir su ritmo. Al fin y al cabo, el desterrado, aunque no sufría una tos abrasadora, tenía una constitución mucho menos ligera. El hijo del bosque, sin que sirviera de precedente, le cogió por una de las manos raquíticas y tiró de él, no sin antes suspirar de puro bochorno y preguntarse por qué Lorezain le ponía en ese tipo de situaciones. Seguramente lo hacía para divertirse un poco, y no podía culparla por ello, la verdad. Ambos se perdieron en aquel laberinto de piedra.

De repente se encontraron en un pasadizo sin salida.

Dieron media vuelta.

El peligro erizó la piel de Avazael.

La mirada amarilla de la muerte les observaba.

Dos desterrados se abalanzaban sobre ellos.

Uno de ellos, con un pico alzado, se lanzó sobre el muchacho gritando como un poseso.

—¡No! —gritó Danari desesperado, intentando ponerse en medio al ver que iban a matar al que se había convertido en su único amigo.

Avazael estaba sin aliento y esquivó el golpe con torpeza, recibiendo un corte en el costado. La sangre empezó a empaparle los andrajos que usaba por ropa.

El oizán notó que un súbito calor comenzaba a treparle por la pierna. Al mirar vio que su pantalón ardía con una luz rojiza. Manaba de uno de sus bolsillos. Atónito, rebuscó en él y sacó la gema manchada de sangre, que palpitaba como si fuese un corazón.

Los desterrados empezaron a gritar y se llevaron las manos a los ojos. Su piel verduzca humeaba, llena de ampollas.

—¡Vamos, ahora! —gritó a Danari, tomándole de la mano y arrastrándole al otro lado del corredor. El desterrado también se estaba quemando, pero no había tiempo para preocuparse por eso ahora. Corrió delante de él, esperando que su sombra le protegiera.

—¡Arggg! —chilló de dolor Danari mientras corría a ciegas, dando traspiés.

Tras salir de allí, el oizán limpió rápidamente la gema y la guardó, convertida de nuevo en una piedra normal.

Después de vagar durante horas, encontraron una losa que parecía una puerta, llena de extraños símbolos. Asombrosamente se abrió sin dificultad. Tras ella había un subterráneo que Avazael conocía bien porque había estado castigado ahí en numerosas ocasiones. Se suponía que aquel sótano no tenía salida. ¡Estaban bajo la ciudad de Loredia!

El muchacho tuvo entonces una extraña sensación de alarma. Sintió que un peligro le amenazaba por la espalda. Se giró rápidamente y vio que un desterrado, apostado en el fondo del corredor, soltaba la flecha con la que le estaba apuntando.

La saeta voló rauda. A Avazael, sin embargo, le pareció que iba tan lenta como una hoja cayendo del árbol. A pesar de que creía disponer de todo el tiempo del mundo, descubrió que no podía moverse a la velocidad de sus pensamientos, que le decían que se echara al suelo o que se tirara contra la pared.

—¡No! —chilló el desterrado.

En el último instante, cuando la flecha iba a atravesarle el pecho sin ninguna duda, Danari se interpuso en su camino. La flecha se le clavó en el brazo lleno de ampollas.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Avazael anonadado.

—Veneno. Yo inmune —contestó.

—Gracias —dijo Avazael, apretándole el hombro en señal de agradecimiento.

Recuperada la normalidad en el transcurrir del tiempo, el hijo del bosque se lanzó contra la losa de piedra. La puerta, que era fácil de empujar desde el otro lado, era casi imposible de mover desde este. Impulsado por una fuerza que no creía que tuviera, y con ayuda de Danari, consiguió cerrarla justo cuando el enemigo casi había llegado hasta ellos.

—¡A mí la guardia! —gritó como un poseso al apuntalarse contra la losa, presa de acuciante desesperación. Acto seguido rio histéricamente, sintiendo una breve punzada de placer. Siempre había querido decir eso.

El enemigo empujaba con fuerza. Si abría la puerta estaban perdidos, y no había pasado por todo aquello para perecer en las raíces de su casa, bajo ningún concepto.

No tardaron en acudir los guardias del bosque, cuyos ojos casi se les salieron de la cara al verle allí acompañado de un desterrado.

Danari se puso a gritar. Su piel humeaba y se inflaba de ampollas otra vez. Avazael se le echó encima.

—¡Apagad las antorchas! —gritó—. ¡La luz le quema!

Se habían salvado.

Bueno, Avazael se había salvado, porque en cuanto los hijos del bosque supieron, horrorizados, el regalito que les había traído, Danari se convirtió otra vez en prisionero. De nada sirvió que intercediera en su favor. Ni tras explicarles todo lo que había pasado estuvieron dispuestos a renunciar a someterle a juicio, y el oizán sospechaba lo que eso significaba: su muerte. Por eso, una vez le dieron un remedio para la tos y hubo saciado su apetito como si no hubiera un mañana, decidió incumplir la ley del bosque.

Lo hizo esa misma noche.

—¿Dónde vas, cuervo? —preguntó una voz infantil.

—¡Ainzara! —exclamó al abrazar a la chiquilla. No había cambiado mucho en los años que había estado preso; tan sólo había crecido un poco. Avazael aún no asimilaba que hubieran pasado años desde que le capturaran—. Pensé que te había pasado algo. No podía creerlo cuando me dijeron que estabas bien.

—Vi cómo la noche se te llevaba. Lo reconozco: me asusté tanto que no pude ni moverme —confesó abatida—. Todo el mundo te buscó, pero no te encontraron. Pensé que te habías ido sin mí.

—Mira que eres cuerva —rió Avazael lleno de alegría, revolviéndole el cabello.

—¡Qué delgado estás! ¡Y tu cara! ¿Y ese vendaje? No pareces tú. ¿Dónde vas vestido así? —indagó Ainzara, mirándole con suspicacia—. Conociéndote no vas a hacer nada bueno.

—Márchate y no hagas preguntas —contestó muy serio—. No te conviene saberlo.

—¡Jo, yo puedo ayudar! ¡Te demostraré que no soy una cobarde!

—¡No! ¡Márchate! ¡Ahora! —susurró a gritos Avazael mientras miraba a todas partes, comprobando si había alguien en los alrededores.

—¡No quiero! Voy a ir contigo —sentenció ella convencida.

—¡Escúchame! —exclamó Avazael, cogiéndola de los brazos y zarandeándola con urgencia. Ainzara abrió los ojos, dolida y sorprendida. La cosa era seria. Las consecuencias de lo que iba a hacer podían ser desastrosas y no quería implicar a la chiquilla—. ¡No vas a venir, ¿me oyes?! Vas a dar media vuelta y, sin decir ni una palabra, ¡ni una!, ¿entiendes?, te irás a casa.

A Avazael se le clavó en el corazón la mirada de rencor que le lanzó Ainzara. Después la chiquilla se soltó de un empellón, dio media vuelta y se fue en silencio, cabizbaja y con los puños apretados.

«Mejor que se vaya dolida y enfadada que permitirle correr este riesgo. Espero que algún día me perdone.»

Llegó a la puerta del subterráneo que usaban como calabozo, el mismo que usaban como zona de castigo. Como sospechaba, había un guardia apostado en la entrada. No hacían falta más porque Danari no podía salir de allí sin que las estrellas le hicieran arder como una antorcha.

Avazael conocía al guardia y no le caía bien. Se llamaba Zuroa y era un tipo de lo más estirado que alardeaba de ser un imán para las damas cuando no estaban presentes, lo cual era de lo más inapropiado.

Sacó de la talega un trozo de papiro y escribió con la letra más femenina que pudo emular:

Aunque sé que estas palabras no son propias de una dama, no puedo evitar seguir el camino que mi corazón me obliga a tomar. Late por usted y sólo por usted, mi señor Zuroa. Le espero a la vuelta de la esquina, escondida en las sombras del jardín. Le ruego que no le cuente a nadie nada de esto, de lo contrario mi corazón, que late tan violentamente bajo mis senos ahora mismo, expiraría de vergüenza.

La Dama de las Sombras.

Tras reprimir una risita, anudó el papel a una piedra y la lanzó con un tirachinas. ¡Bingo! Le dio en todo el casco. Sólo por ver la cara que puso el desvergonzado al leer la nota, merecía la pena todo el riesgo que estaba corriendo.

Zuroa miró alrededor, buscando el origen de la piedra. Fue paseando lenta y disimuladamente hacia la esquina más cercana y, en cuanto comprobó que nadie le veía, desapareció tras ella. Avazael corrió como un conejo, abrió la puerta con un utensilio de su invención que él llamaba “la llave maestra” y se metió en el calabozo.

—¿Danari?

—¡Avazael! —exclamó incrédulo el desterrado, emergiendo de un rincón. El chico sintió pena al ver de nuevo el triste aspecto que ofrecía el desgraciado—. ¿Dejan visitarme? Yo morir, ¿verdad?

—Tsss, calla. No hay tiempo. He venido a ayudarte a escapar.

Danari mostró los negros dientes al sonreír con aquella mueca suya tan siniestra. Al hijo del bosque le resultó preocupante que le inspirase ternura.

—Pero quemo si salgo fuera.

—Ven. —Echó a andar—. Volveremos a los túneles por los que entramos. Encontraremos otro sitio por el que escapar.

—Está cerrado. Oizán derrumbar y llenar de raíces nuevas —afirmó el desterrado.

—¡Maldita sea! Está bien, sígueme y haz lo que te diga. Guarda silencio.

El desterrado siguió a Avazael en la oscuridad hasta la entrada del calabozo. Para su desgracia, Zuroa ya había vuelto a su posición y releía la nota ensimismado, seguramente preguntándose quién debía ser la exuberante dama que la había escrito. Avazael cubrió a Danari con la manta más pesada que había logrado encontrar y abrió la puerta en silencio. De un golpe seco que le propinó con el arco, dejó al guardia tieso como una estaca.

—Lo siento —susurró—. ¡Danari, dame la mano y corre!

La manta funcionó, porque el desterrado no ardió. Corrieron hacia el bosque, donde Danari tropezaba a menudo al avanzar totalmente a ciegas. Lo llevó a la entrada de una gruta que había descubierto tiempo atrás, cerca de la laguna donde solía ir a cazar luciérnagas. Allí dentro, ya lejos de la luz del cielo nocturno, le quitó la manta.

—Hasta aquí hemos llegado —comenzó a despedirse Avazael con la voz acongojada. Había pasado tanto tiempo con él que no se había dado cuenta del cariño que le había cogido—, ahora debemos separarnos. Esta gruta es muy profunda. No sé hasta dónde llega. Aquí estarás bien. Hay ratas y bichos de esos que a ti te gustan.

—Gracias. Tú salvarme —dijo Danari, cogiéndole la mano. Cuando la separó, le había dejado en ella una semilla verde y negra.

—¿Qué es esto?

—Semilla mágica. Plantar hoy, en noche…

Sonó un chasquido. Un líquido fétido salpicó la cara de Avazael y se quedó paralizado, sin comprender lo que veían sus ojos.

Danari se desplomó como un fardo.

No dijo nada más.

Nunca lo diría.

Una flecha acababa de atravesarle la cabeza.

Avazael se quedó allí plantado, con la mano que sostenía la semilla abierta.

—¡Ahí están! ¿Le he dado? Está muy oscuro —susurró una voz.

El oizán cayó de rodillas ante el cuerpo de Danari. Sus ojos vacíos le miraban. Le acarició el rostro con mano temblorosa. «Qué feo es, el muy canalla.»

—Sí, ya los tenemos —respondió otra voz.

Una lágrima se le desprendió del ojo cuando los guardias lo alzaron en vilo y se lo llevaron. Sus piernas no le sostenían. A Danari lo dejaron ahí como si fuera una rata muerta.

Un gentío se había reunido delante del calabozo ante la expectativa de ver a un desterrado. Entonces uno de los guardias dijo algo que arrancó de cuajo a Avazael del vacío donde se hallaba y lo arrojó a las ascuas de la cólera sin piedad:

—La pequeña tenía razón —le dijo al capitán—. El chico le estaba ayudando a escapar.

—¿Y el desterrado?

—Muerto.

—¿Qué chica? —preguntó con un hilo de voz Avazael, parpadeando por primera vez desde que lo habían capturado.

—¿Qué?

—¿Qué chica?

—Ainzara. Gracias a Lorezain que nos avisó de que ibas a ayudar a huir al prisionero.

Entonces la vio, al lado de su madre, entre la gente, con expresión de arrepentimiento. La niña rehuyó su mirada cuando sus ojos se encontraron.

Presa de la ira enfermiza que nace de la semilla de la traición, Avazael se desasió de los guardias y se lanzó hacia ella; sus facciones deformadas por la rabia.

—¡Sucia traidora! —gritó fuera de sí, cada vez más cerca de la chiquilla, quien mudó su expresión de pena por una de terror.

Los guardias reaccionaron y fueron tras Avazael, pero corría tan rápido como un soplo de viento. Nadie era capaz de cogerle. Por fortuna para todos, el capitán lanzó certeramente unas boleadoras que se enrollaron en las piernas del muchacho, haciéndole caer al suelo. Los guardias le alcanzaron.

¡Que los demonios te arrastren al infierno! —le chilló a la niña echando saliva por la boca—. ¡Ojalá no te hubiera conocido nunca! ¡Traidora del infierno!

Ainzara lloraba agarrada a su madre, entre espasmos e hipos, completamente aterrorizada al ver así al muchacho risueño y bondadoso que siempre había sido Avazael. Todo el gentío estaba en silencio, estupefacto ante las duras palabras que, como púas afiladas, el joven escupía.

Le arrojaron al calabozo sin contemplaciones. Antes de que se cerrara la puerta, sólo acertó a ver, entre la gente, las lágrimas surcando el rostro impasible de su madre. Su mirada le hizo sumirse en un silencio sombrío.

No volvió a salir de allí. No hubo juicio. Al menos no un juicio al que él pudiera asistir para explicarse. Lo que había hecho era grave como para merecer un castigo ejemplar, aunque no tanto como para ser considerado traición, para suerte de Avazael.

Recordó a Danari y sacó la semilla del bolsillo. Plantar hoy de noche, le había dicho. Corrió hasta los túneles en los que había visto tierra, eligió el más feo —pues le pareció lo más apropiado para honrar su memoria— y plantó la semilla.

Nadie fue a visitarle. Ni los carceleros le dirigían la palabra. Al cabo de una mesana de encierro estaba tan mortalmente aburrido que hasta pensaba, muy en serio, dejarse inconsciente dándose un golpe contra la pared. Echaba tanto de menos el cielo y el bosque… Su único entretenimiento era la planta, que crecía poco a poco en la oscuridad. Al principio fue un brote. Con el tiempo alcanzó la altura de una amapola, aunque no tenía flor. Después le salió un pequeño capullo, que se infló hasta hacerse del tamaño de un puño. Avazael esperaba que se abriera mostrando una fantástica flor, pero nunca lo hizo, sólo creció hasta que un día empezó a moverse. En un principio pensó que la imaginación le estaba jugando una mala pasada, porque ya llevaba mucho tiempo aislado, pero luego se cercioró de que no era así. El capullo hacía movimientos ondulantes.

Y entonces se abrió.

Pequeñas y repugnantes arañas verdes salieron corriendo en todas direcciones. Primero, dando un grito, se quedó paralizado por la sorpresa; luego aplastó cuantas pudo con los pies. No obstante, eran demasiadas y se movían a una velocidad asombrosa, así que muchas escaparon.

Sospechando que aquello no era muy normal, tuvo el suficiente sentido común para tratar de avisar al guardia. Si le oyó, hizo caso omiso de sus gritos. Avazael no se lo podía reprochar porque, al fin y al cabo, hasta para él resultaba difícil de creer cuando escuchó lo que estaba diciendo. Sonaba realmente patético y desesperado.

Los tres días de encierro restantes casi ni durmió, se dedicó a matar arañas. Acercándose con sigilo dio con algunas y las aplastó sin piedad. Descubrió que otras se habían adherido con fuerza a las raíces de los árboles para sorberles la savia. Eso no le pareció buena señal. Habían adquirido el color y la textura de la madera, lo que las hacía increíblemente difíciles de localizar.

Cuando el último día de su encierro abrieron la puerta, salió disparado como una ardilla que se escabulle de su jaula. El consejero que había venido a liberarle y otorgarle su solemne perdón —algo que se hacía habitualmente tras la conclusión de un castigo severo— no pudo creerlo cuando Avazael pasó de largo, no sólo sin desearle un próspero día, sino sin siquiera mostrar el menor signo de arrepentimiento.

No tardó en dar con la persona que andaba buscando. Oroilora le miró con dureza, alzado el mentón, mientras él recuperaba el aliento. Era evidente que todavía estaba enfadada. El cabello castaño, cubierto de nomeolvides, le caía en ondas sobre los pálidos hombros como una cascada de melaza. Tenía la piel más aterciopelada que la seda de su elegante vestido y sus ojos eran de un verde luminoso, como la hierba recién nacida. Sin embargo, cuando el chico le contó lo sucedido con las arañas, se oscurecieron como la profundidad del bosque. También había otra cosa en sus ojos: decepción, una decepción profunda llena de una ira sorda y peligrosa. Aquella mirada entristeció y asustó a Avazael a partes iguales.

Su madre, en lugar de reprenderle, se marchó a paso ligero sin decir más que una palabra:

—Basenzoa —sentenció; maldición de los bosques.

La maldición de los bosques, o chupa savia, como las llamaban vulgarmente los oizán, eran esas arañas verdes. Avazael se enteró de que era una de las plagas más peligrosas contra las que habían tenido que luchar en toda su historia. Se agarraban a los árboles como garrapatas, confundiéndose con la corteza, y no se soltaban hasta que el árbol al que succionaban la vida moría de agotamiento. Le inyectaban una misteriosa sustancia que hacía que dejara de producir flores y frutos. En su lugar, producía asquerosos capullos verdes de los que brotaban más arañas, que iniciaban el proceso con otros árboles hasta que destruían el bosque. Librar a los árboles de aquellos parásitos era un trabajo arduo, pues requería un concienzudo examen sin el menor error. Y, aun después de estar limpios, había que vigilarlos para erradicar los capullos que seguían produciendo hasta que desapareciera el veneno, cuyo efecto se prolongaba durante días.

Los tres días transcurridos desde que germinara la semilla en el subterráneo habían permitido que una pequeña parte del bosque se infectara de chupa savias, pero, sobre todo, que se infectara el gigantesco árbol que daba nombre a la ciudad, bajo cuyas raíces estaba el calabozo.

Todos los oizán dejaron sus quehaceres habituales para trabajar a destajo en el bosque, sin parar ni para comer o dormir. Hasta los niños ayudaban. Había que detener cuanto antes la infestación, pues cada instante contaba. El tiempo de exposición a aquellos parásitos era directamente proporcional a la dificultad de eliminarlos más adelante. Desgraciadamente, era noche de Gaubelze y no había Blanco, de manera que los hijos del bosque no podrían trabajar con efectividad en cuanto oscureciera.

El corazón de Avazael se desbordó cuando vio, desde una ventana, a su gente desparasitando a Loredia, el gran árbol de las flores. No le dejaron ayudar. Su madre estaba tan colérica que no era capaz de mirarle a la cara. Esto fue lo que le dijo la última vez que le miró a los ojos, antes de dejarle de hablar durante años. Tenía la voz áspera de ira, los ojos al borde de las lágrimas y los puños tan apretados que se clavó las uñas:

No hay castigo lo suficientemente severo para pagar por lo que has hecho, Avazael Luin Oroilore-udazkena, más que el destierro. —Su boca era una línea recta de desaprobación—. Afortunadamente, todavía eres demasiado joven para juzgarte según la ley del bosque, así que he convencido al consejo, en nombre de Lorezain, para que se conformen con privarte de tus raíces, al menos de la mitad de ellas. Eres una vergüenza para los hijos del bosque y mi corazón no ha sido capaz de rebatirles su decisión, aunque sea mi hijo quien ha causado tan funesta calamidad. Me avergüenzo de ti, hijo mío, por haber traído la desgracia a su propio pueblo. Mi pecho es un desierto, seco de paciencia. Ya no puedo tolerar más tu comportamiento. Pronto vendrán a buscarte para llevarte lejos de aquí, al exilio.

Avazael separó los labios para explicarse.

—¡No oses interrumpirme! —tronó Oroilora. Su voz sonó como un trueno en plena tormenta, sus ojos relampaguearon. Avazael no pudo evitar que las piernas le temblasen ante la fuerza de aquella voz. Cuando se calmó su respiración, continuó—: Te llevarán con tu padre. Aún conservo la esperanza de que tenga éxito allí donde yo he fracasado. Deseo que él consiga domar tu corazón salvaje, enderezando el árbol que se empeña en crecer torcido. Hasta que vengan a buscarte, te quedarás aquí, en tus aposentos. No tendrás vigilancia porque estamos ocupados enmendando tus actos. Aun así, a partir de ahora no hablarás con nadie y no atravesarás esta puerta. Adiós.

Dicho esto, Oroilora se marchó, cerrando la puerta con firmeza. A Avazael le flaquearon las piernas y la cabeza le dio vueltas. Cayó sobre su lecho, completamente inerte salvo por los temblores que sacudían su cuerpo.

No supo cuánto tiempo estuvo en ese estado. Cuando volvió en sí, dos guardias del otoño habían venido a buscarle. No se llevó más que su gema roja. Nadie se despidió de él, aunque vio, como en sueños, que una chiquilla se asomaba desde detrás de una esquina con los ojos entrecerrados, como diciéndole: «Lo sabía, te marchas sin mí. Lo juraste. Tú también eres un traidor, así que ahora estamos en paz.»

Los hijos del otoño que lo escoltaban se miraron entre ellos, preguntándose qué habría hecho un chico tan joven para recibir semejante trato, pero no preguntaron.

La fruta de oro caía tras el horizonte, ya madura, cuando partieron. Tras galopar un rato, la cadencia hipnótica de los cascos de los caballos le ayudó a relajarse. Los ojos le escocían de no parpadear. Era como si estuviera en una pesadilla de la que no podía despertar. Sencillamente no se lo podía creer. Si bien era cierto que en el fondo nunca había encajado del todo entre su gente, había aprendido a apreciarlos tanto como apreciaba el bosque. Los amaba. Era el único hogar que conocía y lo había perdido. Ya no había marcha atrás. Iba de camino a la ciudadela de los hijos del otoño donde vivía su padre, al pie de las montañas, y no sabía si volvería algún día, o si su madre y su pueblo podrían perdonarle.

Mientras se alejaban, se despidió de todo: árboles, riachuelos y manantiales, animales y plantas. El Ojo Negro emergía tras el bosque, abierto. Entonces Avazael pensó en Danari y sus ojos se abrieron como flores del alba.

Tuvo una revelación.

Los cabos sueltos se ataron en su mente.

Como hilos de una telaraña.

Su memoria repitió, sonido por sonido, con precisión absoluta, la conversación que los desterrados mantuvieron en la celda cuando lo capturaron y él se hizo el dormido, solo que ahora podía entenderla:

—¿Funcionar plan, seguro? —había dicho un desterrado, mirando a Avazael.

—Si Malzur decir que funciona, funciona —había chillado el desterrado más grande, amenazando con el puño, presto a dejar claro que no se contradecía lo que decía Malzur. Los otros desterrados se amilanaron al instante.

—Sí, sí. Dejar juntos hasta pronto nueva noche de Ojo Negro. Luego dejar escapar —les recordó un tercer desterrado, de carácter más tranquilo—. Dejar escapar y atacar, así no sospechar. Hijos del bosque capturar y semilla florecer, hacer trabajo. Vigilar. Cuando hijos del bosque ocupados, atacar por sorpresa en noche de Gaubelze.

—Matar, esclavizar a todos —chilló el enorme desterrado, lleno de una ira asesina, mientras se pasaba la lengua por las cicatrices que le hacían de labios—. Oizán nuestros.

Fue entonces cuando el desterrado pateó a Avazael y le rozó la mejilla mientras susurraba:

—Una vez hecho tu trabajo, yo buscarte y comerte. Prometo.

Después dejó los cuencos en el suelo y, para dar más realismo a la situación, regresó y pateó también a Danari:

—Cuidado buru, patada —anunció.

¡Danari le había engañado!¡Todo había sido un plan de los desterrados desde el comienzo! Nunca había sido un prisionero. Los habían puesto en la misma jaula para que confraternizaran con el tiempo y escaparan juntos, y que así Avazael confiara en él.

Una enredadera de espino venenoso se enroscó en su corazón.

El azul de su sombra se encendió.

Aunque ni siquiera era de noche.

Aunque en el cielo no hubiera ni rastro del Blanco.

Avazael, de vuelta en el presente, gritó a los guardias que detuvieran los caballos. Le miraron y se negaron a obedecer. Seguían órdenes estrictas. Al hijo del bosque sólo se le ocurrió dejarse caer del caballo en pleno galope para obligarlos a parar. El golpe lo dejó sin respiración y, tras varias vueltas sobre la hojarasca, quedó tendido en el suelo. Incrédulos, los guardias se detuvieron y se acercaron a él para comprobar si estaba entero. Avazael no perdió ni un segundo y les contó lo que iba a pasar. Los guardias abrieron los ojos desmesuradamente, alarmados. Se miraron con sus ojos tostados, dudando sobre lo que debían hacer, y si debían confiar en la palabra de un joven condenado al exilio.

—¡No hay tiempo! —les gritó Avazael, desesperado.

—¿Cómo sé que no mientes para evitar el exilio? —preguntó uno de los guardias. Había una peligrosa amenaza latiendo en su mirada.

—Juro por Lorezain, diosa de los oizán, jardinera del árbol del mundo, que sólo hay verdad en mis palabras —sentenció firmemente Avazael. La determinación encendió sus ojos—. Si no me creéis, que uno de vosotros me lleve a la ciudadela y el otro regrese a Loredia a poner sobre aviso a mi gente. ¡Vamos, decídete ya! ¡Eguze se está poniendo y los desterrados podrían atacar en cualquier momento!

Los últimos rayos de luz se filtraron entre las ramas e impactaron sobre Avazael, proyectando su larga sombra sobre el suelo. El guardia se quedó atónito cuando vio los remolinos azules flamear en ella.

—Está bien, así lo haremos, pero si estás mintiendo lo pagarás —amenazó el guardia—. ¡Llévatelo, rápido! —ordenó a su compañero.

El guardia susurró algo al oído de su caballo y salió disparado de vuelta a Loredia, raudo como el viento. Avazael subió al otro caballo sin decir nada más y reanudó su camino con el otro guardia, camino a la ciudadela donde vivía su padre.

Deseaba que nada malo le sucediera a su gente, pero él ya no podía hacer más por ellos. Aun así se sintió mejor, más tranquilo, porque de alguna forma había ayudado a enmendar parte de sus errores. Sólo esperaba que madre pudiera perdonarle, algún día.

Y, mientras el bosque se iba a dormir, acunado por el canto de los grillos, un pensamiento se encendió en la mente de Avazael: jamás te fíes de un desterrado.

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Oct 242014
 
 24 octubre, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , ,  23 comentarios »

Cuenta una antigua leyenda de los albores del tiempo
que cinco reyes del mundo se batieron en batalla.
Hicieron temblar la tierra hasta el último cimiento
y no dejaron en pie ni siquiera una muralla.
Relatos de Fantasía - Alguero e Ynidas
Todo empezó una tarde, en una serena playa,
donde dos tristes amantes se besaban a escondidas.
Él era hijo del mar, ella del fuego vasalla,
y aunque debieran odiarse, abrazados se fundían.

Alguero, lengua salada, oleaje de osadía,
príncipe de los mil mares que empuña la libertad.
Ynidas, pelo de fuego, adalid de la alegría,
princesa del volcán y la Llama de la Eternidad.

No hay testigos de sus besos, sólo un viejo palmeral
que baila al son del rumor de las olas y la brisa,
y el sol que, lleno de envidia, se une también con el mar,
ignorando que en las sombras se oculta un mordaz espía.

La flor del amor florece hasta en las tierras marchitas
por mucho que se propongan arrancarla de raíz,
porque aunque no lo parezca tiene unas alas cosidas
que la elevan sobre aquello que la quiere hacer morir.

Prometido estaba Alguero, aunque no fuera feliz,
con la hija de la reina de los bosques de Valnessia.
Pues su padre, el rey pirata, juró por su cicatriz
que unirían mar y bosques desposando a la princesa.

Con tal de ampliar su flota hizo el rey esa promesa,
pues precisaba madera de los bosques de la reina.
Prometer a sus dos hijos fue su inapelable oferta,
y así quedó concertado el enlace de conveniencia.

Cuando Alguero se enteró —cuál fue su amarga sorpresa—,
iracundo se marchó en su rápida fragata.
Odiaba profundamente sentir el ánima presa.
No era moneda de cambio, sino un osado pirata.

A Ynidas le ocurría la misma situación ingrata;
estaba ya prometida desde el mismo nacimiento.
Desde niña le insistieron con la misma perorata:
“Al gran Príncipe del Sol te ata firme juramento.”

Pero nada pudo hacer por callar el sentimiento
que Alguero prendió en su pecho cuando en la playa se vieron.
Cabalgaba el gentil hombre sobre la espuma y el viento
y le quedó en las pupilas su imagen grabada a fuego.

Alguero sintió lo mismo: un remolino en el cuerpo
que le arrastraba sin tregua hasta el fondo de los mares.
Desde entonces se veían, con luna llena en el cielo,
en la playa que les vio convertirse en dos amantes.

Pero aquel funesto día unos ojos vigilantes
se encontraban observando a los pies de una arboleda,
y a la Reina de los Bosques denunciaron, acuciantes:
“El buen novio de tu hija arde con otra candela.”

La reina Silene entró en una furia tan ciega
al ver vejada a su hija, que ordenó a su milicia:
“Contra el reino de los mares levantaos en pie de guerra,
que no quede un solo barco hasta que se haga justicia.”

Cuando el rey de los piratas se acercó con su codicia
a recoger la madera de los bosques de Silene,
un aguacero de espinas lanzadas con gran pericia
azotó por sorpresa al rey Azariel y su hueste.

Muchos piratas murieron sobre el agua azul celeste,
entre ellos, por desgracia, el bravo príncipe Alguero,
pues una espina impregnada de un veneno muy potente
voló hasta su embarcación y le impactó en pleno pecho.

Pobre príncipe de sal, tan joven y tan apuesto.
Va tu barco hacia alta mar, ardiendo bajo la luna.
Llora tu padre y tu gente: “Ya no volverás a puerto;
no habrá para tu asesino por ende piedad alguna.”

Ynidas, en su aposento, no tuvo duda ninguna.
Su gran amor había muerto, lo sintió en el corazón.
En la negrura gritó: “¡Que la Llama la consuma!”;
y el fuego de la venganza en su seno se encendió.

Aunque lloró tristemente, ni una lágrima cayó,
porque cada una de ellas se evaporó en su piel.
Fue hasta la Llama Eterna y con su fuego danzó,
avivándola con ira amarga como la hiel.

La flor del dolor florece hasta en el mejor vergel
por mucho que se propongan arrancarle las espinas,
porque aunque no lo parezca tiene una raíz cruel
que se aferra sobre aquellos cuya alma está perdida.

No esperó al amanecer, la desamparada Ynidas,
para azuzar a sus tropas sobre el reino de los bosques.
Cada arbusto y flor ardió, convirtiéndose en cenizas,
y a la princesa ensartó con su incandescente estoque.

Ynidas se vio cercada por cientos de guardabosques
que Silene convocó al marchitarse su hija.
“Que la hiedra de la muerte a tu corazón se enrosque
y que el alma te estrangule cual espinosa sortija.

“Por la maldición del bosque morirás cual sabandija,
sin vástagos, mustia y fría, totalmente seca y yerma.”
La maldición de Silene arraigó en torno a Ynidas
formando un yugo de ámbar que la postró en la hierba.

La princesa estalló en llamas, barriendo a la soldadesca,
y acercándose a la reina la tomó por la garganta.
“Que tu maldición se cumpla, pero tú ya estarás muerta.”
Y con ansias asesinas la traspasó con la espada.

El rey pirata en su barco aún a su hijo velaba
cuando atisbó el incendio que iluminaba la noche.
No pudo creer que el bosque fuera esa enorme fogata
que engullía la madera en un absurdo derroche.

Subió al castillo de popa farfullando mil reproches
y le habló a la mar de amor en su ondulante lenguaje.
Urgió su infame lujuria y, como último broche,
provocó sus más aciagos celos de mujer salvaje.

La mar, posesiva amante, se erizó de fiero oleaje
y estalló en tempestad, muy dolida con el rey.
Entonces se quedó quieta, espesando su coraje,
dispuesta a hacerle saber que nadie violaba su Ley.

La mar inspiró tan hondo que en cohibida desnudez
dejó sus playas y ribas, desamparando a los peces.
Asomó al horizonte una ola de tal gigantez
que el mundo se quedó mudo, desolado ante su suerte.

El agua lo arrasó todo con su rugido de muerte,
apagando todo el fuego, incluso el del gran volcán.
Apagó todas las llamas, salvo la que era más fuerte,
aquella cuyo nombre era Llama de la Eternidad.

La princesa Ynidas vio, aún en la oscuridad,
cómo se le echaba encima aquella ola gigante.
Supo que no escaparía, y con calma y dignidad,
adoptó regia postura y esperó, pecho adelante.

Abrazó al muro de agua como si fuera su amante
y en fría estatua de piedra se convirtió para siempre.
La maldición de Silene se cumplió en ese instante,
pues nada hay frío y yermo como la piedra inerte.

El Rey del Mar, apenado, se lamentó enormemente
al saber por un pirata quién era aquella muchacha.
Trasladó la bella estatua que sonreía dulcemente
al lugar donde su amor había brillado: la playa.

Pero el Príncipe del Sol, que todo aquello ignoraba,
agraviado se sintió y enarboló su estandarte.
La princesa Ynidas era su prometida adorada,
y aunque no fuera su esposa, justicia pensaba darle.

En la Torre de Cristal, el más brillante baluarte,
se concentraron los rayos más luminosos del sol.
Descargaron su energía, despedazando en mil partes
cada uno de los barcos que navegando encontró.

El espía de la sombra, el depravado soplón
que ante la reina Silene delató a los amantes,
se fue entonces bajo tierra e informó a su señor
de que su maligno plan había sido fulminante.

El Señor de las Tinieblas, dueño de los nigromantes,
dejó las profundidades y emergió de nuevo al mundo.
Destruidos sus enemigos, nadie podía pararle.
Tanta calamidad le hizo sonreír de un modo inmundo.

El firmamento cubrió con manto negro y profundo
para evitar que la luz otro día amaneciera.
El reino del sol cayó, no resistió ni un segundo
el embiste de la sombra que asoló toda Valnessia.

Sólo hubo una cosa que permaneció ilesa:
la falda de una montaña donde brillaba una llama
que alumbraba con su fuerza la playa de una princesa
con dulce expresión de amor y un abrazo que no acaba.

De cinco reinos que hubo, verde, áureo, azul y grana,
solamente quedó el negro extendiéndose sin fin
a causa de dos amantes que en una orilla se amaban,
ignorando que sus besos acabarían así.

Escuchad vuesas mercedes lo que tengo que decir:
esta es la triste historia del bravo Alguero e Ynidas,
que fueron valientes como para arriesgarse a vivir
un amor que pocos viven ni en toda una larga vida.

Y dicen que aún se abrazan los amantes a escondidas
las noches que en esa playa la luna llena les mira,
pues sube el agua del mar porque Alguero no la olvida,
y abraza y cubre de besos a la bella y fuerte Ynidas.

La flor del amor florece hasta en las tierras sombrías
por mucho que se propongan apagarle la raíz,
porque aunque no lo parezca tiene unas alas rojizas
que la protegen del frío que la quiere hacer morir.

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Oct 012014
 

Avazael Luín cogió su arco y su talega y se internó solo en la espesura. No sabía dónde estaba la torre. Sin embargo, algo en su interior le decía que la encontraría, no sabía por qué. Así que se dejó llevar, corriendo sin saber muy bien hacia dónde se dirigía, escuchando los susurros de los árboles. La luna blanca derramaba su luz sobre el bosque, rompiendo a jirones la densa oscuridad al colarse entre el ramaje. Veía lo suficiente para correr sin partirse un tobillo y, además, él estaba acostumbrado a correr por el bosque de noche. Tanto era así que ni siquiera se enganchaba la capa en los arbustos. Miró su sombra y sonrió. Cualquiera que la mirara con la suficiente atención se daría cuenta de que no era negra del todo, sino que estaba impregnada de un azul muy oscuro, prácticamente negro. No, todavía no era negra del todo.

 

Antes había sido mucho más azul. Recordaba que, cuando era niño, refulgía en las noches de luna llena con un vivo azul encendido. Era como si con el paso de los años estuviera perdiendo su tinte especial y cada vez fuera más parecida a la de todo el mundo. Y eso le entristecía y le cabreaba al mismo tiempo.

 

Su madre le contó que la noche en que rompió aguas había luna llena, redonda como un queso de cabra. No había ni una nube que empañara el brillo de las estrellas. Sólo otra cosa les quitaba el
Relatos de fantasía - Sombra Azulprotagonismo esa noche, otro astro que cruzaba la cúpula del mundo: una estrella fugaz que desprendía una luz azul brillante. Nunca habían visto una estrella así y seguramente jamás volverían a verla. Dijeron que era un presagio de los dioses. Y justo en el momento en que su madre le daba a luz y él veía por primera vez el mundo, la estrella azul pasó por delante del centro de la luna. Decían en su pueblo que el recién nacido le había robado la luz a la estrella, y que a eso se debía que su sombra no fuera normal y que sus ojos fulguraran con un extraño azul cuando la luna se paseaba por el cielo. Por eso su madre lo llamó Avazael Luín, cuyo significado era, literalmente, Sombra Azul. Decían también que aquella estrella había marcado el sino del bebé como una sonrisa marca la cara de un enamorado cuando recibe un flechazo de amor, y que por eso el corazón del niño era risueño e inquieto, travieso y salvaje, nada parecido a cómo suele ser el corazón de los hijos del bosque, más sosegado y prudente.

 

Avazael no entendía por qué su sombra estaba perdiendo el azul conforme se hacía mayor. Se había ido oscureciendo hasta adquirir un color completamente normal. Sospechaba que era porque los adultos estaban aplacando poco a poco su corazón salvaje, cincelando en él las normas de conducta de cualquier hijo del bosque que se precie. Sólo cuando la luna surcaba el cielo de las noches de verano y las luciérnagas revoloteaban sobre la laguna, como ahora, su sombra se teñía otra vez de azul y sus ojos refulgían de misterio con una luz estrellada. A ese paso, su sombra sería perfectamente normal antes de hacerse adulto. No, todavía no era negra del todo, y si de él dependía jamás lo sería.

 

Las piernas le ardían. Se detuvo un momento a recuperar el aliento apoyado en el tronco de un abedul y se sintió reconfortado por el fresco olor de una planta de hierbabuena que debía haber no muy lejos de allí. Él solía salir al bosque por la noche, pero no acostumbraba a correr así. No obstante, debía continuar si quería llegar a la torre antes que los cazadores, así que siguió corriendo sin rumbo fijo, cambiando de dirección cada vez que su intuición le decía que debía hacerlo.

 

Hacía unos días supo que algo no iba bien, en el mismo instante en que escuchó la inquietud en el corazón de su madre y los vecinos. Nadie quería decirle qué ocurría porque era demasiado joven, un niño como decían ellos, pero él se escabulló entre las sombras cuando los mayores se reunieron y se enteró de que una criatura oscura y sedienta de sangre se había instalado en algún lugar del paraíso que eran aquellas tierras. Entonces tomó una precipitada decisión, empujado por las últimas gotas de ímpetu que aún quedaban de su corazón salvaje, y se marchó en busca de la bestia asesina armado con su arco. Si la vencía sería un héroe, y aquella idea le enardeció.

 

Cuando ya pensaba que las piernas iban a dejar de sostenerle, vio la silueta recortada contra la luna. Un hormigueo le recorrió la espalda. Era la torre que estaba buscando, de la que hablaron los mayores en la asamblea. Allí estaba la bestia, en alguna parte. Entonces observó que una de las altas ventanas estaba iluminada. Ése debía ser el lugar.

 

La torre era gigantesca. Calculó que a lo mejor se necesitarían cien hombres cogidos de la mano para rodearla. Jamás había visto una construcción semejante. La puerta también era enorme, alta como un árbol. A pesar de su tamaño, le sorprendió poder abrirla casi sin dificultad. Ni siquiera crujió. Sintió una picazón en los brazos al hacerlo y se percató de que algo no cuadraba. Se quedó inmóvil, pensando en qué podía ser. Sólo le llevó unos instantes darse cuenta de que era el silencio. Había una intensa quietud alrededor. No se oían grillos ni lechuzas, ni tampoco búhos; ninguno de los ruidos que colmaban el bosque de noche. Aquello no era buena señal.

 

Avazael miró su sombra y sonrió. Se deshizo de la sensación de alarma que le atenazaba el pecho y entró. No había llegado hasta ahí para detenerse ahora porque el bosque estuviera en silencio. Dentro de la torre no se veía nada; no había ventanas por las que pudiera colarse la luz de la luna. Cogió su talega y sacó un pequeño candil de madera. No tenía mecha ni llama, sino tres pequeñas lucecitas verdes que revoloteaban en círculos: luciérnagas que había cazado en la laguna antes de salir. La tenue luz verde daba al lugar un aspecto fantasmagórico. El ambiente era opresivo. El aire no se movía ni un ápice y una capa de grueso polvo lo cubría todo. Salvo por una impresionante escalera que ascendía hacia arriba, no había nada en la sala. Resultaba obvio que el lugar estaba abandonado desde hacía años; nada había pasado por allí. Sin embargo desde fuera había visto una ventana iluminada. Alguien tenía que haber encendido la luz. ¿Cómo era posible? Aquella parecía la única manera de entrar en la torre y no había ninguna huella que indicara el paso de nadie. Además, dudaba que una bestia encendiera una lámpara para ver en la oscuridad.

 

Desechando las preguntas que caracoleaban en su mente como la tortuosa escalera que tenía delante, cogió el arco, colocó una flecha en él y se dispuso a subir. Los pisos se sucedieron ante sus ojos sin nada distinguible entre uno y otro. Todos le parecían iguales, vacíos y cubiertos de polvo. Tras un rato, mientras subía otro tramo de escalera, atisbó la luz. Al fin había llegado. El resplandor procedía del extremo de un pasillo, girando un recodo. Guardó el candil con cuidado y observó con atención. Le costó relajar su respiración lo suficiente como para que no se escuchara en aquel tenso silencio. Estaba muy nervioso. No veía a nadie, pero se sentía como una ardilla acechada por un halcón.

 

Cuando se sintió preparado, avanzó por el pasillo. Lo hizo tan sigilosamente que no se escuchaba ni el leve frufrú de su ropa. Sabía que le iba la vida en ello y, aunque era mortíferamente certero disparando con el arco, la sorpresa era la única baza que tenía.

 

Llegó a la esquina y sacó de su bolsa un extravagante artilugio: un espejito redondo atado a un palo que hacía las veces de mango. Asomó el espejo más allá de la pared y miró a través de él para ver lo que acechaba tras la esquina. Ahí estaba la habitación de la que procedía la luz, cuyo único mobiliario consistía en una cama cubierta por un delicado dosel blanco y una mesita sobre la que brillaba la luz de una vela.

 

Guardó el espejo y, mientras tensaba la flecha en el arco, giró la esquina. En el mismo instante en que lo hacía supo que algo no iba bien. La sensación de peligro más intensa que había tenido en la vida trepó como una araña por su espinazo hasta posársele en la nuca. Pero ya era tarde para echarse atrás, y al posar el pie al otro lado de la pared se encontró frente a frente con una mujer que estaba en medio de la entrada de la habitación como si vivir en una torre abandonada en medio del bosque fuera la cosa más natural del mundo. No era el monstruo con garras y colmillos afilados que Avazael había esperado, sino la dama más bella y radiante que nunca hubiera visto. Tanto era así que sintió que aquella mujer le robaba el latido del corazón. Percibió cómo éste abandonaba su pecho en dirección a la dama y le abandonaba para siempre. Inspiró una última bocanada de aire y, sin darse cuenta, dejó de respirar.

 

Le pareció que ese instante se alargaba hasta el infinito, por lo que tuvo tiempo de sobra para admirar el blanco satén que era la piel de la dama y para desear febrilmente aquellos labios rojos. Tuvo tiempo de apreciar las exuberantes formas de mujer que insinuaba su vaporoso vestido, el cual flotaba alrededor como si una brisa inexistente lo elevara. Y sus ojos eran… eran dos perlas de pura noche concentrada en los que uno quería perderse irremisiblemente.

 

La torre se desvaneció junto con todo lo demás. Sólo quedó un negro vacío en el que los ojos de la dama eran dos hipnóticas estrellas que le llamaban desde la lejanía, envolviéndole. Sólo se oía un rítmico y lejano palpitar que invitaba a relajarse.

 

Sin mover los labios, la dama de blanco le acarició con deliciosas palabras que derritieron su voluntad. Avazael supo que era de una raza tan antigua como el mismo mundo. Se sentía sola. Llevaba sola tanto tiempo que no recordaba ni lo que era el calor de otra piel. Anhelaba ser suya, quedarse a su lado para siempre. Sólo quería que la abrazara, que la consolara, que le diera un poco de calor. Sólo eso. La dama de blanco abrió los brazos, suplicante. Le prometió entregarse sin reservas si él le entregaba su corazón. Serían uno, en un solo latido.

 

Avazael habría llorado, conmovido, habría suspirado, muerto de amor, de haber podido hacerlo, pero estaba suspendido en ese interminable instante que no quería que acabase.

 

Cuando estaba a punto de entregarle su corazón para siempre, una luminosa línea blanca apareció tras la dama y rasgó el vacío. Era un atisbo de la luna, que asomaba por la ventana de la habitación de la torre. Las pupilas de Avazael absorbieron la luz y refulgieron. Su sombra se tiñó de azul oscuro, deshaciendo la oscuridad que le rodeaba como niebla que se disipa bajo el sol. Exhaló el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta.

 

Sí, era la mujer más extraordinaria que Avazael había contemplado, y la más peligrosa. Desprendía tal peligro que lo hubiera podido esculpir con un cuchillo. Avazael, no obstante, nunca se había dejado amedrentar por el peligro y no pensaba empezar ahora, por lo que decidió no dejarse vencer por aquel hechizo y, con un ágil movimiento de los pies, avanzó girando por el pasillo. Cada movimiento que hacía se le antojó largo como una noche entera. La distancia que le separaba de la mujer, a pesar de ser tan corta, era inabarcable. Vio cómo su capa ondeaba en el aire, tratando de seguirle. A medio camino de la dama, recuperó al vuelo el latido de su corazón a la par que dejaba caer el arco. Antes de que éste llegara al suelo, había llegado hasta la mujer. Olía a rosas negras, lo supo aunque no había olido ninguna. Avazael la cogió y, dándole la vuelta, la besó. El arco cayó al suelo con un ruido sordo, levantando en el aire una nube de polvo cuyas motas relucieron con la luz de la luna.

 

La dama de blanco no se movió, hipnotizada por los ojos del muchacho. Aunque habría podido matarle al instante, tampoco le atacó, porque estaba sorprendida por la rapidez con que aquel incauto le había robado un beso que, atónita, descubrió placentero. No se movió porque la audacia de aquel extraño había traspasado sus muros con la sencillez con que un pájaro atraviesa la muralla de un castillo.

 

Aquel besó sólo duró un suspiro, pero en cuanto sus labios se tocaron Avazael sintió que le aspiraban todo el aire que tenía en el pecho y, con él, una parte de sí mismo que jamás recuperaría. Abrió desmesuradamente los ojos cuando la sangre se le aceleró hasta arderle en las venas. El beso duró un suspiro, pero liberó de nuevo su corazón salvaje y su sombra recuperó el azul magnético que había perdido con los años. Aquel beso sólo duró un suspiro porque, mientras se producía, la flecha de un cazador que había llegado a la cima de la escalera surcaba el aire, aleteando silenciosa y mortífera como los labios de aquella mujer.

 

Ella normalmente habría podido apartar esa flecha como se aparta una hoja del cabello, pero estaba inmersa en ese extraño beso y, cuando percibió la flecha, ya era tarde. Sólo tuvo tiempo de apartar al joven hijo del bosque el espacio suficiente para que la flecha, al partir su negro corazón, no le atravesara a él también cuando le salió del otro lado del pecho.

 

Avazael se apresuró a tomarla entre los brazos. No apartó la mirada de sus ojos mientras moría. La mujer se convirtió en marchitos pétalos de rosa sobre la sombra del muchacho, deshaciéndose entre sus dedos como un sueño que pasa de largo. Sólo quedó en su mano una gema con forma de lágrima, de un color sanguinolento.

 

Avazael se notaba distinto, más intrépido, mucho menos sensato. Él le había robado un beso, ella al parecer le había robado prácticamente todo su sentido común. Él le entregó su primer beso, ella le salvó la vida, y, según le pareció a él, fue un trato bastante justo.

 

Avazael miró su sombra, teñida de un azul resplandeciente, y sonrió.

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