Diego A. López García

Como lector siempre buscó en las novelas ideas originales y trascendentes. Fue en la fantasía y en la ciencia ficción donde más las encontró. Varias de ellas, deseando nacer, andaban en pos de un escritor, pero sólo dieron con él. Le hechizaron, le obligaron a estudiar el oficio y alumbrarlas en una novela. Y desde entonces, sigue hechizado…

Ago 272014
 
 27 agosto, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with:  Sin comentarios »

Vio las alas luminosas bajar en silencio. Los pies níveos se posaron sin levantar el polvo. Todo en ella era diferente a como la recordaba, excepto los ojos. Siempre reconocería sus ojos, por muchas veces que cambiaran de color.

Se acercó con una lentitud lacerante para ambos, pero decidida. Él dio un paso, y se obligó a detenerse. La esperó hipnotizado por aquellos ojos de cielo líquido. Sintió la mano alba posarse en su mejilla oscura, otrora nácar como la de ella. No pudo evitar estremecerse, ni que sus brazos se elevaran por sí solos, ni que sus dedos buscaran el cuerpo de ella. Cuando fue consciente de lo que hacían los bajó con enorme esfuerzo.

—¿Cómo es que estás aquí?

—Tras tanto tiempo, ¿importa?

—¿Qué has sacrificado esta vez, alma mía? No quiero participar en… Su tortura.

Ella le agarró la muñeca y se la llevó a su mejilla. Las manos de ambos se humedecieron de lágrimas.

—No merecemos esto. Nadie, ni siquiera nuestros hijos soportaron tanto.

—Lo sé, mi luz. Pero ni todo el tiempo del mundo podría borrar nuestro amor.

Él apartó la mano y le dio la espalda.

—Ni tampoco mi odio. —Giró a medias—. ¿Cómo puedes no odiarlo, tú?

—¿Y dejar a nuestros hijos indefensos? ¿Cómo puedes no quererlos tú?

Él agachó la cabeza y suspiró. Sintió cómo ella se abrazaba a su espalda. Las alas negras se apartaron y la envolvieron. Notó la piel cálida, las suaves manos sobre su torso, y las agarró entrelazando los dedos.

—Claro que los quiero. Oigo a cada segundo sus lamentos. Todos y cada uno de sus lamentos. Como tú. Él dice que es por nuestra culpa, pero todo empezó con la guerra. Su guerra. ¿Recuerdas?

Ella no respondió.

—Tienes que recordarlo, alma mía. Tienes que entender por qué yo no puedo pedir su perdón.

Ella se apartó.

—¿Aunque esté otro siglo sin verte? ¿Aunque mantenga en la oscuridad a nuestros hijos?

Él tragó saliva. Ella se sentó abrazándose las rodillas. Las alas se cruzaron ocultando su rostro. Él se acercó indeciso. Se agachó a su lado, y con voz suave le fue hablando.

—Desde que comenzó la guerra sabíamos que era imposible. Todos lo decían. Él lo prohibía. Yo jamás lo imaginé. Y sin embargo sucedió. Nosotros lo hicimos posible ¿recuerdas?

Ella no respondió.

—Sé que duele, pero tienes que recordar el día que nos conocimos. Acababa de hundir en tu compañero mi espada llameante. Estaba a punto de matarte… ¡A ti, alma mía…! Hasta que me di cuenta de que no ibas a atacarme. Me diste la espalda. Te arrojaste sobre tu amigo sin importarte tu vida. Tan sólo deseabas compartir los últimos momentos de la suya. Beber su tiempo y atrapar su mirada, como si con eso pudieras salvarle. ¿Te acuerdas?

A ella se le escapó un suspiro herido, pero mantuvo el silencio.

—Observé cómo se sacudía tu cuerpo. Oí el dolor escapar desde tus labios. Me lanzaste esa mirada amarilla. Vi tu alma sangrar por tus ojos… Y sangró la mía, porque por un instante os entendí. Ya no erais alas negras y colmillos. Las garras, los cuernos, sólo una cáscara para un corazón parecido. Criaturas sin dios, ni hogar. Apátridas en un universo que no creasteis. Combatidos y exterminados por nosotros, la luz que barría las tinieblas. ¿Recuerdas?

Ella alzó la cabeza un instante. Sus ojos habían cambiado al oro viejo. Asintió perdiendo la mirada en el suelo.

—Recuerdo haber caído de rodillas. No podía apartar los ojos de ti, ni de tu dolor. Me sentí engañado, asesino, sucio. Recuerdo que solté mi espada, vi su llama flaquear y luego oscuridad. Ahí comenzó mi oscuridad. Al apartarme de Su luz, de Su verdad, empecé a parecerme más a vosotros, la raza de las sombras, los hijos de las tinieblas… Pero eso ya no importa.

Por un momento ella miró sus alas radiantes, y sus ojos cambiaron al marrón. Los cerró con fuerza y una mueca de disgusto. Cuando volvió a abrirlos regresó el oro viejo a sus pupilas y la tristeza a su rostro.

—Tenía tu mirada clavada en mi alma, tu aroma, tu dolor. Y los seguí. Quería limpiar mi culpa. Sufrir lo que tú habías sufrido, y luego morir como yo había matado. Al principio no lo entendiste. Tuve que atraparte. Te obligué a coger mi espada. ¿Recuerdas? Me arrodillé ante ti y esperé tu venganza. Esperé una eternidad. Vi el reflejo del acero desde mi cuello, pero no dejé de mirarte. Tus garras me pincharon, como si quisieran hundirse. Entonces tus ojos cambiaron de color. Las uñas desaparecieron y…, y me tocaste. Un tacto suave y cálido que jamás había sentido. Cogí tu mano por instinto, por curiosidad, o quizás… No lo sé. Gritaste, me apartaste de ti, ¿recuerdas? Y luego huiste.

Las alas blancas se recogieron a su espalda, y él se acercó un poco más.

—Pero ya era tarde. Yo había visto tu alma, y tú la mía. Era cuestión de tiempo. Tiempo para lavar mi culpa, tu dolor, nuestros miedos… Tiempo lleno de excusas para encontrarnos, para conocernos. —Bajó la voz, adquirió un tono más pícaro—. Tiempo para entender qué significaba ese azul de gotas de agua que cada vez aparecía más en tus ojos, —ella sonrió ruborizada—, o por qué yo necesitaba tanto tocarte, sentir tu piel. Tiempo para hallar el rincón más apartado del universo, una bola de barro y su estrella. Tiempo para unirnos.

Acarició con ternura su rostro de nácar. Por primera vez mostró una sonrisa, y el brillo de su mirada se fundió con el de ella, ahora, de nuevo, cielo líquido. La besó en los labios y deseó quedarse así para siempre. Al apartarse observó sus manos entrelazadas: nácar y obsidiana, pero justo al revés de cómo antes habían sido. Una mueca de enfado cruzó fugaz por su rostro, y continuó:

—Nos unimos Lilith. Y de nuestra unión prohibida nació una nueva raza, la raza del Hombre. Nuestros hijos Lilith. No Suyos. ¡Nuestros! Y eso Él no pudo soportarlo Lilith. Le arrebatamos la creación de la mejor criatura. Una criatura que escapaba a su control. Una criatura con mi luz y tu libertad Lilith. Hecha de barro y estrellas, e independiente de Su Palabra. Libre del Altísimo, Lilith. ¿Lo entiendes?

»Por eso nos castigó. Nos separó. A mí me condenó a las sombras, a nuestros hijos con el dolor y la ignorancia, y a ti…

—¡Sh! ¡Calla! ¿No oyes sus llantos? ¿Sus oraciones? ¿No te duelen sus lágrimas? Una madre tiene que hacer lo que tiene que hacer, Lucifer. No puedo luchar contra Él. Tan sólo suplicarle, obedecerle, aceptar su castigo. Dejaré de ser demonio para convertirme en esfinge, arcángel, Eva o María; renunciaré a mi forma, viviré donde me pida con tal de aliviar el dolor de uno sólo de mis hijos.

—Pero no es justo, alma mía. No es justo. No puedo dejar de rebelarme, ¿lo entiendes? No tengo otra arma. No tengo nada, Lilith. Nada… nada…

Cayó de rodillas con sus manos abiertas y vacías. Su negra piel se agrietó dejando escapar lágrimas de sangre que anegaron sus mejillas. Ella lo rodeó con brazos, alas y piernas, y lo cubrió de besos.

—Sí que tienes algo, mi luz. Tenemos algo…

Y sus ojos brillaron con el azul de mil océanos.

Relatos de Fantasía - Ángeles Caídos

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May 302014
 
 30 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  1 Comentario »

Miro al Este. El sol está a punto de salir. Es justo ese momento en el que las cosas dejan de ser sombras. Normalmente me alegro, pero hoy… Es como si las sombras se hubieran quedado dentro, envenenándolo todo. Y no es sólo por el bosque de lanzas que tiembla en el llano, acechando tras las nubes de polvo y deseando caer sobre nosotros.

Le llevo el desayuno a mi señor. Se me hace la boca agua, pero jamás se me ocurriría comer antes que él, como hacen otros escuderos. Aunque sé que no me lo reprocharía si alguna vez le hiciese esperar. Él nunca se queja. Así es mi señor. El mejor señor del mundo. El Héroe de Natrós. No hay taberna en la que no se hayan cantado sus gestas. He contado por cientos, ¡cientos!, las personas que le deben la vida. ¡Por las barbas del Divino! ¡Lo dichoso que sería yo de salvar sólo a una!

La mejor cosa del mundo, después de ser él, es ser su escudero. Poder estar a su lado y ver lo que es capaz de hacer. Él sólo se ha enfadado conmigo cuando me he acercado demasiado en el combate. “Los escuderos nunca reciben honores, es justo que tampoco se arriesguen jamás”, me dice. Sé que lo hace por mi bien, pero yo quiero estar ahí. No aguantaría que a mi señor lo matasen porque no pude alcanzarle un hacha o un escudo a tiempo. Así que ahora trato de esconderme para estar cerca. Es fácil en el jaleo de la batalla. A veces consigo ponerme a sólo dos pasos. Un poco más y podría tocarle.

Jamás se me ocurriría.

Relatos de Fantasía - Batalla épica

Yo siempre me quedo atrás. Callado. Mirando su magia. Porque mi señor es un mago cuando lucha. Estoy harto de ver combates y sé reconocerlo. Lo he visto también en otros caballeros. Muy pocos. Pero hasta para esos tiene mi señor recursos. Él los llama sacrificios. Es perder para ganar. Deja que le den en algún sitio para que él pueda vencer a cambio. Es muy peligroso. Puede morir en el intento. De hecho está muy tocado del último. Él llevaba un refuerzo de hierro a un lado de la barriga para eso, pero no se puede cubrir todo. Han pasado más de dos meses, y aún le cuesta respirar. Él disimula, pero yo lo conozco. Me basta ver cómo coge la escudilla para saber cuánto le duele. Pero yo atrás. Callado. Mirando al corro de oficiales y escuchando.

—Hemos ganado batallas peores.

—Si el asunto no es que no podamos ganar ésta, que ya tiene mala pinta. Es que va a ser una masacre.

—Si Nemok vence lo será. Todos sabemos que ese demonio disfruta matando. Pero si la victoria es nuestra…

—También. ¿O crees que alguno de ellos se atreverá a rendirse? ¿O simplemente a retirarse? ¿Ya has olvidado a qué condenó a los últimos que lo hicieron?

Todos callan y miran al suelo. No dejo de ver sombras en sus ojos.

—No me explico cómo se mantiene en el poder.

—Yo sí. Puro miedo.

—¿Y a nadie se le ha ocurrido eliminarlo antes?

—¡Ja! ¡A más de uno! De entre los suyos, los que aún tenían agallas, lo intentaron y fracasaron.

—Eso fue una chapuza.

—No. Te equivocas. Ellos calcularon que él solo no podría contra diez hombres a la vez. Y el maldito diablo pudo.

—¿Tan bueno es?

Nadie contesta. Y eso para mí es la peor respuesta.

—Pues la solución está clara. Todo este infierno se debe a un hombre. Sólo a uno. Nemok. Nadie aquí quiere luchar excepto él. ¡Por el Divino! Ni siquiera sus propios soldados. Hay que eliminarlo como sea.

—Ése es el problema, el cómo.

—Yo sigo pensando que si atacamos en cuña, directos a su posición…

—Ya lo estudiamos anoche, y vimos que sería casi un suicidio. ¡Son decenas de miles!

—Lo sé. Y estoy de acuerdo. Pero ¿qué otra alternativa queda?

Entonces mi señor habla. Y a mí se me hiela la sangre.

—Hay que retarlo en duelo singular.

—¿Y si no acepta?

—No tiene más remedio. Tú lo has dicho. Su poder se basa en el miedo. Si sus soldados perciben debilidad, estará acabado.

—Si diez hombres no pudieron con él, ¿quién de nosotros se atreverá?

—Yo lo haré.

La mirada de mi señor tiene más sombras que nunca. Creo que sé lo que es, y no quiero pensarlo. Me queda claro cuando me dice que deje el refuerzo de hierro.

—Tampoco necesitaré hoy la cota de mallas –me dice—, debo ir ligero. Sólo la armadura para engañar, pero nada más.

No digo una palabra. Me quedo sin poder hablar ni moverme. Él me sonríe y me achucha el hombro diciéndome que no me preocupe de nada. Pero las sombras siguen en su mirada. Y ahí veo lo grande que es mi señor. Sabe lo que va a hacer y encima tiene tiempo, quizás el último que le queda, para mí. Para un simple escudero.

—Ya sabes que no estoy bien para luchar como siempre. Incluso así lo tendría crudo contra ese Nemok. Pero si arriesgo puedo sorprenderle. Tan sólo estoy consiguiendo posibilidades. Y no lo dudes, las tengo.

Sé que él lo cree. Pero llevo muchos años en el oficio como para ver lo pocas que son. Bajamos al llano los dos solos. Nuestras monturas levantan el polvo, y nada más verlo me viene a la cabeza cómo se traga a la sangre. Me pregunto cuánto de ese polvo fue sangre de alguien alguna vez. Hoy decenas de miles de hombres vienen dispuestos a dar de beber y a convertirse en ese polvo.

Delante se acerca Nemok. Su armadura negra me recuerda a las escamas de una cobra. No es especialmente alto, ni corpulento. Y eso me hunde. Adivino lo que no quiero ver. Mientras sujeto las riendas del caballo de mi señor no puedo dejar de mirar cómo Nemok descabalga. Sus movimientos lo delatan. Es de esos pocos que tienen la magia. Y por sus hechuras debe ser muy rápido. Demasiado para mi señor. Justo lo que no quería ver. Le muestro la daga corta a mi señor, el arma más ligera que tenemos, pero él la rechaza.

Empieza el combate y me parece estar entrando en el mismísimo infierno. Mi señor saca toda su magia. Lanza las estocadas con fuerza, por los sitios más inesperados. Pero Nemok lo para o lo esquiva todo. Mi señor improvisa, crea trucos nuevos. Nemok simplemente es mejor. Aprovecha los riesgos que corre mi señor y lo hiere. Nunca mortalmente, pero lo golpea, y le hace cortes. Y veo cómo se cansa, y sangra, y pierde la esperanza poco a poco.

De pronto los dos se paran. Se observan. Mi señor me mira. Yo le enseño la daga, pero él me pide el mangual. Tardo en dárselo, porque sé lo que significa. Veo cómo arroja el escudo y no puedo soportarlo. Ahora no lleva ninguna protección para esa técnica de sacrificio. Y encima no es de las mejores. Pero no puede hacer otra. Su lesión no se lo permite.

Yo quiero gritarle. Decirle que abandone. Pero no me sale la voz. Me quedo quieto, como antes, sin poder moverme ni hablar. Con el escudo en un brazo, la daga entre los dedos y el hacha en el otro. Quieto, dos pasos detrás de mi señor. Casi a punto de tocarle. Callado. Mirando. Mi señor avanza y me oculta la figura de Nemok. Mis dientes rechinan mientras anticipo sus movimientos, que conozco de memoria. Veo la magia una vez más, y todo en él se mueve como debería.

La espada enemiga brota entre las costillas de mi señor. Mucho más profunda de lo que se suponía. La angustia me sube a la garganta como si quisiera reventarla.

Ahora debería llegar el grito de Nemok, pero no oigo nada.

Veo a mi señor caer de espaldas. Miro el guantelete de Nemok, ensangrentado, que agarra la espada de mi señor, en vez de estar clavada en su pecho. Mi señor boquea desesperado. Mi señor. El mejor…

Nemok se quita el casco, y sonríe. Está viendo a mi señor sufrir, en los últimos instantes de su vida, y… y sonríe…

Sonríe…

Levanto el hacha…

¿Qué estoy haciendo? No voy a ganarle. Sé que no puedo. Ni siquiera tengo posibilidades como mi señor.

Avanzo un paso, luego otro. Subo el escudo, aunque mi barriga es difícil de cubrir.
¿Por qué lo hago? A mí nadie me recordará. Los bardos no cantarán mi nombre. Ningún templo albergará mi tumba ni habrá mármol escrito en mi honor. Ni siquiera matando a Nemok. Todo el mundo diría que quien ganó este combate fue mi señor, que lo habría herido mortalmente antes. Incluso mi segura muerte será olvidada. “Los escuderos nunca reciben honores”.

Nemok suelta una carcajada. No se pone el casco. Sabe que no lo necesita contra un gordo como yo. El miedo me quema. Quiero salir corriendo. La ira ha bajado lo suficiente como para darme lucidez. Debería huir…

Miro al fondo. Sus soldados aguardan. Y sé que detrás de mí están los míos, que también esperan. Y sus mujeres. Y sus hijos. Y no sé cómo, empiezo a correr. Pero no hacia atrás, sino a por Nemok.

No logro tocarle. Ni rozo su espada. Él no sólo me esquiva. Mi pierna sangra y ni siquiera he visto cómo me ha cortado. Lo encaro. Adopto la postura que tantas veces vi en mi señor, pero yo no llevo refuerzo de hierro. Nemok se acerca andando, confiado. Todo pasa muy rápido. Siento cómo la espada se clava en mi barriga, pero tarda en cortar toda esa grasa. Nemok no ve la daga de mi mano izquierda, y yo agradezco al Divino que no quisiera ponerse el casco. Los dos caemos sobre el polvo. Él sangra a borbotones por el cuello y chilla. Se tapa la herida con la mano, pero no sirve de nada. Basta ver cómo el polvo traga su vida a chorros para adivinar que no le queda mucho.

Mi barriga está abierta y no quiero ver lo que sale de ella además de la sangre. Sé que me espera una muerte mucho más lenta. Quiero gritar, llorar, pedir ayuda. No aguanto el dolor, me supera. Quiero que todo acabe ya, que el Divino me lleve de una vez. Pero el dolor no se va, sigue subiendo, y la sangre manando y el polvo bebiendo.

Mientras me retuerzo apretando los dientes miro al fondo, a todos esos hombres que no van a pasar por lo que yo. Al menos hoy no. ¿Cómo dijo el oficial? “Decenas de miles”.

Sí, decenas de miles…

Y sonrío.

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Abr 252014
 
 25 abril, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: ,  10 comentarios »

—Por Héctor, el valiente, el defensor de Prinua, ¡el matador de dragones…! –dijo alzando la jarra de cerveza. La espuma bailó sobre el borde, pero no se derramó. De hacerlo habría caído con toda probabilidad sobre alguien, pues a pesar de la amplitud de la taberna, apenas se cabía.— ¡¡Viva!!

—¡¡VIVAAAA!! –respondieron a coro los parroquianos.

Sonó con estruendo. Había alegría y gratitud en sus miradas, todas dirigidas a un hombre que curiosamente no parecía desearlas. Todo lo contrario. Héctor trataba de pasar desapercibido, y cuando no lo conseguía, saludaba con un gesto rápido y se marchaba del lugar antes de que la cosa fuera a más. Antes de que la gente se diera cuenta del sufrimiento que aquello le causaba. Fue eso, más que ninguna otra cosa lo que llamó mi atención.

Como bardo conocía perfectamente la gesta de Héctor, el matador de Kimog, el dragón. Una bestia colosal. Cuando midieron su cadáver se anotaron unas siete varas de altura y más del triple de longitud. ¿Cómo pudo un hombre, que no pasaba de dos, enfrentarse a tamaño animal? ¿Cómo logró clavar su lanza justo en la unión entre sus impenetrables escamas, precisamente en el único lugar desde el que se podía llegar al corazón?

Lo que todo el mundo contaba era que para calmar a Kimog, hubo que ofrecer un sacrificio. Eligieron a la hija de Héctor, el molinero, y éste no pudo soportarlo. Ni el tesoro del dragón, ni desposar a la princesa, ni el honor, ni la fama, nada de todo eso había motivado a ningún héroe a intentarlo. Sólo el amor de un padre por su hija pudo. Y ahí acababa la historia. Nadie sabía explicar cómo un hombre de mediana edad, que no había empuñado un arma en su vida, logró semejante hazaña.

Lo seguí fuera. Sabía que iba a ser muy difícil abordarle. Él había rechazado a todo el que le preguntaba. Así que me arriesgué. En cuanto se dio la vuelta le solté:

Relatos de fantasía - El fin de un dragón—Yo lo vi.

—¿Cómo dice?

—Sí. Yo lo vi todo. No tienes que fingir conmigo.

Héctor dudó con los ojos.

—Si lo vio ¿Por qué no se lo ha contado a nadie?

Lancé un afectado suspiro y le dije:

—¿Y qué les iba a contar? En realidad aún no comprendo muy bien lo que vi.

Héctor asintió bajando la mirada. Yo reprimí mi alegría y traté de mantener mi papel.

—Él me advirtió ¿sabes? Me dijo que la gente no lo entendería. Por eso nunca lo he contado. Por eso y por la vergüenza.
Asentí, aunque no me enteraba de nada. Echamos a andar por el largo camino que separaba el pueblo de su hogar.

—Cuando fui a por él me refugié en mi rabia. Pensé en mi hija, y convertí mi angustia en furia, convencido de que si tenía la suficiente nada me podría parar. ¡Qué imbécil fui!

—Al menos te sirvió para entrar en su guarida.

—Y para nada más. Toda se me fue en cuanto lo vi. Cuando ahora pienso en él lo veo como realmente fue: majestuoso, hermoso, sabio, mágico, el ser más perfecto de la creación. Pero entonces me pareció la encarnación de todos los horrores del infierno. Me quedé paralizado. Él esperó. Me miró con esos ojos inmensos que parecían atravesarte el alma, pero no hizo nada.

—¿Y tu hija? ¿La viste?

—Sí. No se movía. No sabía si estaba viva o muerta. Fue eso lo que me dio fuerzas. Arremetí contra él con aquella maldita lanza. A punto estuvo de romperse. ¡Ojalá! “En las escamas no conseguirás nada, tienes que apuntar en la unión, aquí, ¿ves?”, dijo con su voz grave, y con una enorme uña me marcó el lugar. Hizo que brotara un hilillo de sangre verdosa para que no hubiera duda. Y yo, sin pensar, volví a intentarlo. Esta vez sentí su garra a mi alrededor. Ni siquiera la vi venir. “Estúpido”, rugió. “¿De verdad piensas que un simple hombre como tú es rival para un dragón?” Me alzó hacia su rostro. Su boca se entreabrió y algunas llamas palpitaron entre sus colmillos. Yo no me quedé mirándolos, como él esperaba. En vez de eso busqué a mi hija. Estaba abajo, tendida, indefensa y gemí angustiado. Las llamas desaparecieron, y su boca se cerró. “No temas por ella… aún. Sólo está dormida”. Sin más salió de la cueva. Me arrojó sobre su lomo y emprendió el vuelo. “Ahora vas a conocer lo que pretendías matar”. Y ascendimos, más y más, y yo me agarraba a las escamas, y subíamos, y yo procuraba no gritar…

Suspiró. Le vi por primera vez un amago de sonrisa. Por eso aventuré:

—Pero no todo el rato estuviste pasando miedo ¿verdad?

—Él supo hacerlo muy bien. Dejó que me acostumbrara, manteniendo un vuelo suave. Y no paró de hablar.

—¿Qué te dijo?

—Me habló de todo. De las mil cosas que había visto. De la batalla del paso Aregos, donde dos mil hombres aguantaron durante cinco días a un ejército de quinientos mil. Murieron felices por saber que alcanzarían la gloria, pero ya sólo él los recordaba.

«De cuando los archimagos de Urok-al-Nur invocaron a la Luna, se encarnó en mujer y paseó entre los hombres. Era tan bella que éstos perdieron un trocito de corazón, y por eso muchos no pueden amar para siempre. De la vida y la muerte, nuestro regalo y maldición, sin estar seguro de cuál es cuál, y de cómo envidiaba nuestra mortalidad. De la esfinge que coleccionaba acertijos y misterios. Un día descubrió el secreto del universo y lloró sin consuelo. Le pidió ayuda a él, quería morir, pero en lugar de destruirla le robó el calor de su corazón para que dejara de sufrir. Vivió muchos años antes de convertirse en piedra. De cómo el tiempo te cansa, te llena de hastío y los días dejan de brillar como antes. De las pocas veces que quiso compartir su sabiduría con los hombres: uno levantó una dinastía que sometió a medio mundo durante siglos, otro predicó una forma de enfrentarse a la vida que hizo más felices a cuantos le siguieron y cuyas enseñanzas aún perduran, otro se hizo brujo y el universo aún tiene cicatrices de su magia desequilibrada, y el último intentó matarle. De que los dragones no podían compartir su tiempo con sus hijos, ni enseñar a otros, por lo que tenían que aprenderlo todo por pura experiencia. De tantas, tantas cosas.»

—¿Por qué crees que lo hizo?

—Porque quería mostrarme lo que es ser un dragón. Su naturaleza.

—Ellos no son muy diferentes de nosotros, ¿verdad?

—Al contrario. Totalmente diferentes. ¿Sabes el poder que realmente tiene un dragón? Él me lo enseñó. Subimos volando hasta dejar atrás las nubes y ver de nuevo las estrellas siendo aún de día. Bajamos a una velocidad tan espantosa que el aire se volvía fuego. Fundió con su aliento la ladera del Kerril –dijo señalando la montaña de enfrente—, y con su magia moldeó la lava caliente hasta darle la forma que quiso.

—No sabía que fueran tan poderosos. Pero quizá en lo demás se parezcan más a nosotros.

Héctor se giró y se quedó mirándome.

—¿De verdad lo crees? ¿No ves cómo nos comportamos los hombres cuando se nos da poder? ¿En qué suele convertirse un rey, un general o un simple carcelero? ¿Cómo trata a los demás? Los dragones no nos someten, y podrían. Los dragones no atacan a otras criaturas por descuido o capricho.

—¿Que no? ¿Y tu hija? ¿Y cuando atacó el castillo del rey y dejó las arcas vacías? ¡Por los dioses! Si hasta su misma guarida es una mina de esmeraldas de la que echó a todos con sus llamas. Por no hablar del ganado que robaba continuamente.

—El ganado es necesidad. Y lo otro… Lo otro, en cierta forma, también. ¿Sabes? Incluso después de todo lo que te he contado habría sido capaz de matarlo. No me habría gustado hacerlo, pero no habría tenido demasiados remordimientos. Pero después de lo que me hizo…

—¿Qué? ¿Qué te hizo?

—Fue magia. Bueno, no sé, él dijo que los humanos llamábamos magia a todo lo que no entendíamos. El caso es que por unos momentos me hizo percibir el mundo tal y como él lo sentía.
Sin darnos cuenta, ambos nos habíamos detenido. Yo no podía prestar atención a otra cosa que sus palabras, pero él paseó la vista a su alrededor. A las luces que parpadeaban lejanas atrás, desdibujando las sombras y haciendo titilar las formas del pueblo. A las lápidas del cementerio de nuestra izquierda, llenas de luz de luna allí donde las runas y los hermosos grabados no la reflejaban. A las estatuas medio cubiertas de jazmín, con sus formas angelicales que parecían a punto de saludarte con frases bondadosas.

—¿Y qué viste?

Héctor intentó articular alguna palabra. Pareció a punto de iniciar una respuesta varias veces, pero no lograba empezar. Se quedó con la mirada perdida más allá de sus manos vacías. Al final lanzó un suspiro de frustración.

—¿Cómo le explicarías a un niño pequeño la belleza de la poesía? No se puede. Hay que ser adulto para entenderlo. Ni yo mismo comprendí la mitad de las sensaciones que me llegaban. ¿Cómo te describo un color nuevo? Pues vi cientos. Y la luz se comportaba de forma muy diferente en esos colores. Algunos atravesaban las cosas. Otros brillaban en lo que estaba caliente. Y los sonidos… ¿Sabías que los grillos en realidad cantan a coro? Y el rumor lento de la tierra. Y el frufrú de las nubes. Y luego había otra sensación, no sabría llamarla aroma, sonido o color, pero era increíblemente compleja. Era la gente. Cada persona suena de una forma. Algunas brillan fuerte, otras huelen fatal, y estamos continuamente cambiando. Creo que un dragón podría describirnos cómo somos nada más sentirnos.

—Si ven el mundo de una forma tan maravillosa, ¿cómo pueden sentir hastío?

—Eso mismo le pregunté yo. “¿Acaso los hombres no os cansáis de ver puestas de sol?”, me dijo. Yo le dije que no. “Entonces por qué no las ves todos los días”. No supe responderle.

Me quedé pensando qué le habría respondido yo. No es que uno deje de apreciar esa belleza, es… ¿Cuánto tiempo necesitaría una persona para hartarse de la vida?

—¿Fue por eso? ¿Estaba cansado de todo y…?

—No sólo por eso. Él no me lo dijo directamente. Pero en realidad todo el tiempo me lo estuvo contando. Dijo que los dragones no eran inmortales, pero que la muerte no iba a buscarlos. “Imagina una raza que tuviera hijos y no muriera. Acabarían llenando el mundo. En eso no pensó nuestro Creador, tuvimos que ocuparnos nosotros”. Ellos tienen esa maldición. Tienen que decidir por sí mismos cuándo acabar con su vida.

—Y también la forma ¿verdad? Ahora entiendo por qué reúnen tesoros. O por qué arrasan los campos, o exigen sacrificios. En realidad están buscando a su verdugo. ¿Es así?

Héctor asintió, y una mueca de dolor llenó su rostro.

—Pero yo ya no podía. No era capaz de matarlo conociéndole. No soy ningún asesino. Y menos de alguien más valioso que cualquier ser humano. ¿Comprendes ahora lo que viste? ¿Cómo tuvo que amenazar a mi hija mientras me ofrecía su vientre? ¿Por qué a pesar de tener la lanza apuntalada contra su piel yo me negaba a ensartarle? ¿Lo entiendes? ¡¿Lo entiendes?!

No pudo más y empezó a llorar. Creo que no se habría sentido peor si a quien se hubiera visto obligado a matar hubiera sido su propio hermano. Le rodeé los hombros y marchamos hacia su casa. Era una mezcla de castillo y mansión construida a toda prisa con el oro de Kimog. Iba a despedirme de él en el umbral cuando me dijo:

—¿No quieres volver a verlo?

—Bueno, si no es molestia —aventuré.

—¡Qué va! Eres el único con quien comparto el secreto.

Me condujo por un pasillo lleno de puertas mientras la curiosidad me roía las entrañas. Unas se abrían con llave, otras con mecanismos secretos. Todas eran gruesas y reforzadas con hierro.

—Esto es lo único que me levanta el ánimo cuando los remordimientos me aprietan ¿sabes?

Bajamos al sótano, donde hacía un terrible calor.

—Él me dijo que el fuego es energía.

—¿Energía?

—Sí, un tipo de magia que vale para todo. Especialmente necesaria en esta fase.

Llegamos a la última sala. Héctor suspiró, y esta vez pude ver algo de paz en su semblante, y hasta una nueva sonrisa. La segunda en toda la noche.

Sobre un hogar de piedra, entre abundantes llamas, lucía un hermoso huevo de dragón.

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Dic 112013
 
 11 diciembre, 2013  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , , , ,  7 comentarios »

Dos ancianos caminan con gesto cansado apoyándose en sus cayados. Sus sombras se alargan gigantescas por el llano, orladas de luz carmesí que poco a poco se apaga y las va diluyendo. Un soplo de viento frío los estremece, agita las túnicas y logra arrebatar uno de los sombreros picudos, arrastrándolo muy por encima de sus cabezas. Su dueño levanta una mano, una palabra se le escapa de los labios, y el sombrero acude a posarse sobre la nívea cabeza.
-¿»Abracadabra»? -dice el otro sorprendido y una risa, que parece una tos seguida, borbotea desde sus barbas.
-Ya sabes. La costumbre. Con ellos hay que mantener las apariencias, y al final se te pega como un vicio.
-¡Ji, ji, ji! Sí, a mí también me pasa, pero tú eres más original. Abracadabra… ¿lo cogiste del hebreo?
-No, es que es la más fácil de leer en los labios. Ya no oigo tan bien como antes.Peregrinos con sombrero
-Me pregunto cómo pueden ser tan ingenuos. Realmente llegan a creer que una palabra basta para liberar todo el poder.
-No es ingenuidad. Para ellos es empírico: la pronuncian y funciona. ¿Por qué iban a imaginarse que somos nosotros todo el rato?
El crepúsculo muere y las sombras borran el día en silencio. Un fuego prende en un montón improvisado con hojarasca, un libro viejo y ramas resecas. Una luz fatua brilla en la redoma que uno de los ancianos tiende a su compañero.
-¿Sus últimos pensamientos?
El otro asiente. La redoma se destapa y un vapor luminiscente envuelve al anciano que cierra los ojos y escucha.

¿Se me ha olvidado respirar? Casi. Es por ti, aborto de serpiente. ¿Por qué hemos de callar y agachar la cabeza? ¿Porque eres el hijo del duque? No. Son los soldados que te escoltan. Esos cuchillos andantes que satisfacen todos tus deseos como si los tuvieras hechizados. Pero ya no eres el único mago aquí.
“La magia no debe usarse para dañar”, recuerdo. Y aprieto los dientes.
No puedo evitar envararme con el sonido de tus espuelas, las mismas que clavaste en los muslos de mi hermana cuando la obligaste a hacer de montura con once años. Aún recuerdo sus regueros rojos, mis puños crispados, tu mirada retadora, sus gritos, tu risa, y los mismos cuchillos andantes. Entonces no pude mover un dedo. Sabía bien lo que me esperaba si cedía a mi ira, a tu provocación… si superaba mi cobardía y compraba con mi vida la oportunidad de herirte. Otros pagaron ese precio, y ni siquiera lograron tocarte. Y ahora vuelves crecido, satisfecho de las miradas que entierras con tu presencia, como si fueras un hechicero de la voluntad. Si tú supieras… pero no puedo.
“La magia corrompe, has de usarla como lo haría un druida blanco, pensando siempre en los demás”.
Si supieras la cantidad de planes y lo que siempre estuve dispuesto a sacrificar por descargar algo de este odio… aunque claro, lo debes imaginar. De hecho es justo lo que te hace disfrutar.
Abro mis puños y miro mi palma. Algunas gotas de sangre donde antes estaban mis uñas. Ni siquiera me he dado cuenta. Te acercas, ojalá me ataques, entonces sí que podría…
“La magia no debe servir a tus deseos, ni para conquistar damas, ni para conseguir dinero, ni para venganzas, aunque sí para protegerte”.
Me miras, te encaro, te desafío con todo el odio en mis ojos. Te sorprendes. Detienes el paso. Miras a mi alrededor. Venga, acércate, no es ninguna trampa. Dudas. Pongo mis manos en jarras, desafiante, hasta te sonrío. No puedo hacer más. Mi maestro diría que te provoqué y tengo miedo de perder mi poder para siempre. Pero lo deseo tanto…
Te atusas el bigote. Vuelves a escrutar a mi alrededor. Me miras fijamente, esperando algo, y luego… luego te vas.
¡Te vas!
¡¡TE VAS!!
Mi boca se abre, “abracadabra” pronuncio, siento el poder, como un viento cálido alrededor de mi cuerpo. Elevo mi mano en tu dirección, y…
…y no pasa nada. Me quedo petrificado, mientras un aire gélido me envuelve. Caigo temblando, y no puedo evitar las lágrimas. Quiero gritar, pero ya no me atrevo. Sé que jamás volveré a sentir la magia, ni a ver a mi maestro…

-Duele, ¿sabes? Uno les coge cariño. Quizás me pasé con la prueba. ¿Qué tiene de inmoral buscar justicia?
-La hiciste bien. No buscaba justicia, sino venganza.
-Es que…
-Tú mismo lo dijiste. No podemos arriesgarnos a enseñar a otra Morgana, ¿verdad?
-Sí, pero cada vez somos menos. Temo que nuestro arte se pierda para siempre.
-Si ya no quedan personas puras, es que la Humanidad no lo merece.
-¿Alguna vez te has preguntado qué quedará de nosotros y de la magia?
-No lo sé. Leyendas, supongo.

-Es triste saber que nadie recordará nuestros logros, nuestros descubrimientos,…
-Ya, pero seguro que en esas leyendas se cuela una palabra.
-¿Cuál?
-Abracadabra.
Y las risas de los dos ancianos llenaron la noche.

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Nov 042013
 

—Está muerta –dijo el mago.
Delante, en un alto al lado del camino, una casa solitaria se caía a pedazos.
—¡Dioses! ¿Estás hablando de esa tabernucha abandonada?—dijo el buhonero rascándose la cabeza bajo el sombrero. Su mirada iba del esqueleto de lo que una vez fue un tejado, a los desconchones de la fachada. Era un auténtico milagro que la puerta aún se mantuviera erguida. Sobre ella una campanilla muda cargaba con tanto óxido como años de abandono, incapaz siquiera de oscilar.
—No me ha hablado.
El buhonero lo contempló extrañado. Estaba serio, apoyado en su cayado alto, quieto como una estatua, escudriñando con aquellos ojos que lo desnudaban todo. Siguió su mirada y sólo encontró tablas inertes sobre viejas piedras. La argamasa que las unía quedaba cubierta de musgo y pequeños matojos, cuando no estaba horadada. Las zarzas se habían adueñado de la parte trasera y sus ramas arañaban a ratos las paredes laterales, deseando engullirlas.
—¿Y qué debería haber dicho?

La Taberna

—Hola. Nada más, ni nada menos.
—¿Hola?
—No lo entiendes. Cuando una taberna dice hola, se te llena el corazón de alegría. Es la sonrisa de las miles de personas que una vez la visitaron. Es, es… en fin. —Suspiró, se acomodó su morral y avanzó–. Vamos, no hay otro sitio donde pasar la noche.
Antes de abrir la puerta, el mago detuvo a su compañero con un gesto. Realizó una inspiración profunda. Su mano izquierda se posó sobre el marco, y al hacerlo pareció que el tiempo se detenía. Su mano derecha tiró del pomo, las bisagras protestaron al girar y con los ojos cerrados miró el interior.
Y sólo vio oscuridad.
Bajó la cabeza y suspiró.
—¡Tch! Es una pena… una verdadera lástima…
En el interior aún se conservaba la barra sobre un murete de ladrillo. En el lado opuesto la chimenea resistía, aunque cegada de telarañas. El suelo estaba cubierto de hojarasca y algunas ramas muertas que habían caído a través del techo descarnado. Tardaron un rato en adecentar el lugar y encender un fuego.
—¡Dioses! ¿Te pasa algo?
—No. ¿Por qué?
—¿Qué por qué? Desde que entramos no has dicho palabra.
El mago miró las vigas de nuevo, y respondió:
—Tienes razón. Es este lugar. Es… es como si fueras a una feria y todo el mundo estuviera triste. Es… es…
La puerta se abrió. Un campesino maduro, con una rama de hinojo colgando de los labios, se presentó. Era capaz de hablar sin dejar de mordisquear el hinojo, y en seguida los puso al día de la historia de aquella taberna. Había sido un lugar concurrido en tiempos de su abuelo, pero una sucesión de malos dueños había espantado la clientela. Él ostentaba ahora la propiedad pero, a pesar de que el camino era muy transitado, no quería retomar el negocio.
—¿Por qué no? –inquirió el buhonero.
—¿No ves el trabajico que llevaría levantar to’ esto? –dijo el dueño mirando el techo y resoplando.
—Nada que no compense el negocio después.
—Ya, pero es un trabajo mu’ sacrificao.
—¡Trono divino! Menos que ser buhonero seguro. Para vender baratijuchas tengo que ir de feria en feria, andando todo el día. Sin embargo aquí estás siempre bajo techo, caliente y con algo que llevarte a la boca.
—Pero hay que aguantar a borrachos, y a los que les gustan las peleícas y to’ eso.
—¡Basta con echarlos de una patada y punto! Y siempre es mejor la compañía que la soledad del camino.
—Vale. Pos te la vendo.
El buhonero abrió mucho los ojos. Sus dedos acariciaron la barra y se imaginó sirviendo las mil recetas que había aprendido recorriendo caminos, contando anécdotas y escuchando chistes e historias. Sonrió, pero era una sonrisa amarga.
—¡Dioses! Ya me gustaría, pero no tengo dinero.
—Dame una miajica. Dos reales de plata y es tuya.
—¡Sólo dos reales! –vació la bolsa sobre la barra. No llegaba. Sopesó su fardo, lleno de mercancía por vender. Luego ojeó el techo y volvió la mirada triste.
—No tiés que dármelos ahora –dijo el dueño—. T’ará falta to lo que tengas pa’ empezar.
El Buhonero sonrió de oreja a oreja:
—Te daré cuatro. ¡Qué digo cuatro! Ocho. ¡Por todos los dioses! Voy a decorarla con los objetos más raros de mi colección. La gente vendrá sólo para verlos. Y verás qué comidas. Y cuando reconstruya la planta de arriba…
Mientras oía a su amigo, el mago se apesadumbró. “Pero está muerta”. ¿Cómo decirle que aquello era un fracaso seguro? No había milagro que volviera la vida a una taberna como tampoco lo había para resucitar muertos. Sabía que iba a ser muy difícil hacérselo entender y probablemente no lo haría. Los humanos solían ser increíblemente sordos al lenguaje de la magia.
Lo vio ir de un lado a otro, sin parar de hablar, acariciando la barra, ensayando juegos de manos con los vasos y sonriendo continuamente. Se preguntó qué sería más doloroso, si destruir toda esa ilusión ahora o dejarla morir en la agonía lenta de la frustración llevándose por delante plata, días y esfuerzo.
—¿Y tú qué piensas?
Se hizo el silencio. Campesino y buhonero lo miraban expectantes.
—Yo… mmm… —“Cuanto antes, mejor”, pensó, “sufrirá menos”— …yo he de decir que… —Nunca había visto los ojos brillarle así. Eso sí que era magia—. …mmm, que tengo que consultarlo con las estrellas.
Se levantó y anduvo hasta la puerta. Los goznes chirriaron. Salió y la campanilla sonó. Se detuvo en seco. Giró. La campanilla oscilaba. Lentamente posó su mano izquierda sobre el marco, la derecha sobre el pomo y con los párpados cerrados miró, y vio…
…una sala repleta de gente cantando con las jarras alzadas, las manos en el hombro contiguo, moviéndose al compás de sus corazones. Una sala casi vacía con sólo una pareja en el centro, abrazados, bailando, mientras dos velas presiden un pastel de bizcocho, mermelada y cariño. Diez zagales parapetados tras una muralla de mesas, cuando los cocineros asoman, una lluvia de cerezas estalla entre ¡ays! y carcajadas. Una mujer abraza llorando al tabernero, sus hijos están comiendo después de tres días sin probar bocado; está hambrienta pero es tan feliz que no puede dejar de llorar. Veinte parroquianos se retuercen en el suelo, ninguno es capaz de levantarse o parar de reír, ni saben que acaban de oír el mejor chiste jamás contado. Un bardo toca su laúd en el centro, todo está lleno de gente y sólo se escuchan las notas, que envuelven y te sacan el alma en lágrimas que brillan en los ojos de todos…
Abrió los párpados.
—¡Dioses, qué rápido te han hablado las estrellas! ¿Y qué dicen de lo que haré con esta tabernucha muerta?
Bajo el sarcasmo de la pregunta se escondía miedo y esperanza.
El mago sonrió.
—Un milagro.

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