—¿Estás seguro de que es lo quieres hacer? —El joven, que no debía tener más de dieciséis veranos, inquirió al chico sentado a la mesa frente a él; la misma edad, rubio y de ojos azul pálido, ambos eran como dos gotas de agua.
Él le miró durante unos segundos en silencio, el único sonido era el del fuego que ardía en el hogar y la suave voz de su madre, a la que podían oír tarareando una vieja y triste melodía desde la cocina. Su madre ya no cantaba canciones alegres, todas eran tristes y desazonadas desde aquel fatídico día que ninguno de los tres podía olvidar.
—Estoy seguro, Adym, no he estado más seguro de nada en mi vida —dijo finalmente el joven.
Su hermano gemelo dejó escapar un largo suspiro y tomó en sus manos las de él.
—No tienes por qué hacerlo… Será muy peligroso.
—Lo sé. Y tengo que hacerlo. Por ti y por padre.
—¿Son esas tus palabras o las de ella, Aram?
«Ella, ni siquiera quiere pronunciar su nombre», Aram sonrió torcido pero decidió no comentar sobre ello.
—Son mis palabras, Adym. Es una causa justa. Es lo correcto.
—Va en contra de todo lo que enseñan los Monjes Grises. En contra de la ley…
—Una ley injusta. La misma ley que se llevó a nuestro padre. No, Adym, no voy sentarme y esperar a que vengan a por ti también. Naciste con un gran don y digan lo que digan los Monjes Grises, no es un pecado ni una señal del mal. Padre no era un hombre malo y tampoco lo eres tú. Lucharé por vosotros y lo haré a mi manera.
—Pero unirte a la Fraternidad… Si se enteran alguna vez de lo que pretendes en realidad… —Adym se estremeció al pensar en el más que oscuro destino que le aguardaría a su hermano en caso de descubrirse sus intenciones; convertirse en Cazador para minar la institución desde dentro, trabajar como espía y agente doble, traicionarles.
—Si ese momento llega, si antes he podido hacerles daño, entonces habrá valido la pena y sea cuál sea mi castigo, lo aceptaré sin remordimientos…
. — . — . — .
Ese día había llegado finalmente para Aram, el siguiente sería su último amanecer. La soga le esperaba al mediodía, nada de morir con la primera luz del sol. No, a él le tenían reservado el momento álgido, sería el «espectáculo central», el ejemplo para todos aquellos por cuyas mentes se pasase el pensamiento de la rebelión y la traición. Traición… Ese era uno de los cargos por el que le acusaban. Una palabra sencilla, una palabra que evocaba un gran mal, pero también una palabra cuyo significado y connotaciones podían cambiar según el punto de vista; pues donde unos podían ver un deleznable acto de traición, otros verían un acto de valentía, de sacrificio por un bien mayor, por una causa justa.
Aram creía que su «crimen» caía dentro de esa segunda categoría, que aunque muchos lo tacharían de traidor y hereje, el segundo cargo que pesaba sobre su cabeza, habría otros tantos que lo recordarían como un héroe; alguien que se había alzado a su manera contra el orden establecido, que había decidido luchar contra las injusticias de una ley y una religión que perseguían a aquellos que nacían con el don de dominar las Corrientes, con el poder de controlar la magia que los Dioses, los verdaderos, otorgaban a algunos mortales, como su padre y su hermano. Por eso se había unido a la Fraternidad de los Cazadores, la orden que se dedicaba la caza y captura de aquellos que nacían con el don, los mismos que cuando tenía catorce años habían entrado en su hogar y se habían llevado a su padre, que se habrían llevado también a su hermano de haber sabido que poseía el don.
La idea tardó dos años en tomar forma en su mente y no terminó de cuajar hasta que conoció a Silvan, una mujer en la cuarentena, y que había llegado a su casa poco después de que los Cazadores se llevasen a su padre. Al parecer, Silvan era una antigua de la infancia de su padre, del pueblo donde este había crecido. El padre de Silvan les había enseñado a ambos a controlar las Corrientes y ocultarse de la Fraternidad y del resto de ojos acusadores que veían la magia como el mayor de los pecados y herejías. Cómo Silvan se había enterado de lo ocurrido, Aram nunca lo tuvo claro, pero la mujer le contó historias de la antigüedad, de cuando los magos de Darterra no eran perseguidos, sino honrados y respetados, cuando ser un Amo de la Infraesfera era un honor y no un pecado, de cuando se seguían las enseñanzas de los Dioses verdaderos, los Hijos de los Dioses de la Esfera y la Infraesfera, Señores de la sagrada Vermosë y guardianes del Equilibrio, y le habló de Última Hermandad, aquellos que todavía recordaban el pasado y usaban la magia para un bien mayor, para traer de vuelta la libertad de siglos pasados, la misma libertad de la que se decía que disfrutaban los magos de Arterra, el mundo gemelo al otro lado de la Puerta Entre Mundos. Para restablecer el Equilibrio que los mundos estaban perdiendo.
Las historias de Silvan, el deseo de venganza por su padre y el miedo que sentía al pensar en que podía perder a su hermano de la misma manera, llevaron a Aram a tomar la decisión de unirse a la Fraternidad y luchar contra ella desde dentro. No le importaba que la historia le recordase como un traidor y hereje. No le importaba si al final era descubierto, como había ocurrido, porque al menos su trabajo habría dado frutos y su hermano seguiría a salvo.
Así, tras entrar como recluta en la Fraternidad de Cazadores un mes después de su decimosexto cumpleaños y graduarse a los dieciocho, comenzó su trabajo como agente doble. Durante quince años, en los que se ganó el respeto de sus colegas Cazadores, facilitó también grandes cantidades de información referentes a la Fraternidad, sus miembros más importantes, sus objetivos, sus planes, salvando en muchas ocasiones a magos inocentes e incluso a miembros de la Última Hermandad que estaban siendo perseguidos. Durante ese tiempo, Silvan fue el principal de sus contactos y su asociación trajo grandes éxitos a la Hermandad. Sin embargo, alguien más listo que él había atado cabos y descubierto que entre ellos debía haber algún traidor; aunque Silvan y él siempre habían tomado las mayores precauciones, alguien había descubierto el doble juego de Aram y lo habían denunciado ante el alto mando de la Fraternidad. Su detención fue fulminante y no tardaron en tirarlo a una celda en espera de un juicio que lo sentenció a muerte en la horca por traición y herejía sin vacilar un instante. Pero antes de cumplir su pena, fue escrupulosamente interrogado y torturado por agentes de la propia Fraternidad.
Pero ni el dolor ni la agonía de las torturas que tuvo que soportar de sus captores, que buscaban el nombre de otros posibles traidores, de miembros de la Última Hermandad, de sus cómplices, de la localización de sus escondites, de la identidad de sus líderes, arrancó una sola palabra de sus labios. Aram calló, consciente de lo que estaba en juego: la vida de aquellos que luchaban por un mundo mejor y más justo, por la libertad de todos los magos. Apretó los dientes, gritó, sollozó, derramó lágrimas y sintió su cuerpo romperse de mil maneras diferentes, pero no habló, no delató a nadie, no reveló sus secretos y aceptó el oscuro final que le esperaba. Dejó ir los días, perdiendo su cuenta en aquella nube borrosa de dolor y sufrimiento, se encomendó a los Dioses en los que ahora creía y aguardó la llegada de su último amanecer y de la soga que temblaba en la brisa esperando su cuello.
Hacía rato que la luna había desparecido del alto y diminuto ventanuco de su celda, el alba se acercaba y con él sus últimas horas, sus últimos rayos de sol, su último suspiro. Apretó sin fuerzas las manos en puños, los grilletes y cadenas tintinearon suavemente en la húmeda oscuridad del calabozo. Había aceptado su muerte, pero todavía dolía en algún lugar de su agotado corazón, aún sentía la tenaza del miedo en él; miedo a morir sin poder hacer más, sin poder seguir luchando, sintiendo que todavía no había alcanzado a vengar por completo la muerte su padre y la de tantos otros magos que la Fraternidad había cazado a lo largo de los años desde que los que los Hijos de Temir dominaban todas las tierras de Darterra. Miedo a no volver a ver a aquellos que se habían hecho con un lugar en su corazón, su madre, su hermano y amigos y el amor que no había podido ser. Dejó escapar un largo suspiro que se quebró en sollozo. Al menos moriría sin remordimientos. Al menos moriría con la conciencia tranquila y sabiendo que había hecho lo debido, que había luchado por una causa justa, que había ayudado a traer de vuelta el Equilibrio por el que luchaba la Última Hermandad. Lo único que lamentaba era no tener tiempo para más y que su nombre sería sinónimo de traición en los libros de historia y su muerte un ejemplo y una lección aprendida. Rezó a los Dioses una vez más para que no fuera así, para que su sacrificio no fuera en vano, para que en los años por venir su nombre fuese sinónimo de heroísmo y valentía, de honor en la defensa de los valores justos.
«Al menos la Hermandad me recordará así. Al menos Silvan y Adym se asegurarán de ello y otros seguirán esta lucha», pensó como único consuelo.
Vislumbró la luz acerada del amanecer a través del ventanuco y un escalofrío que nada tenía que ver con el frío de la alborada recorrió su espalda. Se encogió sobre sí mismo y sus castigados músculos protestaron. Dejó escapar unas lágrimas, las últimas que derramaría en la íntima oscuridad de su celda, pues no daría la satisfacción de verlo derrumbarse a los asistentes a su ejecución, entre los que estarían el Canciller de la Orden de la Guerra y sus seis Primados, afrontaría su muerte con la cabeza alta y toda la dignidad y el orgullo que poseía hasta que la soga se ajustase sobre su cuello. Entonces solo esperaba que la muerte fuese rápida, que la caída partiese su cuello y la agonía no durase más que un momento.
—Que los Dioses tengan misericordia —susurró con voz ronca y rota contra sus rodillas.
. — . — . — .
El sol del mediodía pegaba con fuerza en el patio de armas del cuartel general de la Fraternidad de Cazadores, donde Aram había permanecido prisionero tras su juicio y sentencia. Tuvo que cerrar los ojos deslumbrados por la luz tras pasar tantos días en la penumbra de su celda, pues el peso de las cadenas y los grilletes de sus muñecas apenas le permitían alzar las manos, debilitado como estaba por las torturas y la falta de alimento. Los guardias que caminaban a su lado envueltos en el uniforme gris de los Cazadores lo obligaban a avanzar hacia el cadalso improvisado en el centro del patio, a su alrededor los que hasta hacía poco se habían considerado sus compañeros y camaradas lo miraban con odio no disimulado, maldecían su nombre y escupían a su paso. Pero Aram no les prestaba atención, sus ojos azules fijos en la soga que se mecía en la tórrida brisa veraniega y su mente perdida en memorias de tiempos mejores con su familia y de todo el bien que había hecho, de la gente a la que su información había salvado, del progreso que la Última Hermandad había hecho en los últimos años gracias a él, en los Cazadores que habían muerto en emboscadas que él había ayudado a planear.
Con la cabeza alta y una sonrisa bailando en sus labios subió los peldaños del cadalso, la madera crujió bajo su peso, el de sus guardias y el del verdugo que ya la esperaba allí para pasar el lazo de la soga por su cabeza. Sabía que nadie vendría en su rescate, era demasiado arriesgado y él no podía culparlos, no lo hacía, porque la lucha debía seguir, pero no tenía sentido morir en vano atacando aquel lugar, ese momento aún no había llegado. Pensó en su hermano al sentir la soga acariciar su piel; Adym era ahora un Amo de la Infraesfera y un miembro de la Última Hermandad, un mago que luchaba por la misma causa que Aram, tras finalmente decidir seguir sus pasos, y que seguiría su lucha cuando él ya no estuviera.
—¿Te arrepientes de tus crímenes? —le preguntó con voz grave el Canciller de la Orden desde su lugar de honor.
El hombre había estado hablando desde el momento en que había subido al cadalso, pero Aram lo había ignorado hasta ahora, no estaba más que relatando sus «horrendos crímenes».
—No —contestó con voz firme y segura y un clamor airado se elevó entre los presentes.
Gritos de perro traidor, hereje y otras lindezas se escucharon entre la multitud de insultos que cayeron sobre él. Aram siguió sonriendo, lo que pareció irritar más al público reunido en el patio.
—Entonces cumplirás tu sentencia de muerte en la horca. No hay perdón para los herejes y traidores —dijo el Canciller—. Tu nombre será borrado de las listas de la Fraternidad de Cazadores y tu cuerpo será despedazado y dejado para los carroñeros, pues no mereces el descanso en tierra consagrada. Muere con…
—¡¡Vosotros sois los sucios traidores!! —gritó Aram antes de que el Canciller terminase su discurso, estas serían sus últimas palabras y las aprovecharía para gritar una última vez su verdad, la verdad de la Última Hermandad—. ¡¡Traidores al Equilibrio y los Dioses verdaderos!! ¡¡Algún día los Amos de la Infraesfera volverán a alzarse… Argh…!!
No pudo terminar, a un gesto del Canciller, la trampilla bajo sus pies se abrió, su cuerpo cayó y la soga se cerró en torno a su cuello sin misericordia alguna, arrebatándole las palabras y su aliento. La vida se fue apagando en sus ojos con cada segundo, no luchó contra lo inevitable y se dejó ir. Su lucha había terminado.
«Algún día los Amos de la Infraesfera volverán a alzarse, los magos serán libres y los Dioses verdaderos serán honrados de nuevo.»
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