Helena Ramírez

Periodista y lectora voraz, con tanta imaginación que crear y plasmar mundos sobre el papel pronto se convirtió en una necesidad. Es una apasionada de la fantasía, la ciencia ficción, los videojuegos y el manga/anime desde que era adolescente. Cuando no está trabajando (y las musas quieren), aprovecha para seguir escribiendo y creando mundos fantásticos y personajes con los que vivir mil aventuras. “Crónicas de la Magia Sellada” es su primera novela.

Abr 082015
 
 8 abril, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , , , ,  2 comentarios »

—¿Estás seguro de que es lo quieres hacer? —El joven, que no debía tener más de dieciséis veranos, inquirió al chico sentado a la mesa frente a él; la misma edad, rubio y de ojos azul pálido, ambos eran como dos gotas de agua.

Él le miró durante unos segundos en silencio, el único sonido era el del fuego que ardía en el hogar y la suave voz de su madre, a la que podían oír tarareando una vieja y triste melodía desde la cocina. Su madre ya no cantaba canciones alegres, todas eran tristes y desazonadas desde aquel fatídico día que ninguno de los tres podía olvidar.

—Estoy seguro, Adym, no he estado más seguro de nada en mi vida —dijo finalmente el joven.

Su hermano gemelo dejó escapar un largo suspiro y tomó en sus manos las de él.

—No tienes por qué hacerlo… Será muy peligroso.

—Lo sé. Y tengo que hacerlo. Por ti y por padre.
Relatos de Fantasía - Traidores
—¿Son esas tus palabras o las de ella, Aram?

«Ella, ni siquiera quiere pronunciar su nombre», Aram sonrió torcido pero decidió no comentar sobre ello.

—Son mis palabras, Adym. Es una causa justa. Es lo correcto.

—Va en contra de todo lo que enseñan los Monjes Grises. En contra de la ley…

—Una ley injusta. La misma ley que se llevó a nuestro padre. No, Adym, no voy sentarme y esperar a que vengan a por ti también. Naciste con un gran don y digan lo que digan los Monjes Grises, no es un pecado ni una señal del mal. Padre no era un hombre malo y tampoco lo eres tú. Lucharé por vosotros y lo haré a mi manera.

—Pero unirte a la Fraternidad… Si se enteran alguna vez de lo que pretendes en realidad… —Adym se estremeció al pensar en el más que oscuro destino que le aguardaría a su hermano en caso de descubrirse sus intenciones; convertirse en Cazador para minar la institución desde dentro, trabajar como espía y agente doble, traicionarles.

—Si ese momento llega, si antes he podido hacerles daño, entonces habrá valido la pena y sea cuál sea mi castigo, lo aceptaré sin remordimientos…

. — . — . — .

Ese día había llegado finalmente para Aram, el siguiente sería su último amanecer. La soga le esperaba al mediodía, nada de morir con la primera luz del sol. No, a él le tenían reservado el momento álgido, sería el «espectáculo central», el ejemplo para todos aquellos por cuyas mentes se pasase el pensamiento de la rebelión y la traición. Traición… Ese era uno de los cargos por el que le acusaban. Una palabra sencilla, una palabra que evocaba un gran mal, pero también una palabra cuyo significado y connotaciones podían cambiar según el punto de vista; pues donde unos podían ver un deleznable acto de traición, otros verían un acto de valentía, de sacrificio por un bien mayor, por una causa justa.

Aram creía que su «crimen» caía dentro de esa segunda categoría, que aunque muchos lo tacharían de traidor y hereje, el segundo cargo que pesaba sobre su cabeza, habría otros tantos que lo recordarían como un héroe; alguien que se había alzado a su manera contra el orden establecido, que había decidido luchar contra las injusticias de una ley y una religión que perseguían a aquellos que nacían con el don de dominar las Corrientes, con el poder de controlar la magia que los Dioses, los verdaderos, otorgaban a algunos mortales, como su padre y su hermano. Por eso se había unido a la Fraternidad de los Cazadores, la orden que se dedicaba la caza y captura de aquellos que nacían con el don, los mismos que cuando tenía catorce años habían entrado en su hogar y se habían llevado a su padre, que se habrían llevado también a su hermano de haber sabido que poseía el don.

La idea tardó dos años en tomar forma en su mente y no terminó de cuajar hasta que conoció a Silvan, una mujer en la cuarentena, y que había llegado a su casa poco después de que los Cazadores se llevasen a su padre. Al parecer, Silvan era una antigua de la infancia de su padre, del pueblo donde este había crecido. El padre de Silvan les había enseñado a ambos a controlar las Corrientes y ocultarse de la Fraternidad y del resto de ojos acusadores que veían la magia como el mayor de los pecados y herejías. Cómo Silvan se había enterado de lo ocurrido, Aram nunca lo tuvo claro, pero la mujer le contó historias de la antigüedad, de cuando los magos de Darterra no eran perseguidos, sino honrados y respetados, cuando ser un Amo de la Infraesfera era un honor y no un pecado, de cuando se seguían las enseñanzas de los Dioses verdaderos, los Hijos de los Dioses de la Esfera y la Infraesfera, Señores de la sagrada Vermosë y guardianes del Equilibrio, y le habló de Última Hermandad, aquellos que todavía recordaban el pasado y usaban la magia para un bien mayor, para traer de vuelta la libertad de siglos pasados, la misma libertad de la que se decía que disfrutaban los magos de Arterra, el mundo gemelo al otro lado de la Puerta Entre Mundos. Para restablecer el Equilibrio que los mundos estaban perdiendo.

Las historias de Silvan, el deseo de venganza por su padre y el miedo que sentía al pensar en que podía perder a su hermano de la misma manera, llevaron a Aram a tomar la decisión de unirse a la Fraternidad y luchar contra ella desde dentro. No le importaba que la historia le recordase como un traidor y hereje. No le importaba si al final era descubierto, como había ocurrido, porque al menos su trabajo habría dado frutos y su hermano seguiría a salvo.

Así, tras entrar como recluta en la Fraternidad de Cazadores un mes después de su decimosexto cumpleaños y graduarse a los dieciocho, comenzó su trabajo como agente doble. Durante quince años, en los que se ganó el respeto de sus colegas Cazadores, facilitó también grandes cantidades de información referentes a la Fraternidad, sus miembros más importantes, sus objetivos, sus planes, salvando en muchas ocasiones a magos inocentes e incluso a miembros de la Última Hermandad que estaban siendo perseguidos. Durante ese tiempo, Silvan fue el principal de sus contactos y su asociación trajo grandes éxitos a la Hermandad. Sin embargo, alguien más listo que él había atado cabos y descubierto que entre ellos debía haber algún traidor; aunque Silvan y él siempre habían tomado las mayores precauciones, alguien había descubierto el doble juego de Aram y lo habían denunciado ante el alto mando de la Fraternidad. Su detención fue fulminante y no tardaron en tirarlo a una celda en espera de un juicio que lo sentenció a muerte en la horca por traición y herejía sin vacilar un instante. Pero antes de cumplir su pena, fue escrupulosamente interrogado y torturado por agentes de la propia Fraternidad.

Pero ni el dolor ni la agonía de las torturas que tuvo que soportar de sus captores, que buscaban el nombre de otros posibles traidores, de miembros de la Última Hermandad, de sus cómplices, de la localización de sus escondites, de la identidad de sus líderes, arrancó una sola palabra de sus labios. Aram calló, consciente de lo que estaba en juego: la vida de aquellos que luchaban por un mundo mejor y más justo, por la libertad de todos los magos. Apretó los dientes, gritó, sollozó, derramó lágrimas y sintió su cuerpo romperse de mil maneras diferentes, pero no habló, no delató a nadie, no reveló sus secretos y aceptó el oscuro final que le esperaba. Dejó ir los días, perdiendo su cuenta en aquella nube borrosa de dolor y sufrimiento, se encomendó a los Dioses en los que ahora creía y aguardó la llegada de su último amanecer y de la soga que temblaba en la brisa esperando su cuello.

Hacía rato que la luna había desparecido del alto y diminuto ventanuco de su celda, el alba se acercaba y con él sus últimas horas, sus últimos rayos de sol, su último suspiro. Apretó sin fuerzas las manos en puños, los grilletes y cadenas tintinearon suavemente en la húmeda oscuridad del calabozo. Había aceptado su muerte, pero todavía dolía en algún lugar de su agotado corazón, aún sentía la tenaza del miedo en él; miedo a morir sin poder hacer más, sin poder seguir luchando, sintiendo que todavía no había alcanzado a vengar por completo la muerte su padre y la de tantos otros magos que la Fraternidad había cazado a lo largo de los años desde que los que los Hijos de Temir dominaban todas las tierras de Darterra. Miedo a no volver a ver a aquellos que se habían hecho con un lugar en su corazón, su madre, su hermano y amigos y el amor que no había podido ser. Dejó escapar un largo suspiro que se quebró en sollozo. Al menos moriría sin remordimientos. Al menos moriría con la conciencia tranquila y sabiendo que había hecho lo debido, que había luchado por una causa justa, que había ayudado a traer de vuelta el Equilibrio por el que luchaba la Última Hermandad. Lo único que lamentaba era no tener tiempo para más y que su nombre sería sinónimo de traición en los libros de historia y su muerte un ejemplo y una lección aprendida. Rezó a los Dioses una vez más para que no fuera así, para que su sacrificio no fuera en vano, para que en los años por venir su nombre fuese sinónimo de heroísmo y valentía, de honor en la defensa de los valores justos.

«Al menos la Hermandad me recordará así. Al menos Silvan y Adym se asegurarán de ello y otros seguirán esta lucha», pensó como único consuelo.

Vislumbró la luz acerada del amanecer a través del ventanuco y un escalofrío que nada tenía que ver con el frío de la alborada recorrió su espalda. Se encogió sobre sí mismo y sus castigados músculos protestaron. Dejó escapar unas lágrimas, las últimas que derramaría en la íntima oscuridad de su celda, pues no daría la satisfacción de verlo derrumbarse a los asistentes a su ejecución, entre los que estarían el Canciller de la Orden de la Guerra y sus seis Primados, afrontaría su muerte con la cabeza alta y toda la dignidad y el orgullo que poseía hasta que la soga se ajustase sobre su cuello. Entonces solo esperaba que la muerte fuese rápida, que la caída partiese su cuello y la agonía no durase más que un momento.

—Que los Dioses tengan misericordia —susurró con voz ronca y rota contra sus rodillas.

. — . — . — .

El sol del mediodía pegaba con fuerza en el patio de armas del cuartel general de la Fraternidad de Cazadores, donde Aram había permanecido prisionero tras su juicio y sentencia. Tuvo que cerrar los ojos deslumbrados por la luz tras pasar tantos días en la penumbra de su celda, pues el peso de las cadenas y los grilletes de sus muñecas apenas le permitían alzar las manos, debilitado como estaba por las torturas y la falta de alimento. Los guardias que caminaban a su lado envueltos en el uniforme gris de los Cazadores lo obligaban a avanzar hacia el cadalso improvisado en el centro del patio, a su alrededor los que hasta hacía poco se habían considerado sus compañeros y camaradas lo miraban con odio no disimulado, maldecían su nombre y escupían a su paso. Pero Aram no les prestaba atención, sus ojos azules fijos en la soga que se mecía en la tórrida brisa veraniega y su mente perdida en memorias de tiempos mejores con su familia y de todo el bien que había hecho, de la gente a la que su información había salvado, del progreso que la Última Hermandad había hecho en los últimos años gracias a él, en los Cazadores que habían muerto en emboscadas que él había ayudado a planear.

Con la cabeza alta y una sonrisa bailando en sus labios subió los peldaños del cadalso, la madera crujió bajo su peso, el de sus guardias y el del verdugo que ya la esperaba allí para pasar el lazo de la soga por su cabeza. Sabía que nadie vendría en su rescate, era demasiado arriesgado y él no podía culparlos, no lo hacía, porque la lucha debía seguir, pero no tenía sentido morir en vano atacando aquel lugar, ese momento aún no había llegado. Pensó en su hermano al sentir la soga acariciar su piel; Adym era ahora un Amo de la Infraesfera y un miembro de la Última Hermandad, un mago que luchaba por la misma causa que Aram, tras finalmente decidir seguir sus pasos, y que seguiría su lucha cuando él ya no estuviera.

—¿Te arrepientes de tus crímenes? —le preguntó con voz grave el Canciller de la Orden desde su lugar de honor.

El hombre había estado hablando desde el momento en que había subido al cadalso, pero Aram lo había ignorado hasta ahora, no estaba más que relatando sus «horrendos crímenes».

—No —contestó con voz firme y segura y un clamor airado se elevó entre los presentes.

Gritos de perro traidor, hereje y otras lindezas se escucharon entre la multitud de insultos que cayeron sobre él. Aram siguió sonriendo, lo que pareció irritar más al público reunido en el patio.

—Entonces cumplirás tu sentencia de muerte en la horca. No hay perdón para los herejes y traidores —dijo el Canciller—. Tu nombre será borrado de las listas de la Fraternidad de Cazadores y tu cuerpo será despedazado y dejado para los carroñeros, pues no mereces el descanso en tierra consagrada. Muere con…

—¡¡Vosotros sois los sucios traidores!! —gritó Aram antes de que el Canciller terminase su discurso, estas serían sus últimas palabras y las aprovecharía para gritar una última vez su verdad, la verdad de la Última Hermandad—. ¡¡Traidores al Equilibrio y los Dioses verdaderos!! ¡¡Algún día los Amos de la Infraesfera volverán a alzarse… Argh…!!

No pudo terminar, a un gesto del Canciller, la trampilla bajo sus pies se abrió, su cuerpo cayó y la soga se cerró en torno a su cuello sin misericordia alguna, arrebatándole las palabras y su aliento. La vida se fue apagando en sus ojos con cada segundo, no luchó contra lo inevitable y se dejó ir. Su lucha había terminado.

«Algún día los Amos de la Infraesfera volverán a alzarse, los magos serán libres y los Dioses verdaderos serán honrados de nuevo.»

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Ago 222014
 
 22 agosto, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: ,  Sin comentarios »

Mylo se frotó la nariz dejando en ella un manchurrón de tinta negra del que no fue consciente, concentrado como estaba en la hoja de papel que estaba rellenando en aquel momento. Llevaba horas sentado a su añejo escritorio de madera, transcribiendo las últimas notas de la investigación que estaba llevando a cabo. Tan absorto estaba en su trabajo que ni siquiera oyó la puerta de su pequeño y atiborrado estudio abrirse y volver a cerrarse, ni sintió la ligera corriente de aire que penetró la estancia o fue consciente de la presencia de una nueva persona a su espalda.

La persona, una joven aprendiz y alumna del Instituto, sacudió la cabeza rubia y dejó escapar un quedo suspiro; siempre era igual con aquel hombre. Enfrascado en sus estudios, rodeado de un caos de notas dispersas, libros abiertos, tinteros vacíos o medio vacíos, plumas rotas y papeles rellenos con su prieta y pequeña letra o todavía esperando a ser llenados. La única fuente de luz del pequeño cuarto era una lámpara de aceite que pronto habría que volver a rellenar.
Relatos de Fantasía - Expedición
—Maestro —llamó la joven en un tono suave pero firme, tratando de captar su atención.

Pero Mylo ni siquiera pareció oírla, su pluma se movía febril sobre el papel, sus ojos vagaban de vez en cuando sobre sus notas y alguno de los ejemplares abiertos sobre la mesa. Estaba completamente metido en su mundo particular, en el trabajo que el calificaba de toda una vida. Un trabajo, la aprendiz lo sabía, que todavía no había logrado dar frutos más allá de la teoría y la especulación y que, en demasiadas ocasiones, le acarreaba las burlas y menosprecios de sus pares en el Instituto.

«Una pena tanta inteligencia despreciada».

«Debe ser cierto lo que dicen, que las mentes más brillantes son también a veces las más frágiles».

«Podría dedicar tanto esfuerzo a cosas más productivas para el Instituto y para la nación… Pero prefiere peder el tiempo en fantasías y quimeras».

«No entiendo cómo el Consejo todavía no lo ha echado y sigue pagándole un sueldo y permitiéndole vivir en las instalaciones del Instituto».

«Es amigo del Rector, dicen que desde de la infancia. Supongo que eso lo hace intocable».

Esas eran un ejemplo de las cosas que otros Maestros y compañeros de Mylo comentaban y repetían en corrillos y conversaciones de pasillos y salones. Lo consideraban la vergüenza del Instituto, un desperdicio de talento y recursos centrado en demostrar la existencia de ciertas criaturas de leyenda. Pero Mylo estaba seguro de que no eran una invención y que en realidad pisaban el mundo igual que el resto de sus seres, pero preferían mantenerse ocultos y ajenos a los grandes acontecimientos de la sociedad humana. Por supuesto, dados aquellos comentarios, era evidente que Mylo no había conseguido demostrar la existencia de ni una sola de esas criaturas, pero le gustaba insistir en que estaba cerca de conseguirlo.

Lo cierto era que ser aprendiz del Maestro más denostado del Instituto no era ningún honor y la joven, que había vuelto a llamar a Mylo sin éxito, recibía las mismas burlas y comentarios de sus compañeros de clase. Pero estar allí, con aquel hombre menudo y desgarbado, de perennes cabellos morenos despeinados y necesitados de un nuevo corte de pelo, con habituales manchurrones de tinta en manos, ropas y rostro mal afeitado y sus estrechos, inquisitivos y amables ojos azules, miopes tras años dedicados a la lectura y la escritura, había sido elección suya. Ella compartía los mismos objetivos que su Maestro, había seguido su trabajo desde que decidió estudiar en el Instituto y había hecho todo lo posible para convertirse en su aprendiz; algo no muy complicado dada la escasa o nula popularidad de aquel hombre en la institución, el único obstáculo había sido la cabezonería de Mylo y su creencia de que no necesitaba ningún aprendiz. La verdad era que sí lo necesitaba, aunque solo fuera para recordarle sus horarios, las clases que debía impartir y la necesidad de comer, dormir y salir a respirar aire fresco.

—¡Maestro Avérigan! —exclamó la joven finalmente, elevando la voz y consiguiendo que el hombre diera un pequeño salto en su silla.

—¡¿Qué…?! —Se volvió a medias hacia la joven—. Oh, eres tú Suranna. Me has dado un susto de muerte —le recriminó con una dura expresión—. Es una suerte que no estuviese escribiendo en ese preciso momento o habría emborronado la hoja. ¡Y ya está casi acabada!

—Exageráis, Maestro. —Suranna agitó la mano restándole importancia al asunto; llevaba el tiempo suficiente trabajando con Mylo para saber cuándo no tomarlo en serio. Su Maestro era como un perro grande y gruñón, pero que raramente mordía, tenía un carácter demasiado apacible para eso.

—Hurm… —Refunfuñó entre dientes—. ¿Querías algo? Estoy muy ocupado.

Suranna rodó los ojos; aquel hombre estaba siempre muy ocupado, era como si el resto del mundo fuera de su campo de estudios careciera de importancia alguna. La joven estaba segura de que apenas sabría en qué día exacto de la semana vivía o lo que ocurría en la ciudad en la que residía o el propio país. Suranna era aplicada en sus estudios y trabajadora como el que más, pero prefería tener una vida social más allá de los muros del Instituto y se esforzaba por que su Maestro también la tuviera, el aislamiento no era bueno para nadie.

—Maestro, es la hora de la cena, de hecho… —Miró su reloj de bolsillo—, hace ya media hora que comenzó. He venido a buscaros para que vayáis a comer algo.

—Comer puede esperar, esto es más importante.

Por «esto» se refería a sus notas y transcripciones. Suranna se armó de paciencia, dispuesta a arrastra a su Maestro hasta el comedor común si era necesario. Antes de su llegada, nadie se preocupaba de si Mylo comía o no, de si llegaba a tiempo a las clases que debía impartir o se acordaba de irse a dormir a una hora razonable. La primera vez que Suranna había visto en persona a su Maestro, se había encontrado con un hombre pálido y demacrado, con los ojos enrojecidos y totalmente absorbido por su trabajo; la pasión y la devoción eran algo bueno, pero no convertirlas en obsesión y olvidar todo lo demás. Por eso, una de las tareas que Suranna se había auto impuesto era asegurarse de que su Maestro no se olvidaba de vivir.
Relatos de Fantasía - Expedición
—Maestro, hemos pasado ya por esto muchas veces, sabéis que yo no voy a dar mi brazo a torcer y que no dejaré de «molestaros» hasta que vayáis a cenar. ¿Por qué no nos ahorráis tiempo a los dos y os rendís ya?

—Veo que tu insolencia sigue creciendo día a día, niña —rezongó Mylo. La «niña» en cuestión había cumplido ya su décimo octavo año y en tan solo dos más terminaría su formación académica y, si superaba las pruebas, se convertiría en Maestra.

—Es mi insolencia la que os mantiene saludable para seguir trabajando —contestó Suranna cruzando los brazos sobre el pecho.

—Si, bueno… Ejem… —Mylo carraspeó y tuvo la decencia de ruborizarse ligeramente. Con todo, era consciente de que si no fuera por su aprendiz muchas veces seguiría trabajando hasta la extenuación, tal y como había ocurrido otras veces en el pasado. Vyle, el Rector y su amigo, se había mostrado realmente complacido cuando fue a quejarse del comportamiento de Suranna al principio, ya que entendía que no hacía más que interrumpir su trabajo y molestarlo.

«Justo lo que necesitas, Mylo, alguien responsable que tenga la paciencia de asegurarse de que sigues respirando un día más. Ya no somos los jóvenes que fuimos y tenemos que cuidarnos. Creo que la señorita Nimé merece ser ascendida a Maestra solo por eso». Eso era lo que había dicho Vyle sin ni siquiera contener su sonrisa.

Pero esta vez era distinto, esta vez tenía un buen motivo para saltarse la cena. Al menos, eso creía él. Ahora solo tenía que convencer a su aprendiz, que lo miraba con intensidad y determinación. No iba a ser fácil.

—Necesito terminar esto, Suranna…

—Podéis terminarlo mañana —dijo la joven, interrumpiéndolo.

—Pero es importante que lo haga cuanto antes —insistió.

—¿Por qué?

—Porque lo necesitaremos para nuestra expedición.

—¿Expedi…? ¿Qué expedición? —Primera noticia que Suranna tenía de aquello.

—Por fin he conseguido el permiso del Consejo para viajar en busca de los Phaelyons. —Una radiante sonrisa asomó al rostro de Mylo—. El gran objetivo de mis investigaciones está a punto de lograrse.

Phaelyons… La mente de Suranna suministró rápidamente la información básica sobre aquella especie. Se dividían en cuatro clases o subespecies según el elemento al que estuvieran asociados y sobre el que se les presuponía control y dominio. Los Phaelyons Firis controlaban el fuego, los Phaelyons Terris se servían de la tierra, los Phaelyons Liquis eran capaces de domeñar las aguas y los Phaelyons Aeris dominaban el aire. Mylo había teorizado una quinta clase, los Phaelyons Vidis, capaces de controlar los cuatro elementos y que habrían estado por encima del resto en su escala social, quizás como líderes y adalides. Su sociedad era eminentemente pacífica o, al menos, carecía del deseo de conquistar y someter por el arte de la guerra y eso les había llevado a aislarse del resto del mundo, donde especies como los Humanos, los Enanos o los Elfos Solares parecían tener deseos inagotables de conquista de tierras ajenas.

De todas las criaturas de leyenda, los Phaelyons eran los que más posibilidades de haber existido en algún momento tenían, dada su prolífica aparición en cientos de leyendas e historias antiguas. Pero el hecho de que se los relacionase directamente con la magia los convertía en poco más que mitos y cuentos para la mayoría de los estudiosos del Instituto, donde se prefería la lógica y la razón y la magia no era más que la ausencia de explicaciones racionales sobre algunos hechos que en principio parecían inexplicables y milagrosos.

Mylo llevaba toda una vida investigando, estudiando y escribiendo sobre los Phaelyons, y Suranna mentiría si no reconociese que compartía sentimientos similares con su maestro respecto a aquellos seres. Pero una expedición… Era excitante, sería la primera en la que participaría, pero su Maestro ya no estaba para esos trotes; sus cincuenta y algo años y una vida casi completamente dedicada al estudio no lo predisponían precisamente para un largo y azaroso viaje. Debía hacer una década o más desde la última vez que salió en su última expedición. Pero viendo su expresión radiante, Suranna no tenía corazón para oponerse o siquiera opinar en contra de ello. Al menos se aseguraría de cuidar de él en el viaje.

—Eso es una gran noticia, Maestro. ¿Cuándo partiremos? —Preguntó sin necesidad de fingir su ilusión.

—Ah, sabía que te gustaría. Mi idea era partir cuando antes, pero Vyl… el Rector ha insistido en que esperemos hasta que nos consiga una escolta y el equipo necesario.

Bendito Rector, pensó Suranna, aliviada de que alguien a parte de ella se preocupara por frenar el entusiasmo suicida de su Maestro. Estaba bastante segura de que la escolta sería pagada con dinero del propio bolsillo del Rector y tenía la sensación de que el Consejo lo había aprobado para así poder librarse de Mylo durante una temporada, si moría allí fuera, tanto mejor para ellos. Bueno, había por lo menos dos personas que se asegurarían de que Mylo volviese sano y salvo al Instituto.

—¿A dónde iremos? —inquirió la joven. En algún momento del remoto pasado, los Phaelyons parecían haber poblado gran parte del mundo, pero dado que hacía siglos que no se avistaba a ninguno, nadie tenía seguro que realmente hubiesen estado tan extendidos de haber existido realmente.

—Al bosque Tapiz Oscuro. Mis últimos descubrimientos apuntan a que una de sus más prolíficas colonias se asentaba allí. Puede que tengamos que atravesarlo hasta la Costa Boscosa al noroeste, los Liquis habrían preferido vivir cerca del mar… Hm… —Mylo adoptó una expresión pensativa, como si meditase sobre más posibles lugares.

Suranna por su parte se alegró de contar con una escolta. Tapiz Oscuro marcaba la frontera natural entre Ilfil Solaris, el reino de los Elfos Solares, y toda una serie de pequeños países —reinos y repúblicas— humanos; el bosque era considerado tierra de nadie y llevaba siglos en disputa, aunque realmente nadie se había adentrado mucho en él. Era una floresta enorme, que se extendía por kilómetros hasta el mar Límite al norte y el oeste, frondosa y oscura cuanto más se internaba uno en ella; no era un lugar muy propicio para levantar ciudades o asentamientos más pequeños, de hecho ni siquiera estaba completamente cartografiado o explorado. Todo apuntaba a que ellos iban a ser los primeros en hacerlo a un nivel más profundo.

Y el viaje no sería corto tampoco. Al menos tres semanas hasta llegar al límite austral del bosque, y tendrían que cruzar varias fronteras. Habría que buscar la ruta menos complicada, aquella que cruzase por países aliados del suyo y donde menos pegas les pondrían. No, no iba a ser una expedición sencilla y tranquila. Pero nada de aquello les quitaría el entusiasmo o la emoción ante la posibilidad, por remota que fuera, de encontrar a los Phaelyons.

Suranna confiaba en las investigaciones y descubrimientos de su Maestro, daba por ciertas las teorías y ensayos que había escrito sobre aquella mítica raza y compartía con él la certeza de que algunos de los artefactos que Mylo había encontrado en el pasado habían sido hechos por los Phaelyons; algunas eran piezas demasiado exquisitas, demasiado perfectas para haber salido de las manos de los artífices de cualquiera de las otras especies que poblaban el mundo.

El Consejo y el resto de miembros del Instituto podían reírse todo lo que quisieran de su trabajo, ellos acabarían por demostrar la existencia de los Phaelyons y entonces serían ellos los que reirían.

—De acuerdo, Maestro, podéis terminar vuestro trabajo… —El rostro de Mylo se iluminó— cuando hayáis cenado algo antes. Por esta noche haré la vista gorda con la hora a la que decidáis iros a dormir. —Lo cierto es que ella también le robaría algunas al sueño poniendo al día sus notas y lo necesario para el inminente viaje.

—Hm… ¿Supongo que no podré hacerte cambiar de opinión?

Suranna sacudió la cabeza y Mylo dejó escapar un largo suspiro y se dio finalmente por vencido, dejando la pluma sobre el escritorio, levantándose y acompañando a su aprendiz al comedor común.

 

*          *          *

 

De aquello habían pasado varios años ya, Suranna era ahora la Rectora del Instituto y Mylo un venerable anciano, que ahora pasaba más horas descansando o durmiendo que trabajando. Seguía viviendo en las instalaciones del Instituto, junto a otros Maestros retirados, en un edificio construido a tal efecto; no todos los Maestros que dejaban de ejercer por la edad se quedaban allí, pero si alguno deseaba hacerlo, podía contar con una cómoda habitación, cinco comidas al día y el derecho a acceder a todo el conocimiento que la institución guardaba entre sus muros. Sin embargo, la reputación de Mylo no había mejorado en lo más mínimo en cuanto a su campo de estudios se refería. Aquella última expedición que le habían permitido realizar no había dado los frutos esperados… O los había dado demasiado bien, tal y como el Consejo esperaba. En cualquier caso, tras regresar de ella con las manos vacías, Mylo no volvió a solicitar otra posibilidad más. Lo que nadie sabía, salvo Suranna y la escolta que los había acompañado a Tapiz Oscuro, era que no fue el fracaso lo que había acallado a Mylo, sino todo lo contrario.

El viaje en busca de los Phaelyons había sido todo un éxito, no exento de peligros y amenazas, pero finalmente, tras pasar un par de semanas completamente perdidos en Tapiz Oscuro, habían encontrado la primera pista de la presencia de los míticos seres: los phialyns, pequeños seres, animales voladores de esencia elemental que, según las teorías de Mylo y algunas leyendas, solo aparecían allí donde moraban los Phaelyons. Seguir a las bandadas de phialyns los condujo hacia el corazón del bosque y más allá. Y cuando estaban agotados, llenos de arañazos y suciedad y su escolta a punto de abandonarlos, se dieron de bruces con un impresionante ser envuelto en llamas de la cabeza a los pies, los ojos eran dos piedras negras de forma almendrada y en su mano una lanza de fuego. Y no estaba solo, cinco más de aquellos seres les rodearon en el acto.

Todos habían pensado que era el final, todos salvo Mylo, que comenzó a dar saltos de alegría, emocionado ante la presencia de aquella amenaza envuelta en un fuego que parecía no afectar a la vegetación cercana. Viendo a su Maestro, Suranna entendió qué tenían delante: Phaelyons Firis. Mylo los había considerado los guerreros de su pueblo y parecía que no se había equivocado.

Tras un tenso silencio, Mylo se presentó usando una variante arcaica de la lengua de los jemures, los antiguos habitantes de una basta región del mundo unos siglos atrás; se les había llegado a considerar un imperio en su momento. Suranna la entendía más o menos, ya que por indicación de su Maestro, se había propuesto aprenderla, ya que se la suponía la lengua que los Phaelyons habían podido dominar en el pasado. Mylo hizo hincapié en que sus intenciones no eran malas o dañinas, que no pretendían ningún mal para su gente y que poder tan siquiera contemplarlos esa sola vez sería suficiente. Y entonces, llevado por su entusiasmo, comenzó a hacerles una pregunta tras otra.

Los seres de llamas se miraron entre sí, o así se lo pareció a Suranna, y ocurrió algo que asombró todavía más a su nerviosa escolta; los Phaelyons apagaron sus llamas y ante ellos quedaron seis humanoides, que compartían algunos rasgos con diferentes especies animales. Por ejemplo, el que tenían justo delante tenía sobre la cabeza de largo cabello castaño las orejas negras de un zorro, sus ojos eran almendrados y de color dorado con las pupilas oblicuas, sus rasgos recordaban al animal y la parte expuesta de sus brazos estaba cubierta de un fino pelaje castaño, aunque su cara estaba libre del mismo. De los otros cinco, dos parecían también recordar a un zorro y el resto a un gato, con los pelajes de diferentes colores. Vestían a la usanza de los guerreros, con defensas de cuero y metal; a parte de la lanzas, a sus caderas colgaban espadas delgadas y curvadas.

Mylo había exclamado entonces que su teoría sobre la apariencia física de los Phaelyons era cierta. Suranna y la escolta estaban demasiado impresionados para decir nada. Y los guerreros Phaelyons parecían, si aquello era posible, divertidos por el comportamiento de Mylo.

Tras conferenciar brevemente entre ellos usando un lenguaje más rápido y aparentemente más complejo que la lengua jemur, los Phaelyons se presentaron como miembros de la Orden Incandescente y Protectores y Guardianes del Pueblo Phae y les informaron que por el momento no podían dejarlos marchar y que los llevarían con ellos. Era la primera vez que unos Humanos llegaban tan cerca de sus dominios. Por supuesto, aquello fue una gran noticia para Mylo, que se apresuró a asentir y a decirles que podían vendarles los ojos y maniatarles si así lo creían necesario. Por supuesto, sus «captores» no hicieron nada de eso, ya que perdidos en el bosque como estaban, no tenían muchas opciones de escapar a ningún lado. Aunque sí tomaron las armas de la escolta como precaución.

Tras el encuentro, fueron conducidos a una ciudad construida de manera que se mimetizaba a la perfección con el bosque: las casas, ya fueran en los troncos de los árboles o en el suelo, eran de muros verdes, marrones y pardos, algunas parecían excavadas en la tierra como si fuesen madrigueras, otras cavadas en el tronco de los árboles más gruesos. Su extensión era difícil de determinar y docenas de Phaelyons de diferentes edades y aspectos recorrían lo que debían ser sus calles, no más que meros senderos abiertos entre los árboles y la vegetación baja.

Como era de esperar, la presencia de un grupo de Humanos pareció paralizar la vida cotidiana de la ciudad y cientos de pares de ojos se volvieron hacia ellos. Ante la expresión de éxtasis de su Maestro, Suranna temía que le fuese a dar un ataque y se desmayase; los ojos de Mylo estaban bebiendo todo cuanto veían, haciendo notas mentales que más tarde llevaría al papel… Eso si es que les permitían volver a salir del bosque.

Los guerreros les llevaron al interior de un grueso y viejo árbol, tan grande era su tronco vaciado, que Suranna se mareaba ante la perspectiva de pensar cuántos cientos de años podría llevar vivo. Allí les recibió un único phaelyon, que ordenó al resto de seres presentes abandonar la sala; los guerreros protestaron, pero sus quejas fueron desestimadas y finalmente, aunque a regañadientes, se fueron.

Aquel phaelyon se presentó como Druuvbe Adreenve, Legislador de aquella región, escogido por el Consejo de los Cinco Señores. Y en su mano estaba la decisión de que hacer con ellos. Era algo más alto que los guerreros con los que habían tratado, tenía los mismos ojos almendrados, pero estos eran de un verde intenso y de pupila redonda, su cabello era gris plateado, igual que el pelaje de sus brazos y las orejas recordaban a las de un lobo. Parecía de mayor edad y su voz era serena y profunda.

Druuvbe les dijo que eran los primeros Humanos con los que hablaba nadie de su pueblo en muchos, muchos años y que les permitiría saciar su curiosidad si ellos hacían otro tanto, pues raramente se enteraban de noticias del mundo exterior. Ante aquel ofrecimiento, Mylo y Suranna sonrieron entusiasmados, era la oportunidad que tanto tiempo habían esperado.

Suranna recordaba los días pasados en aquella ciudad en el bosque, las largas charlas con Druuvbe y otros miembros de su comunidad, de lo mucho que aprendieron sobre los Phaelyons, de las teorías acertadas y equivocadas que sobre ellos tenía Mylo, de la naturaleza elemental de su poder, que manaba de la esencia misma de la vida, y de su decisión de dar la espalda al mundo, de ocultarse y vivir en paz y armonía con la naturaleza. Los Phaelyons estaban realmente ligados a la tierra, en un sentido más animal y literal que el de otras especies humanoides, y por ello su deseo era el de la comunión y no el de la dominación. Sin motivación para luchar realmente, prefirieron ocultarse en lugares donde los Humanos y otras razas no se internarían jamás, que guerrear y luchar continuamente por su supervivencia. El asentamiento de Tapiz Oscuro era uno de muchos alrededor del mundo, aunque no desvelaron la ubicación del resto.

Y también los vieron desenvolverse en el día a día gracias a sus poderes elementales, que hacían que se repartieran los trabajos acorde a sus capacidades. Su poder no era infinito y debían reponerlo durante las noches, durmiendo en contacto directo con el suelo desnudo del bosque, razón por la cual sus casas carecían de suelos de ninguna clase. La cantidad de poder y la fuerza del mismo variaban también de un phaelyon a otro, igual que sus apariencias, aunque en aquella ciudad parecía predominar la presencia de lobos, zorros, gatos y conejos.

Mylo y Suranna aprendieron mucho sobre los Phaelyons durante esos días, que se tornaron en un par de semanas, momento en que Druuvbe les comunicó que deberían abandonar la ciudad. El Legislador había recibido un mensaje del Consejo de los Cinco Señores, que eran los líderes de facto del pueblo en aquella parte del mundo, indicándole que debía permitir marchar a los Humanos, sin embargo, había condiciones. Jamás podrían hablar sobre lo que allí habían visto, no podían desvelar el secreto de su existencia al mundo, pues los pondría en el mismo peligro que su desaparición y aislamiento siglos atrás les había evitado. Para asegurarse de que cumplirían su palabra, tendrían que realizar un sagrado juramento que ligaría sus esencias vitales (o lo que los Humanos consideraban el alma o el espíritu) y que les acarrearía un severo castigo de no ser cumplido.

Suranna pensó que su Maestro se negaría, pues había encontrado la prueba final de su larga investigación, con aquello limpiaría su nombre y ganaría el prestigio que se merecía. Pero Mylo la sorprendió aceptando aquellas condiciones.

«Nunca he buscado la fama o el reconocimiento de mis pares, niña. De haber sido así, habría dedicado mi tiempo a otra cosa. Para mí, haber visto con mis propios ojos a los Phaelyons es suficiente; haberlos encontrado, escuchado, descubrir en que me equivocaba respecto a ellos… Eso es más que suficiente. El valor del descubrimiento en el propio descubrimiento». Eso le había dicho Mylo como explicación y lo cierto era que Suranna lo entendía. Ni ella ni su Maestro querían perjudicar o acarrearles algún mal a aquellos seres que llevaban siglos siendo una mera leyenda. La fama no merecía pagar el precio de acabar con su pacífica existencia.

«Supongo que tienes razón, Maestro. De todas formas, ¿quién nos iba a creer?». Aceptó ella también.

Y en cuanto a sus escoltas, aquellos hombres y mujeres solo querían salir del bosque y volver al mundo normal que conocían; habían visto suficiente del poder elemental de los Phaelyons, como para saber que romper el juramento no sería una opción. Además, Suranna estaba segura de que, como ella y su Maestro, ellos también se habían enamorado un poco de los Phaelyons y su vida armoniosa y pacífica.

Así, con las manos aparentemente vacías, habían regresado meses después al Instituto de la que fue la última expedición del Maestro Mylo Avérigan. Las burlas no se hicieron esperar, pero no hicieron la más mínima mella en Mylo o Suranna, que dedicaron muchos de sus días y noches a reescribir sus libros de teorías sobre los Phaelyons, pero nunca fueron más que eso, teorías, por muy correctas y reales que estas fueran, que nunca llegaron a publicar. Como Suranna había vaticinado, nadie las creyó más allá del ámbito de la leyenda o el mito. Pero ellos estaban satisfechos con aquello que Mylo había calificado como «el valor del descubrimiento en el propio descubrimiento» y sabiéndose de los pocos Humanos que habían visto en vida a los Phaelyons.

Los años pasaron, Suranna completó sus estudios, se hizo Maestra y durante un tiempo realizó diferentes expediciones por el mundo buscando nuevas especies, algunas salidas de mitos y leyendas, otras completamente nuevas, humanoides y animales. Descubrió unas cuantas de animales y una especie humanoide de inteligencia limitada que habitaba en cavernas cercanas a ríos y cascadas en las montañas del lejano norte, y a la que bautizó como Mylonthes, porque eran seres pequeños, alegres y afanados trabajadores que le recordaban a su Maestro. Y gracias a tales descubrimientos y los trabajos elaborados sobre ellos, Suranna ganó la fama y el renombre que Mylo jamás había deseado para sí, convirtiéndose en una eminencia del Instituto, al que acabaría volviendo para convertirse en su Rectora después de que el Consejo la nombrara para el cargo.

Y en cuanto a los Phaelyons, seguirán siendo un mito hasta que el resto de especies inteligentes decida invadir los lugares inhóspitos que habitan. Pero por el momento viven en paz y armonía con la naturaleza y el resto de sus seres. Y no han olvidado al grupo de Humanos que logró encontrarlos, aunque saben que el juramento que pronunciaron sigue en pie.

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Jul 092014
 

—Sabía que te encontraría aquí, Breis —dijo una voz masculina a su espalda.

—Lo dices como si encontrarme fuese algo de lo que sentirte orgulloso, Keidra —respondió sin apartar la mirada de la espada desnuda que descansaba sobre el pequeño altar de piedra.

Llevaba horas allí sentada en la posición de meditación, hacía tiempo que ya no sentía las piernas, pero sus ojos grises parecían incapaces de separarse de aquella hoja del color de la sangre; las llamas de los cuatro pebeteros que iluminaban la estancia apenas arrancaban algún brillo al metal carmesí, como si este en vez de reflectar la luz la devorara.

—¿Qué haces aquí? —inquirió el hombre ignorando su comentario. Breis estaba segura de que si se volvía a mirarlo, encontraría una expresión preocupada en el rostro del estoico guerrero del yermo.

—La espada me llama. Siempre lo ha hecho —contestó sin apartar la mirada de la hoja recta y perfecta. Tan perfecta y sin mácula que parecía imposible.

—Es solo una espada, Breis.

Breis dejó escapar una amarga carcajada.

«¿Solo una espada? No, mi viejo amigo, la Devoradora no es solo una espada», pensó, pero no dijo nada en voz alta, sino que siguió contemplando aquel arma con el que había soñado desde que tenía uso de razón. De una forma o de otra, esa espada había estado siempre presente en su mente y en su vida. Todo lo que había aprendido del arte de la esgrima, el combate y la guerra, todo lo que los sacerdotes le habían enseñado de los Dioses y los espíritus, todo ello había sido para el día en que por fin empuñara la Devoradora. El mismo día en el que ella se convertiría en la Devorada.

—¿Te he contado alguna vez la historia sobre esta espada, Keidra?

—Cientos de veces… —Suspiró el hombretón.

—Y sigues sin creerme, por lo que veo. —Sacudió la cabeza.

—Es solo una espada —insistió el guerrero—, forjada de un metal extraño, y con valor sentimental y ceremonial para tu pueblo, pero una espada. Nada más, nada menos.

—Para ser un hombre del Yermo de Brejen eres bastante pragmático. Creía que tu gente no se diferenciaba mucho de la mía en cuanto a creencias y supersticiones.

—He vivido algunos años al sur de las montañas, supongo que eso me ha hecho más sabio.

—Ya. —Ahora rió con un poco más de humor—. Pero esta superstición puedes creerla. El día en que empuñe esta espada será el principio del fin para mí. Me convertiré en el Avatar de la Guerra de mi pueblo y la maldición me alcanzará, como alcanzó a todos los Avatares que fueron antes que yo. Es mi destino. Y no hay nada que pueda hacerse. La muerte es lo que me aguarda al final de esta guerra…

—Como a muchos otros guerreros. En eso no tiene nada que ver el que empuñes o no esa espada. ¿Qué diría Yuun si te oyese hablar así?

—Me daría la razón. Ella… —Maldita sea, por qué tenía que quebrársele la voz delante de la Devoradora. «Valor, Breis. Valor», se dijo y prosiguió—. Ella también conoce las historias. Mejor que muchos, ya que es hija de un sacerdote.

—¿Por eso todavía no has ido a casa? ¿Por qué tienes miedo de decirle que te han nombrado Avatar de la Guerra?

—Supongo que sí. Aunque es probable que ya se haya enterado. Este tipo de noticias vuelan.

—¿Y tienes planeado pasarte aquí el resto del día y la noche?

—Puede. Tengo que pensar en muchas cosas y prepararme mentalmente para la ceremonia de nombramiento y grabado.

Breis no pudo evitar estremecerse al pensar en lo que ocurriría durante dicha ceremonia. El nombramiento era una formalidad, pero el grabado… Un escalofrío recorrió su espalda al pensar en las horas de dolor que le esperaban hasta que el arcano sagrado que tatuarían en su espalda y brazos quedase completo. Si Keidra fue consciente de su aprehensión, decidió no decir nada al respecto.

—Faltan dos días para ello. Estoy seguro de que Yuun preferiría verte antes, porque en cuanto la ceremonia termine…

—Lo sé. Partiremos hacia el frente.

«Y probablemente nunca más volveré a verla…», pensó y por unos segundos dejó que las lágrimas ardieran en el borde de sus ojos, mas no las derramó. Iba a convertirse en el Avatar de la Guerra, ese tipo de «debilidades» debía quedar atrás. La muerte sería su único cometido, la victoria su meta, todo por lo que lucharía hasta su último aliento. Ese era su destino. Ser Devorada por la Devoradora. Era el precio a pagar por la ayuda de los dioses.

—Deberías volver a casa —repitió Keidra y le sintió avanzar unos pasos hasta quedar a unos centímetros de su espalda. Una mano enorme y encallecida se posó en su hombro y lo estrechó amistosamente—. Aquí no hay nada que puedas hacer. Piense lo que piense yo sobre vuestras historias, sí tú crees en ellas, entonces deberías aprovechar cada momento que te quede antes de partir para pasarlo con Yuun, si no lo haces, más tarde te arrepentirás.

Breis suspiró y sacudió la cabeza, haciendo bailar sus numerosas trenzas rubias.

—Odio cuando tienes razón —dijo inclinando la cabeza hacia atrás y mirando por primera vez desde que había llegado el rostro barbudo de Keidra. El hombretón le dedicó una sonrisa, que se reflejó en sus amables ojos azules. Como ella, llevaba el cabello rubio oscuro recogido en varias trenzas que se perdían por su espalda.

—¿Vamos? —inquirió Keidra.

—Vamos. —Se levantó entre gruñidos al sentir la circulación volver a sus piernas.

Dirigió una última mirada a la Devoradora, y junto al guerrero abandonó el pequeño templo, que volvería visitar dentro de dos días para la ceremonia que marcaría para siempre el resto de su vida, por corta que fuera a ser esta.

. — . — . — .

—Los Dioses decidieron. Los Dioses hablaron. Los Dioses bendijeron. Adelante, Breiseldra, Avatar de la Guerra, guía a nuestros guerreros y llévalos a la victoria. Empuña la Devoradora y haz caer la ira de los Dioses sobre nuestros enemigos.

Breis salió del templo vestida para la batalla; defensas de cuero y metal cubrían su cuerpo para protegerlo de los aceros enemigos, las mejores pieles como capa y sobrevesta para ahuyentar el frío de las Tierras Altas del Norte, y en su mano derecha la Devoradora. El metal carmesí no brillaba bajo los rayos del sol y el arcano sagrado de la empuñadora quedaba oculto bajo su mano.

Los guerreros y la gente del pueblo allí reunidos vitorearon su nombre y elevaron alabanzas a los Dioses. Breis alzó la Devoradora por encima de su cabeza y lanzó al viento el más fiero de los gritos de guerra. Sintió arder la sangre en sus venas y la espada pulsar con cada latido de su corazón. La Devoradora y ella eran una, el arcano sagrado de la empuñadura y el que recorría sus brazos de mano a mano cruzando su espalda las unían en una sola entidad.

Era el decimoquinto Avatar de la Guerra al que los Dioses concedían su don y su favor, algo que solo ocurría en las ocasiones de mayor necesidad para su pueblo. Tres estaciones atrás, los hombres de los Páramos Blancos habían decidido bajar hacia el sur e invadir las tierras de Dabrod, el extenso territorio que el pueblo de Breis había habitado desde tiempos inmemoriales. Aquellas eran sus tierras y no estaban dispuestos a cederlas a los salvajes hombres de los hielos del norte. Así que las diferentes bandas de guerreros de Dabrod se habían unido para luchar contra el enemigo común. Al principio les habían hecho retroceder, pero ahora llevaban varias lunas sin lograr nuevas victorias y los hombres de los páramos se hacían fuertes y resistían sus ataques. Por eso se había decidido pedir el favor de los Dioses y llamar a un Avatar de la Guerra. Breis era la última esperanza de su pueblo.

Breis recorrió con la mirada una última vez a la multitud reunida ante el templo; en sus ojos brillaba aquella esperanza que ella representaba. Mucha gente inclinó la cabeza cuando sus miradas conectaban en señal de respeto; Breis había dejado de ser una simple mortal, un guerrero más del clan, ahora era una elegida de los Dioses, portaba su favor y sus bendiciones, su nombre se contaría entre el de los grandes héroes de su pueblo y sus gestas se recordarían y cantarían entre las generaciones por venir. Finalmente su mirada se detuvo en Yuun; envuelta en una capa de piel de lobo blanco, el cabello rubio casi blanco recogido en una sola trenza y sus ojos verdes que no parpadearon ni un momento. Yuun inclinó la cabeza pero la volvió a alzar enseguida, dejando que sus ojos se dijeran por última vez las palabras de amor y despedida que habían sido intercambiadas durante los días anteriores. Breis asintió imperceptiblemente y dejó que una pequeña y triste sonrisa adornara sus labios unos segundos. Después se volvió hacia los guerreros que esperaban su orden para ponerse en marcha; Keidra aguardaba con ellos en primera línea. Era el momento.

Alzó nuevamente la Devoradora y con ella señaló hacia delante, hacia la batalla, la sangre y el dolor, hacia la victoria. Hacia la muerte.

. — . — . — .

Breis sintió el agotamiento alcanzar hasta el último rincón de su cuerpo, cuando se dejó caer sobre sus mantas aquella noche tras un largo día de marcha y escaramuzas esporádicas. El fuego de campamento ardía con fuerza ahuyentado el frío de los primeros días de otoño y Keidra asaba sobre él varios pedazos de la carne de los conejos que algunos de los hombres habían logrado cobrarse durante el día. Al fuego del Avatar de la Guerra eran bienvenidos todos aquellos que quisieran compartir con ella la carne, el pan y el hidromiel, pero lo cierto era que el respeto que sentían por lo que Breis representaba solía mantener alejados al resto de guerreros. Solo Keidra, su viejo amigo, que la conocía desde hacía varios años, compartía el tiempo de descanso con ella

Breis dejó la Devoradora en el suelo junto a ella. Pero por mucho que se alejara de la hoja, ahora que ambas estaban vinculadas siempre podía sentirla. Sentir cómo se llevaba gota a gota su esencia vital, su fuerza y su aliento. Cada combate y batalla era un paso más cerca de su final, pero también era un paso más cerca de la victoria de su pueblo sobre los hombres de los páramos. Desde que la Devoradora recorría el campo de batalla, las victorias sobre sus enemigos se habían sucedido una tras otra. Tal era el poder de aquella espada; la magia palpitaba en su interior y a través de Breis era liberada en la batalla, desatando la ira de los cielos y la tierra, acabando con grupos enteros de hombres en apenas un parpadeo. Los hombres de los páramos habían aprendido a temer a la Devoradora y en cuanto veían su rojo acero salían huyendo temerosos de aquel poder.

Relatos de Fantasía - La Devoradora

Pero todo aquello se estaba cobrando su precio en Breis. Cada día que pasaba sentía que su vida se acortaba un poco más. Sabía y comprendía que su sacrificio, que su muerte eran un pequeño precio a pagar por la supervivencia de su pueblo. Su victoria lograría que al menos durante dos o tres generaciones, los hombres de los páramos se lo pensasen dos veces antes de volver a incursionar en sus tierras. Sabía también que su muerte y su nombre serían recordados para siempre, que dar su vida por su pueblo era el mayor de los honores para cualquier guerrero. Los Dioses la habían elegido. La Devoradora la había reclamado desde que era una niña, desde que por primera vez soñó con su hoja carmesí. Desde entonces había sabido que llegaría el día en que su vida sería tomada por la espada a cambio de las victorias que juntas conseguirían.

Pero saber todo eso, ser consciente de ello no quería decir que lo aceptase sin ningún remordimiento; atrás dejaría gente a la que quería y que la quería, gente como Yuun y Keidra, que pese a aceptar como ella aquel inevitable destino, sentirían su marcha en lo más profundo de sus seres. Breis sabía que dejaría un vacío en sus vidas, pero no había nada que pudiese hacer ya para evitarlo. Huir no era una opción, nunca lo había sido. Tampoco temía a la muerte, en irse de esa manera, con los más altos honores, sabiendo que se habría ganado un sitio entre los grandes héroes y los Dioses en la otra vida. No, lo que encogía su corazón era el hecho de todas las promesas que ya no podría cumplir con la gente importante que dejaba atrás.

Moriría con todos los honores, la mejor y más digna de las muertes para un guerrero de las tierras de Dabrod, pero lo cierto era que cuanto más cerca estaba de su último aliento, más lamentaba el hecho de no poder morir vieja y marchita en su cama dentro de muchos, muchos años vividos con las personas que amaba.

—Para estar en lado vencedor de las últimas batallas, pareces demasiado deprimida —comentó Keidra tendiéndole un pedazo de carne asada—. ¿A qué viene esa expresión tan taciturna?

—Solo cansancio —contestó. Era a medias verdad, a medias mentira, pero de nada serviría compartir con su amigo aquellos pensamientos; él seguía sin creer en la maldición de la Devoradora, pese a estar siendo testigo de cómo después de cada batalla, Breis parecía más cansada, más débil y tardaba un poco más en recuperar sus fuerzas.

—Pronto esta guerra llegará a su fin —dijo Keidra en lo que debía ser un intento por animarla—. Antes de la siguiente luna azul estaremos de vuelta a casa. El último reducto de hombres de los páramos se encuentra en las Lágrimas. Seguramente, la última batalla será a orillas de los lagos helados.

Breis asintió, pero no añadió nada. La última batalla sería su final también, si es que este no llegaba antes. Sacudió la cabeza desechando aquella idea. Todos los Avatares de la Guerra antes que ella habían sobrevivido hasta acabar con la amenaza que se cerniera sobre su pueblo. Quizás la Devoradora sabía hasta cuándo tendría que aguantar su portador. O quizás los Dioses lo hacían posible. En cualquier caso, Breis estaba segura de que no moriría hasta que los hombres de páramos ya no supusieran un peligro para sus tierras. Y como Keidra había dicho, eso ya no tardaría en ocurrir.

—Keidra… —llamó dejando a un lado su cena; tampoco es que tuviera mucho apetito últimamente.
El hombretón se volvió a mirarla, su expresión oscureciéndose al ver la seriedad de su gesto y escuchar el tono con el que había pronunciado su nombre.

—¿Qué?

—Quiero que me prometas algo. Y, por favor, no digas nada, no me contradigas. No en esto. Pienses lo que pienses, necesito que hagas esta promesa por mí, ¿de acuerdo? —Le miró a los ojos con una intensidad que muy pocas veces empleaba fuera del combate. Keidra asintió—. Quiero que me prometas que cuidarás de Yuun, que te mantendrás a su lado siempre, incluso cuando encuentre a otra persona con la que compartir su vida y ser feliz. Que harás cuanto esté en tu mano para asegurarte de que sigue adelante cuando yo ya no esté. Prométemelo. Júralo por los Dioses.

Los ojos azules de Keidra se oscurecieron y por un momento parecía que iba a protestar, pero finalmente asintió y apoyó su mano derecha sobre su corazón.

—Lo juro por los Dioses. Cuidaré de ella siempre, Breis, tienes mi palabra.

—Gracias, viejo amigo. —Breis sonrió, una de las pocas sonrisas genuinas que le quedaban ya. Sabía que Keidra cumpliría su palabra y que esa promesa de alguna manera evitaría que sacrificase su vida tontamente en las batallas que estaban por venir. Su destino estaba sellado, pero no así el de Keidra y Yuun y eso era todo cuanto importaba.

. — . — . — .

Tal y como Keidra había predicho, antes de que las lunas roja y verde se ocultaran y saliera la siguiente luna azul, las bandas guerreras de Dabrod se encontraron frente a las últimas fuerzas de los hombres de los páramos. Las Lágrimas serían su último campo de batalla, el lugar donde aquella guerra tendría su final, pues después solo quedaría perseguir y hostigar a los supervivientes hasta un poco más allá de las fronteras naturales entre ambas tierras.

La batalla había comenzado al amanecer de un gris y frío día de otoño y Breis había sabido nada más desenvainar la Devoradora que aquel sería su último amanecer. Lo podía sentir en el arcano sagrado ardiendo en su piel cada vez que usaba la espada y desataba su poder, fundiendo el hielo de los lagos con sus llamas carmesíes, abrasando o ahogando a sus enemigos. Cada lance, cada golpe mágico liberado desgarraba un poco más su cuerpo, rompiéndolo, devorando su esencia vital. Su espalda y brazos eran como una llamarada interminable y el dolor era cien veces peor de lo que había sentido hasta entonces, solo la fuerza de voluntad y la adrenalina la mantenían en movimiento, luchando y liderando a sus guerreros hacia la victoria. Ya ni siquiera sentía satisfacción al ver el terror en los ojos de los hombres de los páramos. Se moría y lo sabía. Se moría y paradójicamente no sería el arma de un enemigo la que se llevaría su vida, sino su propia espada, consumiendo su fuerza hasta el final, cobrándose el alto precio de la ayuda de los Dioses.

Breis había perdido la noción del paso del tiempo sin sol por el que guiarse. Se encontraba en lo más reñido del campo de batalla, la temprana nieve otoñal bajos sus botas teñida de sangre, roja como roja era la hoja de la Devoradora, sedienta de la sangre de sus enemigos y de la su portador. Una fina llovizna había comenzado a caer en algún momento del día, dando paso poco después a una lluvia fría y constante, que se mezclaba con la nieve y la sangre, con la vida y la muerte que tomaba lugar en aquel campo de batalla. Breis luchaba con el poder de su esgrima y el poder de la magia. Ella sola contra un mar de enemigos, porque para sus aliados sería arriesgado estar cerca cuando desataba la magia de la espada. Y aunque los hombres de los páramos temían aquella espada y la temían a ella, un considerable número de ellos le estaban haciendo frente en aquel lugar; quizás su último intento desesperado por dar la vuelta al resultado final de aquella contienda que sabían casi perdida. Pero como Breis y sus guerreros, ellos también eran hombres de honor, hombres que pese al miedo no iban a huir y que preferirían caer luchando que dando la espalda a sus enemigos como cobardes. Breis los admiró por ello y sintió respeto por aquellos guerreros, por la forma en la que habían elegido morir. Una muerte tan digna y honorable como la suya, incluso en la derrota.

Breis giró lentamente sobre sí misma, defendiéndose de las acometidas de sus enemigos más cercanos, observando que entorno a ella no había ninguno de sus hombres cerca, solo hombres de los páramos hasta donde alcanzaba la vista.

«Bien. El plan ha funcionado», pensó recordando la estrategia que ella y sus lugartenientes habían planeado el día anterior. Mientras ella se dirigía al corazón de las fuerzas enemigas, sus guerreros los irían rodeando, conduciéndolos hacia el interior de las Lágrimas, hacia una trampa de hielo y agua de la que no podrían escapar. Breis tampoco, pero eso no importaba, porque aquella sería su última batalla, así se lo había hecho saber a sus lugartenientes y a Keidra, que pese a protestar más tarde el plan escogido, nada pudo hacer para que cambiase de opinión. Antes de partir hacia los lagos, le había recordado al hombretón su promesa, asegurándose de que no haría ninguna tontería como intentar seguirla en la batalla.

Afortunadamente y, estaba segura, a regañadientes Keidra se había mantenido en su posición junto con el resto de sus guerreros, conduciendo al enemigo hacia la trampa en la que ya se encontraban.

Era el momento. Breis elevó una última plegaría a sus Dioses, no por ella, sino por quienes dejaba atrás, por su pueblo y por las almas de aquellos que se llevaría con ella a la otra vida.

Sintiendo el fuego abrasador de su espalda arder con una fuerza capaz de dejarla sin sentido en cualquier momento. Sintiendo cómo cada rincón de su cuerpo se desgarraba, incluida su alma. Sintiendo cómo las últimas gotas de su esencia vital eran devoradas por la espada. Sintiendo cómo el aire de sus pulmones se vaciaba por completo y su corazón estallaba en su pecho, clavó la Devoradora en la nieve y el hielo bajo sus pies dejando escapar un alarido salvaje de dolor que se elevó sobre el campo de batalla y la lluvia.

La Devoradora se encendió en una llamarada rojo sangre, envolviendo sus manos y brazos, pero Breis ya estaba más allá del dolor, sus ojos girses se habían velado en blanco y por cada poro de su piel manaba la sangre. El hielo que cubría el lago se quebró como cristal, estallando en varios puntos, empalando a algunos hombres, otros cayeron a las frías aguas, lastrados al fondo por el peso de sus armas, sus botas y sus armaduras de piel empapadas, y otros fueron devorados por las llamas innaturales de la Devoradora.

Los guerreros de Dabrod observaron la dantesca escena desde el límite del campo de batalla. Se estremecieron al oír el grito final de su Avatar de la Guerra arrastrado por el viento. Y por un momento todos guardaron silencio, solo roto por el ruido del hielo al romperse y los gritos de los hombres que morían allí. Hasta que finalmente, varios guerreros prorrumpieron en vítores y alabanzas a los Dioses y a su elegida. Y pronto todos los hombres celebraban la victoria que su Avatar de la Guerra les había dado sacrificando su vida a cambio. Solo había un hombre entre ellos que permaneció en silencio, la mano crispada sobre la empuñadura de su espada y las lágrimas ardiendo en sus ojos.

Keidra, que no había querido creer en las supersticiones de Breis y su pueblo, no podía negar ahora que su amiga había estado en lo cierto todo el tiempo; aquella había sido su última batalla, aquella guerra había sido su final. Ya fuera por la maldición de la espada o por haber elegido morir de aquella manera para acabar con el mayor número de enemigos posible, eso ya no importaba, Breis había hecho aquello por lo que los Dioses la habían elegido: había traído la victoria al pueblo de Dabrod. Y en aquella acción había encontrado la muerte, una muerte que sería recordada durante largos años, de eso Keidra estaba seguro.

Ninguno de los guerreros allí presentes podría olvidarlo jamás. Keidra tampoco, como tampoco olvidaría el juramento que le había hecho a Breis. Pero por el momento debían asegurarse de matar o echar a los pocos supervivientes enemigos que quedaban. Breis les había dado la victoria, mas aún no habían terminado la batalla.

. — . — . — .

Dos días fueron suficientes para terminar de echar a los hombres de los páramos de sus tierras y de vuelta a los Páramos Blancos allá al norte del norte. Solo entonces, cuando finalmente los guerreros de Dabrod empezaban el camino de vuelta a sus hogares, Keidra y varios lugartenientes volvieron a las Lágrimas. Una reciente nevada la noche anterior había cubierto con un sudario blanco los cadáveres congelados que todavía se esparcían entre los lagos. El lugar en el que Breis había desatado su golpe final seguía milagrosamente a flote, aunque llegar hasta él supuso todo un trabajo delicado y el uso de cuerdas atadas a las cinturas por si el hielo se quebraba bajo ellos.

Keidra fue el primero en alcanzar el lugar. Esperaba encontrar el cuerpo consumido por las llamas de su amiga, pero allí no había nada, salvo la hoja roja, a la que ni siquiera la nieve parecía poder cubrir. La Devoradora descansaba desnuda clavada en el mismo punto en el que Breis la había hecho caer, pero de su portadora no quedaba ni el más leve rastro.

—Que los Dioses la tengan en su gloria. —Oyó Keidra decir a uno de los hombres que lo acompañaban.

Keidra había visto muchas cosas en su vida, pero que un cuerpo desapareciera así… Era imposible. Sin embargo… Quizás las leyendas eran ciertas y la Devoradora había devorado a Breis por completo… Quizás su alma reposaba ahora dentro de aquella hoja carmesí que no reflectaba la luz del sol, su fuerza y su espíritu añadido a la fuerza y el poder de la espada.
Keidra cerró su mano entorno la empuñadura y en silencio elevó una plegaria a los Dioses de Breis y los suyos propios. Y en voz alta dijo:

—Has cumplido con creces el designio de los Dioses, Breiseldra. Descansa ahora en paz, pues tu muerte ha traído la paz a tu pueblo. —Sacó la Devoradora del hielo, asombrándose de la facilidad con que lo hizo, y clavó su propia espada en su lugar; en el plano de la hoja había grabado el nombre de su amiga y un pequeño epitafio que repitió desde su corazón—. Tu pueblo y tus seres queridos no olvidarán jamás tu sacrificio. Tu nombre se recordará por siempre. Descansa y espéranos mientras bebes el hidromiel junto a los héroes y los Dioses.
»Y yo cumpliré mi promesa.

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