Los heraldos pasean su orgullo,
Clarines y trompetas elevan su murmullo.
Nada ya que decir. ¡Este y Oeste
Preparadas las lanzas de su hueste!
En su sitio la espuela bien dorada,
Los justadores van en cabalgada,
Los ligeros dardos y el pesado escudo
Guardan el pecho al luchador membrudo.
Lanzas de veinte pies se alzan pujantes;
Espadas aceradas y brillantes
Que yelmo tajaran y harán despojos.
¡Corre la sangre por arroyos rojos!
(Chaucer)
Siempre había soñado con viajar a las tierras del sur, luchar y hacerme un nombre. Cada noche escuchaba a mi padre y al resto de los mayores del clan hablar sobre las riquezas de aquellas gentes, sus hazañas, aventuras, amores y viajes. Yo me moría por que llegara el día en que por fin me ganara el derecho a portar armas y marchar junto a mi padre hacia inhóspitos lugares.
El día llegó al cumplir los catorce años de existencia en este mundo. Llevaba desde los diez preparándome para el día del guerrero, el día en que se decidiría que hombres partirían y quienes serian los nuevos miembros de la élite guerrera.
El día de la celebración hubo comida y música en abundancia. Muchas parejas se unieron, el sonido de las flautas largas y las gaitas inundaban el santuario de nuestros antepasados. Hubo oraciones por aquellos que ya no estaban, y también se bebió en su honor. Se decidió que hombres marcharían al sur en busca de riquezas. Mi padre salió escogido pues es un gran guerrero, intrépido e inteligente. Varias mujeres guerreras fueron escogidas también. Mi madre hubiera partido, si no fuera por que había quedado en cinta de nuevo.
Finalmente comenzaron las pruebas físicas. Pruebas de levantamiento de peso, lanzamiento de dardos, manejo de espada, hacha y escudo, carreras de caballos, y combates por parejas y en grupo.
Muy pocos fueron los escogidos, aunque gracias a la diosa, mi nombre fue pronunciado, y un brazalete de bronce me fue entregado como símbolo de mi iniciación en la senda del guerrero.
Mi mente bulle de recuerdos, recuerdos que ahora me parecen lejanos y producto de una mente infantil, sin un pelo aún en la cara.
Aún siendo mi primer viaje, siento que han pasado cientos de años. Nunca antes según cuentan los más mayores de los que nos acompañan, un norteño había encontrado tanta resistencia en su marcha hacia el sur. Según parecía, habían aprendido del pasado y su cultura había generado un miedo ancestral hacia los nuestros, erigiendo enclaves fortificados y armando a hombres con lanzas largas y escudos.
Nunca a los nuestros nos había costado tanto adentrarnos tan al sur, y no hubiéramos seguido nuestro avance si no fuera por que las gentes escapaban, quemaban y destruían todo a su paso.
Nos consumía una furia y un ardor guerrero fuera de lo normal. Deseábamos entablar batalla en campo abierto, y que el acero decidiera el destino de unos u otros.
Tras atravesar unas suaves colinas, ante nosotros vimos una larga empalizada, protegida además por un río de poco calado. Tras la empalizada se apiñaban cientos de hombres con lanzas y estandartes hechos con escudos y cráneos de osos y ciervos.
Los hombres se alegraron al fin de ver al enemigo dispuesto a combatir. Nuestros jefes de clan, mi padre incluido, dispusieron nuestra línea de combate de la siguiente manera.
En el centro se alinearían tres huestes compuestas por guerreros armados con escudo, lanza y espada. En la vanguardia marcharía una larga línea de hombres sin armadura portando jabalinas. Ambos flancos quedarían cubiertos por la caballería y en la retaguardia aguardaría un nutrido grupo de hombres con jabalinas y lanzas de reserva.
Los hombres que aguardaban tras la empalizada al ver que nos alineábamos y expectantes esperábamos alguna clase de respuesta a nuestro desafío, comenzaron a desfilar en perfecto orden por una estrecha abertura en el centro mismo de la empalizada. Sabían desfilar, pero ¿sabrían además combatir aún cuando sus hermanos de batalla caían a ambos lados?, es difícil mantener una posición cuando tus hermanos caen y tus entrañas se aflojan; fue lo primero que aprendí el día en que por vez primera nuestros escudos destrozaron las mandíbulas de nuestros enemigos.
Con sus estandartes ondeando a intervalos de unos diez hombres, formaron en perfecta línea de a doce de fondo, creando un erizado muro de escudos, con hombres equipados de manera mas dispersa y ligera a los flancos, y por lo que se veía no disponían de ninguna clase de caballería.
Nuestros caudillos no se hicieron esperar, soplaron sus cuernos y nuestros hombres marcharon, chocando sus armas, moviendo sus escudos, estandartes y lanzas, muchos otros entonaban canciones de victoria tan antiguas como los círculos de piedra.
Al llegar a las orillas del río, nuestra primera línea armada con jabalinas se introdujo en sus aguas. Como esperábamos era de muy poca profundidad, pero aún así suficiente para volver inútil a la caballería.
Los hombres lanzaron sus proyectiles, causando no pocas lesiones en las primeras líneas enemigas. Antes de comenzar la según andanada, de entre las erizadas líneas de los sureños, aparecieron hombres con hondas, un arma que resultaba mortal en sus manos, por lo que nuestra vanguardia tuvo que retroceder al abrigo de nuestros grandes escudos de roble.
Nuestra caballería se separó de nosotros buscando un lugar menos profundo por el que poder cruzar y flanquear a sus huestes.
Mientras, nuestras tres fuerzas centrales entre las que nos encontrábamos mi padre y yo, rompimos filas, cruzamos a toda rapidez el río, y abrimos las filas todo lo que pudimos a fin de que les resultara mas complicado herir a nuestros hombres.
Cuando nos encontrábamos a no más de diez metros de ellos, cerramos las líneas, y nuestros escudos se solaparon, nuestras espadas se desenvainaron, y avanzamos cantando y riendo por el destino de aquellos pobres infelices.
El chocar de nuestras fuerzas fue brutal, sangriento, el olor a mierda humana era inaguantable, las moscas nos devoraban vivos, las aves sobrevolaban hambrientas nuestras cabezas; nadie cantaba ya, solo luchábamos por nuestras vidas, nadie escuchaba ya los toques de avance o retroceso, solo obedecíamos a la sed de sangre de nuestro acero.
Mi coraza de cuero tachonado se encontraba echa jirones, mis hombreras de cota de malla eran ya casi inexistentes, y sangraba por innumerables cortes, pero poco me importaban, solo deseaba arrancar una vida más tras otra.
No había formaciones ni orden alguno o estrategia, solo éramos puñados de hombres luchando aquí y allá. Nuestros guerreros armados con jabalinas, cuando se quedaron sin proyectiles se unieron a nosotros haciendo que el enemigo retrocediera momentáneamente. Solo necesitábamos un empuje más para arrinconarlos definitivamente contra sus propios muros, por lo que se hizo llamar a la reserva que acudió completamente descansada.
Para sorpresa nuestra, la caballería había terminado de reunirse y formar en el flanco derecho, tocaron los cuernos, bajaron las lanzas y cargaron contra las cansadas tropas enemigas.
No hubo piedad, prisioneros o ejecuciones piadosas, pues nuestro odio hacia esas gentes había ido en aumento con el devenir de los días y las privaciones a las que nos sometieran a lo largo de nuestro camino.
Nuestros espíritus fueron dañados y nuestro orgullo decapitado, pues no hubo botín o esclavos que llevarnos. Los hombres en edad de luchar perecieron en batalla, sus casas y cosechas destruidas, mujeres y niños envenenados, solo quedaban unos pocos ancianos en los que ni siquiera reparamos.
En contra de todo lo que creímos que nos reportaría este viaje épico, volvimos al norte mas allá de sierras y titánicas montañas de cumbres nevadas, a nuestro hogar, sin gloria o tesoros con los que agasajar a nuestras gentes, solo cansancio y hambre, pero aún así nuestro espíritu guerrero tuvo un leve remedio para reconfortarse por las noches. No fue nuestro acero el que se doblegó en el campo de batalla, ni nuestros estandartes los que se perdieron entre los cuerpos de nuestros guerreros, y el invierno dará paso a la primavera, nuestros hombres se reunirán y prepararán, y de nuevo comenzaremos la larga marcha hacia el sur.
Cantaremos, beberemos y lucharemos hasta que la diosa nos llame, y juntos recorramos el gran círculo sagrado de las almas que rodea al mundo, fundiéndonos en un solo ser, gozando por la eternidad.
Mas allá de sierras, lagos y montañas,
Nuestros ojos han de mirar,
Nuestra carne ha de sentir,
Y por siempre juntos hemos de dormir.
Juntos en multitud gozaremos,
Sentiremos el discurrir del agua en los ríos,
El verdor del valle, el rocío de la mañana,
¿Por qué no aceptas mi mano y bailamos?.
Veo tu mano, la mano de un hermano,
Yo la acepto y con gusto me uno al círculo sagrado,
Ven y bebe de mi cuenco, juntos todo lo compartiremos,
La madre nos acuna, y nos colma de dones y regalos.
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