Jorge A. Garrido

Gran apasionado de los videojuegos, sobre todo los de aventura y rol, amante de buenas películas épicas y fantásticas, lector de toda una saga como Dragonlance, en mis escritos encuentras cierto halo de misterio o el querer vivir una gran aventura alejada de la limitada realidad que nos rodea.

Oct 272014
 
 27 octubre, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  7 comentarios »

―Mabel, cariño, no te quedes atrás.
La mujer de larga y abundante melena blanca alentaba a su nieta a
continuar. Llevaban andando unas dos horas, habiéndose detenido
apenas cinco o seis minutos tras rebasar los límites de la comarca de
Lídea, la aldea al norte del lago Otamar. La adolescente, muy cerca
de cumplir los quince, estaba acostumbrada a las caminatas de su
abuela, siempre de un lado a otro en busca de diferentes hierbas para
la preparación de infusiones que debían calmar o curar algunos de
los males de todos aquellos que acudían a la mujer de avanzada edad.

No obstante, debía reconocer que ese día se estaban alejando demasiado.

―Abuela, ¿qué buscas que se encuentra tan lejos de casa?
―Tranquila ―dijo a la par que volvía el rostro y le dedicaba una
de sus afables sonrisas―; ya casi hemos llegado.
Relatos de Fantasía - Las cinco legiones
La ladera de la montaña por la que ascendían estaba repleta de rocas
asomando por la superficie y la mujer tenía que realizar algunos
breves rodeos hasta rebasarlas, siempre hacia el este. Así llegaron al
punto más alto, tantos metros por encima de su aldea que si esta se
encontrara a la vista apenas diferenciarían unas casas de otras.

Mabel se acercó a su abuela. Esta, de pie e inmóvil, observaba un
inmenso valle oculto entre montañas mucho más altas que la que
ellas coronaban. Ya a su lado, Mabel la imitó, recuperando el aliento
perdido mientras se fijaba en cada detalle del lugar, desconocido por
completo para ella.

Apenas había árboles en el valle, aunque los pocos que vio poseían
troncos altos y gruesos, agrupado el conjunto a un lado. El resto estaba
cubierto por un manto de hierba no muy alto, de un verde tan vivo
que a cualquiera le haría dudar de la estación otoñal en la que se encontraban.
Algunas rocas, también de considerable tamaño, surgían
del centro mismo de la depresión, rodeadas por un no muy caudaloso
río que cruzaba de norte a sur entre meandros de extrema sinuosidad.

Laria se fijó en los ojos de su nieta y se dio cuenta de que se movían
veloces mientras captaban cada detalle de lo que tenían al frente.

Siempre mostró una gran curiosidad por el mundo que la rodeaba,
desde muy temprana edad, algo que ella agradecía.

―Vamos. Sólo un poco más.

La mujer comenzó el camino de descenso sin atender a las palabras
de la muchacha, que no tardó en seguirla. Sin embargo, no avanzaron
sino un par de minutos más. Laria escogió una roca cuya parte
superior, algo por debajo de sus caderas, iba a servirle de asiento. A
su derecha, Mabel hacía lo mismo con otra algo más baja.

―¿Qué hemos venido a buscar, abuela?
―Algo de gran importancia, cariño. ―Pasó la palma de una mano
por su cabeza, atusando el cabello levemente revuelto―. Dime, ¿qué
te sugiere este lugar?

La chiquilla giró el rostro hacia los árboles y se detuvo unos segundos
en ellos antes de pasar a las rocas. Aunque cualquier otra persona
hubiese afirmado sentir cierta paz y serenidad en dicho paraje,
ella tenía otras sensaciones bien distintas.

―Me sugiere… sufrimiento. ―Los ojos de Laria se abrieron un
poco más y los extremos de sus labios se curvaron ligeramente hacia
arriba. No obstante, fue un cambio tan sutil que la niña no iba a notarlo―.
Este lugar agita mi interior. No es una sensación agradable.
―Me gusta esa especial sensibilidad que demuestras, cariño.
Siempre lo hizo, por eso te he llevado conmigo allá a donde fuera,
pidiendo tu opinión sobre cualquier cosa, procurando mantener viva
esa curiosidad que bulle de tu interior.
»En efecto, este en apariencia tranquilo paraje esconde un secreto
al cual la inmensa mayoría de las personas no podrá acceder en su
vida. Tú, al contrario, sí eres capaz de advertir que algo no va bien,
que sucede algo extraño.
―Y… ¿qué es? ¿Cuál es ese secreto?

La mujer echó un vistazo al frente, acción que imitó la más joven.
No obstante, Laria, a ratos, observaba de reojo a su nieta, atenta a sus
reacciones ante sus palabras.
―Livasa está repleta de leyendas, a cuál más increíble. Una de estas
ubica una reliquia del pasado en algún lugar de estas tierras, un
objeto al que se le atribuye una poderosa magia.
―Una poderosa magia… ―susurró Mabel, que frunció el ceño. Su
abuela, a pesar de haberla escuchado, continuó hablando como si no
lo hubiese hecho.
―Existen numerosos rumores acerca de lo que es capaz de realizar
dicho objeto, aunque los más extendidos versan sobre poderes
que harían invencible a la persona que se hiciera con él. Es la razón
por la que muchos se obsesionaron con su búsqueda, alentados, además,
por las historias contadas en montones de libros repartidos por
el mundo.
―¿Es verdad? ¿Existe ese objeto?
Laria guardó silencio durante algunos segundos, acrecentando la
curiosidad de su nieta.
―Algunos estudiosos de esos antiguos tomos afirmaron con rotundidad
que esa reliquia se encontraba en un valle que muy pocos
conocían, alejado de toda población y en un lugar de poco provecho
por el que nadie se interesaría. Sin embargo, al contrario de lo que
muchos habrían hecho, esos eruditos no marcharon en su búsqueda.
En su lugar, interesados en una confrontación entre los distintos reinos
de Endina, acudieron a los reyes de dichos territorios y les vendieron
esa información.
»Como cabría esperar, los monarcas se pusieron manos a la obra
de inmediato y formaron, cada uno, un enorme contingente con el
que vencer al poderoso demonio que custodiaba el objeto.
―¡¿Hay un demonio en el valle?!
―No, cariño ―rio Laria―. Esa fue la mentira que forzaría a los
reyes a mandar una gran cantidad de soldados. De ese modo, fueron
cinco los ejércitos que se juntaron en este valle, dispuestos a luchar,
fuera contra un demonio u otros soldados, por el objeto que se les ordenó
llevar a su correspondiente monarca.
―Pero abuela, ¿qué reinos eran esos?
―Como ya te he dicho, los que descubrieron la ubicación de la reliquia
querían una confrontación entre todos los reinos. Y la lograron.
En este valle se produjo un terrible enfrentamiento del cual apenas
sobrevivieron unos pocos soldados; los que informarían de todo lo
aquí acontecido a sus respectivos reyes. Estos, desconcertados al
creerse los únicos con la información de los eruditos, pensaron en la
existencia de espías entre sus súbditos, tras lo cual declararon una
guerra abierta en todo el continente.
»El enfrentamiento duró poco más de tres años, hasta que sólo
quedó uno. No obstante, aquel que se alzó victorioso quedó tan debilitado
que se vio fragmentado en diferentes territorios, los cuales decidieron
aislarse de los demás. Así, tal y como esos estudiosos planearon,
la batalla en este valle dio comienzo al fin de todos los reinos
de Endina.
Mabel había fijado sus ojos en los de su abuela durante el último
minuto, pero enseguida los devolvió al valle, el cual creaba poco a
poco un mayor embrujo en ella.
―¿Qué era ese objeto que vinieron a buscar?
―¿Me preguntas qué era lo que los eruditos les dijeron a los reyes
o de qué se trataba en realidad? ―La pregunta intrigó aún más a Mabel,
que no necesitó articular palabra alguna para que su abuela continuara―.

Las leyendas hablaban de una especie de cetro que hacía
realidad casi cualquier deseo del que lo portara, desde crear una barrera
invisible que le protegiera de posibles agresiones hasta el lanzamiento
de proyectiles de cualquier tipo. Se decía que incluso podía
reducir a polvo una montaña en apenas unos segundos.
»Imagínatelo. Para un rey que ambiciona cada vez más poder, ¿no
es algo por lo que merece la pena arriesgar la vida de tantos soldados,
incluso por lo que iniciar una guerra en la que podría perderlo
todo? De ganarla, no habría nadie que se interpusiera en su camino,
no habría nada que no pudiese tener o conseguir.
»Mira esa loma. ―Laria señaló con un brazo una elevación por
encima del grupo de árboles, lugar hacia el que Mabel dirigió la mirada―.
¿No puedes verlo? Decenas de caballos blancos, negros y
marrones descendiendo a toda velocidad hacia el río, con soldados de
reluciente armadura sobre ellos intentando que sus gritos suenen por
encima del resto.
»¿Y al lado contrario? ―Mabel volvió la cabeza hacia la izquierda,
siguiendo una vez más la dirección indicada por su abuela―.
Una multitud de soldados con sus lanzas apuntando al frente, dispuestos
a ensartar en ellas a cuantos enemigos tengan al alcance.
La muchacha giraba el rostro a un lado y a otro mientras Laria
describía la batalla sucedida hacía tanto tiempo. De la cima de las
montañas pasaba su mirada a lo alto de las rocas, donde buenos arqueros
se habían apostado para disponer de una mejor posición en su
búsqueda de nuevos blancos; de aquí a los árboles, entre los que luchaban
soldados diferenciados por armaduras de distintos estilos; de
estos a campo abierto, donde la sangre teñía de rojo la hierba del suelo,
así como el río comenzaba a arrastrar los numerosos cuerpos sin
vida que habían caído en él. Se trataba de un espectáculo dantesco,
una trampa mortal para tantos hombres y mujeres abocados a la pérdida
de su más preciada posesión a causa de la ambición de alguien
que nunca comprendería el terrible error que había cometido al mandarlos
a dicho lugar.

Laria no perdía detalle de su nieta. Sus ojos se movían con rapidez,
sin detenerse más de cinco segundos en cada nuevo lugar observado.
Quizá fuera la fuerza que imprimió a sus palabras o que la imaginación
de la chiquilla le llevara a contagiarse de la esencia impregnada
en el valle, del residuo de tanto dolor entre sus montañas. Sin
embargo, Laria la había llevado hasta allí con un propósito y su reacción
no le estaba defraudando.
―Mabel, ¿cuál era el objeto que había en realidad en el valle?
La muchacha fue cogida por sorpresa por la voz de su abuela, la
cual se había quedado en silencio los últimos minutos. La miró fijamente
a los ojos, tragando saliva mientras en su cabeza procuraba
aclarar las ideas. Se sentía nerviosa, agitada. No comprendía de qué
iba todo aquello y la pregunta que acababa de formular no le ayudaba
a entenderlo mejor.
Mabel no abrió aún su boca. Su mirada regresó al campo de batalla,
hacia un suelo que debió retumbar al trote de los caballos, con
cada rodilla hincada en tierra, tras cada nuevo peso muerto producto
de algún mortal tajo donde la sólida armadura no protegiera al soldado.
Una vez más, revisaba cada accidente del terreno y creyó incluso
oír los golpes metálicos de armas chocando entre sí, los gritos ahogados
por gargantas que dejaban escapar el alma del muerto junto al último
suspiro, hasta el llanto de alguno que no daba crédito a sus ojos
mientras veía a su alrededor los cadáveres de viejos compañeros y
aún mejores amigos.
Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas. Su corazón se había
empapado de la tristeza del lugar y un terrible nudo se formó en su
garganta, amenazando no dejar pasar el mínimo de oxígeno demandado
por sus pulmones. Aún así, levantó la barbilla hacia donde se
encontraba su abuela, que aún esperaba una respuesta.
―El objeto… ―susurró con dificultad, aunque se esforzó en lograr
que sus siguientes palabras sonaran a mayor volumen y mucho
más claras―. ¿Una urna?
La propia Mabel se sorprendió por la respuesta que acababa de
dar, consciente de que en realidad no debía tener forma alguna de saberlo.
Sin embargo, dicho objeto se materializó de repente en su cabeza,
como si en algún momento lo hubiera visto y fuera ahora cuando
tomaba consciencia de ello. Laria, muy al contrario, se sentía
complacida.
―Puedes verlos, ¿verdad?
La muchacha movió lentamente su cabeza de arriba a abajo, en un
mudo sí al que respondió su abuela con una amplia sonrisa.
―Lo sé, por eso te he traído hasta aquí.
―Pero… No lo entiendo.
―Mi niña, no te asustes. Se trata de una habilidad que posees desde
siempre, aunque tu madre se esforzó en hacer que lo ignoraras.
―¿Que lo ignorara? ¿Por qué? Y, ¿por qué soy capaz de verlos?
¿Por qué ahora?
―Shhh… Tranquilízate ―le dijo con voz calmada―. No es malo
que puedas verlos; eso te hace especial, como muy pocas personas ha
habido en este mundo.
―¿Tú los ves?
―Sí, los veo.
―Y mi madre…
―No, cariño. Al menos, no cuando te tuvo, aunque sí de niña. A
ella le asustaba esta habilidad y decidió no ver. De hecho, tras comprobar
que, con pocos meses, te quedabas embobada mirando hacia
lugares donde en realidad no debía haber nada, hizo lo imposible por
evitar que desarrollaras tu sensibilidad.
―¿Pueden verme ellos?
―Sólo si tú se lo permites.
―Entonces, no pueden hacernos daño.
―¡Claro que no, mi niña! Es algo que quise hacerle entender a tu
madre, pero se negó a escucharme. Por supuesto, cuando descubrió
que tú también poseías esta habilidad, me prohibió que te ayudara a
hacerla crecer.

Mabel guardó silencio unos segundos, con su mente revuelta en un
torbellino de ideas y preguntas que no le permitían aclararse. Al frente
veía a los soldados combatiendo, a los asustados caballos dando
coces a todo el que se le acercaba y las flechas surcando veloces la
distancia a recorrer desde el arco hasta su objetivo. Los gritos, lejanos
ecos que se hacían más notorios allá donde centraba sus ojos, le
obligaron a volverse de nuevo hacia su abuela.
―Y cuando ella murió…
―Todos lamentamos la muerte de tu madre, y yo más que nadie;
¡era mi hija! Pero la vida continúa para aquellos que seguimos aquí,
así que te acogí bajo mi tutela e hice lo que creí mejor para ti.
―Pero no recuerdo haber visto antes a ningún…
Los labios de la joven se mantuvieron separados, aunque ninguna
otra palabra siguió a la última pronunciada. Laria decidió completar
su frase.
―A ningún espectro. Cariño, es muy difícil recuperar esta habilidad
a medida que una persona crece, pero estaba segura de que tras
estos siete años conmigo, comprendiendo que el mundo no se limita
a lo físico que nos rodea, podrías ver una vez más. Para ello, pensé
que este valle y la fuerza del fenómeno que en él se desarrolla te ayudarían
a conseguirlo. Los cinco ejércitos te devolverían tu habilidad,
una habilidad que casi hemos perdido los humanos. De hecho, no conozco
a nadie más, a parte de nosotras, que la posea.
―¿Nadie más?
―Nadie.
―¿Y es importante? Es decir… ¿por qué te preocupaste de que la
recuperara?
―Porque tenemos una responsabilidad con ellos, mi niña. ―Laria
puso una mano sobre su cabeza, como hacía un rato―. Poseemos
este don para ayudarles.
La muchacha frunció el ceño y se mostró confusa. Ante la súplica
de sus ojos por más detalles, Laria decidió ser más concisa.
―Cariño, mira la urna. ―Mabel hizo caso y dirigió sus ojos hacia
las rocas del centro de la depresión. Allí vio nuevamente el objeto
nombrado, una especie de jarrón de perfecta forma circular cuya altura
no superaba las rodillas del arquero más cercano, de boca ancha
y con un par de sencillas asas a los lados. Le dio la impresión de estar
hecho de barro, decorado con dibujos o formas de un rojo intenso
que no acertaba a distinguir desde su ubicación―. Fue depositada
aquí por los mismos eruditos que afirmaban haber encontrado la reliquia
de las leyendas. Desde luego, formaba parte de un plan mayor,
del cual nadie tenía, ni tiene, conocimiento.
»La dejaron en este valle conscientes de que no les costaría convencer
a aquellos reyes de que enviaran a tantos soldados. Muchos
de estos morirían, lo que suponía un doble valor para sus intereses.
Por un lado, conseguirían que los monarcas se enfrascaran en una
guerra global en Endina. Por otro, en esa urna acumularían las almas
de aquellos que iban a morir en el valle.
―¿Sus almas? ¿Para qué?
―Nadie lo sabe, aunque aquí fallecieron muchos más de los que
en realidad necesitaban, pues todos esos que ves luchando en esta
guerra sin fin siguen aquí porque no fueron absorbidos por ese objeto
mágico. Aún más, sólo nosotras podemos verlo; los soldados nunca
fueron conscientes de su existencia, invisible a sus ojos e inmaterial
a sus pasos.
Mabel fijó su mirada en la urna y se sorprendió de ver que los arqueros
la atravesaban una y otra vez mientras corrían sobre las rocas.
Aún sin pertenecer al mundo de los vivos, las fantasmagóricas presencias
respetaban cada elemento del paisaje como si sus cuerpos
aún poseyeran la ya perdida solidez, aunque no hacían lo mismo con
ella. No obstante, aún más extraño le pareció comprobar, por vez primera
desde que los observara, que los caídos se levantaban al poco
de haber sido derribados, reanudando la lucha en el punto en el que
la habían dejado.
―No lo entiendo. ¿Qué hacen aquí?
―El poder de la urna influye en ellos, privándoles de avanzar hacia
el siguiente estado tras su muerte. Pero, como ya te he dicho, estos
no son necesarios para los misteriosos planes de los eruditos. Por
eso siguen en el valle, haciendo aquello que les ordenaron cuando
aún vivían.

La chiquilla observó cómo algunos soldados cercanos se batían
con espadas. En el pequeño grupo estaban representados los cinco
ejércitos y sus combatientes pugnaban por vencer mientras procuraban
no quedar al descubierto de otros que corrieran por su espalda.
Uno de ellos recibió una profundo y mortal corte horizontal por encima
de las caderas y cayó hacia delante. Lo más extraño para Mabel
fue su impresión de que aquel hombre, en su caída, la miró directamente
a los ojos, lo que le hizo dar un leve respingo sobre la pequeña
roca en la que estaba sentada.
―Cariño, sé que no es algo agradable de ver ―añadió Laria al ver
la reacción de su nieta ante semejante espectáculo―, pero no están
muriendo realmente; ya lo hicieron hace mucho tiempo.
Mabel se dio cuenta al instante de que su abuela no había entendido
la razón por la que se había sorprendido y decidió no comentar
nada sobre ello, tan sólo asintió a sus palabras. Sin embargo, no le
quitó ojo al caído, el cual se puso de rodillas al cabo de un minuto,
listo para reanudar el combate una vez más. Y también en esta ocasión,
mientras se incorporaba, echó otro vistazo a la joven, aunque
enseguida volvió a prestar atención a los que le abordaban. Laria, no
obstante, se encontraba mirando hacia otro lugar, por lo que no podía
haberse percatado de este detalle.

El soldado levantó la larga espada sobre su cabeza y detuvo la que
se dirigía veloz hacia él. Repelido el ataque, se mostró rápido al golpear
a un segundo adversario en la cara con el codo del brazo libre y
aún tuvo tiempo para detener un nuevo sablazo del anterior, este a la
altura de la cintura. Ahora, centrado en un único rival y demostrando
una mayor agilidad, no le costó doblegar al que antes lo mandara al
suelo de bruces, terminando por enterrar su arma en el pecho descubierto
del enemigo. Una tercera vez, el hombre miró fijamente a Mabel
a los ojos, en apariencia extrañado de verla allí.
―Abuela, ¿de verdad no pueden vernos?
―No, mi niña.
―Entonces… ¿De qué forma podemos ayudarles?
En los ojos de Laria surgió de pronto un leve brillo que Mabel no
llegó a apreciar.
―¿Recuerdas aquella vez que me preguntaste por qué uso ropas
tan anchas y de tan variados y vivos colores?
Mabel miró de forma instintiva su vestimenta y en efecto volvía a
llamarle la atención que en cada manga pudiera caber su propia cintura,
aunque debía reconocer que ella era una chica bastante delgada.
Además, las formas irregulares del dibujo registraban todos los colores
conocidos, sin olvidar uno sólo.

―Sí. Me dijiste que se debe a la tradición de nuestra familia, aunque
ni yo ni mi madre hemos vestido de esta forma.
―Estas son las ropas con las que nos identifican en la aldea y hace
mucho tiempo que se vienen usando en nuestra familia. Cada nueva
generación ha ido heredando los conocimientos de la anterior, estos
cada vez mayores tras nuevos estudios y experiencias. Por eso los habitantes
de Lídea y otras comarcas de alrededor han acudido siempre
a nosotras cada vez que tenían algún problema, ya fuera de salud o…
con fenómenos extraños en sus casas o terrenos. No sólo me encargo
de entregarles remedios que hayan de sanarles; también les libro de
estas presencias, a las cuales ayudo a abandonar nuestro mundo.
―¿Y vas a ayudar a estas? ―Mabel pronunció sus últimas palabras
mientras de reojo echaba un nuevo vistazo al soldado que de vez
en cuando centraba en ella su mirada, combatiendo el resto del tiempo
contra sus adversarios y levantándose cada vez que era derribado.
―Para eso estamos aquí, cariño.
―Pero, si no pueden vernos, ¿cómo les ayudas?
―De esta manera.

Laria se incorporó y se acercó al grupo que tenían más cerca. En él
combatían once soldados, entre los cuales se encontraba el que llamaba
la atención de la chiquilla. Este no dio la impresión de haber
notado la presencia de la mujer, a la cual parecían atravesar de la
misma forma que los arqueros a la urna.
Tras elegir a uno de ellos, levantó una mano y la puso sobre su cabeza.
El que tocó dejó de moverse al instante, lacio su cuerpo mientras
el resto de los soldados se olvidaba de él, como si hubiera desaparecido.
―Yo te libero ―dijo Laria en voz alta―. Márchate, inicia el camino
hacia el lugar al que perteneces.
El cuerpo semitraslúcido del soldado comenzó a emitir una luz
blanca intermitente que parecía surgir del pecho, un resplandor ligeramente
molesto para Mabel. Esta vio cómo el tiempo entre la aparición
y ausencia de la luminosidad era cada vez menor, hasta que la
luz pareció establecerse de forma perenne en el espectro. Pocos segundos
después, este soltó un desgarrador alarido a la par que comenzaba
a desaparecer de la vista de la joven, en una especie de agónica
segunda muerte que para Mabel duró toda una eternidad. Finalmente,
ante los ojos llenos de tristeza y pavor de la chiquilla, el soldado
desapareció por completo.

―¡¿Qué le has hecho?! ―gritó dejando a las claras su disconformidad
con lo sucedido.
―Mandarle a donde debe estar.
―¡Pero he notado su sufrimiento! ¡Ha sido horrible!
―Cariño, era necesario. Necesitan nuestra ayuda.
―¡¿Nuestra ayuda!? ¡Nunca podría haber imaginado esto! Dime,
¿alguna vez mi madre te vio hacerlo? Porque, entonces, entiendo que
no quisiera saber nada de este don.
―Sí, lo vio ―se apreció una pizca de rabia en la respuesta de Laria―.
Sé que parece terrible, pero tenemos la obligación de hacerles
continuar su camino. Es nuestra responsabilidad. No podemos eludirla.
―¿No podemos? ¡Yo no quiero hacerlo! ¿Es que no lo sientes?
¡¿No sientes cómo sufren?!
―¡Niña, no me vengas con las mismas tonterías que tu madre!
―exclamó a medida que se acercaba a la muchacha―. A ella no le
aguanté ninguna y tampoco voy a aguantártelas a ti.
―¿Que no le…? ¡¿Le hiciste tú algo a mi madre?!
La mirada de Mabel cambió radicalmente, a la par que Laria se
daba cuenta del alcance de sus palabras y buscaba en su cabeza otras
muy distintas que consiguieran calmar a la joven.
―¡No…! Mabel, ya sabes que fue un oso el causante de su muerte.
¿Cómo puedes siquiera pensar que yo… que yo pude hacerle algo?
Mabel se levantó del que era su asiento y comenzó a andar a un
lado, sin reducir ni ampliar la distancia con su abuela. Su voz, desde
luego, había tomado una cariz muy distinto al de hacía sólo unos minutos.
―¿Qué le hiciste? ―dijo entre dientes.
―Mabel, vamos… No tuve nada que ver con su muerte.
―Ella se negó a hacerles lo que acabo de ver y eso te enfureció,
¿no es así?
―Yo… Sí, vale. Es cierto que se negó, y también que me enfadé,
pero no la maté.
―¡Mientes!
―No, cariño. No te miento.
―¿Tampoco me mientes en eso de que no nos ven?
La última de sus frases desconcertó a Laria, consciente de que se
refería a los espectros que les rodeaban.
―¿Acaso…?
―¿Dime ahora mismo qué es lo que le hiciste? ―La muchacha
repitió su pregunta en un tono amenazador, pero no obtuvo respuesta.
Por ello, se olvidó por un momento de su abuela y echó un vistazo al
soldado que la observaba. Este, aún más extrañado que antes ante la
dureza de la mirada de la chiquilla, ignoró al que en ese momento luchaba
con él y dio un par de pasos en dirección a la joven. En su rostro,
de pronto, se apreciaron nuevos gestos de sorpresa. El espectro
miró hacia todas las direcciones, miradas furtivas similares a las que
Mabel realizara sobre cada uno de los elementos que formaban el valle.
La muchacha entendió que aquel soldado acababa de tomar conciencia
de que la batalla entre los cinco ejércitos no era real, quizá incluso
que ya no pertenecía al mundo de los vivos.
―Mabel, tranquilízate, ¿quieres? No puedes dejar que esto te
afecte.
―¿Que no me afecte? ¡¿Cómo pretendes que lo haga?! Lo que
acabas de hacer es algo horrible. Si hay que lograr que avancen, estoy
segura de que habrá otro modo. ¡Tiene que haberlo!
―No, mi niña; no lo hay. Este es el único medio.
―Entonces, no quiero hacerlo.
Laria, ante dicha afirmación y la completa seguridad en su voz,
mostró un rostro lleno de ira, como Mabel ni siquiera hubiera imaginado
posible en la mujer que tan bien creía conocer.
―Me decepcionas, Mabel. Igual que tu madre…
La mujer de melena blanca arrugó la frente y apretó la mandíbula,
momento en el que el soldado se abalanzó hacia la joven. Esta, por
un instante, pensó que podría seguir alguna orden de su abuela, pero
la patente sorpresa en Laria al ver entre ambas al espectro le dejó claro
que no era cosa suya.
Mabel se agachó y distinguió de reojo, a su espalda, la hoja de un
enorme hacha perteneciente a otro espectro, al cual se enfrentó el que
había corrido frente a ella. Las fantasmales armas volaron en ambos
sentidos en busca de rasgar el lugar ocupado por el rival, experimentados
combatientes que, aún perdida su forma corpórea, demostraban
una fiereza y una destreza difícil de igualar.

La muchacha gateó unos pocos metros hasta alcanzar una prudente
distancia lejos del alcance del hacha y sólo entonces se fijó en el espectro
que la atacó. Era muy distinto a cualquiera de los que había
visto en el valle, con vestimentas ajadas, más alto y musculoso que el
que partió en su ayuda y con muchas cicatrices tanto en el rostro
como en los brazos, desnudos estos desde las manos hasta los hombros.
La batalla no duró mucho, alzándose vencedor el soldado tras degollar
al fantasmal guerrero. Curioso fue que la cabeza segada no cayera
al suelo y que el hueco formado entre esta y el tronco volviera a
cerrarse a los pocos segundos. Sin embargo, a pesar de que aparentemente
podría continuar luchando como si nada hubiera ocurrido, el
espectro apoyó el largo mango del hacha en el suelo, así como una de
sus rodillas mientras bajaba el rostro en dirección a sus pies. El soldado,
por su parte, miró a Mabel a los ojos y asintió con la cabeza.
Con ello, le hizo entender que todo estaba bien, que no debía preocuparse
por el guerrero.

―Cómo… ¿Cómo puedes controlarlo? ―preguntó una desconcertada
Laria―. No puede ser… No puedes controlarlos tan rápido.
―¿Es esto lo que hiciste con mi madre? ―le ignoró Mabel―.
¡¿Con tu propia hija?! ¡¡Confiésalo!! Usaste a un espectro contra ella
sólo porque no quiso seguir tus pasos, ¿verdad? Y… también porque
no te dejó que hicieras de mí lo que no pudiste con ella.
―Pero… Cariño, es nuestra responsabilidad…
―¡Calla! ¡No vuelvas a decir que es nuestra responsabilidad, porque
no lo es! Tú… ¡Tú mataste a mi madre!
―¡Mabel, espera! Necesitaba a alguien que me sucediera. ¡¿Es
que no lo entiendes?! Una vez que yo muera, si nadie les hace continuar
su camino… ¿Qué pasará con ellos? ¿Y con el resto del mundo?
Lo llenarán y todos tendrán problemas.
―No tenías por qué matarla. Y tampoco a mí. ―La voz de la joven
parecía ahora más calmada, aunque en realidad se sentía cansada,
dolida… Se giró entonces hacia el que mantenía una rodilla en tierra―.
Levántate. ―El guerrero se incorporó, aún con la cabeza gacha―.
¿Volverás a atacarme? ―El espectro se limitó a dar un mudo
no girando a ambos lados el rostro―. Bien. Los dos, ¿podéis traerme
a más como vosotros? ¿Podéis sacar de ese terrible bucle a los soldados
del valle? ―No recibió mayor respuesta que la veloz carrera de
ambos hacia los espectros del valle.
―¿Y qué harás ahora? ―exigió saber Laria.
―Si es cierto que han de avanzar hasta un siguiente estado, buscaré
la forma correcta de que hacerlo.
―¡Vaya! Entonces, ¿te embarcarás en un viaje de peregrinación?
―Eso no te incumbre.
―No, no me incumbre. Márchate. ¡Eso, vete! Pero no quiero volver
a verte.
―No te preocupes; no volverás a hacerlo.
Mabel se quedó mirando algo por detrás de su abuela, con una triste
sonrisa en su rostro. Laria se giró y descubrió una legión de espectros
que avanzaba veloz hacia ella. Al llegar a su altura, algunos la
atravesaron, como si no estuviera allí realmente. Se detuvieron a pocos
pasos de Mabel, con el soldado que la defendió a la cabeza.
―Dime, Laria. ¿Sólo son órdenes lo que le dabas al guerrero o
también escuchabas lo que tuviera que decir?
―Sólo órd… Espera, ¿oyes su voz? ―pero no recibió respuesta, lo
que la impacientó sobremanera―. ¿Los oyes? ¡¿Los oyes?!
A una orden de Mabel, que Laria no llegó a entender, los espectros
se dispersaron, formando un círculo alrededor de ambas. Entonces, la
joven se acercó lentamente a su abuela, con gruesas lágrimas recorriéndole
las mejillas.

―Sí, les oigo ―dijo cuando apenas quedaba un par de metros entre
ellas―. Tu guerrero, que ya no es tuyo, me ha revelado que lleva
mucho tiempo siguiendo tus órdenes. No siente empatía por otros espectros,
así como tampoco por las personas vivas, aunque la soledad
sí es algo que le duele, y contigo, al menos, esta era levemente mitigada.
Pero también me ha dicho algo que necesitaba saber…
―¿El qué? ―respondió con un nudo en la garganta, mirando de
reojo a ambos lados, a los espectros que no le quitaban ojo de encima.
Allí se encontraba la práctica totalidad de los que aún se enfrentaban
en el valle, unidos los cinco ejércitos bajo el mandato de Mabel.
―Que él, a una orden tuya, atacó a mi madre. Sin embargo, no
murió a causa de su hacha. ―La joven se acercó aún más a la mujer,
llevando sus labios junto a los oídos de esta―. Tuyo fue el golpe final;
tuya la mano que enterró el puñal en su corazón.
Mabel se retiró lentamente hacia atrás, con la mirada nublada por
el exceso de lágrimas.

―Era… Era nuestra responsabilidad. Mabel… Es obligación nuestra…
La muchacha se dio la vuelta y pronunció unas escasas palabras
tras las cuales los espectros se abalanzaron hacia Laria. No se dieron
prisa en acabar con su vida, deleitándose con la realización de cientos
de pequeños cortes, tanto superficiales como internos, mientras
los gritos de ella se fueron apagando con extrema lentitud.
Una vez que el corazón de la mujer dejó de latir y toda muestra de
vida se hubo disipado, los espectros se retiraron. Mabel miró hacia
donde debía encontrar el cadáver de su abuela y sobre él vio una
imagen calcada de la misma, a todas luces perteneciente a un mundo
distinto del de los vivos. A dicha alma se acercó, no siendo hasta el
momento en el que se dirigió a ella cuando esta se percató de la joven.
―Dime, Laria. ¿Cómo se siente estando al otro lado?
La nombrada quiso decir algo, pero no encontró las fuerzas para
pronunciar palabra alguna. Aún así, en la cabeza de Mabel se materializó
todo aquello que su abuela hubiese querido decir.
―Sí, ya supuse que debía sentirse raro. Pero, ¿sabes qué? Yo puedo
librarte de eso.
Con el ceño fruncido, Mabel puso una mano sobre la cabeza del
nuevo espectro y le ordenó avanzar.
―¡Vete, Laria! ¡Y siente lo que otros sufrieron por tu culpa!

Mabel observó el mismo espectáculo de luces de antes, sintiendo
un leve cosquilleo en la mano con la que mantenía el contacto con
Laria hasta que esta desapareció entre terribles alaridos.
Una vez finalizado el avance de su abuela, la joven se obligó a desechar
de su mente cualquier pensamiento sobre la misma y se dirigió
hacia la urna. Cuando al fin llegó hasta la roca en la que se encontraba,
se encaramó a lo alto, no costándole demasiado. Ya junto a
al objeto mágico, acercó una mano a uno de los asas y tiró hacia sí
sorprendiéndose de que no pareciese pesar un sólo gramo.
Ahora que la tenía tan cerca, comprobó que los dibujos representaban
a algunas extrañas criaturas, curiosas mezclas de varios animales.
Poco más le interesó de la misma cuando observó que el interior
estaba vacío. Si en algún momento había contenido almas, estas ya
no se encontraban en su interior y, posiblemente, la urna ya había
cumplido el fin para el cual fue depositada en dicho lugar. Por ello, la
dejó caer desde el borde de la enorme roca, rompiéndose en varios
pedazos, para su asombro, al contacto con el suelo.
Mabel levantó la cabeza y observó el ingente número de espectros
que esperaba sus indicaciones. ¿Qué iba a hacer con ellos? No estaba
segura, aunque algo le decía que debía buscar un mejor método que
el de su abuela para hacerles avanzar. Quizá si fuera buena idea realizar
un viaje a través de los continentes de Endina y Basina para hacerse
con la información que precisaba, por lo que la siguiente pregunta
debía ser: ¿por dónde empezar la búsqueda?

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May 052014
 
 5 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  7 comentarios »

Llevaba más de veinte minutos huyendo de sus perseguidores, a todo correr a través del denso bosque Alohi. Sin embargo, el cansancio comenzaba a hacer mella en el joven minotauro y los veloces hombres bestia, más cercanos a enormes lobos que a humanos, le tenían ya al alcance. Los anchos troncos y la proximidad entre unos y otros le habían permitido eludir las primeras flechas, aunque una superficial herida recién abierta en uno de sus voluminosos brazos le indicó que no disponía de mucho más tiempo. De ahí que decidiera hacerles frente de una vez.

Se paró en seco y buscó refugio tras un árbol que le cubría por completo, atento a la llegada del primero de los rasans, una especie no tan alta como la suya, aunque de similar musculatura y fuerza bajo los largos pelos de color gris oscuro. Mantenía apretados los dientes y se esforzó por calmar su respiración a fin de no llamar la atención del que pasara a su lado, olisqueando el aire para averiguar por dónde surgiría la que sería su víctima.

Apenas tuvo que esperar entre quince y veinte segundos hasta que el primer rasan apareciese veloz por la derecha, momento en el que levantó el hacha de doble filo en dirección al cielo para seccionar el cuello de la confiada criatura, que nada pudo hacer por defenderse.

Delatada su posición, los que corrían un poco más retrasados frenaron su avance y se desplegaron alrededor del tronco tras el que se ocultó el minotauro, a una prudente distancia para evitar ser alcanzados por la fabulosa arma que portada en sus manos.
Relatos de fantasía - Muerte épica hombre lobo
El de larga cornamenta, tan sólo diferenciado de los humanos por la testa y el rabo de toro, miró de hito en hito a cada uno de sus adversarios, ocho en total que sabían disimular el cansancio tras la persecución.

―¡Vamos! ―les azuzó con el hacha sujeta a dos manos frente al pecho―. Al fin me habéis dado alcance, ¡no demoréis lo que venís persiguiendo!

Pero ninguno de ellos se abalanzó sobre él. Quizá estuvieran recuperando el aliento o, tal vez, esperaran un movimiento en falso del minotauro, que nada debía hacer contra tantos adversarios.

―¡¿Quién será el siguiente en caer derrotado a mis pies?! ―continuó, moviendo la cabeza de un lado a otro con rapidez para no ser cogido por sorpresa, levantando la seca hojarasca a sus pies mientras giraba con brusquedad hasta ciento ochenta grados cada pocos segundos.

Entonces, uno de los peludos rasans comenzó a reír, acompañado en seguida del resto con estridentes carcajadas. Jugaban con él, ni siquiera tenían prisa en despacharle.

―Vicsén ―dijo el que comenzara a reírse en primer lugar―. Así te llamas, ¿verdad?

El minotauro se sorprendió de que conociera su nombre, aunque se obligó a guardar la compostura. No quería aparentar ningún tipo de fragilidad frente a sus rivales.

―¿Por qué uno de los moradores de estos bosques del norte sabe cómo me llamo, cuando ninguno de los vuestros se ha adentrado nunca en otras regiones de la extensa Livasa?

―Quizá recibiéramos un mensaje advirtiéndonos de tu llegada. ¿Podría ser?

―Nadie sabía de mis intenciones ―rugió entre dientes.

―A la vista queda que sí.

Con el minotauro distraído, el que permanecía justo a su espalda tensó veloz el arco y disparó una flecha que Vicsén logró eludir por muy poco. El rasan le había subestimado y su formidable oído le permitió averiguar de inmediato la acción y posición del que pretendía herirle, no matarle, pues el proyectil pasó rozando su rodilla izquierda en lugar de ser dirigido hacia la espalda desnuda y de muy cortos pelos de color marrón claro.

―Muy hábil… ―continuó el único rasan que había hablado hasta el momento.

―Habéis corrido al límite hasta lograr darme alcance. ¡Lanzaos de una vez a por mí, pero de frente, no por la espalda como cobardes!

Uno de los que le rodeaban aceptó la invitación y arremetió con fuerza con la espada. Ésta dibujó un arco vertical desde su cabeza hasta el suelo, errado el corte tras el medido salto hacia atrás del minotauro, que descargó tal demoledor puñetazo en su mejilla que ninguno de los presentes fue ajeno a la terrible fractura del cráneo.

Con el segundo rasan fuera de combate, Vicsén comenzó a creer en la victoria, un halo de optimismo al cual no estaba acostumbrado, aunque no por ello iba a descuidar su defensa o confiarse ante sus contrincantes.

―¡¿El siguiente?! ―dijo pasando la mirada de unos a otros.

En esta ocasión fueron dos los que saltaron a por él, también con espadas. El hacha repelió sendos sablazos, pero los rasans no iban a detenerse ni amedrentarse ante él. Como buenamente pudo, rechazó cada nuevo ataque procurando no perder de vista a ninguno de los otros cinco que permanecían a su alrededor, lo que le previno del embiste de otro más por su derecha. El recién incorporado parecía algo más ágil que los de inicio, aunque también reflejaba una menor experiencia en combate. Erró de manera garrafal un corte transversal para quedar expuesto al hacha, pero Vicsén no llegó a descargar el mortal golpe en su rival, pues un cuarto combatiente entró en liza y produjo una profunda herida en la cintura a su espalda.

El minotauro rugió de dolor mientras los otros aprovechaban para producir nuevos cortes en brazos y piernas. Se divertían con él, querían alargar aquello durante un rato más, pero él no iba a permitirlo.

Con mayor decisión, aferradas con fuerza sus manos al ancho y largo mango, imprimió una descomunal fuerza al hacha de un lado al otro de forma que atravesó el cuello y el pecho de dos de sus rivales. Los demás, una vez comprendido que no podían permitirse tantas bajas, se lanzaron a la vez al ataque.

La proporción cinco a uno parecía del todo descompensada, aunque los números nunca le interesaron al de las astas, que enarboló el hacha sobre su cabeza para realizar a continuación una serie de movimientos que hicieron retrasar su posición a tres de sus rivales. Eran rápidos y ágiles, aunque la distancia de golpeo por parte del minotauro era tal, sumada la longitud de sus brazos al largo asidero del arma, que llegó a alcanzar a uno de ellos, produciéndole una gravísima herida en la cadera.

Cada vez quedaban menos hombres bestia, como se les conocía comunmente en el resto del continente de Endina, y el líder de éstos decidió dar lo mejor de sí para terminar lo que tanto estaban dilatando. Veloz, avanzó de cara al minotauro y se mostró hábil al agacharse en el último momento, antes de que el arma de doble filo le dividiera el rostro en dos. A continuación, adelantó la mano derecha y clavó un puñal de hoja irregular en el costado derecho de tan buen guerrero.

Vicsén dejó caer el hacha e hincó una rodilla en tierra a la par que llevaba una de las manos al mango de la corta daga. En ese momento, los rasans se relajaron, lo que el aparentemente ya vencido aprovechó para lanzarse al frente y cornear en el estómago al que tenía más cerca. Éste cayó de espaldas entre terribles dolores, ignorado por Vicsén mientras recogía su pesada arma del suelo y seccionaba la rodilla del que ya se abalanzaba sobre él. Por contra, nada pudo hacer para evitar otro profundo corte en el muslo menos castigado, cayendo malherido sobre ambas rodillas.

El que parecía el líder del grupo miró entonces a su alrededor, atónito al comprobar que sólo quedaban dos en condiciones de continuar luchando.

―No puedo negar que me sorprenden tanto tu tenacidad como tu habilidad para el combate ―se sinceró―, pero este lugar será tu tumba. Tienes mi palabra.

Vicsén le miró fijamente a los ojos, jadeando con torpeza y esforzándose por mantener el equilibrio y no caer de bruces sobre la hierba. Había perdido mucha sangre y sentía una profunda sensación de mareo, aunque aún no se daba por acabado.

El otro rasan se le acercó con la espada preparada a un lado, muy seguro de sí mismo. No obstante, nunca habría imaginado que el minotauro fuera capaz a esas alturas de tirar con rapidez del puñal clavado en su costado, se levantara con fuerzas que ya no debían quedar en su interior y hundiese la corta arma en su pecho, igualando al fin el número de contendientes.

Apenas separaban un par de metros a los dos últimos que quedaban en pie, los cuales se observaron durante unos segundos sin que ninguno de ellos dijera nada. Por un instante, silenciados los gritos y el entrechocar de las armas durante la lucha, oyeron sobre sus cabezas los alegres pájaros de entre las ramas, así como el crujir de algunas de éstas bajo la acción de la suave brisa de primavera.

El rasan no podía creer lo que había pasado. Sus compañeros yacían en un suelo cuyo color verde había sido sustituido por un rojo intenso. Al principio, cuando se lanzaron a la captura del minotauro, ninguno pensó que fuera un rival a tener en cuenta, al menos no frente a nueve de tan fabulosa especie de guerreros. Por contra, sólo él quedaba vivo. Por primera vez en esa tarde, las dudas asomaron a su mente y vaciló un instante cuando Vicsén pareció querer dar un paso adelante, aunque respiró tranquilo cuando el minotauro cayó de espaldas al suelo.

No podía más. El paisaje se mostraba borroso a sus ojos y su corazón apenas tenía sangre alguna que impulsar al resto del cuerpo, pues la mayoría había escapado por los numerosos cortes recibidos. Llegó a distinguir algunos haces de luz entre las altas ramas, aunque éstos desaparecieron en el momento en el que el rasan se arrodilló a su lado e interpuso su cabeza entre sus ojos y las copas de los árboles.

Tu pueblo se sentiría orgulloso de tan increíble gesta, Vicsén, pero, como ves, no tenías modo alguno de sobrevivir a esta batalla.

El minotauro abrió el hocico para decir algo, pero su garganta no fue capaz de articular palabra. El de largos pelos grises, casi negros, movió lentamente la cabeza de un lado al otro.

―No te esfuerzes; tu camino ha llegado al final.

El rasan hablaba ahora con suma tranquilidad. Nada tenía que temer de aquel que ya estaba sentenciado, así que se tomó su tiempo para recoger la daga del pecho de su compañero muerto y colocar la punta con suavidad sobre el de Vicsén.

La respiración del minotauro se aceleró de manera incontrolada, esperando impaciente por que la hoja se hundiera en la carne y se pusiera fin de una vez a su agonía. Sin embargo, el hombre bestia no parecía tener nada mejor que hacer el resto del día.

―No sé si me creerás, pero fue una mujer humana la que nos advirtió de tu presencia. Sí, es muy extraño, pues los humanos no se acercan a los míos, pero fue generosa en su pago por una tarea que se nos antojó sencilla: Matar a un minotauro, uno sólo que se hallaba cruzando nuestro territorio. Poco más nos dijo, tan sólo que te proponías hacer algo muy peligroso y que debíamos detenerte a toda costa, antes de que llegaras a la ciudad amurallada de Loran. A saber, ¿qué demonios puede querer un minotauro de los humanos?

Vicsén juntó los párpados y el rasan se dio prisa en zarandear una de las astas con la mano libre. A punto estuvo de perder el equilibrio por tan forzada posición, aunque su acción tuvo el efecto que esperaba: El minotauro seguía consciente.

―No, aún no te vas a marchar. Lo harás bajo mi mano, pues entre los que has matado hoy, aquí mismo, se encontraban muy buenos amigos míos. Además, has de saber que…

No le quedaba tiempo. Vio que lo perdía, así que soltó el puñal a un lado y le dio un par de guantazos en el rostro, lo que pareció devolverle una vez más la consciencia.

El minotauro reaccionó ante el estímulo como si un potente rayo le hubiera atravesado de la cabeza a los pies, lo que le llevó a tomar cuanto aire pudo y abrir los ojos hasta los topes. Su mirada, muy intensa, desconcertó al rasan, el tiempo suficiente para que Vicsén agotara las escasas fuerzas que quedaban en su maltrecho cuerpo para cerrar los dedos sobre el mango de la daga, dejada caer un momento antes por su rival junto a su mano, y levantar el brazo para clavarla con extrema facilidad en su cuello.

El movimiento cogió desprevenido al que debía ser el ejecutor y de su boca surgió un último aliento, sólo unos pocos segundos antes de que el minotauro falleciese al fin.

Una vez más, los sonidos típicos del bosque Alohi inundaron el lugar, improvisado festín para los carroñeros que llegarían en las próximas horas. Nadie más a parte de estos animales vería los cadáveres, pues se encontraban en una zona poco frecuentada incluso por los rasans, aunque los huesos, sobre todo el largo astado, dejarían una perenne constancia de la sangrienta lucha que allí se llevó a cabo.

Para cualquier otra especie, Vicsén había fracasado, pues no encontró sino la muerte. Según la tradición de los minotauros, muy al contrario, había logrado una absoluta victoria sobre sus enemigos, un resultado que debía reservarle un digno puesto junto los fallecidos héroes venerados por su pueblo.

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Mar 172014
 
 17 marzo, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with:  6 comentarios »

Un enorme dragón de color blanco, largos los pelos que cubrían por completo su cuerpo desde la ancha e interminable cola hasta la cabeza que coronaba el extenso cuello, observaba distraído lo que acontecía a tantos metros por debajo del risco en el que se encontraba tumbado. A su lado, sorprendiéndole, surgió un hechicero vestido con una sencilla túnica. Los pliegues de ésta, negra como los grillos que a más de un insomne habrán hecho enloquecer en su continuo cantar nocturno, desaparecían y regresaban con cada lento paso del humano, un hombre bastante joven, pues ni siquiera habría llegado a cumplir la treintena, aunque tampoco asomaba un solo pelo por debajo de la capucha. En realidad, a excepción de las cejas, no había ni rastro de vello en toda la cabeza.

El recién llegado dio un par de palmadas sobre la pata delantera del reptil y se sentó al lado de éste, las piernas colgando sobre el vacío.

―Estaba seguro de que te encontraría aquí ―empezó a decir con una amplia sonrisa en el rostro, momento en el que echaba la capucha atrás.

―No tiene mérito ninguno, Fath; aquí me encontraste ayer y todas las tardes de la semana pasada, así como también las de los últimos meses.

La voz del dragón sonaba demasiado aguda para uno de su tamaño, lo que indicaba que hacía poco que había alcanzado la madurez.

―Pero podías haber decidido cambiar. Así que acerté. ―El hechicero le guiñó un ojo, gesto que no pasó desapercibido para la bestia. Sin embargo, ésta hizo como si no lo hubiera visto.

―Poco más podemos hacer en estas tierras. Entonces, ¿por qué cambiar de lugar? Después de todo, aquí, al menos, tenemos con qué distraernos.
Tierras Anheladas - Relatos de fantasía
El humano echó levemente el cuerpo hacia delante, con cuidado de que las fuertes rachas de aire no le hicieran despeñarse. Habría sido sumamente desagradable.

―Mírate, Téldagar ―se dirigió de nuevo hacia el dragón―. ¿Crees realmente que esto te hace bien?

―No sé a qué te refieres.

―¿En serio? Oye, ¿cuánto hace que te conozco?

―Sabes de sobra que no me gustan esos juegos tuyos. Además, no tengo tanta memoria.

Los párpados del hombre bajaron hasta hacer desaparecer la mitad superior de sus ojos y sus labios se apretaron hasta quedar finos y alargados en la habitualmente pequeña boca.

―Pues yo sí que la tengo, y puedo afirmar que te conozco lo suficiente para saber que no haces sino compadecerte de ti mismo. No puedes seguir así.

―¡¿Y por qué no?! ―se exasperó―. ¡¿Qué más da lo que haga o deje de hacer?! ¡No habría consecuencia alguna, decidiera hacer una cosa u otra!

Fath echó una nueva ojeada abajo, dando unos segundos a su compañero para calmarse. Cuando lo creyó conveniente, sólo un par de minutos más tarde, reanudó la conversación.

―No eres el único que los echa de menos. Sí, con sus cosas buenas y también las malas, pero esto es lo que nos toca vivir en este momento. Al menos, ya que nos vemos obligados a ello, deberíamos pasarlo lo mejor posible.

El reptil resopló con fuerza, aunque el sonido del aire corriendo entre sus fauces, asombrosamente gélido, parecía provenir de cualquier otro lugar.

―Sé que tienes razón, Fath, pero es muy injusto.

El nombrado fue a responder cuando un sonido de pasos en carrera a sus espaldas le interrumpió. Se trataba de una mujer, alta y corpulenta, sin duda una soldado por su vestimenta, aunque ésta no la recordaban haber visto ninguno de los que permanecían sentados al borde del precipicio.

Ambos se quedaron observando su avance, veloz hasta que diera una última zancada donde acababa el piso. Así, la humana comenzó a descender con rapidez a la par que gritaba con todas sus fuerzas. Su voz, no obstante, cambió de tono, se tornó en alarido durante unos breves segundos hasta que un potente resplandor, que obligó a Fath y a Téldagar a apartar un momento la mirada, precedió su desaparición.

―Ahí tienes a otra inconformista ―añadió en tono burlón el hombre, señalando hacia abajo.

―Tú nunca has saltado, ¿verdad?

―Nunca. No sirve de nada.

―Ya… Es algo incómodo.

En ese momento, tras ellos, surgió de nuevo la que saltara, dándose un terrible golpe al caer sobre las posaderas como si hubiese descendido desde una gran altura, aunque en realidad apareció a apenas metro y medio del suelo. Dolorida, con gruesas lágrimas corriendo por sus mejillas, se levantó lentamente y abandonó el lugar con una notable cojera hasta perderse tras los primeros árboles a su paso.

―Frustrante sería una mejor palabra, ¿no? ―indicó Fath.

―Incómodo, frustrante… La impotencia es la misma, lo llames con un nombre u otro.

―Entonces, saltarías antes de conocernos.

―Ajá.

―¿Mucho antes?

―¿Importa eso?

―No… Supongo que no.

Los dos siguieron observando lo que ocurría abajo. Aunque en apariencia se encontraban a muchísima distancia, distinguieron los carros tirados por caballos en los caminos, a los jornaleros que trabajaban las tierras cultivadas e incluso dragones, blancos y marrones, sobrevolando el continente.

―Tan cerca y tan lejos ―retomó Téldagar.

―Manida frase, amigo mío.

―Seguro que lo es, tanto como que jamás podremos volver al mundo que nos vio nacer.

―Al menos desde aquí, desde las Tierras Anheladas, podemos verlo.

―¡Ja! Las Tierras Anheladas… Tantas historias oí sobre ellas, tan sorprendentes y fascinantes… Y creo que no hay una sola que haya acertado con la realidad en las mismas.

―En eso he de darte la razón; es todo tan diferente a lo que uno imaginaba…

Algo menos sorprendidos, tras ellos oyeron a otra criatura, en condiciones similares a la mujer, aunque en esta ocasión era un demonio el que corría hacia el borde. No era demasiado alto, cuando los de ese tipo solían sacarle alguna cabeza al hechicero, de similar apariencia a éste incluso en la cantidad de vello, pero con los músculos muy desarrollados, de piel color gris y ataviado con un simple taparrabos.

El recién aparecido comenzó a gritar con fuerza desde el momento en el que abandonó el límite del bosque, así como tampoco dejó de hacerlo mientras descendía, con el mismo resultado que el anterior saltador.

―Uno tras otro ―reanudó Fath la conversación sin perder de vista al demonio―. ¿Es que no se rinden?

―¿Acaso hay algo que perder?

―Si vienen hasta aquí para saltar porque no soporten la idea de no poder regresar a Felácea, lo único que hacen es aumentar el dolor. No hay otra; no nos está permitido volver. Y sufrir por nada me parece algo bastante estúpido, la verdad.

―Te recuerdo que, entonces, también a mí me llamas estúpido.

Fath sonrió y dio otro par de palmadas al dragón, estirándose un poco esta vez para alcanzarlo.

―Me entiendes de sobra; no vale para nada.

Consciente de que le iba a ser imposible conseguir que el dragón pensara en otra cosa, el hechicero decidió, al menos, saciar su curiosidad.

―Por cierto, ¿cuáles son tus mejores recuerdos?

El reptil ladeó la cabeza y sus ojos se entornaron al frente, con la mirada perdida en algún punto a lo lejos. No esperaba una pregunta como ésa, pero, sin decir nada sobre ello, la agradeció en su interior

Al cabo de unos breves segundos, vívido el recuerdo en su mente, giró la testa en dirección al hombre.

―No te ofendas, pero uno muy bueno fue cuando engullí a uno de los de tu gremio.

―¿Te comiste a un hechicero?

―De túnica color verde.

―Me sorprendes. De los marrones me lo esperaba, pero, ¿de un blanco?

―La paciencia de los míos también tiene sus límites, sobre todo cuando un humano engreído y fanfarrón termina por chamuscarte el lomo al ser incapaz de controlar lo que debía ser un muy sencillo hechizo. Al menos, pude tomarme mi venganza.

―¿Y cómo te supo?

―¿El hechicero? Horrible; lo escupí al segundo bocado, pero ya nada se podía hacer por él.

La imagen de la irregular masa resultante de aquel congénere se materializó en la cabeza de Fath y se dio cuanta prisa pudo en desecharla. No obstante, fue Téldagar, con su nueva aportación, el que le hizo pensar en otra cosa.

―Tu turno, Fath.

―¿Cómo? ¿Mi mejor recuerdo?

El de la túnica no tuvo que pensar demasiado en ello. Lo mejor que le había pasado sobre la faz de Felácea tenía nombre de mujer, una joven tabernera que había heredado muy pronto el negocio por la enfermedad del padre, al cual se le agarrotaban los dedos de la mano al punto de no poder abrir sus puños durante horas, problema que le imposibilitaba por completo atender a sus clientes. Por contra, no quería hablar de ella. Le había cogido mucha confianza a este dragón, pero ése era tan buen recuerdo como malo, pues llegó el día en el que ambos tuvieron que separarse. Fath se había ganado demasiados enemigos y no fueron pocas las ocasiones en las que éstos fueron en su búsqueda, encontrando alguna vez a la muchacha, a la cual dejó por evitar que sufriera ningún daño por su causa.

―Hmm… Mi mejor recuerdo… ―susurraba el humano, con las orejas del reptil muy pendientes de sus palabras―. ¡Ya sé! ¡El día que morí!

―¡¿El día que moriste?! ¡¿Acaso te ríes de mí?!

―En absoluto ―afirmó entre carcajadas―. Pero fue algo bueno.

―Morir… Algo bueno… No pillo el chiste.

―Bueno, los dragones tampoco gozáis de buena reputación como criaturas con un desarrollado sentido del humor.

―Ya discutiremos eso más tarde. Ahora, dime cómo ocurrió.

Los ojos de la bestia se quedaron fijos sobre los del hechicero, inmóvil todo su ser mientras escuchaba sus palabras.

―Hay momentos que marcan la vida de un hombre para cambiarla por completo. Mi momento fue, de hecho, mi propia muerte.

―No me andes por las ramas, Fath, que mi vida también cambió una vez que la perdí; por eso nos encontramos en las Tierras Anheladas, el hogar de los dioses.

―¡Pero no te engaño! ―exclamó mientras gesticulaba moviendo a gran velocidad las manos frente al pecho―. Siempre fui muy orgulloso y, lo reconozco, prepotente como ningún otro humano. Es más, creía que no habría hechicero alguno que pudiera hacerme sombra, incluso que no había nada que se me diese mal. Pero estaba equivocado y tuve que morir para darme cuenta de ello.

―¿Y por eso es un buen recuerdo?

―No; morir tan sólo fue una buena cosa que me sucedió. ―Mientras decía estas últimas palabras, volvía a recordar la imagen de la joven tabernera, una mujer a la que en vida pretendía proteger cuando ni siquiera podía hacer lo propio consigo mismo, a la vista quedaba―. Fueron siete los hechiceros que me persiguieron por el interior de un bosque con árboles dispersos, lo que no ayudaba a protegerme de sus distintos hechizos. Haces de luz, fuego y rayos pasaban rozando mi cuerpo y poco podía hacer contra ellos.

―¿Qué querían?

―¿De verdad tengo que explicártelo? Darme una lección, sin duda. Los conocía, de fortuitos encuentros en los que a uno lo ridiculicé frente a otros colegas del gremio y a los demás los engañé para un beneficio propio que ni siquiera necesitaba. En pocas palabras, era joven, poderoso y muy, muy estúpido.

―¿Como los que saltamos al vacío con la ilusa esperanza de caer sobre Felácea porque echamos de menos nuestra anterior vida?

Fath no pudo evitar reír ante el comentario, mas su expresión era francamente triste.

―No, mucho más.

Al final lograron darme caza. En ese momento, consciente de que iban a acabar conmigo, a mi mente acudieron multitud de recuerdos. Me había pasado la vida riéndome de todo el mundo y parecía que nada podía irme mal, pero quizá sí sea cierto eso que dicen unos pocos de que los dioses no nos abandonaron, que nos observan y juzgan desde estas tierras. Estaba recibiendo lo que merecía, un castigo ejemplar, no cabe duda.

―Lo siento, Fath, pero yo no termino de ver que sea una buena cosa. Podrías haber recibido otra lección y continuar viviendo sobre Felácea.

El dragón suspiró, como otras tantas veces el hombre le había visto hacer.

―De todos modos, tampoco habría durado mucho, pues incluso con alguno de los tuyos, marrones todos ellos, me atrevía. Al menos, de esta forma, entendí que el mal que uno hace lo acaba recibiendo en la misma medida.

―Entonces, mucho mal debiste hacer.

―Bastante, mi querido amigo. Bastante. Pero mira, ahora te tengo a ti.

―¡Vamos! ―exclamó el reptil, claramente sorprendido―. Lo mejor que te podría haber pasado…

El de blancos pelos rio con ganas, a la par que el hechicero, el cual ya se levantaba y le animaba a seguir sus pasos.

Téldagar se puso en pie, dispuesto a acompañarle. Sin embargo, algo había cambiado en su cabeza, pues mientras caminaba pensó que Fath podría tener razón, que morir no debía suponer siempre algo malo y que alguna enseñanza debía sacar de ello. También era cierto que se sentían con plenas facultades, tanto físicas como mentales, del mismo modo que cuando estaban vivos, por lo que debía tomarse de otra manera su estancia en las Tierras Anheladas. Se trataba de otra etapa, así le gustaba llamarlo al hechicero, y debería encontrarle un sentido, no refugiarse en vagos recuerdos de una vida que jamás podría recuperar.

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Feb 212014
 
 21 febrero, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , , , , , , , ,  13 comentarios »

―¡No, no, no! ¡Espera! ―gritaba el enclenque caballero mientras tiraba al suelo el pesado escudo y corría a protegerse tras una ancha columna natural de la fría y húmeda gruta―. Podemos arreglar esto de otra forma.

―¡¿De otra forma?! ―El enfurecido dragón, uno bastante pequeño y no porque fuera una cría, mantenía el ceño fruncido a la par que de sus ollares surgían leves cúmulos de humo―. ¡Entras en mi guarida, me atacas por la espalda y, ahora, clamas piedad! ¡¿Cómo tienes tal valor?!
Relatos de fatasía - Cueva del dragón
La exagerada amplitud de la caverna, tanto por el altísimo techo como por la separación de sus irregulares paredes, hizo rebotar la grave voz del reptil para aumentar enormemente su volumen y conducirla por las numerosas galerías hacia distintos puntos de la hueca montaña.

―Tú que osas entrar en mi cubil ―continuó la bestia―, tú que me despiertas bajo la amenaza del filo de tu espada, ¡tú que pretendías acabar con mi vida sin darme una sola oportunidad de defenderme!

El dragón de amarillas escamas apretaba con fuerza las garras de sus dos patas traseras en el suelo de arcilla, tan distintas de las dos delanteras, pequeñas y sin aparente uso en el erguido pecho, viendo cómo el humano, temeroso por su vida, daba rápidos saltos a un lado y al otro por detrás de la columna. Era consciente de que no iba a resultarle sencillo atraparlo.

―Pero fue un error, lo reconozco. ¿Acaso no veis con buenos ojos mi arrepentimiento?

―¡¿Y ahora me hablas de usted?! No lograrás calmar mi ira con vanas adulaciones y un falso respeto por éste que querías muerto hace sólo un minuto. Y mucho mejor que con buenos ojos, prefiero saborear tu arrepentimiento con mi caprichoso paladar.

―¡Vamos! Estoy seguro de que habrá mejores platos que disfrutar que el de un huesudo hombre que, a todo esto, lleva casi dos semanas sin lavar su cuerpo.

El gesto de desaprobación en el rostro del reptil animaron un instante al muchacho de no más de veinte años, estatura media y cintura tan delgada que a ojos de incluso un humano quizá pasase por hembra bajo según qué vestidos. Sin embargo, en seguida volvía a moverse con rapidez en busca de no quedar expuesto, ya fuera a las mandíbulas o al ígneo aliento de su enemigo.

―De todos modos, poco me importa que tu piel estuviera cubierta por costras y tu hedor pudiese envenenar el bravo mar del norte si al fin consiguiera tener al alcance ese cuello tuyo. No pienso perdonar tu afrenta.

―¿Ni siquiera si por salvar la vida de este desdichado tú salieras ganando?

―¡¿Ya vuelves a tutearme?! No, no hay nada que me hiciera regocijar con mayor intensidad que sentir quebrarse tus huesos entre mis colmillos.

―Sigo pensando que no deberías renunciar tan pronto a una buena propuesta.

―Sí cuando nada de lo que digas puede interesarme.

―¡Si aún no me has escuchado!

―Preferiría no tener que continuar escuchando tu estridente voz.

―¡Vaya! Tampoco es que la tuya sea la más imponente de los de tu especie.

El atrevimiento del humano, cuyos morenos cabellos hasta los hombros ocultaban por momentos su rostro en cada nuevo vaivén, sacó un poco más de sus casillas al dragón, que lanzó la primera dentellada al aire hacia el lugar que ya no ocupaba el chaval.

―¿Cómo pueden salir dichas palabras de la garganta de un hombre que por tan poca cosa entre los suyos ninguno de los míos se molestaría siquiera en dedicarle un simple vistazo?

―¿Quiere eso decir que cerrarás tus ojos para evitar verme marchar?

―En absoluto. Lo que quiere decir es que me sorprende que con tu ridícula forma física, con un enorme escudo que casi no has sido capaz de mantener en peso con una sola mano y sin armadura o cota de malla que te protegiera de los dientes o del fuego, vinieras hasta aquí para enfrentarte a un temible dragón.

―Hombre, temible, temible… No eres tan grande como tus hermanos mayores.

La puntilla que necesitaba el reptil para erizar sus escamas y atragantarse, sólo un poco, con el denso y negro humo formado en su garganta. No, no era tan grande como otros reptiles, pues ni siquiera pertenecían a la misma raza. La suya constituía el más bajo eslabón en la jerarquía draconiana, ejemplares de poco más de metro y medio de altura y apenas otros tres desde el hocico hasta el final de la cola. Solían esconderse de los demás y procuraban no dejarse ver nunca por los humanos, ya que algunos tenían la suficiente habilidad para derribarles desde el suelo al atravesar las alas con sus flechas o segmentarles el cuello con robustas y muy afiladas espadas. En realidad, bastante tenían con resignarse a esta situación y tener que esconderse del resto de las criaturas dominantes del continente para, encima, recibir este tipo de visitas y aguantar semejantes palabras.

―¡Pues bien que te proteges tras esa columna, todo por no enfrentarte a este tan poco temible dragón!

―Sin embargo, aunque tu fiereza no pueda compararse con la de otros dragones… ―Un nuevo y seco rugido hizo que el muchacho replanteara su alegato, tragando abundante saliva antes de continuar―. ¡Oh! ¡Terribles son tus dientes y garras! Comprende, por ello, que pretenda no caer a tu alcance, pues, en verdad, sí temo lo que consigas hacer con ellos en mi cuerpo.

―Mal actor eres, aunque peor caballero debes reconocer ser. ¡¿Por qué demonios viniste hasta aquí con la intención de matarme?!

―Por honor.

―¡¿Por honor?! ¡No me hagas reír! No hay honor posible en abatir al enemigo mientras duerme.

―¿Y desde cuándo los dragones sabéis algo del honor? Arrasáis nuestras aldeas con fuego y nos robáis ovejas y terneros para saciar vuestro apetito sin que en realidad os costase trabajo alguno cazar venados o jabalíes salvajes de los bosques.

―Ya los nombraste antes; ésas son acciones de los grandes dragones, no de los de mi raza, que nunca nos acercamos a los vuestros y preferimos escondernos de todos.

―Bueno, mejor razón para atreverme a enfrentarme a ti, que más posibilidades de victoria tendría que frente a otros ejemplares de mucha mayor envergadura.

―No has respondido a mi pregunta ―gruñó entre dientes el reptil.

―¡Mírame! Tú dices que has de esconderte, pues no menos he de hacer yo en mi poblado.

―¿Y cuál es ése poblado? ¿Brátel? ¿Nábade, quizá?

―No. Es… Naras. ―El chico pronunció el nombre a tan bajo volumen que el increíble oído de la bestia casi fue incapaz de oírlo, aunque llegó a hacerlo.

―¿Pero ése no es un asentamiento de mercenarios?

―Así es, ¡y me exigían una prueba de valor y coraje para permitir que me quedara entre ellos, por eso vine a por algunas escamas y dientes!

―¡Pues de escamas no sé, pero de dientes te vas a hartar!

El dragón amarillo, cuya cabeza quedaba a la misma altura que la del humano, se lanzó por uno de los lados de la columna. Sin embargo, el chico, ágil y veloz, supo escabullirse de la arremetida.

―¡Por favor! Si me dejas ir, juro que no volveré nunca más.

―Mis escamas y mis dientes… ¡Dime, ¿qué harías tú en mi caso?!

―¿Dejar marchar al humano?

El reptil recuperó su anterior ubicación de un salto, errando nuevamente en su intento de atrapar al chaval.

―¿De verdad pensabas que te sería tan fácil matar a uno de los míos?

―Al menos a uno chiquitito…

Una profunda bocanada dio como resultado que algunos de los morenos mechones del hombre quedaran aún más negros, si cabía dicha posibilidad, aunque el hedor desprendido no dejaba lugar a dudas del semiacierto del reptil.

―¡Pues ya ves cómo te salió la jugada! Un dragón, con independencia de su tamaño, es una de las mayores criaturas de la creación. Mira mis colmillos, maravíllate con mis alas, ¡teme mi aliento de fuego!

―Entonces, si dices ser tan temible, ¿por qué te ocultas de todos los demás? ―El reptil no le contestó. Se limitó a apretar la mandíbula y dejar escapar un ronco gruñido por su garganta mientras el joven seguía hablando―. No voy a negar que ahora tenga miedo de que me despedaces, podrías hacerlo en el caso de tenerme al alcance, pero tú tienes tantos enemigos como yo contra los que nada puedes hacer. Sí, increíbles tus alas que te permiten volar hasta donde yo nunca llegaré, poderosos tus colmillos que no conocen carne en este mundo que no puedan desgarrar; pero vives escondido y ojo avizor por si surgiera alguien contra el que nada puedas. De hecho, estoy seguro de que carroñeas o, al menos, te abalanzas hacia tus pequeñas piezas mientras éstas aún no son conscientes de tu presencia, como yo me disponía a hacer contigo. ¿De verdad eres tan distinto? ¿En serio lo crees?

―¿Y me lo dices tú que quieres ponerte a la altura de guerreros cuyas habilidades siempre te serán esquivas, los cuales se mofarían de ti cuando te vieron cargar tan pesado escudo y a duras penas te alejabas de ellos, quizá incluso arrastrando los pies?

El muchacho se detuvo un instante, dejando de dar los saltos que le hacían desaparecer cada dos o tres segundos de la vista de la bestia. A la mente le llegó el recuerdo de las carcajadas de esos que le pidieron una prueba de su fingida valentía, así como la imagen de los labios arqueados en exceso mientras se burlaban de él con estrafalarias sonrisas en sus rostros llenos de cicatrices. Se sentía débil y quería demostrar que no lo era, pero en esta gruta estaba empezando a comprender que no era posible camuflar una verdad tan rotunda.

El de amarillas escamas, contento de su victoria sobre el humano, se acercó lentamente hacia él, quedando su hocico a pocos centímetros de la cara del joven.

―Tienes razón en que me esconda de los más fuertes ―continuó el dragón en voz baja y muy, muy despacio―, pero soy lo suficientemente inteligente como para saber elegir a mis víctimas. En eso, por lo que veo, te gano por una notable diferencia.

El chico se quedó mirando los ahora tan cercanos ojos del reptil, mirada fija e intensa que carecían, por vez primera desde que saliera del asentamiento humano, de temor alguno. Esto desconcertó un momento al dragón, que le oyó hablar de similar manera a cómo él acababa de hacer.

―Sin embargo, tu orgullo y soberbia te llevarán a la muerte. ―Acompañó sus palabras girando unos pocos grados la espada, de modo que el reflejo de la escasa luz proveniente de la galería principal incidiera en la hoja y, así, su enemigo la viera de reojo, levantada el arma lentamente hacia el cuello una vez que salió de su campo de visión―. Los humanos seremos ingenuos, nuestra piel se rasgará con excesiva facilidad y nuestros sueños, ilusorios la inmensa mayoría de ellos, nos llevarán a realizar arriesgadas acciones que nos pondrán en peligro en numerosas ocasiones, pero no puedes dejarte llevar por esto para menospreciarnos a todos, para creer que sólo unos pocos son dignos rivales para ti.

Ambos se quedaron en silencio un rato; el furioso dragón maldiciendo el momento en el que dio por ganado el combate; el envalentonado humano decidiendo el momento de atravesar las pequeñas escamas amarillas con su espada. Por contra, otra idea apareció de súbito en la mente de este último.

―No voy a decirte que me arrepienta de haber venido hasta aquí y verme en esta situación, pues he aprendido valiosas lecciones frente a ti. Ahora comprendo que no necesito permanecer allí donde no me quieren, menos aún en un lugar al cual no pertenezco, así como tampoco deseo sesgar la vida de aquel que nada me ha hecho. Por eso, dime, ¿qué harías tú en mi lugar?

―¿Dejar marchar al dragón?

El humano marcó una triste sonrisa en el rostro, pero no bajó aún la espada.

―Sin embargo, el dragón aún no quiere dejar escapar esta presa. ¿Me equivoco?

―No le pidas a uno de los míos que reconozca su derrota, la cual difícilmente aceptará sin que la sangre que riega el interior de su cuerpo acabe bañando la parte externa de su piel.

―¿Significa eso que prefieres morir antes de que te deje vivir por piedad?

―No hagas estúpidas preguntas para las cuales ya conozcas las respuestas.

―Bien. Entonces, pongamos que bajo la espada. Supongo que en ese caso me atacarás y darás muerte. ¿Asomaría después en tu interior algún sentimiento de culpa tras demostrarte mayor honor del que tú profesas tener?

Las palabras del hombre hicieron mella en la conciencia del dragón, conciencia de la cual, hasta entonces, creía carecer.

―Los de mi especie saben qué es el honor, más que la mayoría de los humanos.

―¿Y cómo podrías matarme, entonces, una vez que reconocido mi error pretendiese dejarte marchar ileso?

Un nuevo rugido, caliente el aire al impactar en el rostro del muchacho, asomó entre sus dientes.

―Añade el don de la palabrería a tu lista, humano, pero no tomes esto por una victoria. ―Creyendo por sus palabras, y el tono tranquilo al pronunciarlas, que ya no había peligro de que se lanzase hacia la yugular, el hombre bajó la mano hasta el costado y el dragón, libre de la amenaza en forma de acero, dio un par de pasos hacia atrás―. Haz como si nunca hubieses estado aquí y reza porque nunca, en este o cualquier otro lugar, volvamos a encontrarnos.

Sin embargo, cuando el chico asentía y se disponía a abandonar la gruta, contento de esta nueva e inesperada oportunidad, un inmenso dragón de color azul surgió desde la mayor de las galerías. Podría haber entre once y doce metros desde el suelo hasta el mentón de esta nueva bestia, que caminaba sobre cuatro musculosas patas y golpeaba rítmicamente el suelo a su espalda con una también poderosa cola mientras se relamía al observarles.

El corazón del joven comenzó a latir desbocado y las gotas de sudor surgieron de improviso en su frente. El de escamas amarillas, por su parte, retrasó su posición hasta llegar a la altura del hombre, hacia el cual volvió la cabeza.

―Dime, humano. ¿No querías escamas y dientes de dragón?

El muchacho se obligó a mirar al que tenía a su izquierda y vio en sus ojos el temor que a él mismo le atenazaba. ¿Sería posible que, ahora, fuesen exactamente iguales? A ojos del azul, desde luego, lo eran.

―¿Y después nos los repartimos?

―¡Claro! Pero no quiero verte nunca más por aquí. ¿De acuerdo?

Dragón y humano centraron nuevamente su atención en el que en cualquier momento se lanzaría contra ellos. Hacía unos minutos pretendían matarse el uno al otro; ahora deberían luchar codo con codo, y eran conscientes de que no tenían apenas posibilidades frente a tan formidable contrincante. No obstante, ambos adoptaron una postura ofensiva. Las alas del amarillo quedaron extendidas en dirección al techo de la gruta, los ojos entornados y las fauces a medio abrir mientras enseñaba los dientes. El hombre flexionó las rodillas, levantó frente al pecho el mango de la espada y marcó una larga sonrisa en sus finos labios.

―De acuerdo, pero me pido ambos colmillos.

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Nov 222013
 

—¡No, no y no! —gritó el viejo Alfus, un reconocido hechicero de larga túnica blanca y sin pelo alguno en la cabeza.
—¿Cómo que no! —se exasperaba a su vez su aprendiz, una chica de larga melena morena que apenas le llegaba a la barbilla, y eso que él no era demasiado alto—. ¡He hecho todo tal y como me lo has dicho!
—¡De eso nada! No puedes mover la mano izquierda a la altura de la cabeza cuando el movimiento principal del hechizo lo lleva la derecha.
La joven entrecerró los ojos, apretó los labios y meneó velozmente la cabeza a ambos lados, agolpándose las palabras en su garganta antes de ser capaz de ordenarlas en su cabeza.
—¿Qué más dará cómo mueva la mano izquierda mientras funcione el hechizo!

Old Barns de Preston Dickinson

Old Barns de Preston Dickinson

—¡Oh! ¡Es que es muy importante! No sólo vale hacerlo funcionar. Para dejar aún más impresionados a tus espectadores has de marcar perfectamente cada movimiento.
—Alfus, llevo ya dos años a tu lado, y doy gracias a ello, ya que me ha permitido aprender muchísimas cosas de la magia, pero he de reconocer que hay cosas que nunca entenderé de ti.
—Rielda, no tienes que entender nada de lo que hago o digo más allá de lo estrictamente necesario para llegar a ser una hechicera de primera. Lo mío es magia, no trucos, así que si prefieres aprender simplemente a mover un objeto unos metros o hacer desaparecer un ovillo de lana sobre tu mano, entonces sería mejor que te marcharas.
—Por supuesto que quiero aprender de tu magia. Es sólo que no veo la necesidad de hacer ciertas posturitas para realizar según qué conjuros.
—¿Ah, no! Mira a todos esos que nos rodean. —La muchacha, de veinte años de edad, echó un vistazo alrededor y, en efecto, vio que había una gran multitud observándoles. Allí debían haber unas sesenta personas, la mayoría de los habitantes de la pequeña aldea de Grátal, donde Alfus enseñaba su magia a distintos discípulos, uno cada vez, desde hacía casi dos décadas. No solían pasar demasiado tiempo bajo las órdenes del viejo, y no lo hacían por llegar a desesperarse con las manías del hechicero, reputado entre los suyos, aunque como instructor demostraba ser realmente pésimo. Rielda, para mejor ejemplo, había superado el anterior record de permanencia por tan sólo un mes—. Ellos son los que hablarán de tus proezas y gestas, antes de que otros muchos exageren hasta cotas insospechadas tus verdaderos actos, por lo que es sumamente importante cómo realices tus intervenciones.
—¿Y cambia mucho de subir más o menos mi mano izquierda? —se burló ella.
—¡Por supuesto! —afirmó completamente convencido de sus palabras—. Si logras un movimiento perfecto, todos te alabarán, y lo que digan de ti otros tantos que oyeron de tus logros por terceras personas será que no existe mejor hechicero que tú en el mundo. Por contra, si tus poses no son las correctas, llegarán a describirte como ridícula o estrafalaria durante tus formulaciones, aunque en principio sólo haya sido una mano un poco más alta de donde debiera.
—¿Me lo estás diciendo en serio?
—Desde luego.
—¡Alfus, no me hagas reír! Entonces, por tu explicación, ¿debo entender que te merece más la pena acabar con un buen porte que lograr con tus hechizos aquello que te propusieras?
—Niña malcriada… ¡Cómo te atreves a insinuar tal cosa!
—¡Son tus palabras, viejo del demonio! ¿O no me acabas de decir que es sumamente importante la forma en la que hablen de ti!
—Claro que sí, aunque has de buscar el equilibrio. Haz que tus conjuros salgan como deseas, pero asegúrate de dejar a todos con la boca abierta por la forma en la que los realizas.
—De verdad, no me extraña que todos tus pupilos se marchasen cabreados contigo.
—¿Cómo! ¿Dónde has escuchado eso!
—¡En cualquier lado por el que anduviese! Ya me previnieron de ti, pero había una vacante libre y cualquiera desearía aprender de uno de los mejores hechiceros, que no todos están dispuestos a hacer de maestros. Sin embargo, es sencillo de entender que se marcharan de tu lado a todo correr.
El rostro del anciano se encendió hasta dar la impresión de que pudiera estallar en cualquier momento, a causa de la presión de tal cantidad de sangre acumulada. Incluso alguno de los asistentes creyó ver desaparecer algunas de las cientos de arrugas de su cara.
—Está bien —dijo haciendo un grandísimo esfuerzo por no gritar y mantener un tono de voz pausado y tranquilo—, vamos a preguntarles a ellos.
—¿Cómo a ellos? —se sorprendió Rielda, que abrió los ojos todo cuanto pudo a la par que observaba a su maestro dándole la espalda para dirigirse a los aldeanos.
—Decidme, buenos hombres y mujeres de Grátal. ¿Os impresiona un hechicero cuando realiza su magia permaneciendo con el cuerpo completamente lacio —tal y como había descrito, y sin mover casi ningún músculo, levantó tan sólo una mano y apuntó a un cercano árbol, hacia el cual dirigió una potente ráfaga de aire que lo sacudió hasta hacerle caer decenas de hojas—, o resulta más espectacular cuando acompaña su hechizo con un buen movimiento? —Repitiendo el hechizo, echó un primer pie atrás para impulsarse a continuación al frente con un veloz giro sobre sí mismo. Al quedar de nuevo encarado al árbol, adelantó el pie que antes retrasara, clavándolo en el suelo con la puntera y deteniendo así su cuerpo, a la vez que lanzaba hacia delante el mismo brazo con el que creaba la corriente de aire hacia el tronco ya golpeado. Alfus tampoco era tonto, y en esta segunda ocasión imprimió una mayor fuerza a su conjuro, de forma que cayeron casi el triple de hojas.
Los asombrados aldeanos aplaudieron y vitorearon el segundo hechizo, lo que hizo aparecer una amplia sonrisa en la cara de Alfus.
—¿Lo ves, Rielda? —se dirigió el anciano esta vez a su discípula, que reprimió una muy sincera opinión por no seguir discutiendo.
Entonces, a espaldas de los dos hechiceros, se oyó a un hombre llamándoles desde la segunda ventana de un alto granero de madera.
—¡Eh! ¡Puedo dar yo mi opinión! —De pronto fue el centro de todas las miradas, continuando cuando los dos que le interesaba cabecearon al mismo tiempo, asintiendo y dándole con ello la palabra—. Buen efecto el suyo, señor Alfus, cuando dio ese giro sobre su pierna derecha. Pero, sinceramente y a modo personal, no vayan a malinterpretarme… ¿Podrían de una maldita vez dejar sus clases para más adelante y apagar cuanto antes el fuego de mi granero!
Las llamas llegaban mucho más arriba que cuando Rielda y Alfus fueron avisados, incluso ya parecían verse por la ventana tras el granjero. Debían reconocer, aunque no lo harían, que se habían olvidado por completo de él durante los últimos minutos.
Rielda miró a su mentor, el cual se cruzó de brazos y la instó, levantando las cejas y bajando la barbilla, a que fuera ella quien lo sofocara.
La muchacha no se lo pensó dos veces, segura como estaba de sí misma, y echó tras un hombro la brillante y bien cuidada melena. No obstante, ya preparada para realizar un complicado conjuro, escuchó claramente cómo Alfus carraspeaba a unos metros de ella. Rielda soltó un profundo suspiro, consciente de que o lo hacía a la manera del viejo o no la dejaría en paz en lo que restaba del día.
Así, la aprendiz de hechicera echó una pierna atrás y flexionó bastante las rodillas, tanto que casi perdió el equilibrio. Después, dibujó un par de círculos en el aire con sus manos por delante del pecho, adelantándolas en dirección al cercano y caudaloso río para desplazar parte de sus aguas y lanzarlas por lo alto del granero. Sin embargo, mirando al de la blanca túnica de reojo, le vio poner una nueva mueca de disgusto, lo que le indicó que no había sido suficiente. Por ello, justo antes de dejar caer el agua, estiró su cuerpo, volviéndolo a bajar de pronto y toda velocidad hasta la anterior posición de rodillas flexionadas a la par que lanzaba un feroz grito, que fue altamente recompensado con las exclamaciones de asombro de los presentes.
El fuego quedó extinto al primer intento y el lugar se llenó entonces de aplausos y voces de aliento hacia la chiquilla.
—¡Bravo! —susurró Alfus a su oído, que se había acercado a ella sin hacer el menor ruido—. Ahora tu nombre sonará con fuerza de aquí a los límites del reino, quizá incluso más allá. Dirán que una gran hechicera, haciendo uso de un tremendo poder, fue capaz de secar por completo un río para lograr apaciguar las llamas que consumían todo el pueblo, demostrando de esta manera que atesora una espectacular magia reflejada en cada uno de sus magníficos movimientos.
Alfus se unió una vez más a los aldeanos, con aplausos y silbidos dirigidos únicamente a Rielda, aunque ésta no hacía sino darle vueltas en la cabeza a cuánto más aguantaría a su lado antes de abandonarle como los anteriores aprendices hicieron.

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