Luisa Fernández

Sus relatos han conseguido diferentes premios y menciones en certámenes como «El tren y el Viaje», Renfe 2008; «Ciudad Getafe» 2009 (Semana Negra); «Ser Madrid Sur» 2009, Cadena Ser; «María Moliner» 2010; «Domingo Santos» 2011, entre otros. Ha publicado relatos en las antologías Crónicas de la Marca del Este. Vol. II (Holocubierta Ediciones, 2011); Antología Z. Vol. 6 (Dolmen Editorial 2012); Legendarium III (Ediciones Tombooktu, 2012); Fantasmagoria (Ediciones Tombooktu, 2013); Hasta Siempre, Princesas (Libralia, 2014). Su novela de fantasía Alcander (Clik Ediciones, 2014) es su primera publicación en solitario.

Dic 172014
 

Hubo un tiempo en el que se veneraba a los dioses. En el que contrariarlos, tan solo con el pensamiento, hubiese sido ofenderlos. Épocas donde los hombres quemaban incienso, ofrecían sacrificios y oraban en la calma de los santuarios. Mas hoy, las brumas del pasado ya eran pasto de la memoria. Ahora solo quedaban sombras, aullidos en mitad de la noche, quebrantos que harían estremecer al más valiente: tiempos de guerra.

Las nubes corrían presurosas tras las bandadas de carroñeros que sobrevolaban los cuerpos mutilados de hombres y de bestias. Si volvía la vista atrás, Shoumila, todavía podía escuchar las voces de los guerreros que ya eran parte de ese mismo suelo y de su gloria. Si cerraba los ojos, el destello del acero aún humillaba al cegador brillo del sol mientras oía la ronca arenga de Aquiles de Aiser, rey de Shurem, elevándose por encima del silencio que ahora anegaba sus oídos.

—… ¡Somos Historia! ¡Reclamemos un puesto en la Gloria de los Tiempos!
Relatos de Fantasía - Batalla de los cinco ejércitos
La mesnada irrumpió en vítores a su rey. Una sucesión de juramentos, votos y requiebros se superpuso al estruendo de las guarniciones chocando contra los escudos. La hueste ardía.

La inmortal miró al soberano con admiración. Era un gran orador además de uno de los mejores gobernantes que había conocido. Sin embargo, sus tácticas de guerra resultaban demasiado arriesgadas. Así se lo habían advertido estrategas y consejeros, pero nada logró que cambiara de opinión. Lucharían a campo abierto.
Los clanes enemigos se encontraban ya a escasa distancia. Le deslumbraba el reflejo de sus alabardas al fundirse con la luz del amanecer. Podía oler la pestilencia que arrastraba el viento, ese hedor inconfundible de las hordas nómadas del desierto de Mared; mitad hombres mitad fieras, quizá también en parte diablos. Se decía que fornicaban con serpientes y que sus pactos con los dioses oscuros habían hecho de ellos servidores negros; asesinos ávidos de sangre inocente.

Sacudió la cabeza con tristeza. Sí, fue una tremenda batalla. Lo fue. Aun así el enemigo los doblegó cobrándose la vida de mil hombres y cien bestias.

«Somos humanos y erramos», repitió para sí al recordar las palabras de disculpa que pronunció el rey ante la aplastante derrota. Hubo grandeza en ese gesto, pues pocos admitirían sus equivocaciones en voz alta.

Elevó la mirada al cielo. En sus ojos se reflejaba la tormenta que estaba por llegar. Oyó crecer la voz del viento; la sintió arreciar en su rostro y trasformar sus rasgos en escarcha. Sentía bajo la piel la punzada de un invierno prematuro, huérfano de mieses.
Más allá de las murallas de la ciudad se oían las risas y la algazara de los soldados. Muchos buscaban las Tierras del Placer para acallar los gritos de sus muertos: los cobrados en combate y los arrebatados al corazón. Bebían vino hasta caer rendidos, comían groseramente; buscaban la compañía de meretrices para perderse en otras pieles. Shoumila podía sentir las ondas que emitían sus huecos cerebros. Solo percibía el miedo cerval que los poseía ante la última batalla. Era un hondo latido que prometía dejarla sorda.

—Por todos los dioses… —maldijo sacudiendo la cabeza.

—No te atrevas a nombrarlos en vano, Eterna —le advirtió la hechicera Arcanat—. El hombre ha renegado de ellos y se cree en libertad de poder elegir su destino. Haz que regresen a sus cultos o la furia de las deidades los quemará como quemó a los de tu raza.

—¿Acaso crees que volverán a sacrificar corderos si yo se lo pido?

—Su rey morirá en combate mañana.

—Será una muerte inútil. Aquiles es el mejor soberano que jamás tendrán, lo ha dado todo por su pueblo y aún tiene mucho que ofrecer. Estoy segura.

No fue una risa lo que salió de la garganta de la vieja adivina, fue más un gañido ronco. Sus facciones eran tan rojas como el fuego del oráculo. Echó más polvo de hueso sobre las llamas y el destino se dibujó ante ella con la claridad de un amanecer.

—He dicho que morirá. Su hijo nonato ocupará el sitial. Maese Sudri, de Ciudad Aurum, será el elegido para guiar al niño rey.

Shoumila dejó escapar un gemido de impotencia. En otro tiempo no hubiese dudado en acatar la voluntad de los dioses, pero ahora le resultaba insoportable permanecer impasible a sus juegos. Ya se habían divertido bastante. Por un instante pensó en la posibilidad de salvar al rey. De utilizar sus poderes para impedir que aquel vaticinio se cumpliera.

La hechicera percibió ese conato de traición.

—Ni lo intentes siquiera, Eterna. ¿Es que no has aprendido nada de lo ocurrido en el pasado? Los inmortales ya no estáis en posición de retar a las deidades. Tienes prohibido intervenir en este asunto. Tu misión es ayudar a los humanos en su lucha contra los siervos de los dioses oscuros. No olvides jamás tu promesa. Si vives es para servirlos y tu alma les pertenece.

—Allí estaré, Arcanat, pero diles a esos arrogantes que…

—No —interrumpió la hechicera—. No voy a decirles algo que te quemará en la boca.


El rey, que montaba un gran caballo de batalla enjaezado con las escarapelas de guerra, se dirigió a Shoumila antes de dar la orden de atacar.

—Esta es una batalla de hombres, no de inmortales. Entendería que no intervinierais.

—No presenciaré impasible la ofensiva, sire. Será un honor luchar a vuestro lado.

—No interpretéis mal mis palabras, noble dama. Preferiría no arrancar al destino una victoria que no sea ganada en noble lid. Vuestros poderes ensombrecerían los laureles de mis vasallos. Además, no sería justo para ninguno de los bandos.

—Seré una más de vuestros paladines, majestad. Os doy mi palabra.

—Sea pues. Recibid a cambio mi gratitud y que los dioses os protejan.

De un golpe de brida se alejó al trote.

—Y a vos, mi rey…

Tras el primer toque de cuerno, los gritos atronaron en el páramo. Una nube de polvo se elevó por encima de la contienda, que se fundió con el fragor del viento y las amenazas de los enemigos. La tierra rugía bajo los cascos de los caballos y el peso de las lanzaderas. Todo fue confusión, golpes de hacha errados, venablos que se perdían en la nada; rocines que caían de bruces bajo la muesca ferrosa del mandoble… Las bajas se contaban por cientos, pero aún podían aventajarlos si atacaban por sorpresa en el desfiladero de Ning. Allí se reabastecía el enemigo.

Buscó con la mirada al rey. A pocos pasos, bajo un tropel de cadáveres, distinguió su armadura. La reconoció por el dragón alado de dos cabezas que tenía grabado en los espaldares. Desmontó de un salto y acudió presta a auxiliarlo. Apartó con fiereza parte de los cuerpos que lo sepultaban, tenía el brazo izquierdo atrapado bajo un caballo muerto. No llevaba yelmo y pudo apreciar un tajo cuya oscuridad teñía su rubio cabello. Gritó con los dientes apretados al tiempo que levantaba al animal unos palmos. Lo soltó de golpe en cuanto vio que el brazo se liberaba. Todavía vivía. Le ofreció algo de agua y limpió la herida de su frente.

—Mi señor, necesitáis un sanador.

Él negó con una sonrisa taimada al tiempo que le tendía la mano.

—Ayudadme, creo que mis piernas aún me obedecen. Buscad mi espada. Mis vasallos se vendrán abajo si ven que su rey está vencido. Ponedme el yelmo para que puedan reconocerme.

Ella asintió a sus deseos, aunque a duras penas se mantenía en pie y el brazo le colgaba como una rama quebrada. Y fue, tras recoger el acero de Aquiles del suelo, cuando sintió la vibración de una pica a su espalda. Aquella lanza no era terrenal. Tuvo esa certeza nada más interponerse entre su trayectoria y el pecho del rey. Sintió el sobrenatural mordisco del acero al penetrar en su piel, rasgar los músculos y romper sus huesos, cobrarse, gota a gota, su sangre. El alma se le escapaba por aquel agujero. Mil vidas pasaron frente a sus ojos. Mil vidas. Y luego otras mil que todavía no había vivido.

«Solo los dioses pueden matar a un inmortal», escuchó en su interior. «Si así lo deseas, Eterna, dejarás de existir, mas no habrás pagado tu deuda con los hombres. No hay peor pecado para tu raza que faltar al honor. Seréis malditos por toda la eternidad.»

No debía morir. No, sin cumplir su destino; aquel para el que fue llamada por el hijo de Adán desde su tumba de hielo.

—Hágase… vuestra voluntad… —suplicó con la voz de la muerte en el aliento.

Cielo y Tierra se mezclaron. El Universo entero se resquebrajó en un vórtice infinito de negrura hasta que el tiempo se detuvo para todos menos para ella. Ella, la última inmortal del linaje de Alis, volvió a sentir el pulso en las venas. Notó de nuevo la vibración de la pica a su espalda, pero esta vez la esquivó con un leve gesto como si huyera de una mala caricia o de un golpe de viento frío. Nada más hacerlo, se despreció por ello. La lanza realizó su recorrido sin rémora y fue a parar al corazón del rey. Antes de caer desplomado sobre el asta, sus ojos se perdieron en los de Shoumila con un brillo marchito.

Ella negó al aire, mientras el tiempo reiniciaba su curso y el fragor de la contienda crecía a su alrededor.

Se arrodilló junto a Aquiles con el peso de la culpa sobre su alma.

—El rey ha muerto —susurró—. Viva el rey… ¡Y malditos sean los dioses!

Quebró la pica y arrastró el despojo para ponerlo a salvo de la horda enemiga e impedir que ultrajaran su cadáver con mutilaciones. Lo cubrió con la capa y guardó en secreto su muerte. No diría nada hasta que aquella carnicería terminara para bien o para mal.
Alzó la espada y se sumergió de lleno en la batalla.


Triste honor coronar laureles cuando los más bravos yacían sobre piras funerarias. Sus voces eran ya parte del eco de los tiempos.

A lo lejos, bajo las palmeras centenarias, los estandartes ondeaban al viento del Sur. Blanco era el blasón de los Aiser, señores de Shurem, blanco el sudario del monarca; blancas las togas de las plañideras que acunaban al niño rey.

El crepitar del fuego arrasó todo sollozo. El humo se elevaba en columnas tan negras como los pensamientos.

—Descansad en paz, noble señor. Que los dioses os muestren el camino hacia las estrellas.

Montó a lomos de su caballo y se alejó en dirección al desierto de Mared. A su paso, el cielo paría cenizas blancas; escamas de dragones milenarios.

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