Néstor Bardisa

Apasionado del genero fantástico, la cartografía, los videojuegos y la cultura japonesa, siempre soñó con crear su propio mundo, con ciudades, montañas y valles donde unos personajes surgidos de su imaginación vivieran grandes historias, y de ahí surgió el mundo de Undra, un lugar donde se juntan maravillosos e inhóspitos paisajes por los que perderse en pos de la aventura.

Mar 202015
 
 20 marzo, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  4 comentarios »

El pasillo que conducía a la sala del trono de Tarsha se mostraba silencioso, vacío a la luz de la luna que penetraba por las grandes cristaleras emplomadas de los laterales. El comandante Draur Kottor se había encargado de que así fuera; manipuló los turnos de la guardia y dio permisos de forma que, durante un par de horas, todo estaría despejado. No necesitaban más para llevar a cabo su cometido: asesinar a un rey.

Iria Shiblin permanecía entre las sombras, oculta a posibles ojos indiscretos. Junto a ella el lord consejero Cross Dévano, hechicero personal del rey Shiram, se apretaba las manos sudorosas, nervioso. No tenía madera de asesino, pero su papel era crucial. Como consejero real, su misión en esta intriga era citar al rey en la sala del trono para decidir el mejor curso de actuación ante los últimos movimientos del ejército valdario, que hablaban de invasión y guerra. Últimos movimientos que eran mentira, una elaborada farsa que lady Shiblin, miembro de la Hermandad de Espías, se había encargado de difundir para crear una falsa urgencia que hiciera salir al rey de la seguridad de sus aposentos.

Desde que empezaran las hostilidades y tiranteces entre Tarsha y Valdaria, Shiram se había atrincherado a conciencia, siempre rodeado de guardaespaldas y precavido hasta rozar la paranoia. Se decía que iba a cagar armado con una daga y embutido en cota de malla. Pero Kottor había hecho un buen trabajo, nadie auxiliaría al monarca esa noche. Tres actos; no, tres traiciones que por separado no levantarían sospechas, pero que juntas constituirían la caída de Shiram.

—Ha llegado la hora —anunció Iria Shiblin—. Intentad no mearos encima, lord Dévano. Aunque con todo ese sudor que sale de vuestra calva dudo que fuerais capaz —se burló.
Relatos de Fantasía - Tres tristes traidores
—Vuestro ácido sarcasmo es incansable; si esto no sale bien, siempre podéis enrolaros con alguna compañía itinerante de bufones. Aunque por vuestro atuendo quizá deberíais optar a otro tipo de oficio.

La mujer vestía una túnica de seda vaporosa que realzaba su sinuoso cuerpo y que dejaba entrever más piel de la que el lord consejero estimaba necesaria. Llevaba el suave pelo castaño recogido con un pasador de madera, aunque aquí y allá varios mechones caían sobre su cuello y hombros con calculado descuido, dándole un aspecto desenfadado y juguetón, casi infantil.

—Soy una espía, me adapto a las situaciones; y esta en concreto precisa de cierta delicadeza.

—¿Entonces ya habéis pensado cómo acabar con nuestro amado soberano? —preguntó Cross Dévano con desconfianza.

—Digamos que compartiremos algo más que intimidad —susurró con picardía.

—¿Y cómo pensáis lograr eso exactamente, mi lady? —Esa era la parte del plan que más preocupaba a Dévano, ya que era la única que escapaba a su conocimiento y control. La espía se había negado a desvelarle los pormenores de su plan, y todo indicaba que esa noche no iba a ser una excepción.

—Muy fácil, apelando a lo único capaz de hacer que un rey renuncie a su seguridad: su entrepierna. Vos aseguraos de entretenerlo lo suficiente mientras yo me infiltro en su alcoba.

—Silencio —exigió ser Draur Kottor—. Cumplid vuestra parte del trato, sin errores. No me gustaría incurrir en la ira de lord Dárban Shark, ese hombre me pone los pelos de punta.

—No os preocupéis tanto, ser. Una vez terminemos este encargo tendréis una posición privilegiada dentro de la corte y un cofre con tanto oro que necesitaremos varias vidas para gastarlo —aseguró Iria.

Dárban Shark era un hombre importante y peligroso a partes iguales, regente de las tierras del sur y sobrino del rey Shiram. Y dado que este último no poseía descendencia, el joven lord era uno de los principales candidatos a sucederle en el trono, pero no el único y desde luego no el más paciente. Así que había decidido acelerar el proceso a través de nuestros tres protagonistas.

Unos minutos después, el lord consejero Cross Dévano discutía con el rey los pormenores de los avances del ejército valdario, presentando todo tipo de documentos y falsos testimonios que Shiram ni siquiera se molestó en leer. Tenía un enemigo y este debía ser erradicado, el rey no necesitaba que lo aburrieran con largas exposiciones sobre maniobras tácticas y enclaves estratégicos. Por unos segundos Dévano se sintió decepcionado, había invertido mucho esfuerzo, incluso creatividad, en falsear toda su intervención. Un trabajo de meses.

—Informa a Draur Kottor y al resto de comandantes, que inicien la ofensiva. Los invasores no pueden llegar a nuestras puertas, ¿me habéis oído? No permitiré que esos bastardos campen a sus anchas por mis dominios —zanjó la conversación Shiram antes de retirarse a sus aposentos.

Una hora después y bien entrada la medianoche, Shiram dio por terminada la reunión y despachó al lord consejero, que respiró de nuevo con tranquilidad.

—Os mostráis más sudoroso de lo habitual —le había comentado el monarca durante la reunión. Visitad al galeno real y que os prepare una poción, no tenéis buena cara.

<<Vos si que necesitaréis un galeno dentro de poco, y ni eso os ayudará.>>

De vuelta a la privacidad de su habitación, el rey Shiram percibió una presencia que lo observaba desde las sombras que dominaban la estancia. Echó mano a la daga que pendía de su cinto y encendió el candil de su mesa mientras el filo de acero amenazaba a la oscuridad. Una figura sinuosa descansaba sobre su cama, perfilada por la pálida luz lunar y la titilante llama, plata y oro bañaban su piel tersa.

—Lady Shiblin —dijo Shiram con suspicacia—, no recuerdo haber solicitado vuestros servicios, así que debéis tener una buena razón para irrumpir en mis aposentos, más allá de lo evidente —añadió contemplando su desnudez.

<<No se fía, debo andarme con mucho ojo.>>

—No creo que ese cuchillo sea necesario, majestad. Como podéis ver no voy armada —dijo en un ronroneo. Shiram no contestó, pero relajó su postura y bajó el arma. En ese preciso momento Iria supo que el monarca había mordido el anzuelo y ahora solo restaba tirar del sedal. La entrenaron para aquel tipo de menesteres e interpretar hasta el más nimio de los movimientos de los músculos de la cara era una de sus muchas habilidades; algunos pensaban que había magia en lo que hacía, y ella se encargaba de avivar esos rumores. Que la gente pensara que poseía ciertos poderes místicos era una ventaja nada desdeñable—. Sé que últimamente habéis estado sometido a mucha tensión, mi señor; el peso de la corona, lo llaman. Había pensado que quizá yo podría hacer algo para aliviar esa carga.

La espía se puso en pie, se acercó con un suave contoneo de caderas y rodeó al rey por los hombros; este acarició su piel, que se mostraba cálida bajo sus dedos. Lady Shiblin liberó su melena y una cascada de mechones castaños y cobrizos se precipitó sobre el arco de su espalda, un leve brillo metálico centelleó en sus manos cuando la punta del pasador atravesó el cuello de Shiram. Un grito ahogado murió en su garganta y se evaporó tan rápido como su vida mientras observaba a su verdugo con una mezcla de odio e impotencia. Fue una muerte rápida, implacable.

Iria se arrebujó en una túnica negra y cubrió su cabeza con una capucha ancha que ocultaba casi por completo su rostro. Dio un par de golpes acompasados en la puerta y esperó. Draur Kottor y Cross Dévano entraron en la habitación seguidos por un par de soldados, pero estos no portaban los colores del rey. <<Sureños. Hombres de lord Shark>>, convino Iria.

—Marchaos de inmediato —les urgió el comandante—, usad la entrada secreta, tal y como acordamos. Esperadme al otro lado del túnel mientras yo me encargo del cuerpo de Shiram.

Tras los tapices de lana de vivos colores el muro de piedra ocultaba un pasadizo, estrecho y oscuro que los recibió con una ráfaga de aire cálido y cargado de humedad. No hubieron recorrido ni cien pasos cuando Dévano rompió el asfixiante silencio:

—He de reconocerlo, mi lady. Me habéis impresionado grata… —Una punzada dolorosa recorrió su espalda, una laceración de puro fuego. Cada pulgada de acero que penetraba en su piel era una dentellada despiadada.

—Pues no será la última sorpresas de esta noche.

—¿Cómo…? No llevabais… —sollozó Dévano al tiempo que se derrumbaba sobre la pared, recordando demasiado tarde el puñal que había pertenecido al rey.

—Ya os lo dije: soy una espía, me adapto a las situaciones. —Sonrió Iria.

—Había oro suficiente para todos… —logró articular en un patético balbuceo.

—Digamos que tengo gustos muy caros. —La mujer retorció la daga, sintió como la sangre del lord consejero se deslizaba por su mano, entre sus dedos. Caliente.

 

Los soldados de lord Shark depositaron el cuerpo de Shiram y colocaron varios objetos desperdigados por la sala. Todas las investigaciones posteriores obtendrían el mismo resultado: una pelea.

—Eso bastará —informó Draur Kottor—. Esfumaos —ordenó a los sureños—. No os detengáis hasta abandonar la ciudad, no habléis con nadie y pasad desapercibidos. Es esencial que cuando se descubra el asesinato nadie pueda relacionarlo con lord Shark.

Ambos hombres de armas asintieron y se dispusieron a cumplir sus órdenes con premura. <<Un último paso y todo habrá terminado.>> El comandante dirigió sus pasos hacía el exterior del palacio, al pie de la muralla, donde desembocaba la entrada secreta que momentos antes habían utilizado sus compañeros conspiradores. Se ocultó tras unos arbustos desde donde podía vigilar cualquier movimiento y desenfundó lentamente la espada. No quería delatar su posición. Escuchó pisadas amortiguadas. <<Hora de poner fin a esta historia.>> Tensó los músculos listo para actuar, pero lo último que sintió fue el frío mortal del puñal en su cuello. Luego todo fue oscuridad.

 

* * *

 

Iria Shiblin penetró en la seguridad de su mansión, situada en el barrio más opulento de Tarsha; satisfecha con su estratagema. Fue una jugada ingeniosa; las muerte de ser Kottor y lord Dévano no solo silenciaban su participación en el regicidio, sino que además podían considerarse daños colaterales provocados por el asesino del monarca; incluso era posible que jamás encontraran el cuerpo del lord consejero. Nadie sabría nunca que fue ella la responsable. Sin testigos, sin consecuencias. O eso pensaba ella.

—Imaginaba que tarde o temprano haríais acto de presencia, mi señora. —dijo una voz sedosa desde la penumbra. Tenía esa tonalidad peligrosa, de dulce amenaza que poseen todas las voces de los hombres con poder.

Por unos segundos su situación le recordó demasiado a la que horas antes había vivido el rey Shiram. El destino no estaba exento de cierta ironía retorcida.

—Sabía que no erais más que ratas traidoras, que la codicia os vencería y acabarías matándoos unos a otros… Para seros sincero, no esperaba que fuerais vos quien sobreviviera —confesó Dárban Shark al tiempo que abandonaba su escondite—. No es que el resultado vaya a ser distinto, pero esto complica las cosas.

—Quizá su “alteza” me haya subestimado, pero pronto descubriréis cuán errado estáis.

—Habéis malinterpretado mis palabras, no esperaba que sobrevivierais porque ese era el plan.

En ese momento Iria lo comprendió. <<Por eso Draur Kottor estaba agazapado entre los arbustos, no estaba vigilando nuestra huida; quería matarnos. Ese era el plan de Dárban, desde el principio.>> Y este confirmó sus sospechas.

—Kottor debía acabar con vos, pero tal vez era mucho pedirle a ese estúpido bruto. Aunque eso ya no importa. Simplemente responded a esta pregunta: ¿quién empuñó el arma que segó la vida de mi tío? —Solo obtuvo silencio—. Sí, fuisteis vos —añadió con una sonrisa—. Lo sabía. Ser Draur era demasiado imbécil para hacer nada por su cuenta, y lord Devano tenía la mentalidad de un lacayo lameculos… Pero vos sois distinta, quizá por eso estáis viva. No por mucho tiempo, claro —sentenció.

—Sois un hombre pragmático Dárban, no es necesario que os diga lo provechosa que podría resultaros la compañía de una mujer…

—¿Despiadada? —aventuró lord Shark.

—Con recursos.

Con recursos y peligrosa. No insultéis mi inteligencia, lady Shiblin, después de todo sois una traidora. ¿Qué no haríais por más oro? Ya habéis abjurado de vuestro rey, ¿cuánto tardaréis en chantajearme a mí? Vuestro afán por el poder y el dinero es conocido por todos, y no voy a dejaros ir. Además, aunque escaparais no llegaríais muy lejos; me he encargado de que mis hombres pusieran suficientes pruebas junto al cadáver de mi tío, y todas ellas apuntan a vos.

<<Ahora entiendo el súbito interés de Draur por deshacerse del cuerpo.>>

—He de reconocer que sois harto astuto —concedió Iria.

—Y aún no habéis visto nada. Imaginad cuando vuelva a la corte y le presente al Consejo la cabeza de la traidora que asesinó a mi querido tío, justo el impulso que necesito para erigirme como rey. —Sus palabras fueron acompañadas por un raudo movimiento de su mano.

El destelló acerado de la traición, eso fue lo último que vio lady Iria Shiblin.

¿Quieres más relatos de fantasía? Descubre a otros autores e ilustradores de fantasía en el Proyecto Golem

Jul 232014
 
 23 julio, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , ,  2 comentarios »

El sol caía a plomo sobre sus cabezas, un calor seco que penetraba en sus ajados pulmones. Respirar era una lucha contra un aire que parecía fuego. Las arenas emitían un bochorno inaguantable que hacía ondear el horizonte. Basazis alzó la vista, ni una nube, ni una sombra que le permitiera huir del sofocante desierto. Ante él, las montañas de El Desfiladero se erguían hasta el cielo, como agujas de roja caliza. Roja como la sangre, la sangre de su raza. Se sentía empequeñecido con su metro veinte de altura ante aquel portento de tierra y piedra. Imaginó que era un águila, que podía sobrevolar el cielo azul tan lejano. Bajó la vista, los hirientes rayos del sol le obligaron, y vio los grilletes. La realidad le golpeó con fuerza. Miró a sus compañeros, todos congéneres, todos sarkan.

Era un esclavo en las Minas de Kerassar, que se extendían a lo largo de la vertiente oeste de El Desfiladero. Un esclavo de esos sucios guldaharís, que les hacían extraer minerales preciosos y azufre para luego comerciar con reinos lejanos de los que solo había oído hablar: Haegir, Shinto e incluso mucho más al sur, pasado Bosqueazul, con los que llamaban los hombres dragón. También fletaban enormes barcos que viajaban hacia el oeste, adentrándose en aguas tan infinitas como azules, hacia continentes misteriosos que sus ojos jamás verían. A veces, se preguntaba si en aquellos lugares lejanos también habrían sarkan, si serían esclavos, si vivirían bajo las cadenas y el yugo.

Sus ojos, no por casualidad, se posaron en Nisa. Le costaba creer que ambos fueran de la misma raza. Las orejas de la joven sarkan eran puntiagudas, muy parecidas a las de una elfa: largas y esbeltas. En cambio las suyas eran anchas y membranosas, como las de un horripilante murciélago gigante. El cuerpo de Nisa era menudo y fino, grácil como el de una ninfa. El suyo era basto, de miembros largos y fibrosos, desproporcionado; y sus manos callosas, destrozadas por el arduo trabajo. Nisa era una cascada de finas trenzas azabache y una piel del color de la turmalina verde. Basazis era calvo como un huevo y de un oscuro verde enfermizo. Ella tenía un rostro afable, de suaves curvas y pómulos altos, de finos labios y nariz chata. Él era una boca grande llena de dientes afilados y nariz ganchuda, era unos ojillos brillantes que destilaban rencor bajo un ceño prominente.

Era increíble que pese a tanta penuria y odio, nada había cambiado a la joven sarkan. Seguía igual, seguía siendo bella pese a los harapos de paño con los que la obligaban a cubrirse. Cuando quiso darse cuenta, Nisa le devolvía la mirada, incluso le dedicó una sonrisa, algo forzada, pero aun así… Y de súbito, se desmoronó. Al verla caer de rodillas, Basazis abrió los ojos como platos. Giró la vista en todas direcciones, como si esperara que fueran a ayudarla. Si los capataces guldaharís la vieron desplomarse por la sed, la ignoraron. ¿Por qué iban a preocuparse? Para ellos no eran mejor que la suciedad en sus botas. A su lado Kipniz, su compañero, picaba entre la piedra en busca de una veta de plata. Nadie movió un dedo. Desesperado, soltó el pico y corrió hacia la cuba, sumergió sus manos en el agua y sacó un cazo a rebosar, pero su mano lo dejó caer. El agua se derramó y las ardientes arenas succionaron el líquido elemento en un abrir y cerrar de ojos. El dolor llegó inmediatamente después, en forma de dedos rotos.
—Sucia rata —masculló el guldaharí con la porra de madera en alto, listo para descargar otro golpe—. Vuelve a tu puesto o te juro por los dioses sin nombre que el siguiente porrazo te abrirá el cráneo como un huevo.
Era un hombre de tez olivácea y largos bigotes lacios, negros como el carbón. Los otros guldaharís lo llamaban Harad el Quebrantahuesos. Estaba claro el porqué. Basazis se arrastró atemorizado, alejándose del esclavista.
—¿Estás bien? —Kipniz le ayudó a levantarse—. ¿Por qué te la juegas todos los días? Sabes que la suerte no dura eternamente, ¿verdad?
—¿Suerte? —bufó Basazis—. ¿A esto llamas suerte? Solo somos animales de carga que nadie echará de menos.
Kipniz se encogió de hombros y le miró como si no supiera a qué se refería, como si no entendiera sus palabras, como si fuera un loco por el que se debía sentir compasión. Basazis apretó los puños, quería odiarle, despreciar a su compañero, pero ¿de qué hubiera servido? Kipniz no tenía la culpa, pobre estúpido e ignorante. Esclavos, siempre habían sido eso, no conocían otra cosa, pero él sí. Rememoró aquel recuerdo. Por un breve espacio de tiempo supo qué era la libertad, no rendir cuentas a nadie salvo a sí mismo. Bajó la vista y vio los grilletes, sus grilletes. La imagen se evaporó de inmediato, aplastada por el peso del hierro.
Relatos de Fantasía - Sarkan - Esclavos
Cuando el sol poniente comenzaba a desaparecer tras las arenas, los capataces les hicieron formar en filas. Por delante había una larga caminata hasta el campamento, una empalizada junto al único oasis en kilómetros a la redonda. No llegarían hasta bien entrada la noche. Los sarkan deambulaban como no muertos, con la vista fija en el horizonte, sin ningún sueño en sus mentes hastiadas. Basazis en cambio observaba el anaranjado cielo, en busca del águila que viera horas antes.
—Gracias —dijo Nisa con voz débil tras de él, en la fila—. Sé que intentabas ayudarme.
—Pero no pude. —Basazis maldijo su impotencia, su debilidad.
—¿Por qué lo hiciste, por qué te arriesgaste por mí? —Su fracaso no pareció importarle a la joven sarkan—. Podían haberte matado.
—Si no nos ayudamos entre nosotros, ¿qué nos queda? —Basazis tragó saliva, quizá debería decirle lo que sentía. Tras unos segundo buscando el aplomo necesario, habló—. Además, yo…
Harad restalló el látigo, el cuero curtido arrancó una tira de piel y dibujó una línea perfecta en la espalda del sarkan.
—¡Silencio! El próximo que hable acabará con la lengua cortada y metida en el culo.
Nadie dijo nada durante el resto del camino.

A la mañana siguiente los trabajos continuaron, sin descanso. Todos los días eran iguales: del campamento a la mina, de la mina al campamento, repiqueteo de picos y arrastrar de cadenas. Los guldaharís les vigilaban, con látigos y cimitarras en mano. Vestían largas túnicas con faldones de malla y babuchas de cuero remachadas con hierro. Basazis picaba con su mano buena, la otra se le había hinchado y apenas podía cerrarla. Prestó atención a la conversación de los esclavistas, ya que no les consideraban personas no se molestaban en discutir sus planes en privado. Uno de ellos era el Quebrantahuesos.
—Hoy saldremos a mediodía, así que procura que tus hombres coman rápido.
—¿A qué tanta prisa? —preguntó Harad de mala gana.
—¿Eres sordo o solo estúpido? Te he dicho que la tormenta de arena se echará sobre nosotros al atardecer. No voy a arriesgarme a perder a mis esclavos entre el caos porque tus hombres no puedan vigilarlos ni a un palmo de sus narices, o porque seas tan imbécil de quedarte aquí. —El hombre parecía furioso—. Haz lo que te he dicho, o haré que el Yaguarandi* Ras´tesan te cuelgue de las orejas.

Se trataba de un tipo orondo que vestía con finas sedas escarlata cubiertas por innumerables bordados de hilo de oro, un mercader mirzense. Basazis no sabía por qué el Quebrantahuesos dejaba que le hablará de esa manera tan irrespetuosa, así que supuso que se trataba de Abnassar, el jefe de las minas, su dueño.
Una tormenta de arena era la oportunidad perfecta para escapar y dejar atrás tanta miseria. Se llevaría a Nisa consigo, no dejaría que muriera. Era peligroso y muy fácil perderse bajo la densa capa de polvo y arena, pero era mejor que esto. Las minas eran una sentencia de muerte. Necesitaba agua y víveres, de lo contrario sería imposible cruzar el desierto; y un arma, por si los descubrían o si decidían seguirlos. Sabía donde guardaban las reservas de agua y la comida, conseguiría lo que necesitaba, aunque antes debía deshacerse de las cadenas.
Pero por mucho que se afanaba en buscar, allí no había nada que pudiera usar. O quizá sí. El pico de hierro estaba sujeto al astil de madera por un alambre oxidado que pasaba por unos agujeros y daba varias vueltas formando un nudo rudimentario. Si se hacía con él, podría forzar el cerrojo de sus ataduras. Con disimulo fue desenrollándolo, poco a poco. Por temor a ser descubierto picaba una y otra vez y cuando pensaba que nadie lo observaba, iba deshaciendo el nudo. El alambre se le clavaba en las yemas de los dedos, provocando cortes y magulladuras.
Aquella dolorosa maniobra le llevó más de media mañana, hasta que el trozo de hierro quedó sujeto por una única lazada. Usó el pico con cuidado de no desarmarlo para que los guldaharís no descubrieran sus intenciones. Los soldados hacían turnos para comer, tal y como Abnassar dispuso, y pronto llegó la hora de evacuar las minas. Cuando les guiaron para guardar picos y palas, Basazis se apoderó del alambre y lo escondió entre sus ropajes.

Una hora después emprendían el camino de vuelta al campamento. A lo lejos, muy al norte, la gran tormenta de arena avanzaba como un titán que ocultaba el cielo con su colosal sombra. Los más de trescientos sarkan arrastraban los pies, con pasos pesados.
—¡Harad, aumenta el ritmo! Quiero estar al atardecer en el campamento. Por la mañana marcharemos al Bastión Dunaluna, hasta que pasen las tormentas. —anunció Abnassar.
La respuesta no se hizo esperar, los látigos chasquearon sobre las espaldas verdes de los sarkan. Maldición, si quería huir debería hacerlo pronto, en cuanto entraran en Dunaluna sería imposible escapar de aquella fortaleza de altos muros.
Al tiempo que la comitiva cruzaba la empalizada que rodeaba el campamento, los primeros vórtices de arena ya les golpeaban. Minutos después la tormenta les engulló como un leviatán rojizo que se tragaba todo a su paso, haciendo aún más oscura la noche. El viento aullaba entre los barracones de madera y la arena martilleaba con insidia tiendas y paredes. Esa misma noche, Basazis pondría en marcha su plan, cuando todos durmieran se desharía de sus grilletes y liberaría a Nisa, entonces escaparían juntos. Odiaba tener que dejar a Kipniz y a los demás atrás, pero cuantos más fueran menos posibilidades tendrían y no iba a arriesgarse. Su única preocupación era deshacerse del guardia que custodiaba la puerta del barracón. Y mientras elucubraba su plan e imaginaba su tan esperada libertad, Abnassar y el Quebrantahuesos entraron en la gran habitación junto a un hombre de rostro anguloso enmarcado por una perilla bien arreglada de color azabache y vestido con una cota de malla de reluciente plata.
—¿Creéis que esto es necesario? —preguntó el desconocido.
—Vedlo como una inversión, Yaguarandi Ras´tesan.
El tal Ras´tesan no parecía convencido con la propuesta del mercader mirzense. Basazis no supo a qué se referían, hasta ese momento.
—¿Alguna vez os habéis follado a una sarkan? —inquirió Abnassar.
Por cómo formuló la pregunta, Ras´tesan supo que no era la primera vez que hacía aquello, ni sería la última. El orondo mercader le produjo un rechazo indescriptible.
—¿Habéis perdido el juicio? Antes violaría a una cabra que yacer en el mismo lecho con una de esas bestias —escupió el yaguarandi.
Abnassar estalló en carcajadas.
—Vos mismo, pero el burdel más cercano está en Kal´lar, a más de cien kilómetros. Y por aquí tampoco hay cabras. —Más risas—. De todas formas, con esta tormenta no llegaríais muy lejos. Además, los hombres empiezan a estar demasiado cachondos para obedecer las órdenes sin rechistar.
Ras´tesan meditó durante unos instantes, se pasó la mano por el mentón, calibrando las consecuencias de impedir que sus hombres se desahogaran.
—Está bien, haced lo que consideréis oportuno.
—Excelente, mi señor yaguarandi. Coger a esas tres, son las que parecen más humanas —dijo señalando a varias sarkan, entre ellas Nisa—. Puede que tengamos que satisfacer necesidades, pero aún tenemos cierto gusto.
—¡No! —Basazis se debatió con todas sus fuerzas, pero estaba bien amarrado a la pared.
—¡Silencio, rata! —Harad le propinó un fuerte puñetazo que le partió el labio.
—Y a ese darle cincuenta latigazos —añadió Abnassar—, a ver si así aprende de una vez por todas cuál es su lugar.
—Os recomiendo que lo matéis, de lo contrario os traerá problemas en el futuro. —El Quebrantahuesos se mostró contrario a su decisión.
—Cuando quiera tus consejos, te los pediré. Guarda silencio y haz lo que te ordeno. Ah, y si grita en uno solo de los latigazos, cortadle la lengua.
No gritó. Después de aquella noche, Nisa nunca volvió, y Basazis solo pensaba en una cosa: venganza. Los mataría, a todos. Los mataría y se regodearía en sus muertes. Si tuviera la fuerza necesaria, si tuviera una oportunidad… Pero no era nadie, no tenía nada. Solo cadenas, y su miserable vida. Durante días olvidó sus planes de fuga, su odio e incluso el roñoso trozo de alambre que guardaba con tanto celo. Solo podía pensar en Nisa, en el recuerdo de su sonrisa. Hasta que una noche la furia helada volvió a apoderarse de su corazón, y el odio afloró de nuevo con más fuerza. Ya no le importaba ser libre, ya no pensaba en volar lejos de allí como un águila. Era la hora de rendir cuentas y aunque le costara la vida, pagarían por ello: Abnassar, Harad el Quebrantahuesos y el Yaguarandi Ras´tesan.

Pasaron cuatro días envueltos por la terrible tormenta, pero en cuanto cesó se pusieron de nuevo en marcha, camino del Bastión Dunaluna. Una semana después estaban frente a las macizas puertas de madera, que se abrieron con un retumbar. Cientos de sarkan penetraron cabizbajos al ritmo del restallar del látigo. Basazis tenía puestos sus ojos sobre Abnassar, estaba cerca, muy cerca. Tan solo le separaba de él, Harad, que le sacaba varias cabezas. Para el sarkan era como una torre de piedra maciza. Y aun así no iba a rendirse.

Abandonó la fila y, pese al cansancio, de un empellón sentó de culo al Quebrantahuesos. Aun trabado por las cadenas se lanzó con un rápido movimiento sobre Abnassar y de un mordisco le arrancó la oreja, el mercader mirzense comenzó a chillar y sangrar como un cerdo. Basazís rodeo el grueso cuello con sus dedos como zarpas y los cerró con firmeza. Las toses de Abnassar cesaron de inmediato ante la estrangulación, y de súbito todo terminó. Harad le propinó un golpe con la porra en plena cara que le volvió a partir el labio. Acto seguido le puso la babucha de hierro sobre el pecho y apretó con fuerza.
—Os lo advertí, os dije que este engendro era peligroso.
—Destroza a ese malnacido —farfulló Abnassar, todavía sin respiración.
—¡Alto! Entre estos muros yo soy la autoridad. —Todos guardaron silencio cuando el Yaguarandi Ras´tesan habló desde lo alto de su caballo—. Tengo pensado algo mejor. Mañana al amanecer lo ejecutaremos frente a sus congéneres, servirá de ejemplo a todos aquellos que osen rebelarse. Y créeme, bestia inmunda, cuando acabe contigo suplicarás por una muerte rápida. ¡Sacadlo de aquí!

Cuando abrió los ojos, vio un techo de piedra alto y oscuro. Lo último que recordaba era como le arrastraban y golpeaban hasta que perdió el conocimiento. Se incorporó con dificultad. Estaba en una celda, pero eso no iba a detenerle. Rebuscó entre sus ropas raídas y sacó el trozo de alambre. Hurgó durante largos minutos en los grilletes de sus tobillos hasta que logró abrirlos. Estuvo apunto de llorar tras verse libre de las cadenas, después de tantos años, pero era solo el primer paso. Las ataduras de sus muñecas estaban soldadas y no podía deshacerse de ellas. Se acercó a la puerta de madera y cuando introdujo el alambre en la cerradura esta se abrió con un gemido quejumbroso.<<Se la han dejado abierta.>> Basazis no salía de su asombro. Abandonó su celda con cautela, ascendió un tramo de escaleras que le pareció eterno y su sorpresa aún fue mayor cuando ni un solo guardia se cruzo en su camino.

Una vez en el exterior vio que se encontraba en lo alto de la muralla, ya era más de medianoche. Transitó por el adarve hasta que se topó con un grupo de guldaharís. No se lo podía creer, entre ellos estaban Abnassar, con un vendaje en la oreja; Harad el Quebrantahuesos y el Yaguarandi Ras´tesan. Entraron en una de las torres, todos aquellos de los que quería vengarse reunidos en un mismo sitio, parecía que el destino se había puesto de su lado. Dos soldados armados con cimitarras montaron guardia en el puerta.

Sin pensarlo se acercó en silencio y golpeó por sorpresa con ambos puños a uno de ellos en la entrepierna. El intenso dolor le hizo soltar el arma y caer de rodillas, sin aliento. Se abalanzó sobre el otro y con una fuerza de la que no era consciente que tenía lo derribó, se puso a horcajadas sobre él, le agarró la cabeza y la estrelló con saña contra el suelo, una y otra vez, hasta que el empedrado quedó teñido de rojo y la sangre se filtraba entre las rendijas de la piedra. Para entonces, el primer guldaharí ya se recuperaba del ataque sorpresa. Rápido como el viento, Basazis saltó sobre él y pasó las cadenas entorno a su cuello. El soldado pataleó e intentó zafarse de la presa, al ver que era inútil comenzó a golpear los costados del sarkan, pero este aguantó el castigo; demasiado acostumbrado, ya no notaba el dolor. Le faltó el aire y emitió un gañido sordo. Basazis apretó, apretó tanto que pensaba iba a dislocarse las muñecas engrilletadas, hasta que de un estertor el guldaharí murió con el rostro amoratado.

Se levantó, jadeante, y se hizo con la daga curva de una de sus víctimas. El camino se abría ante él, libre. Recorrió los escasos metros del adarve que le separaban de la sala donde entraron sus objetivos. Estaba tan cerca. El corazón le palpitaba, desbocado.
Sabía que no me equivocaba al darte una oportunidad —resonó una voz en la oscuridad. Basazis miró en todas direcciones, pero la noche era demasiado cerrada para distinguir nada. La voz emitió una risita, casi como el siseo de una serpiente—. Aquí arriba.
Alzó la vista y sobre un travesaño de madera que salía de la torre pudo ver una sombra agazapada, como una gárgola que acechaba desde las alturas. Parecía vestir un manto tan negro como el vacío. ¿Qué quiso decir con una oportunidad, acaso era él quién había abierto la puerta de su celda?
—¿Quién eres?
—Mi nombre no importa, al menos no por el momento —dijo en tono enigmático—. Estoy más interesado en ti, en el fuego que refleja tu mirada. —Basazis entrecerró los ojos, nunca se había fiado de nadie, y esta no sería una excepción—. Ves, ahí está otra vez. Tienes los ojos, la férrea determinación.
—No entiendo qué quieres decir. ¿Los ojos? ¿De qué hablas?
Los ojos del asesino, el brillo de la Muerte. Lo conozco bien. Te he observado, sarkan, y me ha gustado lo que he visto. —No podía verle el rostro, pero por alguna razón supo que esbozaba una sonrisa de satisfacción—. Hace tiempo que me embarqué en una búsqueda, y creo que hoy ha tocado a su fin. He encontrado lo que necesitaba.
<<Me busca a mí, ¿por qué? ¿Qué es lo que pretende?>>Basazis estaba cada vez más confundido.
—¿De dónde has salido?
La sombra se puso en píe, todavía en la viga. Era alto, y tenía forma humana. Sus vestimentas ondearon en la noche.
—He viajado mucho y recorrido infinidad de lugares. Soy de ningún sitio y de todas partes, pero lo verdaderamente importante es que represento a un grupo interesado en gente como tú.
—Quiero recuperar mi libertad —mintió.
—Y la tendrás, si aceptas venir conmigo. Pero no es ese tu único deseo. Lo huelo, huelo tu odio, tu afán de venganza, de hacer pagar a todos aquellos que te han causado dolor. Eso es lo que me ha traído hasta ti.
—¿Cómo lo sabes…? —preguntó el sarkan con recelo. Aquel hombre oscuro leía sus pensamientos, debía ser un brujo. Los guldaharís hablaban de ellos en susurros. Seres siempre en las sombras de la realidad, observando a los mortales, urdiendo planes.
El desconocido emitió una risa queda.
—Ya te lo he dicho, me dedico a esto.
—¿Me ayudarás a matarlos?
—No.
—Entonces, tú y yo no tenemos nada que decirnos. —Basazis estiró la mano dispuesto a penetrar en la habitación.
—Sí, podrías entrar, quizá mates a alguno de ellos… ¿Y luego qué? Morirás —dijo la sombra, sin darle tiempo a responder.
Llevaba razón, pero a decir verdad su vida no le importaba lo más mínimo, tenía un objetivo y lo cumpliría aunque le costara la vida.
—En cambio —prosiguió el desconocido—, yo puedo enseñarte las habilidades necesarias para que puedas hacerlo tú, para que sea tu mano la que clame justa venganza. No será hoy, no será mañana, pero lo harás. Al fin y al cabo la venganza es un plato que se sirve frio.
<<La venganza en un plato que se sirve frio.>> El hombre de las sombras le prometía muchas cosas, era demasiado bueno para ser cierto. ¿Y si era una trampa de esos pérfidos guldaharís, un montaje para romper más sus pobres esperanzas?
—La decisión es tuya, sarkan.
Demasiadas dudas. Basazis aún se aferraba al pomo de la puerta, sentía que si se marchaba ahora perdería su oportunidad por siempre, que defraudaría a Nisa. <<La venganza se sirve fría.>> El recuerdo de la joven sarkan le atormentó, debía hacerlo o nunca volvería a dormir tranquilo, pero ¿y si fallaba? Se saldrían con la suya, quedarían impunes. Decídete. <<Fría.>> Soltó el pomo.

¿Quieres más relatos de fantasía? Descubre a otros autores e ilustradores de fantasía en el Proyecto Golem

May 212014
 
 21 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , ,  5 comentarios »

—¡¿Te has vuelto loco?! Eso no era parte del plan —susurró Calíope.

—Ssss. —Evan emitió un siseo—. Harás que nos descubran. Vigila ese pasillo mientras yo fuerzo la puerta.

—Por todos los dioses —musitó la muchacha—. ¿Me estás escuchando si quiera?

—Mira, podemos discutir cuál es el mejor curso de actuación, pero sería tremendamente aburrido —dijo este, diplomático—; o bien puedes ayudarme y continuar con la misión.

Evan hurgó en la cerradura de la maciza puerta de madera remachada.

—Misión. Ese es precisamente el problema. —La voz de Calíope le llegó amortiguada por la distancia, apenas un cuchicheo—. Te recuerdo que nuestro objetivo era (¿Por qué había dicho era? Maldición, así parecía que se doblegaba a los nuevos y absurdos planes de Evan) obtener los mapas del despliegue de las tropas rebeldes. ¿Cuándo, y lo más importante cómo, se te ha ocurrido la brillante estupidez de querer asesinar al General Killgore?
Pero su compañero estaba demasiado concentrado para contestar. Las ganzúas tintinearon con suavidad al acariciar los pernos. Con un chasquido seco el tambor giró y la puerta se abrió con un leve chirrido de los goznes.

Relatos de Fantasía - Muerte en la oscuridad - Salón
La Sala de Audiencias era una gran habitación con las paredes y el suelo de piedra cincelada. En los muros colgaban tapices representando los mapas de los distintos reinos y regiones. Una mesa de roble blanco dominaba el centro de la estancia, rodeada por exquisitos butacones forrados en terciopelo rojo. La pared norte la presidía una increíble vidriera de vivos colores, pero en aquel momento filtraba la luz de la luna, bañándolo todo con un halo mortecino, fantasmagórico.

Evan avanzó muy lentamente. Un pie tras otro. Deslizándose. El lugar estaba vacío, pero si una cosa le había enseñado su oficio, es que nada era lo que parecía. No podías fiarte. Calíope esperó en la puerta mientras su compañero registraba el lugar desde las sombras. En perfecta sincronía mantenían ojos vigilantes en los puntos susceptibles de una emboscada. Entrar y salir. Sin testigos, sin huellas y por supuesto sin muertes. Ese era su cometido, se dijo Calíope. Pero Evan se empeñaba en ir más allá. No es que tuviera reparos en matar, y menos a un perro sedicioso sin corazón como Lander Killgore, pero no era su estilo. Demasiado ruidoso, demasiado arriesgado.

Robar, para eso sí habían sido entrenados. Ladrones y espías profesionales. En cambio Evan ambicionaba mucho más. No entendía qué pretendía demostrar matando al general rebelde. Vale, los asesinos a sueldo cobraban cantidades desmesuradas de oro, más si eran buenos en lo suyo. Eso debía concedérselo. Aunque algo le decía que a su compañero no le preocupaba el dinero. Él quería destacar, ser el mejor. Siempre había sido así. Una sombra cruzó el rostro de la joven. Malos presentimientos nublaron su mente y un escalofrío le recorrió el espinazo.
Evan levantó el puño y lo puso frente a sus ojos, la señal inequívoca de que el lugar estaba desierto.

—Según la información del Condestable, los documentos están en algún lugar de esta sala. Ya sabes como va esto: registra cualquier resquicio, minuciosamente.

Calíope asintió. Nada estaba fuera de lugar. Los muebles, de exquisita factura, se mostraron inmaculados; las sillas ordenadas y separadas unas de otras por una distancia calculada al milímetro; una estantería con copas de cristal abrillantadas con esmero y los archivadores de madera con sus legajos clasificados pulcramente, o lo estaban porque Evan trasteaba pasándolos a toda prisa. Pero aquel perfecto equilibrio solo lo era en apariencia. Sí que había un elemento que no parecía encajar del todo en tan simétrico conjunto: una pintura de bodegón. Una temática del todo inapropiada para una sala donde se decidía el futuro de miles de personas, donde se jugaba a la guerra.

La ladrona se acercó al cuadro y tiró suavemente de él, no se movió ni un ápice. Anclado a la pared. Sospechoso. Deslizó los dedos por detrás del marco, con delicadeza y muy lentamente. Encontró lo que buscaba. Presionó con la yema del dedo corazón. Clic. Continuó palpando. Una nueva presión, un nuevo clic. El mecanismo oculto se puso en marcha y el cuadro se desplazó hacia arriba, en el más absoluto de los silencios. Calíope emitió un silbido ascendente muy característico. Evan supo que su compañera había encontrado lo que buscaban. Un hueco oculto albergaba la tan codiciada información.

—Copiemos los documentos y… —Calíope no pudo terminar la frase.

—Llegó la hora de eliminar a ese bastardo de Lander Killgore.

Calíope puso los ojos en blanco. Bien, justo lo que no quería oír.

—¿Y has pensado en cómo lo harás? —La muchacha lanzó la pregunta con tono reprobatorio.

—Improvisaremos.

—¿Improvisar? Estás de coña. —Calíope obtuvo una sonrisa por toda respuesta. Una sonrisa que había aprendido a temer—. No, no estás bromeando.

—Escucha, en los planos que nos proporcionaron venían marcados los aposentos privados de Killgore. Solo hay que ir hasta allí y acabar con él.

Más fácil de decir que de hacer. Tenía que poner fin a tan estúpida confabulación de una vez por todas.

—No cuentes conmigo. Tendrás que hacerlo solo. —Mierda, para ser una ladrona profesional no se le daba nada bien mentir.

—¿Qué? ¿Es que no lo entiendes? Está en nuestra mano acabar con todo. Esta misma noche. Si eliminamos a Lander mañana esta guerra será tan solo un mal recuerdo.

—¿De verdad lo haces por eso, estás seguro que no hay nada más? Nunca te tuve por un tipo altruista, Evan. No esperes que te crea ahora.

La discusión se vio interrumpida de forma abrupta por la llegada de un centinela que patrullaba la zona.

—¿Hay alguien ahí? —inquirió el guardián al tiempo que asomaba la cabeza al interior. Pero no recibió respuesta, la Sala de Audiencias estaba tranquila, despejada.

Las pisadas de las botas de cuero rebotaron en las paredes, el soldado deambuló por la habitación mientras silbaba, despreocupado. Calíope rezó desde su escondite por que el guardia no se diera la vuelta y viera el escondrijo descubierto tras el cuadro, por que las sombras ocultaran su latrocinio. No hizo falta. Con los reflejos de un gran felino, Evan salió de la oscuridad y aferró al hombre por la espalda. El filo de la daga rasgó su garganta como si fuera seda. El cuerpo quedó tendido en el suelo, inerte.

—¿Te has vuelto loco? ¿A qué ha venido eso? —le recriminó la joven de inmediato.

—Ahora ya no nos queda otra —dijo el ladrón restándole importancia al asunto.

—¿Qué te ha pasado, Evan? Nunca antes habías actuado así. —Pese a sus esfuerzos por ocultarlo un deje de tristeza afloró en su voz.

—Ahora soy más eficiente, más letal…

—Más temerario, más descuidado, más estúpido —le cortó ella.

Evan se encogió de hombros. Aquello no fue un accidente, lo tenía todo planeado. El muy cabrón buscaba forzar un encuentro con el General Killgore. Ahora de nada servirían los informes y mapas. Cuando los soldados encontraran el cadáver de su compañero sabrían que había espías en la fortaleza y cualesquiera que fueran sus planes se verían irremediablemente trastocados para evitar las posibles filtraciones. Tanto esfuerzo y trabajo para infiltrarse habían desaparecido de un plumazo. Calíope apretó los puños, quería darle una buena paliza a Evan, pero se contuvo. Lo fulminó con la mirada, era lo más que podía permitirse ahora. ¿Cuándo había cambiado? Eran compañeros, más que eso: amigos, los mejores. Desde que tenía uso de razón siempre habían estado juntos. Evan lo sabía, y jugaba con eso. Y por mucho que protestara acabaría acompañándole. La tenía bien agarrada. Y así fue. Todavía fluía la sangre del centinela degollado cuando se descubrió así misma tras los pasos de su amigo.

Evan se apresuró, el tiempo corría en su contra. Calíope no dejaba de echar la vista atrás, esperando ver en cualquier momento un grupo de soldados dispuesto a apresarlos, aguzó el oído segura de que alguien daría la voz de alarma. Pero nada de eso ocurrió, la fortaleza dormía sumida en la noche. Recorrieron los tejados y almenas evitando los pocos guardias que estaban de ronda. Al llegar al torreón principal escalaron con cuidado la fachada, usando los resquicios como asideros. Una vez arriba descubrieron que la torre tenía el tejado plano y en el centro una bóveda de cristal. Ambos se arrastraron hasta alcanzarla y se asomaron con precaución. Doce metros más abajo vieron a Killgore, parecía dormir. Su habitación, tenuemente iluminada, estaba invadida por la penumbra. En un abrir y cerrar de ojos dispusieron sus cuerdas con una serie de nudos corredizos y forzaron la ventana de la bóveda.

Evan se descolgó por la cuerda con la cabeza por delante y los pies cruzados. Variando la presión con los muslos y ayudándose con las manos bajó como si de una araña que se acerca a su presa se tratase. Apenas era perceptible un ligero roce, del cuero contra esparto. Desenfundó de nuevo su daga, un reflejo carmesí parpadeó a la luz de las velas. La sangre seca era como diminutas perlas coaguladas, rojizas. Estiró el brazo con sumo cuidado, el filo se acercó peligrosamente al cuello de su víctima. Solo unas pulgadas más y Lander Killgore recibiría el afeitado más apurado de su vida.

¡Tong, tong, tong! Una rápida sucesión de campanadas rompió la quietud de la noche. Voces de alarma estallaron por doquier. Killgore abrió los ojos como platos justo a tiempo de esquivar el mortal ataque. La daga dibujó una profunda linea roja en su mejilla izquierda. La sangre salpicó la almohada cuando el general rebelde se revolvió en la cama e intentó agarrar a Evan por las muñecas, este desenlazó las piernas y dejó que la inercia le diera la vuelta. Sus pies impactaron en el pecho de Lander que se estampó contra la pared, donde quedó sin aliento. Cuando logró ponerse en pie a voz en grito y soltando pestes por su boca, Evan ya había desaparecido en las alturas.

—Un trabajo muy limpio —apostilló Calíope. Evan respondió con un sonoro bufido.

Una lluvia de flechas se estrelló a diez pasos de su posición.

—¡Allí, en los tejados! —Voces provenientes del patio interior.

Los ladrones se internaron una vez más en las entrañas de la fortaleza, descendieron estrechas escaleras de caracol y recorrieron lóbregos pasadizos mal iluminados, sin saber dónde les llevaban sus pasos, sin un destino real. A su alrededor todo era caos y confusión, pero eso no duraría eternamente, tarde o temprano los soldados darían con ellos. Ella lo sabía. Evan lo sabía.

Su huida quedó interrumpida abruptamente por un enrejado cubierto de óxido. Un robusto candado mantenía la puerta bien apresada. Con un rápido movimiento de ganzúas Evan liberó el cerrojo. Calíope fue la primera en cruzar, y no hubo dado ni dos pasos cuando un chasquido seco sonó a su espalda. Al girarse vio a su amigo tras las rejas, el candado firmemente cerrado en su pasador.

—¿Qué…? —La joven no parecía entender lo ocurrido.

—Voy a intentar retenerlos, te daré tiempo suficiente para que puedas escapar.

—¡Evan, no!

—Escúchame —dijo cogiendo su rostro entre las manos, a través de los barrotes—, son demasiado, y no sabemos si este pasaje desemboca en una salida. Vete.

—¿Por qué? ¿Por qué lo haces? —suplicó Calíope.

—Todo esto es culpa mía, quizá debería haberte hecho caso. —Evan sonreía.

—Eres un estúpido —lloró ella.

El tronar de un centenar de botas colmó los pasillos colindantes. Ya estaban ahí.

—Sí, siempre me dijiste que mi ambición me llevaría a la ruina. Tenías razón, pero no pienso arrastrarte conmigo. Esta vez no.

—No… —Pero él ya se daba la vuelta para encarar a sus perseguidores.

Evan introdujo la mano entre los pliegues de su capa y extrajo una ballesta. El primer soldado cayó con un virote atravesando su cuello. El segundo recibió un tremendo golpe que redujo el montante de la ballesta a astillas, justo a tiempo para desviar con su espada la malintencionada estocada de un tercer asaltante. Ladrón y soldado quedaron trabados cuerpo a cuerpo, forcejeando. Músculos hinchados. Evan le propinó un cabezazo en las narices, el hombre trastabilló y este aprovechó para asestarle un mortal tajo en la cara. Los dos siguientes atacantes fueron despachados con la misma celeridad y habilidad. Los cadáveres empezaban a acumularse a los pies de Evan y pese al nutrido grupo de enemigos que saturaba el pasillo, ninguno parecía querer dar el primer paso.

Calíope no podía creerlo, conocía la pericia de Evan con la espada, pero aquello era increíble, tanto que por un breve instante un atisbo de esperanza cruzó sus ojos. Esperanza que se desvaneció cuando una flecha atravesó su muslo y Evan se vio obligado a hincar la rodilla en el suelo. Dos soldados más aprovecharon la nueva situación del acorralado ladrón y se abalanzaron sobre él, este apenas pudo mantenerlos a raya mientras oscilaba su acero de un lado a otro. Hasta que el tajo certero de un soldado le amputó varios dedos de la mano derecha. Calíope ahogó un grito de desesperación y se tapó la boca con ambas manos. La espada de Evan, con la empuñadura ensangrentada, cayó al suelo con un tintineo metálico que arrancó ecos por todo el túnel.

—¡Apartaos! —rugió una voz tras los soldados.

Lander Killgore avanzó entre las filas de hombres que abarrotaban el pasillo, empujando a todo aquel que osaba interponerse en su camino, mandoble en mano. Su mejilla aún sangraba profusamente y su camisa de lino blanca estaba salpicada de manchas carmesí.

—¡Qué os apartéis he dicho! Ese cerdo es mio. Voy a enseñarte la grave equivocación que has cometido.

El pie del general se incrustó en el vientre de Evan que se dobló de dolor, pero no permaneció mucho tiempo en esa postura, pues Lander le agarró por el pelo y tiró de él con brusquedad.

—¿Y tu compañera? —le interrogó. La furia era palpable en su voz.

—Que te jodan… —logró barbotar.
Antes de que Evan pudiera completar su insulto el puño de Killgore se estrelló en su cara. La fuerza del impacto impulsó la cabeza de Evan hacia atrás con gran violencia.

—Te lo preguntaré una vez más. ¿Dónde está tu compañera?

—¿Qué pasa, tu mujercita no te da amor? —Un nuevo golpe. Evan aprovechó para escupirle, añadiendo una nueva salpicadura sangrienta a la colección de su camisa blanca.

—Creo que no eres consciente de tu situación. Vas a morir de todas formas, de ti depende el grado de sufrimiento que quieras obtener.

—Me alagas, pero no me van los hombre.

—Craso error —dijo con voz sibilina.

Killgore pisó con fuerza las piernas del arrodillado Evan para evitar que se moviera, alzó su espada con la punta directamente sobre el ladrón y descendió el gran mandoble muy lentamente, dejando que el acero penetrara por el hueco de la clavícula, sin prisa, milímetro a milímetro. Los gritos de Evan no se hicieron esperar al sentir tan tremendo dolor. El metal rajó el cuero de su armadura, la piel y el músculo y se precipitó con calma sobre el pulmón derecho. Los chillidos se transformaron en aullidos enloquecidos que quedaron súbitamente interrumpidos por un acceso de tos sanguinolenta que manchó el empedrado. En las sombras, las lágrimas recorrían sin control las mejillas de Calíope, sus sollozos quedaron apagados por los gritos. El mandoble arrastró tejido y órganos en su imparable descenso a la agonía. Algunas costillas crujieron bajo la desmedida presión, para entonces Evan ya había perdido el sentido y gemía levemente.

—La última vez que ejecuté así a un hombre tarde cuatro minutos en matarlo. Aspiro a batir esa marca —le confesó Lander Killgore en voz baja, al oído.

Minutos después, largos, eternos, interminables, Evan se desplomó en el suelo como una marioneta a la que le habían cortado los hilos, un juguete con el que los dioses estaban cansados de jugar.

—Deshaceos de esta basura —ordenó Killgore—. Y encontrad a esa zorra. ¡La quiero viva!

Pero Calíope ya no estaba, engullida por las sombras, desaparecida en la noche. Jamás la encontrarían.

¿Quieres más relatos de fantasía? Descubre a otros autores e ilustradores de fantasía en el Proyecto Golem

Feb 262014
 
 26 febrero, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: ,  9 comentarios »

Quién tima a un dragón…

Estaba convencida que al final del angosto túnel encontraría un buen tesoro. Naila avanzó centímetro a centímetro, casi arrastras. Descubrir la entrada a aquella olvidada y remota fortaleza le había llevado semanas. Escrutó cada piedra, cada losa, cada oquedad;
hasta que finalmente su paciencia se vio recompensada y encontró una brecha por donde colarse. Su espíritu estaba ávido de hallar una fortuna de tiempos lejanos, aunque a decir verdad, lo que realmente le atraía era la búsqueda, el reto, superarse. Con catorce años había robado y saqueado tesoros de incalculable valor, así que ciertamente nada de aquello le hacía falta.

Relatos de fatasía - Tesoro del dragón
Inmersa en sus pensamientos salió del conducto, una gigantesca cueva se abrió ante ella, y a tan solo unos quince metros una pantagruélica montaña de oro y gemas descansaba, reluciente, al paso del tiempo, olvidada en las oscuras profundidades de la tierra. De pura sorpresa emitió un largo silbido, impresionada. En ese instante la pila de oro se removió, inquieta, como si tuviera vida propia. Las monedas y joyas resbalaron formando regueros fulgurantes y Naila pudo intuir una colosal forma oculta bajo el
valioso tonelaje.

Una cabeza reptiliana surcó el dorado oleaje que su despertar había provocado, alzándose a una altura de más de veinte metros. Un repiqueteo metálico rebotó en la cueva cuando las monedas cayeron desde las alturas deslizando por su escamoso cuerpo. Un poderoso brazo se izó en el aire, perezoso, y cuando alcanzó su máxima longitud descendió a una velocidad imposible sobre la ladrona. La enorme zarpa cayó, inmisericorde, y Naila pensó que su vida acababa en ese preciso momento; pero al contrario de lo que esperaba, la oscuridad no se cernió sobre ella. Al abrir los ojos se vio atrapada por las fuertes garras del dragón, aplastada contra el suelo. Estaba tan cerca que podía ver las innumerables y lustrosas escamas que formaban la dermis de la gran bestia. Aunque no se atrevió a tocarlas, estaba convencida de que serían más duras que el acero.

—¿Quién osa perturbar el sueño de Sul-Kanar? —preguntó el dragón muy lentamente.

—Una simple exploradora que eligió mal su ruta, vistos los acontecimientos más inmediatos —intentó exculparse Naila.

—No te molestes, sé a qué has venido. Todos venís a por lo mismo, queréis robarme mi fabuloso tesoro —sentenció la gran sierpe.

—Técnicamente el oro no sería tuyo, quiero decir que tú también lo robaste en algún momento —contraatacó la joven.

—No es menos cierto, pero dado que sus legítimos dueños murieron hace tiempo, o los maté yo, podemos convenir que toda esta fortuna me pertenece ahora.

La inmensidad de la antigua criatura era apabullante. Si quería escapar sabía que debía atacar de alguna forma su inteligencia, y según decían las malas lenguas acerca de los dragones era que: lo único más grande que su tamaño, era su ego.

—Supongo que ahora me devorarás.

—¿Devorarte? —Un estruendo de lo que Naila creyó eran carcajadas emergió de las fauces del dragón, inundando la cueva—. No voy a devorarte, vosotros los humanos no sois tan sabrosos.

—Es un alivio.

—No he dicho que vaya a devorarte, pero tampoco pienso dejarte con vida. Disfruto matando a los de tu especie de otras formas menos asquerosas para mi paladar que la deglución.

Sul-Kanar rio con ganas de nuevo.

—He de suponer pues que no estarías interesado en un juego de acertijos.

—Previsible y tediosa sugerencia.

—A mi me ha sonado más a genuina cobardía. Aunque estoy convencida que nn tienes miedo de perder contra un intelecto inferior como el mio.

—Creo que el esqueleto de tu izquierda también intentó apelar a mi supuesta cobardía para engatusarme… ¿o fue el de la derecha? —dudó Sul-Kanar.

—Entonces será un auténtico honor batirme, y ser derrotada en un auténtico duelo dialéctico, por una de las criaturas más astutas e ingeniosas que jamás haya pisado este mundo.

—Adulación, eso también lo intentaron otros con más labia que tú.

—Me estás dejando muy pocas opciones —se quejó la joven.

—Mira a tu alrededor, ¿qué te hace pensar que eres mejor que todos ellos? —preguntó el dragón haciendo alusión a los resecos y vetustos montones de huesos.

—Que aún sigo viva.

Sul-Kanar no pudo evitar reírse.

—Interesante respuesta, pero dime, ¿por qué los humanos sentís la imperiosa necesidad de ser humillados intelectualmente antes de morir? ¿Acaso perder la vida noes suficiente para vosotros?

—Puedo derrotarte, confieso que aún no sé cómo lo haré, pero no te quepa la menor duda de que el resultado me será favorable —apuntó Naila con fingida confianza.

—Orgullosas palabras de alguien que está a punto de perecer a garras de un dragón. En cualquier caso, he vivido eones, creo conocer de memoria todos los acertijos creados por tu frágil raza, niña.

—A todas luces, inverosímil —negó rotundamente Naila.

—Haz la prueba.

Había logrado encauzar la conversación, ahora solo tenía que pensar algún enigma que le permitiera ganar algo más de tiempo.

—¿Qué animal tiene todas las vocales?

—El murciélago —contestó Sul-Kanar ipso facto—. La verdad, esperaba mucho más de ti. Si te molestaras en observar el emplazamiento donde nos encontramos, tú misma podrías haber deducido que en esta cueva hay cientos de murciélagos. De hecho
llevo siglos contemplando esos espeluznantes bichos. Resulta terriblemente aburrido contarlos.

—De acuerdo, admito que quizá no ha sido el mejor comienzo… Veamos si puedes con este otro: un prisionero está cautivo en una celda que tiene dos puertas, una de ellas… —comenzó Naila en tono triunfal hasta que Sul-Kanar la interrumpió.

—¿Si yo le pregunto al otro guardián por qué puerta tengo que salir, qué me responderá? —acertó nuevamente el dragón reprimiendo un bostezo. —Creo haber respondido a este acertijo en concreto… más de cien veces.

—Dame otra oportunidad, al fin y al cabo si me matas ya, tendrás que reemprender tu aburrida tarea de contar murciélagos.

—No te das por vencida. He de admitir que eres tenaz, será una lástima deshacerme de ti.

Frenética, Naila lanzó la mirada en todas direcciones. Se quedaba sin ideas y la salida estaba a menos de diez metros, aquella pequeña oquedad por la que había penetrado en el cubil del dragón. Tan cerca y tan lejos. Pero ahora estaba rodeada por
cadáveres a los que pronto se uniría… Entonces tuvo una idea total y definitivamente descabellada, aunque por otra parte nunca había estado bajo las garras de un dragón y cualquier opción le parecía perfecta para mejorar su complicada situación.

—Está bien, te propongo un último juego de ingenio. Uno al que estoy segura ninguno de estos desdichados que nos rodean te retó. El juego definitivo que pondrá a prueba tu habilidad.

Sul-Kanar alargó su serpenteante cuello, acercando su descomunal y sobrecogedora testa hasta que esta quedó a tan solo unos centímetros de Naila. La visión de sus colmillos hizo que la joven ladrona tragara saliva con mucha dificultad.

—¿De qué se trata? —inquirió la sierpe con cierto interés.

—Antes quiero que me des tu palabra de que serás sincero en este juego, y que si gano yo, me dejarás en libertad.

—La mendacidad es una cualidad típica de los tuyos, no necesito recurrir a tretas para ganar a los de tu especie. Tienes mi palabra de que esta lengua no pronunciará falacia alguna.

—La acepto.

Sul-Kanar asintió levemente.

—Oigamos pues de que va ese juego… y por tu bien espero que, en verdad, sea interesante.

—Lo será, pues se trata del juego sobre como voy a morir, o mejor, de cómo vas a matarme.

El dragón entrecerró los ojos, no se fiaba de lo que aquella insignifcante humana pudiera estar tramando, pues sabía que los humanos eran seres traicioneros.

—Una cosa más, ¿comerme está descartado, verdad? —quiso cerciorarse Naila.

—Totalmente.

—En ese caso, te apuesto mi vida a que eres incapaz de matarme de una forma completamente original y distinta a la que usaste con todos estos infortunados que yacen en derredor. —El dragón rumió unos instantes—. No vale repetir —dijo la ladrona en tono juguetón—, tenemos un trato.

Por la cantidad de cadáveres y restos acumulados en la cueva era imposible que Sul-Kanar encontrara una forma novedosa de darle muerte, o al menos eso esperaba, y deseaba.

—Supongo que todo esto no es una argucia con ánimo de dilatar lo inevitable —advirtió Sul-Kanar—. No me gusta perder el tiempo.

—Es curioso que digas eso cuando llevas tropecientos años durmiendo.

El dragón no pareció entender el reproche de Naila, pues estaba claro que dormir, para el enorme reptil, no se consideraba en absoluto una perdida de tiempo.

—Sorpréndeme, Sul-Kanar. Otórgame una muerte digna de un poema épico. —La joven pronunció las palabras con gran dramatismo.

—Veamos —comenzó el dragón—, usar mi aliento de fuego imagino que no sería válido…

—Los montones de ceniza te delatan, amigo mio.

Sul-Kanar miró hacia su lado izquierdo y añadió:

—Destripados por mis garras. —Luego desvió su mirada a la derecha—. Reventados de un coletazo.

—Es una suerte que hayas agotado esas opciones, no debieron ser muertes agradables. Algo me dice que pronto seré libre. —Sabía que no era prudente regodearse, pero tenía que hacerle cometer un fallo.

—¡Silencio, chiquilla! —la conminó el dragón—. Cuando acabe contigo tu muerte alcanzará el estatus de obra de arte, y los bardos no cantarán otra cosa durante siglos.

Sul-Kanar se rascó la sobarba con una de sus garras, intentaba hacer memoria, su orgullo y reputación estaban en juego. Nunca había perdido y no iba a ser esta la primera vez. Analizó la estancia, escrutando cada vida que había arrebatado hasta que completó con su cuello un giro de trescientos sesenta grados.

—Empalado, chamuscado, decapitado y despedazado —enumeró Sul-Kanar con pasmosa precisión.

—¿Qué me dices de aquel hombretón? —preguntó Naila señalando los restos de una gran armadura oxidada, fingiendo ayudarle.

—Aplastado.

—Te quedas sin opciones.

—No puede ser cierto, tiene que haber una manera inédita que no haya usado antes, quiero decir, ¿es siquiera posible agotar todas las posibilidades? —Sul-Kanar se negaba a creer tal desenlace, aunque debía admitir que en cierto modo se sentía orgulloso de semejante hazaña.

El dragón se apoyó sobre sus cuartos traseros irguiéndose en toda su altura y se cruzó de brazos, pensativo, no parecía encontrar solución al dilema planteado por la joven ladrona. Aprovechando el despiste de Sul-Kanar, que la había liberado para adoptar una pose que le permitiera discernir mejor sus alternativas, la muchacha se deslizó en silencio y sigilosamente hacia la salida, y pese a no haber conseguido ningún beneficio material reconoció que salvar la vida era premio suficiente.

Y cuando Naila escapaba por la estrecha oquedad, henchida de orgullo por haber embaucado a un dragón, Sul-Kanar aún discutía consigo mismo empeñado en solucionar un problema que ya había dejado de ser tal.

¿Quieres más relatos de fantasía? Descubre a otros autores e ilustradores de fantasía en el Proyecto Golem

Dic 062013
 

—¡El Consejo Arcana debe pronunciarse! —exigió Cáldir con un sonoro puñetazo en la mesa.
—Cálmese, Heraldo del Fuego. Sabe que las Casas de la Magia no deben interferir en la política, es la única manera de garantizar nuestra independencia —dijo Brent, el Sumo Conjurado de Irithnun, en tono conciliador.
—La magia es poder, ¿de qué nos sirve ostentar tal habilidad si no podemos usarla?
—¡Maldición, Cáldir! Precisamente por eso. Ya se han torcido bastante las cosas en Lumlenth desde que el Entarca Rodius tomara el control del país. ¿Y ahora pretendes que nos sublevemos por un puñado de magos proscritos? —Fándor, Sumo Conjurador de Lumlenth, pronunció las palabras con perplejidad.
Cuentan con nuestro apoyo, pero no es momento de inmiscuirse en tal asunto —confirmó Brent el argumento de su colega.
—Ha sido un largo viaje hasta Tyrasea, ¿para que hemos venido aquí entonces? ¿Para que nos despachéis como a perros?
—¡Basta! —rugió Fándor—. Las Casas de la Magia de toda Undra y el Consejo Arcana nos brindan su apoyo, pero debemos mantenernos fieles a nuestro código de no intromisión.
—¿Cómo podéis estar tan ciegos? —contraatacó Cáldir de nuevo—. Esto es un paso más hacia nuestro fin. Primero Lumlenth nos ha encerrado en nuestro propio hogar con esa estúpida orden que prohibe el uso de la hechicería fuera de los muros de la Casa de la Magia, y ahora esto. Pronto nos tildarán de herejes y acabaremos en la hoguera, como está pasando con los brujos y
nigromantes.El fin de la magia
Ni se le ocurra compararnos con esos bastardos desalmados, no somos magos negros —arguyó Brent—. La Erantaia acabará por comprender vuestra situación, pero no a su manera, Heraldo del Fuego; sino a través de la diplomacia y no del conflicto ni la ostentación de poder. Cáldir abandonó la sala, furibundo. Sentía como el flujo de la magia bombeaba por sus venas, mezclado con su sangre, tan caliente como la ira y el odio que le corroía por dentro. Odio por todos aquellos adoradores del Dios Único que reprimían sus derechos, y odio por el Consejo Arcana, por los Sumos Conjuradores que se cruzaban de brazos y no movían un dedo por solucionar la situación. Y más cuando tenían el poder necesario para ello. La magia estaba ligada a los sentimientos y los estados de ánimo, por eso a veces era difícil controlarla, y esa era la razón por la que él se había erigido como Heraldo del Fuego de la Casa de la Magia de Lumlenth. El Fuego era pasión y fuerza de voluntad, y de eso Cáldir tenía de sobras. Deliberadamente, dejó que el torrente mágico inundara todos sus canales, apretó los puños y el fuego surgió de sus manos. De un puñetazo desmenuzó la piedra del muro, derritiéndola primero y convirtiéndose en un montón de polvo después. Pero él era distinto, ¿por qué tenía que arrastrarse como un perro?, ¿o encerrarse en un sótano como un apestado cuando era capaz de tales proezas? ¿Por qué la magia no podía ser libre como en el resto de Undra? Esos ignorantes y radicales de la Erantaia les condenarían por mera superchería. Pero no estaba dispuesto a tolerarlo y sabía que, como él, había muchos que compartían tal ideal. Rodius I de Valois salió al patio interior de la Gran Catedral de Lumlenth y se dirigió a los cuarteles del Ejército Sagrado. Un pequeño séquito de monjes le seguía a todas partes, como perrillos falderos que estuvieran hambrientos y esperaran recibir las sobras de su amo. Sus consejeros le habían sugerido que fuera prudente con el delicado asunto de la Casa de la Magia, ya que durante el reinado de Óbaron II habían gozado de libertad para ejercer sus funciones; que era peligroso enemistarse con una organización que poseía tanto poder.

—Solo temo la ira de mi Dios Único, ceder ante ellos supone quebrantar la Fe —solía decir él con voz grave. Así que hizo lo más lógico: cambiar de consejeros. Esa misma mañana los ejecutó por herejes y por apoyar las artes prohibidas de la magia que la Erantaia y Heran, el Dios Único, condenaban. Los nuevos consejeros se mostraron más acordes con sus severos ideales, no sabía si por propia convicción o por el peculiar destino de sus antecesores en el cargo. En cualquier caso, así es como debía ser.
Una vez dentro de los cuarteles exigió que el General compareciera ante él. Al instante, un hombre fortachón y de poblado bigote rubio se presentó hincando una rodilla en el suelo.

—Su altísima Eminencia, es un honor gozar de su presencia, ¿qué le trae hasta aquí? —preguntó el militar servilmente.
—Levántese, General Valériam, y demos un paseo por el exterior. Con una reverencia Valériam se puso en pie; y Entarca, general y séquito se dirigieron a los jardines.

—Sin duda estará al tanto de los últimos acontecimientos relacionados con nuestros queridos amigos de la Casa de la Magia —Por la forma de pronunciar la palabra “amigos”, Valériam supo
que el Entarca no profesaba ningún cariño por aquel grupúsculo, pero el general permaneció en silencio y se limitó a asentir —.

-La magia es perniciosa, intentar controlar los elementos solo provocará el infortunio entre nuestras gentes. Así lo dice la Palabra de Heran, y la Palabra es incuestionable.
—Llevará tiempo hacer desaparecer a todos los magos de Lumlenth.
—Quiero este problema solucionado antes del próximo cónclave con los Altos Intercesores—dijo Rodius de forma tajante.
—Eso nos deja poco margen de actuación, su altísima Eminencia ¿A qué tanta prisa, si me permite el atrevimiento?
—Sé que los Altos Intercesores no tomarán a la ligera una decisión como la de declarar hereje a todo mago dentro de las fronteras de Lumenth, pero si les damos un pequeño empujón quizá les ayudemos a decidirse.
—Si me permite hablar con franqueza; no creo que usted, como representante de Heran en Undra, tenga que requerir el permiso de nadie para llevar a cabo su voluntad. El Entarca soltó una fuerte carcajada.
—Aprecio su visión, general. Pero comprenda que debo hacerlo ofcial a ojos de nuestro
Dios Único tanto como a ojos del vulgo. No quisiera que los magos se hicieran con el apoyo popular y se convirtieran en mártires. Seria malo, muy malo.
Rodius era consciente del poder que una muchedumbre enardecida podía llegar a conseguir. No en vano él depuso al anterior rey Óbaron II de Valois a través de ese mismo método, sabía bien de lo que hablaba.
—Entonces deberemos abordar este asunto con sutileza, pero no sin cierta brutalidad. Supongo que mis métodos… los encontrará de su agrado.
El Entarca asintió ligeramente, complacido por las palabras de Valériam. Sin duda aquel hombre entendía sus requerimientos, como era de esperar en un hombre de armas.

—Oh, lo olvidaba —añadió Rodius al tiempo que, con un gesto de la mano, un monje de losvarios que le acompañaban se adelantó y le entregó un fardo. Valériam retiró los muchos trapos raídos que lo envolvían, era una espada de manufacturaantigua.
—¿Qué es esto? —inquirió el general.
—Una reliquia de tiempos pasados que he guardado con celo desde que llegó a mis manos. Es una Nulificadora, mientras empuñe este arma será inmune a cualquier hechizo. Ahora tenía una misión, y el favor directo del Entarca. Falsificaría un par de órdenes acusando a varios hechiceros de practicar magia fuera de los límites, se presentaría en la Casa de la Magia y así diezmaría sus fuerzas en apenas un par de días. Una vez fuera de circulación y lejos de ojos indiscretos, la tortura en las criptas de la Gran Catedral arrancaría las confesiones necesarias. Valériam desenfundó la espada Nulificadora y comprobó el filo, estaba deseando entrar en acción.
El Ejército irrumpió en los jardines de la Casa de la Magia, en plena noche y sin previo aviso. Un intenso revuelo pronto dominó el patio, decenas de magos se agolparon intentando atisbar el porqué de la discusión que tenía lugar en la entrada.

—Le aconsejo que las lea y se empape bien de ellas, Heraldo —expuso con desprecio Valériam arrojándole las órdenes de detención a Cáldir.
—No será necesario —dijo con voz amenazadora a la par que de sus dedos brotaban incandescentes flamas que desintegraron los pergaminos. El fuego refulgió en la armadura laminada del general.
Los magos empuñaron sus bastones o prepararon sus hechizos más mortales al tiempo que los soldados desenfundaban sus armas.
—¡Soldados! —gritó Valériam—. Somos el Ejército Sagrado, valedores de la fe de Lumlenth. La desobediencia y la agresión se pagan con la muerte. ¡Mandad al inferno a estos herejes!
Con un grito conjunto el grueso del contingente cayó sobre los hechiceros. Conjuros surcaron la noche destrozando armaduras y chamuscando piel, las espadas desgarraban túnicas y derramaban sangre. A decir verdad, no esperaba este desenlace. Los magos siempre se habían comportado como cobardes, nunca presentaban resistencia. El Entarca no estaría contento, pero si no sofocaba cualquier intento de revolución en ese momento, la situación se le escaparía de las manos. Cáldir describió un arco con su brazo conjurando un fulgor abrasador que se abalanzó sobre Valériam. Este lanzó un corte al aire con la Nulificadora que cortó limpiamente el fuego en dos. Elhechicero frunció el cejo, pero pese a su mueca de furia la sorpresa en sus ojos era evidente.
—Supongo que no esperabas este resultado, pero no te preocupes tu cuello pronto catará el filo de mi espada.
—Reduciré tu querida alma inmortal a cenizas. —La amenaza iba cargada de hiriente sarcasmo. Cáldir arremetió de nuevo hundiendo sus llameantes manos en el suelo, la tierra a su
alrededor vomitó fuego amenazando con consumir a Valériam, pero los rápidos movimientos del militar pusieron distancia entre ambos. Ahora fue el general quien embistió al mago con un tajo
horizontal. Cáldir freno la espada con sus manos, agarrando el filo con fuerza y rodeando el arma en llamas que crepitaban mientras la magia se disipaba por el efecto de la Nulificadora.

—¿Qué pretendes con todo esto? —preguntó Valériam.
—Ganarme la libertad.Ambos empujaron en direcciones opuestas.
—No eres más que un hereje. Vuestras malévolas artes mágicas nos condenarán a todos. Tu pequeña revuelta no llegará a ninguna parte, esta noche pasaréis a ser tan solo un mal recuerdo.
—Esto es mucho más grande de lo que tú puedes llegar a comprender. Vuestra tiranía no nos encadenará nunca más. ¡La magia será libre! Una terrible explosión sacudió el suelo y mandó a ambos contendientes por los aires. La confusión se apoderó de ellos. El estruendo llegó de súbito, Fándor levantó la cabeza con un sobresalto y dejó de leer el voluminoso tratado sobre corrientes taumatúrgicas que descansaba sobre su escritorio. Lanzó
fugaces miradas por la ventana en busca de la causa del estrépito, justo cuando una nueva explosión asoló el patio. Un fogonazo de luz anaranjada que expulsó llamas por doquier. Ahora una cacofonía de gritos se había unido al caos.
El Sumo Conjurador salió de sus aposentos como una exhalación, recorrió los pasillos a todo prisa y en su acuciante carrera se topó con una tropel de aprendices que huían en dirección contraria, aterrados. Con determinación agarró a uno y le obligó a detenerse.
—¿Qué demonios está pasando ahí fuera? —demandó Fándor en tono autoritario.
—El Ejército Sagrado está aquí, van a matarnos —farfulló el joven aprendiz fuera de sí, con los ojos desorbitados.
El Sumo Conjurador aflojó su presa, oportunidad que aprovechó el rapaz para retomar su huída. El Entarca debía haber enloquecido para lanzarse a ciegas en una guerra abierta contra ellos. Era ridículo, ¿qué sentido podía tener un ataque directo? Pese a la tensa situación con la Erantaia, hasta hoy jamás se habían enfrentado. En aquel preciso instante Fándor tuvo un mal presentimiento. Una vez en el gran salón, divisó a un nutrido grupo de magos atrancando las puertas principales, apilando bancos y muebles. Un hechicero reforzó la improvisada barricada cubriéndola con un muro de hielo, la madera crujió bajo el frío de la escarcha. A la cabeza de la cuadrilla se encontraba el Heraldo del Fuego, que rezongaba órdenes sin sentido.

—¡Por el amor de los dioses, Cáldir! ¿Qué es todo este inferno? —preguntó al ver sus heridas. El hechicero le lanzó una mirada cargada de odio.
—Estoy haciendo historia, Sumo Conjurador. —A Fándor no le pasó por alto el tono burlesco y condescendiente con el que pronunció su título, pero dada la situación no quiso reprenderle. Además, algo en sus ojos, quizá un atisbo de demencia, le sugirió que era mejor no contrariarlo en ese momento.
—Sumo Conjurador, menos mal que está usted aquí —dijo otra voz junto a él.
—Maestre Virne, quizá pueda arrojar algo de luz en todo este disparate. ¿Es cierto que el Ejército Sagrado nos ataca?
—Así es, señor, pero nada de esto habría pasado si este lunático —dijo Virne señalando a Cáldir— no hubiera atacado al general Valériam.
—Los demonios me lleven —musitó—. ¿En qué estabas pensando? —Este guardó silencio, ni siquiera se dignó a mirar a su superior—. Contésteme, Heraldo del Fuego. —Fándor agarró a Cáldir por el brazo y le obligó a girarse.
En un arrebato de cólera conjuró una potente combustión que casi calcina a Fándor, y ese hubiera sido su fn. Solo su rápida reacción creando un escudo protector le salvó la vida.
—Tus actos nos han condenado a todos —dijo con tristeza—. Has escrito el destino de la magia en este país con sangre.
—Con sangre y fuego, Fándor —le corrigió Cáldir con desdén—. Con sangre y fuego

¿Quieres más relatos de fantasía? Descubre a otros autores e ilustradores de fantasía en el Proyecto Golem