— ¡Digicio! ¿Me llamabas? —preguntó el capitán.
Se encontraban en lo alto de las murallas de la ciudad de Arnias. Décimo Digicio Nemerius observaba los fuegos que alumbraban el campamento del ejército que asediaba la ciudad desde hacía meses. El comandante era un mercenario contratado hacía años para ponerse al frente de la pequeña guarnición de la urbe, situada en una posición estratégica entre los dos estados rivales.
— Se preparan para atacar —se limitó a decir mientras no quitaba ojo a lo que ocurría al otro lado de los muros.
Aeros respetaba a aquel hombre, casi lo veneraba. Habían luchado y convivido durante muchos años, casi desde su llegada a la ciudad. Sus dotes para el mando hacían gala de su reputación de buen general. Sin embargo, allí arriba y en mitad de la noche, sin quitar ojo al enemigo, hacían sentir al capitán bastante inquieto.
— ¿Por qué te preocupas tanto, Digicio? —le contestó sin preocupación—, llevamos diez meses aislados y no han sido capaces ni siquiera de atravesar los muros.
— Sin una vía de escape es cuestión de tiempo.
— Tenemos suministros, si no descubren los pasadizos…
El ajetreo dentro del campamento era palpable, pero con la leve luz proveniente de las hogueras, no se podía distinguir lo que hacían en la lejanía. Décimo Digicio llevaba allí apostado desde primeras horas de la noche, intentando vislumbrar algo que le dijera qué es lo que iba a pasar cuando saliera el sol. Su corazón lo percibía, pero no quería creerlo.
— Eso ya da igual Aeros.
— Mientras tengamos agua, comida y un buen sitio donde descansar ¡no tendremos problemas para aguantar el tiempo necesario! —El capitán estaba seguro de sí mismo—. ¡Mírales, Digicio!, ellos pasan frío y duermen sobre el duro suelo. ¡Su moral está bajo mínimos!
— Se han cansado de esperar —discrepó para sí el comandante.
— Han llegado los espías. —Les interrumpió un soldado.
Dos hombres corpulentos se acercaron. Iban sin las armaduras reglamentarias y con apenas un cuchillo más largo de lo habitual, diseñado para degollar en silencio a sus víctimas. Su indumentaria era para no hacer ruido y poder pasar desapercibidos durante la noche. Digicio les miró inquisitivamente, queriendo saber qué era lo que habían visto. Los dos mostraban en su rostro lo que el comandante no quería creer.
— Han llegado refuerzos —dijo uno de ellos.
— El ejército regular —continuó el otro.
— Están con los preparativos, ¡atacarán al alba! —Les despidió con un gesto y continuó observando el campamento enemigo. Aeros lo miraba en silencio, los había subestimado.
— ¿No han venido para ayudarles, verdad? —preguntó.
— ¡Atacaran por la mañana!
— Quizás si firmáramos un tratado y nos rindiéramos, respetarían a las familias. —Le intentó convencer el capitán, al verse sin salida.
— Ningún ejército que expanda su territorio y tenga un afán conquistador, lo hace sin derramamiento de sangre.
— ¿Pero tal vez…? —insistió.
— Esos hombres han pasado casi dos inviernos en ese campamento, sin otro entretenimiento que los dados y las rameras que los acompañan —le explicó Décimo Digicio—. Querrán su botín y no sólo son las riquezas de la ciudad. ¿Qué crees que harán con nuestras mujeres? ¿Donde crees que acabaremos tú o yo, Aeros? ¿En las minas del norte? ¿En galeras?
— ¡Lucharemos!
— No nos matarán a todos. —El comandante le miró a los ojos—. ¿Y luego qué?
— Esperaremos a que lleguen refuerzos.
— Si no han llegado ya, no llegarán mañana. —Aeros comenzaba a comprender las intenciones del comandante.
— ¡No pienso hacerlo Digicio! ¡Lucharé!
— Voy a hablar con el consejo —le contestó de una forma un tanto seca.
Aeros se quedó pensativo, mirando los movimientos que había a lo lejos dentro del campamento. Ahora era él quien estaba preocupado.
Los preparativos tardaron más de lo esperado y el asalto se produjo cerca del mediodía. La ciudad estaba en calma y nada hacía presagiar una gran resistencia. El general Murino lanzó sus huestes contra la muralla. Los arqueros comenzaron a disparar, acompañados de catapultas y lanzapiedras, para proteger en la medida de lo posible a los hombres que se acercaban a los muros con escalas, y al pequeño ariete que comenzaba a llamar a las puertas de Arnias.
No se habían percatado, debido al alboroto desplegado, de que nadie dentro de la ciudad estaba repeliendo el ataque. Las escalas se posaron sobre la muralla sin oposición, el ariete golpeaba los portones, y las flechas y piedras chocaban contra la pared de roca. Los soldados abrieron las puertas antes de que el ariete terminara de demolerlas, y para sorpresa de todos, un sólo hombre les hacía frente con la espada en la mano.
Todo el ejército se detuvo en silencio, esperando la respuesta de su general. Los soldados no sabían qué hacer. Antes de entrar en la ciudad, Murino contempló la figura del hombre que los desafiaba. Empuñaba la espada y una pequeña rodela. No alcanzó a ver nada más, a pesar de que los hombres apostados en las murallas y los que habían atravesado los muros por el portón, no dijeron nada de lo que pasaba en el interior de la ciudad.
Murino ordenó a un soldado que acabara con el insolente, no le gustaba perder el tiempo. El soldado se acercó y atacó. El tajo bajo oblicuo, fácil de esquivar. El guerrero dejó pasar el golpe y le clavó la espada en la boca del estómago. Cayó en el acto.
Dos soldados más se adelantaron. El guerrero detuvo el golpe con el pequeño escudo, mientras apuñalaba a uno de los soldados. Después giró, evitando que a su segundo oponente le diera tiempo reaccionar y le alcanzó el cuello. Su cuerpo se desplomó de costado.
Un grupo de diez soldados acudieron en ayuda de sus camaradas. Los dos primeros cayeron bajo el filo de la espada y una tercera logró desarmarle. Sin embargo, el ímpetu de la respuesta fue tan grande, que dos golpes con la rodela fueron suficientes para derribarle sin sentido. El resto atacó decidido.
El guerrero fintó y le arrebató una lanza a su adversario, cayendo de rodillas herido por el filo de otra pica. Se levantó deprisa, aún estando herido, y blandió su arma describiendo círculos en un vano intento de mantener alejados a sus enemigos.
— ¡Basta! —gritó Murino. Todos bajaron sus armas y dieron un paso atrás. — ¡Derribadle, le quiero vivo! —Dos saetas volaron y se clavaron en las piernas del guerrero, haciendo que se cayera al suelo.
Cuando el general cruzó la puerta de la ciudad vio los cuerpos tendidos de sus ciudadanos. Habían preferido quitarse la vida a someterse a las vejaciones de sus enemigos, preferían morir libres que claudicar ante las atrocidades de sus oponentes. Los hombres habían quitado la vida a sus mujeres e hijos, a continuación, se habían suicidado con su propia espada.
Murino salió de la ciudad en busca del único guerrero que les había hecho frente.
— ¿Por qué lo han hecho? ¿Es que no son capaces de defender su hogar? —gritó enfurecido.
— Esta es una ciudad pequeña y no hubiésemos podido hacer frente a tu ejército, general. —El hombre se encontraba tendido de rodillas, desangrándose—. ¿Cuál es el destino que les esperaba? Prefirieron morir con honor, a su manera. Decidiendo ellos mismos cómo hacerlo.
— ¿Y tú por qué no has hecho lo mismo? —preguntó Murino de manera despectiva.
— Cada uno decide morir como quiere —respondió altivamente—. Prefiero hacerlo luchando. —Murino miró los cuerpos de los pocos soldados que habían muerto aquel día.
— Admiro tu valor, pero tú no tendrás esa suerte. No morirás como quieres, lo harás en las minas —Murino le dio la espalda— ¡Quemadla!
Arnias ardió hasta los cimientos, pero sus habitantes se convirtieron en mártires para otros. Su muerte había sido un símbolo para aquellos que los consideraron héroes, e hicieron frente al ejército de Murino.
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