-¡Talto! ¡No vayas muy lejos!- la voz de su madre se escuchó lejana a medida que avanzaba hacia la puerta exterior de la ciudad.
Con un gesto de su mano intentó tranquilizarla, pero si hubiese conocido sus intenciones no le habría permitido irse.
En sus quince años de vida solo había conocido Tábaca, una de las tres ciudades que existían en el mundo, la menos importante y la más poblada. Talto sentía en ocasiones que era como un enorme recipiente en el que habían encerrado a la humanidad a fin de tenerla controlada. ¿Qué demonios había tras sus muros?
En los suburbios, los muchachos adultos le habían contado que no quedaba nada del mundo del pasado. Los hombres habían terminado con todo y el aire fétido e irrespirable inundaba el exterior de Tábaca. Allí no había nada que temer porque no existía vida alguna al otro lado del muro.
Talto caminó entre las calles metálicas donde el humo era denso y pesado, con olor a hierro humedecido, y desde donde se alzaban los impresionantes edificios que alojaban a miles de personas. Allí había nacido y, como él, todos los que quedaban vivos. No existía prueba alguna de lo que había sido el mundo en el pasado, solo lo que generación tras generación se había transmitido con la palabra.
Su pelo era de un azul índigo y lo llevaba muy rapado a los lados de la cabeza. Una línea del mismo color se dibujaba en su cara para distinguir a los nacidos en su distrito.
Pérula era del distrito naranja. Ella era la que había pensado que sería interesante salir afuera, y Talto simplemente se había dejado llevar. Aquella chica parecía demasiado libre para vivir en Tábaca y en el futuro podría tener verdaderos problemas.
Léocas por Sonia Centeno
-¡Ey!- ella le saludó desde una esquina y se acercó dando pequeños saltos como si fuese el día más feliz de su vida.
Vestía ropas oscuras como habían acordado y cubrieron sus llamativas cabezas con sendas capuchas negras.
-¿Podremos salir?- preguntó el joven algo preocupado.
Pérula le guiñó un ojo y su sonrisa mostró unos dientes blancos.
-Solo si no quieres volver a entrar-le dijo.
Le entraron dudas. Allí estaba su madre, aunque tenía otros cuatro hijos que no le dejaban tiempo para nada. Pero quizás no le echarían de menos.
Se enfundó la capucha y siguió los pasos de Pérula hacia “el abismo”, como se conocía al último muro de Tábaca. No le preguntó cómo había hecho que los guardias desaparecieran, ni cómo había conseguido las claves para abrir la puerta. Al cruzar, simplemente se quedó sin palabras.
Era cierto que no había nada. Solo un suelo yermo y desierto con la tierra quebrada que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, bajo un cielo gris constante y silencioso. Entre las grietas del suelo aparecían restos de árboles muertos de color plomizo y apagado, y el silencio envolvía todo aquel entorno lleno de vacío.
-¿De veras no podremos volver?- preguntó con la voz temblorosa mientras contemplaba la espalda de la joven que echaba a andar sin ninguna duda.
-Si lloras durante un rato tal vez te abran la puerta- replicó desde lejos en tono burlón.
Talto resopló, frunció los labios y miró por última vez “el abismo” para después correr tras ella. El ruido de sus pisadas volvieron una y otra vez sobre él, como si sus propios pasos lo persiguieran.
-No sé por qué demonios te hago caso…
La risa de Pérula se escuchó como un eco en el vacío, mientras caminaba con seguridad en medio de la nada. El muchacho estaba ofuscado, enfurecido consigo mismo, sintiéndose mal por no haber pensado antes en las consecuencias.
Tábaca era un ciudad inmensa, oscura y ruidosa, pero el único hogar que conocía. En ella siempre era de noche, y miles de luces artificiales iluminaban las calles y los edificios emulando lo que alguna vez había sido el día real. Solo una vez al mes, el cielo cambiaba de color para mostrar el brillo resplandeciente de lo poco que quedaba del antiguo sol, lejano y marchito, insuficiente para bañar de calor y de vida la tierra.
-¡Maldita sea! ¿Por qué no hay nada?- bramó, deteniéndose.
Su voz volvió en forma de eco, como si rebotase contra algún lugar inexistente y le devolviese sus propias palabras haciendo que éstas sonasen aún más fuerte.
Ella se volvió, le miró de arriba abajo, y tras fruncir la nariz un segundo volvió a sonreír.
-Porque no dejaron nada…-murmuró- con vida.
-Entonces, ¿qué es lo que buscas aquí?-sus palabras sonaron a miedo, como si la hiciera responsable de sus propias decisiones.
Ella se acercó a Talto, quedándose muy cerca de su cara. Le llegó su olor tan distinto y se vio reflejado en unos ojos vivos y tenaces.
-Nunca te pedí que vinieras.
Era cierto. El muchacho había sentido el impulso de ir con ella, de no dejarla sola, pero jamás había sido invitado. No podía culparla de las consecuencias.
-Está bien- respondió en voz baja, asumiendo su responsabilidad.
Siguieron caminando mientras Talto pensaba que la nada no tenía sonidos ni olores. En Tábaca había de todo aquello en exceso, pero allí fuera solo tenía la misma sensación que cuando sumergía la cabeza bajo el agua de olor metálico y los oídos recibían ruidos amortiguados. Solo que allí, en la nada, no los había. Era como un lugar en el que el tiempo se hubiera detenido, un sitio absurdo que nadie visitaba porque no tenía sentido hacerlo, porque no llevaba a ninguna parte. Pero existían otras dos capitales, algún camino llevaría a ellas.
-¿Quieres llegar a las otras ciudades?
-¿Crees que llegarías andando a ellas?- preguntó burlona-. Talto, eres un necio si piensas algo así.
Suspiró, empezaba a estar cansado.
-Bien, no me pediste que viniera, pero estoy aquí. Podrías contarme a dónde vas…
-Podría- respondió Pérula indiferente-. Pero quiero que lo veas por ti mismo.
-No sé que diablos voy a ver en la nada- protestó él.
Entre pensamientos y dudas, no se había dado cuenta de que habían llegado al final de la tierra escarpada. Y entonces sí que vio algo.
El suelo quebrado se terminaba, y había una intensa bruma que parecía querer cubrir lo que no debía ser mostrado a los ojos humanos.
-¡¿Qué diablos…?! ¡¿Un lago aquí en medio?! ¡¿Un valle?!
Pérula se echó a reír al verle tan impresionado y Talto descubrió por qué había decidido seguirla. No habría podido no hacerlo.
-¿Cómo sabes lo que es un valle?
-Los muchachos me contaron….
-Ven, bajemos- le interrumpió ella justo antes de salir corriendo para perderse entre las hojas y plantas enormes que cubrían lo que parecía ser el valle en aquel lugar nocturno.
Mientras la seguía, su corazón latía por primera vez tan fuerte que la emoción le hacía olvidar Tábaca y todo lo que había en ella. El color de la piel de Pérula parecía cambiar en aquel lugar, su cabello no era tan anaranjado y no parecía tan angustiada como cuando estaba en cautividad. Entonces recordó que Pérula nunca había parecido angustiada.
-¡Espera!- le gritó.
Ella se volvió, despojándose por completo de su capucha y de sus ropas oscuras, mostrando un cuerpo lleno de símbolos tatuados que ocultaban su desnudez.Talto la imitó.
-Aquí no las necesitas. Eres libre.
-¿Lo soy? ¿Por qué nadie me ha hablado de este lugar?
-No pueden hacerlo. No lo conocen. Solo tú lo conoces- dijo ella como siempre sonriendo-. Ven, dame tu mano.
Talto obedeció y se dejó guiar por ella hacia el agua que atravesaba la explanada. En el pasado habían existido ríos, lagos y el mar, o eso decían. Pero nunca imaginó lo que sentiría al verlos de verdad. Y cuando experimentó por primera vez la presencia de aquella gran cantidad de agua, las palabras no pudieron acudir a su boca porque su cuerpo estaba lleno de sensaciones. Las rocas resbaladizas que había en el borde, las ondas que acariciaban su piel de forma aleatoria, los pies tocando el fondo mullido y aterciopelado… No le importaba a dónde iba Pérula, sino sentir aquel lugar. Ella le esperó sentada en el borde, con las rodillas cruzadas y los brazos sobre ellas. Mientras le observaba disfrutar, no sonreía. Su mirada era oscura, y quizás era la primera vez que no se mostraba feliz.
En cambio parecía pertenecer a aquel lugar silencioso y húmedo mucho más que a Tábaca.
-¿Estás bien?- preguntó saliendo del agua.
Creyó ver un destello húmedo en sus ojos, pero desapareció antes de que hubiese podido asegurarlo.
-Ven- susurró tomándole otra vez la mano.
-¿Dónde estamos?- preguntó Talto mirando a su alrededor las plantas, el agua y todo aquel entorno maravilloso- ¿Por qué no vive la gente aquí?
-Si te lo digo, el sueño terminará.
-¿Qué sueño? ¿Qué estás diciendo?
-Digamos que estás en el lugar de donde yo vengo- añadió ella.
La miró con detenimiento. Compartía con los de su distrito el color anaranjado de su pelo que llevaba recogido en nudos a ambos lados de la cabeza y después suelto, pero en sus ojos había algo retador y desafiante. Era muy distinta a las otras mujeres sometidas y doblegadas de la ciudad. Incluso su propia madre era como ellas.
-Sabía que no podías ser de Tábaca. ¿De cuál de las otras dos ciudades eres?
Pérula se sentó sobre una roca y cruzó de nuevo las piernas. Otra vez sus ojos se volvieron sombríos.
-De ninguna.
Talto se sobresaltó. Aquello no podía ser verdad.
-No te creo.
-Soy una Léoca- susurró ella tras un irritante silencio.
El muchacho sintió un extraño ardor en el pecho, entre miedo y rabia. Había oído cosas…muchas veces.
-Pensaba que era todo mentira… Creía que erais una leyenda…
-Como las criaturas arbóreas, los seres espirituales o los elementales del aire…-murmuró Pérula-. No, nosotras existimos de verdad.
-No es eso lo que dicen…- protestó Talto.
-Y, ¿quién lo dice?- se interesó ella-. ¿Sabes lo que ocurre cuando tu Léoca te visita?
-Sí, lo sé. Que te mueres.
-Entonces, ¿quién lo dice?
Invenciones, eso era lo que él había escuchado. Pero al parecer era verdad.
-¿No sois mágicas, poderosas y todo eso que cuentan?
Pérula frunció de nuevo la nariz, pero no volvió a reír.
Le hizo caminar al otro lado de las plantas y allí le mostró a otras mujeres como ella. Solo que ninguna se parecía a las demás.
-Somos la evolución, la mezcla de las mejores y peores cosas del ser humano. Nuestro aspecto es distinto en función de lo que se haya desarrollado más. No volamos, ni hacemos magia, ni tenemos una fuerza excepcional.
Algunas llevaban el cuerpo tatuado y el cabello enmarañado cayendo por la espalda; otras lucían las sienes rapadas y esperaban al borde del agua con los ojos cerrados mientras la brisa, venida de alguna parte, agitaba sus ropas. Una de ellas, la única que los miraba, llevaba en la cabeza una extraña corona negra que cubría desde su garganta hasta la cabeza, terminando en formas puntiagudas al igual que unas insólitas alas que portaba a la espalda.
-¿Qué es lo que sois?
-Somos la mente. No tenemos más poder que lo que somos- siguió diciendo-. El hombre del pasado creía en sus Dioses, acudía a ellos cuando tenía miedo o le embargaba la desesperanza. Pero ellos nunca respondían. El tiempo se fue gastando, los siglos avanzaron, y el hombre, con su vida limitada y condenado a extinguirse, tuvo que ser encerrado en Tábaca, Esprondia y Akusa. Los supervivientes fuisteis confinados en las ciudades. Fue la única forma de controlaros.
-¿A nosotros? Creí que habían sido nuestros antepasados quienes hicieron tanto daño.
-Tú eres como ellos. Ahora no lo ves, te crees inofensivo. Pero crecerás y alimentarás tu odio o tu codicia y serás peligroso. El hombre vive un ciclo perfecto y constante, aunque se cree diferente es exactamente igual que los demás. Las Léocas solo visitamos a quien algún día podría lastimarnos.
Talto trataba de comprender. Había sentido miedo al principio, pero junto a Pérula siempre había sido feliz. Su presencia le calmaba. ¿Por qué le estaba haciendo aquello?
-¿Crees que yo podría hacerte daño?
Ella bajó la cabeza y al segundo volvió a clavar sus ojos en Talto.
-Créeme. Sé que lo harías.
-Y por eso que crees que sabes o sabéis, ¿encerráis a toda una raza y elimináis a quien os da miedo?
-¿No hicisteis vosotros lo mismo?- respondió ella llena de ira, haciéndole sentir de nuevo miedo-. ¿No habéis matado a quien podía dañaros, encerrado a los hombres como animales y a los animales como hombres, no arrasasteis con todos los lugares y recursos de la tierra? ¿Por qué crees que sois mejores que nosotras?
Talto suspiró. Odiaba ver a Pérula herida.
-No es cierto. No lo creo. Solo me preguntaba si no había otra forma de hacer las cosas…-murmuró pensativo.
-Hace tiempo fuimos humanas. Fuimos como tú. Crecimos y amamos a los nuestros, los sostuvimos y protegimos. Evolucionamos con nuestros miedos, nuestros deseos, con nuestras mentes contradictorias. Con el bien y con el mal. Las Léocas somos el resultado de la única raza que tiene el poder de crear y de destruir: la vuestra. Pero aún hay algo más potente y peligroso: vuestro poder de autodestrucción. Por eso hoy estoy aquí. Debo protegerte de ti mismo.
Talto asintió resignado y se sentó junto a ella.
-Creí que pasaríamos juntos más tardes contemplando el sol en Tábaca…
-Y corriendo por los suburbios-recordó ella sonriendo de nuevo-. ¿Sabes lo que significa la aparición del sol?
Talto negó con la cabeza en silencio.
-Cada vez que sale, una de nosotras debe abandonar la ciudad. Y llevarse a uno de vosotros.
-Te echaré de menos, Pérula.
-¿Te despides? ¿No quieres saber por qué te elegí a ti?
-No, no quiero. Lo has hecho y así lo acepto. Cuando crucé “el abismo” supongo que escogí despedirme de mi familia y de mi mundo. Correcto o no, hice mi elección.
Pérula se puso en pie y le miró enfadada mientras dos lágrimas furiosas cayeron por su cara. Apretó los puños y gritó:
-¡Pues yo quiero decírtelo!
-No lo hagas…no lo estropees…- dijo Talto casi en tono suplicante.
Ya era bastante doloroso tener que aceptar que ella lo estuviese traicionando.
-Cuando evolucionamos, unas Léocas aumentaron su parte sombría, la que todos tenemos. Otras la bondad. Y aunque todas somos distintas, nuestra lucha es la misma. Luchamos contra la autodestrucción, poseemos cualidades humanas contra las que lidiamos una batalla constante, mantenemos un pulso entre lo que deseamos y lo que podemos desear. Yo quería ver más puestas de sol en Tábaca contigo…
-Pero las Léocas no pueden desear ver puestas de sol con nadie- sonrió Talto mostrando una extraña compasión hacia ella.
-Tú me odiarías, crecerías haciéndolo y te convertirías en un hombre adulto. Harías sufrir a otros.
-¿Es eso lo que hacen todos? ¿Por eso crees que yo lo haría?
-Ya no importa, Talto. Este lugar, lo que ves, solo existe en tu cabeza. Elegiste cruzar “el abismo” y moriste en aquel momento. Crees que esto está sucediendo, piensas que realmente estamos hablando, pero lo cierto es que tu cuerpo está tendido en medio de una sala y tu madre llora por ti. Este lugar es lo que has construido para aferrarte a la vida, y esa misma fortaleza que evita que mueras es la que te convierte en un ser peligroso. Por eso he venido a buscarte.
-Cuentan que la Léoca que contacta al humano muere con él…- añadió Talto mirándola a los ojos-. ¿También es mentira?
-Por eso te elegí a ti.
-Y sin embargo sigues aquí hablando…en lugar de desaparecer. Yo elegí cruzar. Ahora tú, ¿eliges dejarme morir?
Pérula se mantuvo en silencio. Las Léocas necesitaban a los humanos para existir. Sin su pulso del bien contra el mal incontrolable y voluble, también ellas se extinguirían.
-Dijiste que era un sueño desde el principio. Si elijo despertar, supongo que estaré muerto…¿Qué eliges tú?
Talto sonrió. Se alejaban las imágenes de Tábaca, las puestas de sol, los rumores sobre una raza insólita que había suplido a los dioses y visitado a cada humano antes de darle muerte. Se decía que eran la mezcla de los sentimientos del hombre, los que podían llevarle a los cielos o al inframundo. Contaban que entraban en las mentes y producían el caos, creando alucinaciones y sueños extraños. Y todo aquello que se contaba, existía porque alguien había podido despertar de su sueño.
Pérula no era de Tábaca, no era una humana. Era rebelde, fuerte e inquieta. Lo que bullía en su interior era mucho más peligroso que lo que había dentro del hombre. Y lo más importante, ella no quería llevarse a Talto.
-Tú no elegiste ser una Léoca, y yo no escogí ser un hombre. ¿Morimos hoy ambos por una soberbia y gloriosa ley? Puedo continuar mi sueño hasta llegar a Esprondia o Akusa. O volver a Tábaca. Tú eliges.
-¿Prometes que no serás como ellos?
-No puedo prometerlo. Aún así, tú decides si me dejas vivir.
Pérula meditó un instante, giró la cabeza a un lado y con el dedo señaló “el abismo”, que repentinamente estaba de nuevo a su lado.
-Cuando me veas por la mañana junto al muro, no me acompañes- respondió ella simplemente.
-¿Saldrás sola de igual forma?
-Me iré. Y tú me odiarás por haberlo hecho. Y yo tendré que volver para matarte. Pero dejaré que lo compruebes tú mismo. Ahora, abre los ojos.
-¡Talto! ¡No vayas muy lejos!- la voz de su madre se escuchaba lejana a medida que avanzaba hacia la puerta exterior de la ciudad.
Con un gesto de su mano intentó tranquilizarla, pero si hubiese conocido sus intenciones no le habría permitido ir afuera.
Pérula era del distrito naranja. Ella era la que había pensado que sería interesante salir afuera, y Talto simplemente se había dejado llevar. Aquella chica parecía demasiado libre para vivir en Tábaca y algún día tendría verdaderos problemas.
-¡Ey!- ella le saludó desde una esquina y se acercó dando pequeños saltos como si fuese el día más feliz de su vida.
Él la miró, primero sonriendo, hasta que su sonrisa se fue deshaciendo lentamente para recordar que ese día la vería por última vez. Porque si ella tenía que volver a buscarle sería que no se había equivocado.
-¿Vamos?- preguntó caminando hacia el muro.
La dejó avanzar unos pasos. El cabello anaranjado, su actitud indómita y enérgica, la fuerza de su presencia… Ella le conocía bien. Sabía de sobra que podría odiarla si se iba. No había nada tras los muros, pero tampoco lo había en Tábaca. Miró hacia atrás y se giró para volver a casa. Tras dar dos pasos volvió otra vez a caminar tras ella.
-Vamos, Pérula.
“El abismo” esperaba silencioso, siniestro, pero no podía ser cobarde y convertirse en un peligro para los demás. Odiaría, se sentiría encerrado y desearía ser diferente y hacer algo más. Y pondría en peligro a los muchachos de los suburbios, a sus hermanos y a su madre, envenenaría sus oídos con anhelos y deseos, con ansias de libertad.
Decían que las Léocas solo dejaban vivo al dócil, a quien podían controlar, al que permitía que la esencia humana siguiera viva para que ellas pudiesen dominar y evolucionar. Talto se preguntó por un instante si podría olvidarse de ella, si podría pensar que no había existido, si podría llevar una vida sumisa y normal.
Ellas eran el resultado de los sentimientos confusos del hombre, la evolución de las mentes en forma de mujer con sus oscuros deseos y miedos, con sus ansias y ambiciones. El hombre se autodestruiría algún día, y el sacrifico de unos pocos podía alargar sus vidas de forma temporal, pero Talto quería seguir viendo las puestas de sol de Tábaca. Con ella o sin ella.
-Te deseo suerte, Pérula. Que encuentres lo que buscas.
-¿No vienes?- por un instante ella pareció aliviada.
-En dos semanas saldrá el sol. Quiero volver a verlo.
Y le dio la espalda mientras caminaba de regreso a casa por las calles metálicas y ruidosas. El ser humano podía ser peligroso, pero Talto era además imprevisible.
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