Avazael Luín despertó en una oscuridad negra, más negra que la de las noches cerradas. La horrible pestilencia, como un puñetazo en su refinado olfato, le provocó una oleada de náuseas. Al notar entre los dedos pequeñas formas alargadas que se movían en la viscosidad del suelo, se puso en pie de un salto y se apartó hasta dar contra una pared.
—¡Por el amor de Lorezain, qué asco! —exclamó. Su madre le habría mirado con desaprobación si le hubiera escuchado usar semejante lenguaje. Pero su estricta madre, al parecer, no estaba ahí—. ¡Maldito sea el Leñador!, ¿dónde se supone que estoy?
Sintió la garra del miedo, y antes de darle la oportunidad de agarrarle el corazón, agachó la cabeza e imaginó una bola brillante rodeada de tinieblas. Concentró sus pensamientos en ella y se aisló, de la peste, del dolor, de la confusión, de sus emociones.
Sus sentidos se agudizaron. Fue consciente de cada parte de su cuerpo.
«Tengo el cuerpo dolorido: me han golpeado, no tengo nada roto. No puedo mover las manos: las tengo atadas a la espalda; con una cuerda; de cáñamo. No puedo mover los pies: me han atado los tobillos, y estos a las manos. La oscuridad es demasiado profunda: no estoy a la intemperie. No se oye nada, no corre el aire, no huele a bosque, huele a humedad: estoy bajo tierra. Huele a putrefacción y oigo algo viscoso: el suelo está plagado de desperdicios llenos de gusanos. Oigo una respiración: no estoy solo. Mi voz ha sonado de forma peculiar al hablar: estoy en una estancia pequeña. Es una celda. Estoy prisionero.»
Todo eso cruzó su mente en un instante.
Una celda.
Prisionero.
El corazón se le aceleró; su cara se perló de sudor.
No podía respirar.
La palabra prisionero le provocó el terror más absoluto. La calma se le rompió y la locura le poseyó. Luchó por liberarse de las ataduras frenéticamente, hasta desgarrarse la piel. Tal era el miedo que tenía a verse privado de libertad, y bajo tierra, nada menos.
Había oído historias de personas que desaparecían en el bosque. Unos decían que habían huido de Loredia, cansados de la vida silvestre; otros que las sombras de la noche se los habían tragado, llevándoselos bajo tierra. No pasaba a menudo, pero a ninguno de aquellos desaparecidos se los había vuelto a ver. «Esas almas perdidas jamás volverán porque los demonios las han arrastrado a los infiernos», decían las viejas.
Al final, exhausto y magullado, Avazael cayó al suelo y se golpeó la cabeza.
Soñó con lo último que recordaba antes de encontrarse en ese lugar inmundo.
Estaba recostado en la rama de un árbol. Le gustaba contemplar el cielo las noches oscuras y despejadas porque, en su soledad, soñaba despierto para huir de la solemnidad de su gente, que le estrangulaba el alma hasta que a veces, literalmente, le costaba respirar. Soñaba que era libre para vagar por el bosque e ir a ver el mar, sin tareas que hacer ni órdenes que acatar.
—¿Otra vez te has escapado? —susurró una voz desde una rama contigua.
Avazael se incorporó con la gracia de un felino al que cogen por sorpresa.
—Bah, eres tú —resopló, dándole poca importancia. Volvió a recostarse—. ¿Otra vez me has seguido? ¿No deberías estar en casa? Dicen que soy una mala influencia para ti.
—Sí, la mismísima yo —replicó, irritada, la chiquilla, frunciendo los labios.
—Oh, disculpe mi grosería, su Altísima. ¿Dónde ha dejado la corona de flores? —ironizó Avazael.
—¡Oiga! Sólo vengo a hacerle compañía, si le parece bien. No podía dormir.
—¿Por qué?
—Por nada.
—¿Otra vez tu padre con sus cuentos?
—Sí —contestó ella avergonzada, bajando la vista.
—Mira que eres cuerva. ¡No existen los demonios!
—Sí que existen. Madre me lo ha dicho. Se esconden en la oscuridad y te cogen el alma por los pies y te la roban. Por eso llena la casa de velas en noches como esta. Dice que el Negro los alienta y que la luz los asusta.
—Claro —respondió Avazael, riéndose con ganas—, y también te sacan el alma por el culo si no te pones de rodillas y les besas los pinreles, que me lo ha dicho el encantador de árboles.
—¡Cuervo! No sé cómo puedes estar aquí tan tranquilo la noche de Gaubelze, con el Blanco cerrado y el Negro ahí, husmeándolo todo. Todo el mundo está encerrado en casa. El bosque está en silencio. Me da escalofríos. ¿A ti no te da miedo?
—Ni a ti tampoco, puesto que estás aquí. Además, a mí el Negro no puede verme.
—Sí que me da. ¿Por qué no puede verte?
—No puede, lo sé. Te puedes quedar, pero sólo si te quedas en silencio. ¿Serás capaz, cuerva?
—Claro, cuervo —bufó ella mientras se acostaba en la rama. Sus ojos relucían azules a la luz del candil que llevaba en la mano—. Qué raro eres.
Miraron un rato cómo brillaban las flores del cielo. Estaba sembrado de ellas, salvo en la zona donde estaba el Ojo Negro. Avazael veía a la chica mirarle de vez en cuando por el rabillo del ojo, lo cual le resultaba tremendamente irritante.
—¿Te vas a marchar, verdad? —preguntó ella cuando no pudo más.
—He dicho que en silencio, y mira hacia arriba.
—Dímelo y me callo; de verdad.
—No. ¿Adónde iba a ir?
—Mientes. Lo veo en tus ojos de cuervo. Hoy no brillan. Te quieres ir de Loredia.
—Calla. Serás cuerva —ordenó a la chiquilla sonriendo—. Y mis ojos brillan sólo cuando el Blanco se abre.
—¿Entonces sólo te brillan cuando la sombra se te pone azul?
—No siempre, pero sí —confirmó el hijo del bosque. Desde que nació su sombra se ponía azul cuando el Blanco estaba bien abierto. Por eso le llamaron Avazael Luín, que significaba Sombra Azul.
—¿Me llevarás contigo?
—No te callas, ¿eh? ¿Adónde?
—Donde sea, lejos, a ver el mar.
—Quizá algún día, Ainzara, quién sabe.
—Júralo.
—Si llega el improbable, y feliz para mucha gente, debo añadir, día en que Lorezain se apiade de mí y me otorgue el bendito don de la libertad, prometo llevarte conmigo. ¿Le satisface a su Altísima?
—Y si no que los demonios se te lleven el alma por los pies.
—Y si no que los demonios se me lleven el alma por los pies —repitió Avazael—. ¿Estás contenta ahora?
—Maldito cuervo. Si alguien puede marcharse de aquí, ese eres tú.
—No veo por qué. —Media sonrisa asomó a la parte de su rostro que ella no podía ver.
—Dicen que gracias a ti mataron a ese monstruo que se llevó a Zori y a Eizari.
—No era un monstruo, era una dama, y encantadora por cierto. Fue muy… desconsiderado por parte de Eraiki atravesarle el corazón con una flecha.
—Los chicos dicen que eres un héroe. También dicen que la dama esa te dio su corazón antes de morir. Dicen que era una dama de sangre.
Avazael, al oír esas palabras, no pudo evitar acariciar la gema roja que tenía en el bolsillo, lo único que quedó de aquella mujer al morir. Su tacto era sedoso.
—Al parecer sólo tuve suerte, y fue cara, porque a mí me encerraron dos decanas bajo tierra mientras a Eraiki lo cubrían de flores. Para concienciarme de lo que había hecho, dijeron.
—Él es un cazador. Tú eres un niño.
—Si yo soy un niño —dijo incorporándose sobre un codo. El hijo del bosque la miró con cara inocente y sonrió con maldad. El contraste resultaba turbador—, ¿tú no serás…?
Entonces Avazael cayó al vacío. O más bien debería decirse que algo le empujó, porque no era tan torpe como para resbalarse sin más. No gritó; lo vio todo como si estuviera fuera de su cuerpo, tranquilamente, como si no fuera él quien se fuera a matar contra el suelo.
Lo siguiente que soñó fue que le estaban arrastrando. Piedras y troncos le arañaban al deslizarse sobre ellos y casi no podía respirar. Había tres siluetas, tres fantasmagóricas y escuálidas siluetas cuya forma de moverse, por alguna razón, no le pareció normal. Los brazos, larguiruchos y borrosos, les llegaban casi hasta las rodillas, acabados en unas manos cuyos dedos se le antojaron demasiado finos. Caminaban encorvadas, arrastrándose. Emitían ásperos lamentos, cual fantasmas, en su deambular.
Una de ellas se giró y le miró. Sus ojos eran amarillos. Antes de que le golpeara la cabeza, Avazael sólo pudo pensar en una cosa: demonios.
Como cualquier oizán, él también había oído los cuentos de niño. Seguramente eran los mismos que le contaba a Ainzara su padre en noches como aquella. Cuentos que aderezaban de un miedo inocente las noches cerradas en las que el Negro se abría para mirar la tierra. «Hay demonios que moran en las partes más oscuras y recónditas de los bosques», decían siniestramente las viejas, «que odian, sobre todo, a los hijos del bosque, incluso más que al resto de los seres vivos, casi tanto como odian la luz.»
Avazael abrió los ojos.
Despertó.
Aunque la oscuridad era densa, supo que estaba rodeado.
Bajo tierra. En aquella tumba.
La sombra del pánico amenazó con abrazarle, pero cerró los ojos e imaginó su bola blanca rodeada de negro y se convenció de que sólo era una pesadilla. Se hizo el dormido. Todo acabaría cuando despertara.
Sus sentidos se agudizaron.
«Gusanos en el suelo: crujen, aplastados bajo pies. Ocho pies: cuatro seres. Piel verduzca, ojos amarillos, brazos largos, uñas afiladas: como en los cuentos. Musgo en la pared. Otro en el suelo, a mi lado: cinco seres. No se mueve, está atado, no chilla: es de los suyos, pero está prisionero. Agua gotea desde el techo. Se chillan unos a otros: no son chillidos, es una lengua, discuten. Hay algo familiar en cómo suena. Uno de ellos es más grande: da las órdenes, los otros le temen. Se mueve. Una patada.»
Todo eso percibió el chico en un latido de su corazón a través del velo de sus pestañas. No queriendo revelar que estaba despierto, endureció el abdomen y recibió la fuerte patada sin que casi le hiciera daño. Después, el demonio, tocándole la mejilla con uno de sus larguiruchos dedos, le susurró algo con la boca llena de babas.
Avazael no pudo evitar que todos los vellos que tenía en el cuerpo —y no eran muchos— se le pusieran como espinas. Sintió que el alma se le removía por dentro, como si se le fuera a los pies. ¿Tendría razón Ainzara? ¿Le estaban robando el alma por los pies? Si así era, era de tener muy mal gusto. Aun así, aguantó con valentía y no se movió. Aunque estaba realmente asustado, se resistía a creer que aquellos seres fueran demonios de los bosques salidos de los cuentos, por mucho que su piel verdosa y sus ojos amarillos encajaran perfectamente con la descripción que se solía dar en ellos.
Las deformes figuras se marcharon, dejando, antes de irse, dos cuencos en el suelo, y propinando una brutal patada al otro prisionero, quien jadeó al quedarse sin resuello.
Se oyó el sonido de la puerta de la celda al cerrarse.
Avazael se incorporó rápidamente y se desató los pies, pues había tenido tiempo más que suficiente para librarse de las ligaduras de las manos mientras se hacía el dormido. Para su sorpresa, se dio cuenta de que veía bastante bien en la oscuridad. Comprobó que la puerta de la celda, hecha de palos de madera anudados fuertemente entre sí formando una suerte de cuadrícula, estaba bien cerrada. No tenía su talega. Su gema roja, sin embargo, seguía en el bolsillo.
«Ainzara… ¿Qué ha pasado? ¿Te han cogido a ti también?», se preguntó.
No se le pasó por la cabeza probar lo que había en aquellos cuencos fabricados con cráneos. El otro prisionero no pensaba lo mismo, porque se arrastraba por el suelo intentando meter la boca en uno de ellos. El oizán, lleno de repulsión, se apiadó de él y se lo acercó con la punta del pie. La estampa del monstruo devorando aquella inmundicia mientras se retorcía en el suelo le hubiera hecho vomitar de haber tenido algo en el estómago.
—A saber qué eres —pensó en voz alta.
—Jastajalo —susurró la criatura para sorpresa de Avazael.
—¿Puedes entenderme?
—Ja.
—¿Eso es un sí?
—Ja —dijo el monstruo moviendo la cabeza arriba y abajo. El chico sintió una súbita y absurda alegría.
—Por las flores de Lorezain, qué ser más… grotesco —blasfemó.
Inmediatamente se avergonzó de sus palabras al apreciar el reproche que se reflejó en los ojos inyectados en sangre del prisionero, de expresión tan humana como la de los suyos propios. Por desagradable que fuera aquella criatura, era evidente que tenía sentimientos.
—Oh, tendrás que disculparme —dijo en el tono de ironía que siempre se le escapaba cuando estaba nervioso y que en tantos problemas le metía entre los suyos—. Estarás de acuerdo conmigo en que este no ha sido el mejor recibimiento que uno pueda desear, así que estoy un poco… cómo decirlo… indignado, sobrecogido, eso es. Perdona si eso se refleja en mi lengua.
Avazael dudaba que le hubiera entendido porque había hablado bastante rápido, pero supuso que aquella mueca siniestra llena de dientes negruzcos era lo más parecido a una sonrisa que podía emular aquel ser lastimoso, así que, hablando más lentamente, le agradeció el gesto:
—Oh, qué amable por tu parte. Así que eres… ¿un jastajalo, has dicho?
—Jas-ta-ja-lo —repitió la criatura, deteniéndose en cada sílaba, en aquella lengua que parecía una mezcla entre lentos gargajos y lamentos agónicos, parecido a hablar con la boca abierta a más no poder y llena de un amasijo de hierba mientras te pinchan el culo con unas zarzas.
—Jastajalo, muy bien. —Avazael se acuclilló delante de él para verle la cara mejor. Le dolió todo el cuerpo. Mentiría si hubiera dicho que los ojos amarillos de negras pupilas, surcados por decenas de minúsculos ríos rojos, no le sobrecogieron.
—Jas-ta-ja-lo.
—Jastajalo, sí. ¿Eres un demonio?
—Jo. —La criatura hizo que no con la cabeza.
—¿Eso es un no?
—Ja.
—¡Lo sabía!, los demonios son cuentos de viejas. ¿Y cómo te llamas, jastajalo?
—Ja-nnnaaj.
—¿Janaj?
—Ja.
—Oh, muy bello. En vuestra lengua todo suena como si fueras a escupir. ¿Por qué te tienen prisionero? ¿No eres uno de ellos?
—Ja —afirmó el jastajalo. Después se quedó en silencio mirando atentamente al hijo del bosque.
—Oh, por favor, no me abrumes con tanta palabrería, Janaj —resopló—. Ten piedad, por lo que más quieras.
La criatura se convulsionó en el suelo mientras gemía cómo si le estuvieran clavando astillas bajo las uñas. Al parecer lo que hacía era reírse.
—Na kaa matá amamajá —dijo.
—Na kaa matá amamajá —repitió Avazael.
—Ja.
—Ah, claro, es natural.
—Ajo lal bajca.
—Ajá, ajá, por supuesto.
Desde tan cerca, Avazael se dio cuenta de algo.
—Disculpa, ¿te importaría abrir la boca?
El jastajalo le miró con suspicacia.
—No, tranquilo, no voy a hacerte nada. Lorezain me libre de meter mi mano en ella. ¡Por las flores del cielo, qué afilados son! Tienes dientes de cocodrilo, literalmente. Sólo será un momento. ¿Puedo mirar?
El jastajalo abrió la boca, y Avazael pudo ver que la criatura la tenía cubierta de cicatrices por dentro. Prefirió, por su bien, no fijarse en los dientes, pero la lengua, la garganta, la campanilla, las encías, todo, estaba como si le hubieran abrasado desde dentro. Se le puso el vello de punta.
—¡Por las raíces de Zuhadia —masculló horrorizado, llevándose una mano a la frente—, qué salvajada! Claro, por eso hablas así. Te han quemado por dentro. Anda, repíteme lo de antes, si eres tan amable.
—Jas-ta-ja-lo.
De repente Avazael fue consciente de las sutiles diferencias en la posición de la boca del desgraciado al pronunciar una y otra jota. Repitió sus palabras, imitando esas posiciones. Se sintió un poco estúpido, pero sabía por experiencia propia que había veces en la vida que uno tenía que hacer el imbécil:
—¿Das-ta-ra-lo?
—Jo.
Observó que había diferencia también entre las aes.
—No. ¿Des-te-rra-lo?
—Jas-ta-ja-lo.
—¿Des-te-rra-do?
—¡Ja!
—¿Desterrado? ¿Eres un desterrado?
—¡Ja! —rió siniestramente el pobre desterrado, feliz de que el oizán le comprendiera.
—Jo a-ja an a-jo lal baj-ca. An aa-jan.
—Yo a-ra un i-jo dal basca. ¡Yo era un hijo del bosque! ¡Un oizán! —tradujo, entusiasmado, Avazael. Entonces comprendió el significado de las palabras y, aterrado por lo que implicaban, exclamó—: ¡¿Qué?! ¡Eso es imposible!
—Ja.
Avazael, a escondidas, había oído hablar una vez de los desterrados. Lo poco que sabía de ellos, tratándose de un tema del que nadie hablaba abiertamente, pues los desterrados eran una vergüenza que se borraba de la historia y del recuerdo de las familias como si nunca hubiesen existido, era que cuando un oizán traicionaba a los suyos se le desterraba y jamás se le volvía a ver. Era condenado a vagar fuera de los bosques. Después de eso, los desterrados se convertían en seres carentes de piedad.
La fuerza de aquel descubrimiento le dejó tan aturdido que tuvo que apoyarse contra la pared. Respiraba como si acabara de echarle una carrera a la estúpida de Nekazaria y empezó a marearse. Huyó, tambaleándose, del mentiroso monstruo, que se arrastraba por el suelo tratando de acercarse a él.
Al final, con mucho esfuerzo y pasado un buen rato, se calmó.
Danari, pues así se llamaba en realidad Janaj, insistió en que hacía muchos años —no sabía cuántos— había sido un hijo del bosque. Traicionó a su pueblo —no dijo cómo— y por ello fue condenado al destierro. Le dijo que antes de echar del bosque a un desterrado le obligaban a beber la savia de Koenzu, el árbol de los muertos. Ese veneno, si sobrevivía a él, le cambiaba para siempre. Primero un infierno le abrasaba por dentro, después los ojos se le ponían amarillos y la piel, pálida como la muerte, se volvía verdosa. No siendo bastante todo eso, desde entonces cualquier luz, por pequeña que fuera, le quemaba como si fuera fuego, así que estaban condenados a refugiarse bajo tierra, en la oscuridad profunda. Eso es lo que hacían los piadosos oizán a sus condenados.
Avazael escuchó lo que hacía su gente con aquellos que habían quebrantado la ley del bosque, hechizado y aterrorizado por cada palabra que traducía de la carbonizada garganta de Danari. No los mataban, no los apresaban, simplemente los envenenaban, desterrándolos para siempre haciendo alarde de una crueldad inhumana.
Los desterrados, tras incontables años en la oscuridad, se habían convertido en una tribu salvaje y cruel, cuyos padres eran capaces de matar a sus propios hijos si se sentían contrariados. Danari acabó quebrantando también la ley de los desterrados: no había querido matar a su esposa por haberse negado a yacer con el jefe la tribu, lo cual era su deber.
Todo esto, que parece quizá poca cosa, tardó días en leerlo Avazael de la lengua de Danari. Días según supuso, porque no tenía forma de medir el tiempo en aquella perpetua oscuridad. Conforme entendía más y más palabras, el hijo del bosque se fue compadeciendo cada vez más de la suerte de los desterrados, y en particular de la de aquel despojo viviente. A la vez, su corazón vio nacer un nuevo sentimiento: el rechazo hacia su pueblo por demostrar semejante brutalidad.
—Lo siento, todavía no me atrevo a desatarte —le dijo a Danari cuando insistió por trigésima vez que le quitara las cuerdas. Quién sabe si, impelido por el hambre, el desterrado quería hincarle el diente. Aquellos dientes negros y afilados no ayudaban.
Avazael se negó a comer lo poco que les traían. Se alimentó del limpio musgo que crecía en las paredes; bebió del agua que goteaba del techo. Su sabor le recordó al de las aguas de una laguna en la que había unas ruinas sumergidas, lejos de Loredia.
Aquel alimento era insuficiente para hacer los trabajos forzados a los que le sometían. Cavaba en la roca viva durante horas, hasta la extenuación. Si no le gustaba a su vigilante cómo lo hacía, le llovían latigazos. Cavó día tras día, decana tras decana, mesana tras mesana.
Y así Avazael se fue pareciendo cada vez más a una sombra, todo huesos y tendones, convencido de que aquella pesadilla era la realidad y que su vida anterior había sido un sueño. Con el ánimo cada vez más agotado, y preocupado por las ganas de quitarse la vida que tenía por primera vez, desató a Danari. Si decidía comerle, lo cierto era que le daba igual. Al menos así acabaría con la terrible agonía de aquella existencia de esclavo. Aunque no había podido acercarse a ninguno, había visto a otros hijos del bosque en los túneles donde le llevaban a excavar, y si el destino que le esperaba era quedarse calvo y achaparrado como un engendro tuberculoso, mejor acabar cuanto antes.
Le pareció que pasaban años. No vio ni rastro de Ainzara entre los esclavos por más que lo intentó. Lo único que le servía de consuelo —y no mucho— era acariciar la gema roja que tenía en el bolsillo. Era lo único que recordaba que su vida anterior había sido real.
—Escapamos —dijo el desterrado un día, mirando hacia arriba, en la lengua que Avazael entendía sin dificultad después de tantísimo tiempo. Los ojos amarillos le brillaban de euforia—. Hoy abierto el Negro.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Avazael sin ganas, tirado en un rincón.
—Siento —contestó enigmáticamente el desterrado.
—Lorezain sabe que daría lo que fuera por irme —susurró sin entusiasmo. Hasta mover las pestañas le costaba esfuerzo—, pero ¿a dónde vas a ir? Morirás cuando salga el sol, si es que no te mata la luz de las flores del cielo.
—Encontrado nuevo entramado de túneles. Tú sabes, tú estar allí. Ruinas subterráneas. Meternos en los túneles. Desterrados celebran que el Negro mira la tierra. Tenemos oportunidad.
—Claro.
—Hablar serio.
—Nos matarán si nos descubren —aseguró Avazael. Después tosió. Hacía días que una tos desgarradora le quemaba por dentro.
—Si no vamos tú morir aquí.
Avazael decidió echar a suertes si se movía o no. Si alargaba la mano desde donde estaba para sondear el suelo lleno de desperdicios y encontraba algo que le pudiera servir para forzar la cerradura, lo consideraría una señal divina. Alargó el brazo que no usaba para apoyar la cabeza y tanteó.
Algo duro resaltó entre el limo.
Era un huesecillo duro y afilado, a saber de qué criatura.
Enseguida encontró un segundo.
Se levantó penosamente y, como se había prometido a sí mismo, hurgó en la cerradura de la puerta con las puntas de ambos huesos. En menos que canta una flor de la mañana la cerradura se abrió con un “clic”.
—Abierta —dijo.
—¿Por qué tú no abrir antes?
—¿Para qué? Hay tantos desterrados que hubiera sido imposible escapar.
Danari, anonadado, se apresuró a asomarse al corredor.
—Vacío. Te digo, hoy fiesta.
Salieron en silencio, moviéndose con tanto cuidado como una nodriza dejando dormido a su bebé.
Gracias a que el desterrado conocía bien la guarida y el comportamiento de su gente, avanzaron sin ser vistos hasta que, cuando estaban a punto de alcanzar la entrada de los nuevos túneles, un desterrado les vio. Llegados a este punto lo mejor que podían hacer era correr, así que avanzaron como si les persiguiera el demonio más hambriento de los seis infiernos. El desterrado, despojo maltrecho, cojeaba. El oizán, esqueleto viviente, sentía que se tragaba un hierro al rojo vivo cada vez que respiraba. No iban muy deprisa que digamos.
Paso a paso, latido a latido, el alma de Avazael se reavivó ante las ansias de libertad. Conforme su alma se encendía de determinación y su sonrisa se ensanchaba, sus pies se hicieron más livianos, hasta que pareció volar sobre el suelo de aquella gruta tenebrosa.
Danari tuvo que gritar para hacerle saber que no podía seguir su ritmo. Al fin y al cabo, el desterrado, aunque no sufría una tos abrasadora, tenía una constitución mucho menos ligera. El hijo del bosque, sin que sirviera de precedente, le cogió por una de las manos raquíticas y tiró de él, no sin antes suspirar de puro bochorno y preguntarse por qué Lorezain le ponía en ese tipo de situaciones. Seguramente lo hacía para divertirse un poco, y no podía culparla por ello, la verdad. Ambos se perdieron en aquel laberinto de piedra.
De repente se encontraron en un pasadizo sin salida.
Dieron media vuelta.
El peligro erizó la piel de Avazael.
La mirada amarilla de la muerte les observaba.
Dos desterrados se abalanzaban sobre ellos.
Uno de ellos, con un pico alzado, se lanzó sobre el muchacho gritando como un poseso.
—¡No! —gritó Danari desesperado, intentando ponerse en medio al ver que iban a matar al que se había convertido en su único amigo.
Avazael estaba sin aliento y esquivó el golpe con torpeza, recibiendo un corte en el costado. La sangre empezó a empaparle los andrajos que usaba por ropa.
El oizán notó que un súbito calor comenzaba a treparle por la pierna. Al mirar vio que su pantalón ardía con una luz rojiza. Manaba de uno de sus bolsillos. Atónito, rebuscó en él y sacó la gema manchada de sangre, que palpitaba como si fuese un corazón.
Los desterrados empezaron a gritar y se llevaron las manos a los ojos. Su piel verduzca humeaba, llena de ampollas.
—¡Vamos, ahora! —gritó a Danari, tomándole de la mano y arrastrándole al otro lado del corredor. El desterrado también se estaba quemando, pero no había tiempo para preocuparse por eso ahora. Corrió delante de él, esperando que su sombra le protegiera.
—¡Arggg! —chilló de dolor Danari mientras corría a ciegas, dando traspiés.
Tras salir de allí, el oizán limpió rápidamente la gema y la guardó, convertida de nuevo en una piedra normal.
Después de vagar durante horas, encontraron una losa que parecía una puerta, llena de extraños símbolos. Asombrosamente se abrió sin dificultad. Tras ella había un subterráneo que Avazael conocía bien porque había estado castigado ahí en numerosas ocasiones. Se suponía que aquel sótano no tenía salida. ¡Estaban bajo la ciudad de Loredia!
El muchacho tuvo entonces una extraña sensación de alarma. Sintió que un peligro le amenazaba por la espalda. Se giró rápidamente y vio que un desterrado, apostado en el fondo del corredor, soltaba la flecha con la que le estaba apuntando.
La saeta voló rauda. A Avazael, sin embargo, le pareció que iba tan lenta como una hoja cayendo del árbol. A pesar de que creía disponer de todo el tiempo del mundo, descubrió que no podía moverse a la velocidad de sus pensamientos, que le decían que se echara al suelo o que se tirara contra la pared.
—¡No! —chilló el desterrado.
En el último instante, cuando la flecha iba a atravesarle el pecho sin ninguna duda, Danari se interpuso en su camino. La flecha se le clavó en el brazo lleno de ampollas.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Avazael anonadado.
—Veneno. Yo inmune —contestó.
—Gracias —dijo Avazael, apretándole el hombro en señal de agradecimiento.
Recuperada la normalidad en el transcurrir del tiempo, el hijo del bosque se lanzó contra la losa de piedra. La puerta, que era fácil de empujar desde el otro lado, era casi imposible de mover desde este. Impulsado por una fuerza que no creía que tuviera, y con ayuda de Danari, consiguió cerrarla justo cuando el enemigo casi había llegado hasta ellos.
—¡A mí la guardia! —gritó como un poseso al apuntalarse contra la losa, presa de acuciante desesperación. Acto seguido rio histéricamente, sintiendo una breve punzada de placer. Siempre había querido decir eso.
El enemigo empujaba con fuerza. Si abría la puerta estaban perdidos, y no había pasado por todo aquello para perecer en las raíces de su casa, bajo ningún concepto.
No tardaron en acudir los guardias del bosque, cuyos ojos casi se les salieron de la cara al verle allí acompañado de un desterrado.
Danari se puso a gritar. Su piel humeaba y se inflaba de ampollas otra vez. Avazael se le echó encima.
—¡Apagad las antorchas! —gritó—. ¡La luz le quema!
Se habían salvado.
Bueno, Avazael se había salvado, porque en cuanto los hijos del bosque supieron, horrorizados, el regalito que les había traído, Danari se convirtió otra vez en prisionero. De nada sirvió que intercediera en su favor. Ni tras explicarles todo lo que había pasado estuvieron dispuestos a renunciar a someterle a juicio, y el oizán sospechaba lo que eso significaba: su muerte. Por eso, una vez le dieron un remedio para la tos y hubo saciado su apetito como si no hubiera un mañana, decidió incumplir la ley del bosque.
Lo hizo esa misma noche.
—¿Dónde vas, cuervo? —preguntó una voz infantil.
—¡Ainzara! —exclamó al abrazar a la chiquilla. No había cambiado mucho en los años que había estado preso; tan sólo había crecido un poco. Avazael aún no asimilaba que hubieran pasado años desde que le capturaran—. Pensé que te había pasado algo. No podía creerlo cuando me dijeron que estabas bien.
—Vi cómo la noche se te llevaba. Lo reconozco: me asusté tanto que no pude ni moverme —confesó abatida—. Todo el mundo te buscó, pero no te encontraron. Pensé que te habías ido sin mí.
—Mira que eres cuerva —rió Avazael lleno de alegría, revolviéndole el cabello.
—¡Qué delgado estás! ¡Y tu cara! ¿Y ese vendaje? No pareces tú. ¿Dónde vas vestido así? —indagó Ainzara, mirándole con suspicacia—. Conociéndote no vas a hacer nada bueno.
—Márchate y no hagas preguntas —contestó muy serio—. No te conviene saberlo.
—¡Jo, yo puedo ayudar! ¡Te demostraré que no soy una cobarde!
—¡No! ¡Márchate! ¡Ahora! —susurró a gritos Avazael mientras miraba a todas partes, comprobando si había alguien en los alrededores.
—¡No quiero! Voy a ir contigo —sentenció ella convencida.
—¡Escúchame! —exclamó Avazael, cogiéndola de los brazos y zarandeándola con urgencia. Ainzara abrió los ojos, dolida y sorprendida. La cosa era seria. Las consecuencias de lo que iba a hacer podían ser desastrosas y no quería implicar a la chiquilla—. ¡No vas a venir, ¿me oyes?! Vas a dar media vuelta y, sin decir ni una palabra, ¡ni una!, ¿entiendes?, te irás a casa.
A Avazael se le clavó en el corazón la mirada de rencor que le lanzó Ainzara. Después la chiquilla se soltó de un empellón, dio media vuelta y se fue en silencio, cabizbaja y con los puños apretados.
«Mejor que se vaya dolida y enfadada que permitirle correr este riesgo. Espero que algún día me perdone.»
Llegó a la puerta del subterráneo que usaban como calabozo, el mismo que usaban como zona de castigo. Como sospechaba, había un guardia apostado en la entrada. No hacían falta más porque Danari no podía salir de allí sin que las estrellas le hicieran arder como una antorcha.
Avazael conocía al guardia y no le caía bien. Se llamaba Zuroa y era un tipo de lo más estirado que alardeaba de ser un imán para las damas cuando no estaban presentes, lo cual era de lo más inapropiado.
Sacó de la talega un trozo de papiro y escribió con la letra más femenina que pudo emular:
Aunque sé que estas palabras no son propias de una dama, no puedo evitar seguir el camino que mi corazón me obliga a tomar. Late por usted y sólo por usted, mi señor Zuroa. Le espero a la vuelta de la esquina, escondida en las sombras del jardín. Le ruego que no le cuente a nadie nada de esto, de lo contrario mi corazón, que late tan violentamente bajo mis senos ahora mismo, expiraría de vergüenza.
La Dama de las Sombras.
Tras reprimir una risita, anudó el papel a una piedra y la lanzó con un tirachinas. ¡Bingo! Le dio en todo el casco. Sólo por ver la cara que puso el desvergonzado al leer la nota, merecía la pena todo el riesgo que estaba corriendo.
Zuroa miró alrededor, buscando el origen de la piedra. Fue paseando lenta y disimuladamente hacia la esquina más cercana y, en cuanto comprobó que nadie le veía, desapareció tras ella. Avazael corrió como un conejo, abrió la puerta con un utensilio de su invención que él llamaba “la llave maestra” y se metió en el calabozo.
—¿Danari?
—¡Avazael! —exclamó incrédulo el desterrado, emergiendo de un rincón. El chico sintió pena al ver de nuevo el triste aspecto que ofrecía el desgraciado—. ¿Dejan visitarme? Yo morir, ¿verdad?
—Tsss, calla. No hay tiempo. He venido a ayudarte a escapar.
Danari mostró los negros dientes al sonreír con aquella mueca suya tan siniestra. Al hijo del bosque le resultó preocupante que le inspirase ternura.
—Pero quemo si salgo fuera.
—Ven. —Echó a andar—. Volveremos a los túneles por los que entramos. Encontraremos otro sitio por el que escapar.
—Está cerrado. Oizán derrumbar y llenar de raíces nuevas —afirmó el desterrado.
—¡Maldita sea! Está bien, sígueme y haz lo que te diga. Guarda silencio.
El desterrado siguió a Avazael en la oscuridad hasta la entrada del calabozo. Para su desgracia, Zuroa ya había vuelto a su posición y releía la nota ensimismado, seguramente preguntándose quién debía ser la exuberante dama que la había escrito. Avazael cubrió a Danari con la manta más pesada que había logrado encontrar y abrió la puerta en silencio. De un golpe seco que le propinó con el arco, dejó al guardia tieso como una estaca.
—Lo siento —susurró—. ¡Danari, dame la mano y corre!
La manta funcionó, porque el desterrado no ardió. Corrieron hacia el bosque, donde Danari tropezaba a menudo al avanzar totalmente a ciegas. Lo llevó a la entrada de una gruta que había descubierto tiempo atrás, cerca de la laguna donde solía ir a cazar luciérnagas. Allí dentro, ya lejos de la luz del cielo nocturno, le quitó la manta.
—Hasta aquí hemos llegado —comenzó a despedirse Avazael con la voz acongojada. Había pasado tanto tiempo con él que no se había dado cuenta del cariño que le había cogido—, ahora debemos separarnos. Esta gruta es muy profunda. No sé hasta dónde llega. Aquí estarás bien. Hay ratas y bichos de esos que a ti te gustan.
—Gracias. Tú salvarme —dijo Danari, cogiéndole la mano. Cuando la separó, le había dejado en ella una semilla verde y negra.
—¿Qué es esto?
—Semilla mágica. Plantar hoy, en noche…
Sonó un chasquido. Un líquido fétido salpicó la cara de Avazael y se quedó paralizado, sin comprender lo que veían sus ojos.
Danari se desplomó como un fardo.
No dijo nada más.
Nunca lo diría.
Una flecha acababa de atravesarle la cabeza.
Avazael se quedó allí plantado, con la mano que sostenía la semilla abierta.
—¡Ahí están! ¿Le he dado? Está muy oscuro —susurró una voz.
El oizán cayó de rodillas ante el cuerpo de Danari. Sus ojos vacíos le miraban. Le acarició el rostro con mano temblorosa. «Qué feo es, el muy canalla.»
—Sí, ya los tenemos —respondió otra voz.
Una lágrima se le desprendió del ojo cuando los guardias lo alzaron en vilo y se lo llevaron. Sus piernas no le sostenían. A Danari lo dejaron ahí como si fuera una rata muerta.
Un gentío se había reunido delante del calabozo ante la expectativa de ver a un desterrado. Entonces uno de los guardias dijo algo que arrancó de cuajo a Avazael del vacío donde se hallaba y lo arrojó a las ascuas de la cólera sin piedad:
—La pequeña tenía razón —le dijo al capitán—. El chico le estaba ayudando a escapar.
—¿Y el desterrado?
—Muerto.
—¿Qué chica? —preguntó con un hilo de voz Avazael, parpadeando por primera vez desde que lo habían capturado.
—¿Qué?
—¿Qué chica?
—Ainzara. Gracias a Lorezain que nos avisó de que ibas a ayudar a huir al prisionero.
Entonces la vio, al lado de su madre, entre la gente, con expresión de arrepentimiento. La niña rehuyó su mirada cuando sus ojos se encontraron.
Presa de la ira enfermiza que nace de la semilla de la traición, Avazael se desasió de los guardias y se lanzó hacia ella; sus facciones deformadas por la rabia.
—¡Sucia traidora! —gritó fuera de sí, cada vez más cerca de la chiquilla, quien mudó su expresión de pena por una de terror.
Los guardias reaccionaron y fueron tras Avazael, pero corría tan rápido como un soplo de viento. Nadie era capaz de cogerle. Por fortuna para todos, el capitán lanzó certeramente unas boleadoras que se enrollaron en las piernas del muchacho, haciéndole caer al suelo. Los guardias le alcanzaron.
—¡Que los demonios te arrastren al infierno! —le chilló a la niña echando saliva por la boca—. ¡Ojalá no te hubiera conocido nunca! ¡Traidora del infierno!
Ainzara lloraba agarrada a su madre, entre espasmos e hipos, completamente aterrorizada al ver así al muchacho risueño y bondadoso que siempre había sido Avazael. Todo el gentío estaba en silencio, estupefacto ante las duras palabras que, como púas afiladas, el joven escupía.
Le arrojaron al calabozo sin contemplaciones. Antes de que se cerrara la puerta, sólo acertó a ver, entre la gente, las lágrimas surcando el rostro impasible de su madre. Su mirada le hizo sumirse en un silencio sombrío.
No volvió a salir de allí. No hubo juicio. Al menos no un juicio al que él pudiera asistir para explicarse. Lo que había hecho era grave como para merecer un castigo ejemplar, aunque no tanto como para ser considerado traición, para suerte de Avazael.
Recordó a Danari y sacó la semilla del bolsillo. Plantar hoy de noche, le había dicho. Corrió hasta los túneles en los que había visto tierra, eligió el más feo —pues le pareció lo más apropiado para honrar su memoria— y plantó la semilla.
Nadie fue a visitarle. Ni los carceleros le dirigían la palabra. Al cabo de una mesana de encierro estaba tan mortalmente aburrido que hasta pensaba, muy en serio, dejarse inconsciente dándose un golpe contra la pared. Echaba tanto de menos el cielo y el bosque… Su único entretenimiento era la planta, que crecía poco a poco en la oscuridad. Al principio fue un brote. Con el tiempo alcanzó la altura de una amapola, aunque no tenía flor. Después le salió un pequeño capullo, que se infló hasta hacerse del tamaño de un puño. Avazael esperaba que se abriera mostrando una fantástica flor, pero nunca lo hizo, sólo creció hasta que un día empezó a moverse. En un principio pensó que la imaginación le estaba jugando una mala pasada, porque ya llevaba mucho tiempo aislado, pero luego se cercioró de que no era así. El capullo hacía movimientos ondulantes.
Y entonces se abrió.
Pequeñas y repugnantes arañas verdes salieron corriendo en todas direcciones. Primero, dando un grito, se quedó paralizado por la sorpresa; luego aplastó cuantas pudo con los pies. No obstante, eran demasiadas y se movían a una velocidad asombrosa, así que muchas escaparon.
Sospechando que aquello no era muy normal, tuvo el suficiente sentido común para tratar de avisar al guardia. Si le oyó, hizo caso omiso de sus gritos. Avazael no se lo podía reprochar porque, al fin y al cabo, hasta para él resultaba difícil de creer cuando escuchó lo que estaba diciendo. Sonaba realmente patético y desesperado.
Los tres días de encierro restantes casi ni durmió, se dedicó a matar arañas. Acercándose con sigilo dio con algunas y las aplastó sin piedad. Descubrió que otras se habían adherido con fuerza a las raíces de los árboles para sorberles la savia. Eso no le pareció buena señal. Habían adquirido el color y la textura de la madera, lo que las hacía increíblemente difíciles de localizar.
Cuando el último día de su encierro abrieron la puerta, salió disparado como una ardilla que se escabulle de su jaula. El consejero que había venido a liberarle y otorgarle su solemne perdón —algo que se hacía habitualmente tras la conclusión de un castigo severo— no pudo creerlo cuando Avazael pasó de largo, no sólo sin desearle un próspero día, sino sin siquiera mostrar el menor signo de arrepentimiento.
No tardó en dar con la persona que andaba buscando. Oroilora le miró con dureza, alzado el mentón, mientras él recuperaba el aliento. Era evidente que todavía estaba enfadada. El cabello castaño, cubierto de nomeolvides, le caía en ondas sobre los pálidos hombros como una cascada de melaza. Tenía la piel más aterciopelada que la seda de su elegante vestido y sus ojos eran de un verde luminoso, como la hierba recién nacida. Sin embargo, cuando el chico le contó lo sucedido con las arañas, se oscurecieron como la profundidad del bosque. También había otra cosa en sus ojos: decepción, una decepción profunda llena de una ira sorda y peligrosa. Aquella mirada entristeció y asustó a Avazael a partes iguales.
Su madre, en lugar de reprenderle, se marchó a paso ligero sin decir más que una palabra:
—Basenzoa —sentenció; maldición de los bosques.
La maldición de los bosques, o chupa savia, como las llamaban vulgarmente los oizán, eran esas arañas verdes. Avazael se enteró de que era una de las plagas más peligrosas contra las que habían tenido que luchar en toda su historia. Se agarraban a los árboles como garrapatas, confundiéndose con la corteza, y no se soltaban hasta que el árbol al que succionaban la vida moría de agotamiento. Le inyectaban una misteriosa sustancia que hacía que dejara de producir flores y frutos. En su lugar, producía asquerosos capullos verdes de los que brotaban más arañas, que iniciaban el proceso con otros árboles hasta que destruían el bosque. Librar a los árboles de aquellos parásitos era un trabajo arduo, pues requería un concienzudo examen sin el menor error. Y, aun después de estar limpios, había que vigilarlos para erradicar los capullos que seguían produciendo hasta que desapareciera el veneno, cuyo efecto se prolongaba durante días.
Los tres días transcurridos desde que germinara la semilla en el subterráneo habían permitido que una pequeña parte del bosque se infectara de chupa savias, pero, sobre todo, que se infectara el gigantesco árbol que daba nombre a la ciudad, bajo cuyas raíces estaba el calabozo.
Todos los oizán dejaron sus quehaceres habituales para trabajar a destajo en el bosque, sin parar ni para comer o dormir. Hasta los niños ayudaban. Había que detener cuanto antes la infestación, pues cada instante contaba. El tiempo de exposición a aquellos parásitos era directamente proporcional a la dificultad de eliminarlos más adelante. Desgraciadamente, era noche de Gaubelze y no había Blanco, de manera que los hijos del bosque no podrían trabajar con efectividad en cuanto oscureciera.
El corazón de Avazael se desbordó cuando vio, desde una ventana, a su gente desparasitando a Loredia, el gran árbol de las flores. No le dejaron ayudar. Su madre estaba tan colérica que no era capaz de mirarle a la cara. Esto fue lo que le dijo la última vez que le miró a los ojos, antes de dejarle de hablar durante años. Tenía la voz áspera de ira, los ojos al borde de las lágrimas y los puños tan apretados que se clavó las uñas:
—No hay castigo lo suficientemente severo para pagar por lo que has hecho, Avazael Luin Oroilore-udazkena, más que el destierro. —Su boca era una línea recta de desaprobación—. Afortunadamente, todavía eres demasiado joven para juzgarte según la ley del bosque, así que he convencido al consejo, en nombre de Lorezain, para que se conformen con privarte de tus raíces, al menos de la mitad de ellas. Eres una vergüenza para los hijos del bosque y mi corazón no ha sido capaz de rebatirles su decisión, aunque sea mi hijo quien ha causado tan funesta calamidad. Me avergüenzo de ti, hijo mío, por haber traído la desgracia a su propio pueblo. Mi pecho es un desierto, seco de paciencia. Ya no puedo tolerar más tu comportamiento. Pronto vendrán a buscarte para llevarte lejos de aquí, al exilio.
Avazael separó los labios para explicarse.
—¡No oses interrumpirme! —tronó Oroilora. Su voz sonó como un trueno en plena tormenta, sus ojos relampaguearon. Avazael no pudo evitar que las piernas le temblasen ante la fuerza de aquella voz. Cuando se calmó su respiración, continuó—: Te llevarán con tu padre. Aún conservo la esperanza de que tenga éxito allí donde yo he fracasado. Deseo que él consiga domar tu corazón salvaje, enderezando el árbol que se empeña en crecer torcido. Hasta que vengan a buscarte, te quedarás aquí, en tus aposentos. No tendrás vigilancia porque estamos ocupados enmendando tus actos. Aun así, a partir de ahora no hablarás con nadie y no atravesarás esta puerta. Adiós.
Dicho esto, Oroilora se marchó, cerrando la puerta con firmeza. A Avazael le flaquearon las piernas y la cabeza le dio vueltas. Cayó sobre su lecho, completamente inerte salvo por los temblores que sacudían su cuerpo.
No supo cuánto tiempo estuvo en ese estado. Cuando volvió en sí, dos guardias del otoño habían venido a buscarle. No se llevó más que su gema roja. Nadie se despidió de él, aunque vio, como en sueños, que una chiquilla se asomaba desde detrás de una esquina con los ojos entrecerrados, como diciéndole: «Lo sabía, te marchas sin mí. Lo juraste. Tú también eres un traidor, así que ahora estamos en paz.»
Los hijos del otoño que lo escoltaban se miraron entre ellos, preguntándose qué habría hecho un chico tan joven para recibir semejante trato, pero no preguntaron.
La fruta de oro caía tras el horizonte, ya madura, cuando partieron. Tras galopar un rato, la cadencia hipnótica de los cascos de los caballos le ayudó a relajarse. Los ojos le escocían de no parpadear. Era como si estuviera en una pesadilla de la que no podía despertar. Sencillamente no se lo podía creer. Si bien era cierto que en el fondo nunca había encajado del todo entre su gente, había aprendido a apreciarlos tanto como apreciaba el bosque. Los amaba. Era el único hogar que conocía y lo había perdido. Ya no había marcha atrás. Iba de camino a la ciudadela de los hijos del otoño donde vivía su padre, al pie de las montañas, y no sabía si volvería algún día, o si su madre y su pueblo podrían perdonarle.
Mientras se alejaban, se despidió de todo: árboles, riachuelos y manantiales, animales y plantas. El Ojo Negro emergía tras el bosque, abierto. Entonces Avazael pensó en Danari y sus ojos se abrieron como flores del alba.
Tuvo una revelación.
Los cabos sueltos se ataron en su mente.
Como hilos de una telaraña.
Su memoria repitió, sonido por sonido, con precisión absoluta, la conversación que los desterrados mantuvieron en la celda cuando lo capturaron y él se hizo el dormido, solo que ahora podía entenderla:
—¿Funcionar plan, seguro? —había dicho un desterrado, mirando a Avazael.
—Si Malzur decir que funciona, funciona —había chillado el desterrado más grande, amenazando con el puño, presto a dejar claro que no se contradecía lo que decía Malzur. Los otros desterrados se amilanaron al instante.
—Sí, sí. Dejar juntos hasta pronto nueva noche de Ojo Negro. Luego dejar escapar —les recordó un tercer desterrado, de carácter más tranquilo—. Dejar escapar y atacar, así no sospechar. Hijos del bosque capturar y semilla florecer, hacer trabajo. Vigilar. Cuando hijos del bosque ocupados, atacar por sorpresa en noche de Gaubelze.
—Matar, esclavizar a todos —chilló el enorme desterrado, lleno de una ira asesina, mientras se pasaba la lengua por las cicatrices que le hacían de labios—. Oizán nuestros.
Fue entonces cuando el desterrado pateó a Avazael y le rozó la mejilla mientras susurraba:
—Una vez hecho tu trabajo, yo buscarte y comerte. Prometo.
Después dejó los cuencos en el suelo y, para dar más realismo a la situación, regresó y pateó también a Danari:
—Cuidado buru, patada —anunció.
¡Danari le había engañado!¡Todo había sido un plan de los desterrados desde el comienzo! Nunca había sido un prisionero. Los habían puesto en la misma jaula para que confraternizaran con el tiempo y escaparan juntos, y que así Avazael confiara en él.
Una enredadera de espino venenoso se enroscó en su corazón.
El azul de su sombra se encendió.
Aunque ni siquiera era de noche.
Aunque en el cielo no hubiera ni rastro del Blanco.
Avazael, de vuelta en el presente, gritó a los guardias que detuvieran los caballos. Le miraron y se negaron a obedecer. Seguían órdenes estrictas. Al hijo del bosque sólo se le ocurrió dejarse caer del caballo en pleno galope para obligarlos a parar. El golpe lo dejó sin respiración y, tras varias vueltas sobre la hojarasca, quedó tendido en el suelo. Incrédulos, los guardias se detuvieron y se acercaron a él para comprobar si estaba entero. Avazael no perdió ni un segundo y les contó lo que iba a pasar. Los guardias abrieron los ojos desmesuradamente, alarmados. Se miraron con sus ojos tostados, dudando sobre lo que debían hacer, y si debían confiar en la palabra de un joven condenado al exilio.
—¡No hay tiempo! —les gritó Avazael, desesperado.
—¿Cómo sé que no mientes para evitar el exilio? —preguntó uno de los guardias. Había una peligrosa amenaza latiendo en su mirada.
—Juro por Lorezain, diosa de los oizán, jardinera del árbol del mundo, que sólo hay verdad en mis palabras —sentenció firmemente Avazael. La determinación encendió sus ojos—. Si no me creéis, que uno de vosotros me lleve a la ciudadela y el otro regrese a Loredia a poner sobre aviso a mi gente. ¡Vamos, decídete ya! ¡Eguze se está poniendo y los desterrados podrían atacar en cualquier momento!
Los últimos rayos de luz se filtraron entre las ramas e impactaron sobre Avazael, proyectando su larga sombra sobre el suelo. El guardia se quedó atónito cuando vio los remolinos azules flamear en ella.
—Está bien, así lo haremos, pero si estás mintiendo lo pagarás —amenazó el guardia—. ¡Llévatelo, rápido! —ordenó a su compañero.
El guardia susurró algo al oído de su caballo y salió disparado de vuelta a Loredia, raudo como el viento. Avazael subió al otro caballo sin decir nada más y reanudó su camino con el otro guardia, camino a la ciudadela donde vivía su padre.
Deseaba que nada malo le sucediera a su gente, pero él ya no podía hacer más por ellos. Aun así se sintió mejor, más tranquilo, porque de alguna forma había ayudado a enmendar parte de sus errores. Sólo esperaba que madre pudiera perdonarle, algún día.
Y, mientras el bosque se iba a dormir, acunado por el canto de los grillos, un pensamiento se encendió en la mente de Avazael: jamás te fíes de un desterrado.
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