Oct 102014
 
 10 octubre, 2014  Publicado por a las 11:11 2 comentarios »

Fuerza de Mascarón: Epílogo

Los sueños cumplidos no muestran piedad. El capitán sabía de sobra que a veces hay que pagar un precio demasiado caro por lograr lo que uno anhela. En su profesión, manipulando esa fuerza tan voluble llamada Animación, el coste a veces supone la propia vida.

Sin poder reprimir un gesto apesadumbrado, el capitán había extraído el resplandeciente corazón de Gustaff. Durante todo el tiempo que duró la operación el muchacho había mantenido los ojos clavados en el mascarón maestro. Larsenbar se negó a mirar aquellos ojos, centrando su atención en operar. No quería ver cómo la luz interna del chico huía por las ventanas de sus pupilas. No deseaba contemplar cómo la vacuidad llenaba aquel rostro que hasta hace un día resplandecía de ilusión.

Su mano derecha había guiado al cuchillo sin demostrar la menor duda. Debía hacerlo. Sólo eso: debía hacerlo.

Había intentado hacer el menor daño posible. La hoja del cuchillo danzó entre las costillas, cortejando al músculo. Éste, como una doncella tímida, se resistía. Salpicó, escupió, vomitó sangre intentando mantenerse en su sitio. Todo un esfuerzo en vano, por supuesto. La hoja, guiada por su mano, siguió con su trabajo, cortando venas y arterias, sajando tejido graso y tendones. Al cabo de unos instantes un gran hueco bostezaba en el pecho del chaval.

Por fin la mano derecha de Larsenbar extrajo el músculo. El corazón, enorme y poderoso, latía dotado de vida propia. Al igual que el tatuaje de su mano, este corazón resplandecía lleno de chispeante energía. Sólo que este poder, en vez de provenir de los dioses, constituía todo el remanente de fuerza vital del propio Gustaff.
Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón: Epílogo
El daño estaba hecho. Sólo entonces Larsenbar se permitió mirar a Gustaff. El muchacho seguía con los ojos clavados en el pecho del mascarón, pero su mirada poco a poco iba perdiendo brillo. Movía los labios, pero Larsenbar no podía asegurar de si se trataba de palabras o simples temblores. Poco importaba. Al fin las pupilas se apagaron, limitándose a reflejar los pulsantes destellos que emitía el corazón. La palidez del rostro del muchacho contrastaba con las enormes salpicaduras de sangre que, a modo de improvisada máscara mortuoria, cubrían la mayor parte de su cara. En el momento final, pese a la entereza que había demostrado, el chico había vertido unas pocas lágrimas. Los diminutos ríos se habían abierto paso entre la sangre trazando dos líneas se perdían tras los oídos, dos hilos blancos que reforzaban la impresión de que Gustaff llevaba puesta una máscara.

Pobre muchacho. Tras todos esos meses a sus órdenes el viejo capitán había llegado a encariñarse con el chico. No tenía nada que ver con los otros mozalbetes engreídos de familias ricas. Aquellos se tomaban esta etapa de su aprendizaje a bordo como una molestia pasajera. En cambio el desdén no ensuciaba los actos de Gustaff. El chico realizaba sus tareas bien gustoso: se notaba que el mar recorría sus venas, palpitaba en lo más hondo de su corazón.

Ojalá hubiera más como él.

Pero no. Había seguido el camino de otros, víctimas de la falta de experiencia. Controlar la Animación, y por ende la Voluntad, no es un trabajo fácil. Un error puede pagarse… sí, con la vida. Gustaff lo había descubierto a las malas.

Larsenbar se enderezó apartándose del cadáver, sosteniendo el corazón ardiente en alto.

Ojalá no deba hacer esto más veces, se dijo a sí mismo. Pero temía, sabía, que esa esperanza rozaba lo ridículo.

Caminó los apenas dos pasos que le separaban del mascarón maestro. Sabía que los ojos de toda la tripulación estaban clavados en él. En él y en el cuerpo a sus pies.

El corazón del muchacho seguía brillando. Latía manteniendo dentro de sí la vida de Gustaff, una vida que ya no necesitaba el cuerpo sobre las tablas; una vida que sí que la requerían los mascarones.

En los templos escuela siempre está presente una frase, el lema del gremio: ‘Un tutor posee dos corazones: puede regalar dos vidas’. Y se cumplía a rajatabla, hasta las últimas consecuencias. Un tutor se consagraba a sus discípulos, teniendo que dar todo por ellos. Y todo es todo.

Larsenbar apoyó el corazón palpitante sobre el pecho del mascarón maestro. Su mano izquierda aun empuñaba su cuchillo de capitán. Por un instante escrutó los ojos ciegos de la estatua. ¿Dentro de ella quedaría alguna ínfima chispa de Animación, de Voluntad? ¿Sería consciente el coloso del precio que se acababa de pagar para que él y sus dos compañeros caminaran unas pocas brazas?

Aquellas preguntas no llevaban a nada.

Larsenbar alzó el cuchillo y propinó un golpe seco contra la madera. La hoja de metal atravesó el músculo ardiente, haciendo que la sangre que aún quedaba dentro de él saliera disparada. Tenía un aspecto denso y brillante, más semejante a lava que a sangre. Los chorretones se esparcieron con melosa lentitud por el pecho de la estatua. Durante unos pocos latidos la sangre se esparció por la superficie de madera. Allá donde el líquido empapaba la madera ésta se hinchaba, volviéndose carnosa y blanda. La madera revivía.

El efecto duró muy poco. Enseguida el mascarón recibió el regalo y reaccionó. La madera sobre la que estaba clavado el corazón se ahuecó formado una concavidad. Un anillo de hilos, delgados, de color pardo pero que al mismo tiempo emitían destellos húmedos, surgieron del pecho. Los hilos crecieron, cada vez más y más largos, engarzándose nos con otros y abrazando al órgano. Larsenbar retiró la mano para evitar que su mano quedara sepultada en esa red. Un parpadeo después las hebras ya se habían juntado formando una fina película que cubría al completo el corazón. El bulto seguía palpitando mientras se hundía en el interior del pecho de la estatua.

El mascarón poseía un nuevo corazón, un nuevo motor de una vida. Larsenbar contempló el pecho: no quedaba la menor huella lo que había pasado, la madera brillando lustrosa y rica pero sin la menor marca. Bueno, una sí: el puñal seguía clavado, su hoja hundida apenas una pulgada en la madera. El capitán extrajo la hoja y observó el metal: estaba limpia del todo, inmaculado. La estatua había absorbido toda la sangre. Se podría decir que incluso había lamido el metal.

Precedido de un chasquido y unos pocos estremecimientos, el mascarón maestro despertó. Aguardaba órdenes.

–Regresad –musitó el capitán.

El gigante dio un primer paso tambaleante camino de los nichos. Los escoltas siguieron a su maestro. Los tres gigantes ganaron la borda de proa, ante la que se detuvieron un instante. Allí, tras afianzarse con sus cuatro manos en la baranda en el bauprés, cada uno de ellos procedió a introducirse a pulso en su respectivo nicho. Primero los pies, seguidos de las piernas y por fin el torso. En apenas un visto y no visto los tres mascarones estaban de nuevo en sus nichos, adoptando la postura de descanso que tanto le gustaba contemplar a Gus.

El capitán supervisó la operación con gesto ausente. No pensaba en nada concreto. O, mejor dicho, no se permitía pensar en nada concreto. Debía cerciorarse de que la operación de anclaje de los mascarones acababa bien. Nada más. Luego… luego volvería a sus tareas.

Con los mascarones bien colocados el viejo se apoyó en la borda del bauprés. La red de chinchorro ondulaba a causa del cabeceo de la nave. Se debía haber soltado alguna driza a lo largo de la noche. Debería hablar del tema con… no, ni con Gustaff, ni con Pet, ni con Marco. ¿Dónde estaba Lork? El equipo del bauprés había acabado diezmado. Debía reorganizar la dotación.

Por suerte no podía restar mucho para llegar destino.

Con esfuerzo logró reprimir el escalofrío que se agazapaba en su nuca. Se giró hacia popa. Allí seguía, tal y como lo había dejado: el cuerpo desangrado y eviscerado de Gustaff adornaba la cubierta como si de un patético mascarón se tratase.

Algo había funcionado mal, pero Larsenbar no se atrevía a asegurar el qué. Los mascarones eran viejos y necesitaban una reparación, sí; pero por otro lado Gustaff carecía de experiencia. La Orgullo era su primera nave, y este su primer viaje de circunnavegación del Mar de Ashrae. Recordó cómo el chico se había mostrado reticente a activarlos.

No merecía la pena pensar en ello.

El capitán se volvió hacia el horizonte de popa, allá donde habían perdido al cazador y con él casi toda su mercancía. Y demasiadas vidas.

Algo había fallado, sí. Los mascarones y Gustaff. Pero sólo una de las partes había pagado el precio: el muchacho.

‘Un tutor posee dos corazones: puede regalar dos vidas’. El chico soñó con surcar los mares como tutor de mascarones. Pero el sueño, un vez cumplido, no tuvo piedad con él.

–¡Espuma! ¡Rompientes a proa, señor! Rozando el horizonte –gritó el vigía.

Larsenbar no necesitó consultar las cartas para saber que esas crestas blanquecinas indicaban que estaban ante el laberinto de Lord Lormhar. Debía regresar a su puesto en el alcázar y tomar el timón: sólo él podía guiar la nave por entre los arrecifes.

–Señor Sortanno. Usted y sus hombres –los que queden, estuvo a punto de decir, pero se controló–: lleven los restos de Gustaff al alcázar. A mi camarote. Que las pocas horas que nos quedan para llegar a puerto el cadáver del muchacho las recorra como todo un capitán. Se lo merece: él, con su dedicación y sacrificio, nos ha librado del cazador.

Y tras decir eso el viejo capitán se encaminó a la toldilla. No se permitió girar la cabeza. Nunca antes lo había hecho. Jamás lo haría.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Oct 032014
 
 3 octubre, 2014  Publicado por a las 11:11 Sin comentarios »

Capítulo 19 Fuerza de Mascarón: El descanso del mascarón

Me detuve en seco, casi chocando contra los titanes. No comprendía lo que pasaba. O sí, pero no quería admitirlo. Me volví. El capitán estaba a menos de una braza de mi posición. Me observaba con su rostro casi tan pálido como cuando el cazador se abalanzaba sobre nosotros. Yo sólo pude boquear. No encontraba palabras para justificar lo que sucedía. Mis ojos saltaban desde la cara desencajada del capitán a mi puño carente de energía. La esfera de luz agonizaba en el dorso de mi mano, una diminuta canica de tibio color rojizo. El tatuaje del segundo corazón y la runa de vida perdían a ojos vista su viveza azulada para esconderse en el interior de la piel deformada. Regresaban a su estado de letargo. Del puño mis ojos regresaban al capitán, como si pudiera hallar entre sus arrugas una solución.

Por supuesto no la había allí. Mi mirada hizo un intento de bajar hacia la cintura del viejo, pero me obligué a no hacerlo. Sabía demasiado bien lo que aguardaba apenas oculto bajo el fajín de capitán. Me giré de nuevo y enfrenté las espaldas de los mascarones.

–No, ¡todavía no! ­–maldije. Pero una voz interior ya me estaba susurrando lo que iba a pasar. Nos lo habían explicado en el templo numerosas veces, pero nunca demasiadas. Lo hacían siempre como advertencia, deseando que no lo viviéramos en primera persona. Pero la amenaza estaba ahí, y los maestros no la escondían–. No. ¡No! ¡Revive!

Contemplé mi puño: apenas logré distinguir las líneas del tatuaje del segundo. Se habían vuelto muy suaves, casi transparentes. Aun con todo llegué a adivinar leves y arrítmicas fluctuaciones. Un latido moribundo.
Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón - Tripulación
Una mano fuerte me agarró por la muñeca derecha. El capitán tomaba el mando, incluso en ese momento.

–Gus…

Temí que lo hiciera, que se llevara la otra mano al costado. Pero no. El viejo envolvió mi mano entre las suyas: sentí cómo me cedía algo de su propia energía. De nuevo se comportaba como maestro, el profesor que contemplaba con desesperación la posible derrota de su alumno. El calor de la fuerza de Larsenbar avivó un poco mi segundo corazón. No lo podía ver, cubierto como estaba por el apretón de Larsenbar, pero supe que el tatuaje asomaba de nuevo en la piel. Junto con él lo haría la sombra de la runa de vida, antes resplandeciente y ahora apenas capaz de emitir un brillo tenue.

El viejo me soltó la mano. Mi puño revivido voló hacia el pecho del mascarón maestro. Ambos, capitán y yo, esperábamos que con esa dosis extra de Voluntad la estatua volviera a activarse.

–¡Anda!

Pero no obedeció.

Insistí de nuevo, golpeando con más fuerza el pecho de madera. No se movía. El poder de Thxotugá, señor del movimiento, no regresaba al cuerpo tallado. El corazón de mi puño no parecía capaz de obrar el milagro. En el templo me lo habían tatuado para cumplir esa única función, y ahora fallaba.

No. El que había fallado era yo. Me miré con ojos desorbitados la palma de la mano. Los dos tatuajes, la runa y el corazón, estaban volviendo a desaparecer bajo mi piel transformada. El tono de ésta, gris y correoso, se me hizo aborrecible.

El mascarón maestro. Contemplé su pecho liso, cubierto de salitre: en él apenas se apreciaban ya restos de pintura u oro. Les había dado, a él y a sus compañeros, la vida. Les había hecho partícipes, piezas fundamentales, de una pequeña epopeya, una que seguro que se narraría en puertos y tabernas durante años. ¿No podían ahora ayudarme ellos a mí un poco, dar unos pasos más y guarecerse en sus nichos? Sólo les pedía eso: avanzar no más de tres brazas, subir una borda y recogerse bajo el bauprés.

El mascarón no se movió.

–Actívate, ¡condenado! Anda ­–golpeé con los dos puños el pecho de madera–. Por todos los dioses. ¡Anda! ¡Los tres! ¡Andad!

Debían obedecerme, recorrer esos últimos pasos. Y saltar la borda. Y regresar a sus lugares. Debían hacerlo. Cumplir su misión. Y no traicionarme.

Pero no se movían.

Apenas sentí las manos del capitán cuando me tomó por los hombros. Creo que gritó algo.

Yo miraba al mascarón. Seguía parado.

Con suma delicadeza, ayudado por otro hombre (¿quizá el contramaestre? Imposible, estaba muerto), me tendió sobre la cubierta. Yo me dejaba manejar, sólo pensando en la traición.

No se movían.

Los últimos resquicios de poder abandonaron mi mano. El segundo corazón se enterró bajo la piel, arrastrando a la runa de la vida con él. El capitán tomó de nuevo mi mano, pero esta vez no para darme su energía, sino para algo muy distinto. Noté cómo un diminuto ápice de su Voluntad se hundía en mi carne y luchaba por organizar mi caos interior. No todo, claro: sólo aquello que buscaba, aquello que necesitaba. Estaba modificando el flujo de energías. Sentí cómo manipulaba mi esencia interna, mi propia Canción, y la inducía a fluir en sentido contrario. De mi puño a mi brazo, surcando mis venas, buscando lo más profundo de mi pecho.

El mascarón seguía ahí, impertérrito. Muerto. Pero yo estaba convencido de que en cualquier momento resucitaría demostrando que no me había traicionado, que sólo me había gastado una broma.

Un calor especial inundó mi corazón. Sentí que me soltaba la mano. La tarea de Larsenbar casi había acabado. Sabía lo que vendría. Me lo habían explicado muchas veces en el templo. No necesitaba ver cómo su mano buscaba bajo el fajín extrayendo… extrayendo eso.

Poco me importaba: sólo tenía ojos para el mascarón. No se movía. El maldito no se movía.

Mantuve la mirada clavada en el pecho de mascarón. No la desvié ni un solo grado, ni cuando adiviné el resplandor del metal. El puño del viejo se elevaba hacia la arboladura como un mástil más. Sostenía una banderola muy especial, el cuchillo ritual de capitán.

–Muévete, desagradecido –­creo que llegué a musitar–. ¡Hazlo!

Como si la última palabra estuviera dirigida a Larsenbar éste hizo bajar la hoja. En menos de un parpadeo el metal estaba hundido en mi pecho. Noté cómo la garganta se me llenaba de un líquido cálido, amargo con fondo dulce. O quizá al revés.

Debo admitirlo: no sentí dolor. Ni siquiera cuando la hoja del capitán hurgó con terrible habilidad en mi interior. El filo del cuchillo sajó el músculo y desplazó los huesos abriendo un espacio allí donde no debería haberlo. Por ese hueco el viejo introdujo su mano derecha y, con un movimiento rápido y final, extrajo mi corazón palpitante. Tuve que cerrar los ojos, cegado. El órgano resplandecía casi como antes lo hiciera el tatuado en mi puño. Mis mejillas se humedecieron, aunque ignoro el color del líquido. La sangre diluye bien las lágrimas de vergüenza.

Volví a abrir los ojos, a mirar al mascarón. El traidor. Quieto. Me había… vencido.

Mis fuerzas. Desaparecen.

Ellos. Me habían vencido. Traidores. Pero… bajo el dolor… de la traición… hay algo peor. Algo mucho más personal. Duele como nada antes. Vergüen…

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Sep 262014
 
 26 septiembre, 2014  Publicado por a las 11:11 Sin comentarios »

Capítulo 19 Fuerza de Mascarón: El descanso del mascarón

–Regresad a los nichos.

No tuve que repetir la orden. Las cuatro enormes manos del mascarón maestro se apoyaron en la cubierta. Parecían las patas de una imposible araña de madera. Los brazos elevaron a pulso el enorme cuerpo, que emergió como un todo rígido desde el fondo del trono. Le costó más de lo normal sacar las piernas del orificio: su juego de rodillas, que de estar en óptimas condiciones daban a la estatua una movilidad muy superior a la de un hombre, apenas podían flexionarse. Con una dificultad que casi se podría decir artrítica, primero uno y después el otro, los dos enormes pies se anclaron en la cubierta. El gigante volvía a erguir su enorme figura sobre el maderamen. Con un pequeño retraso frente a su líder, los dos escoltas hacían lo mismo.

Durante apenas un parpadeo los tres mascarones se quedaron parados. Pero la orden estaba dada y sólo admitía una lectura. El mascarón maestro la acabó de asimilar y dio un primer paso hacia proa. Se movía con una lentitud casi dolorosa. El escolta de popa le seguía unos pasos detrás, mientras el de proa aguardaba a que su líder le rebasara. Cuando el mascarón maestro pasó junto a su subalterno quedó clara la diferencia de estatura: el maestro le sacaba al otro casi una cabeza.

Con el mascarón maestro ya a frente los tres colosos se adentraron en el combés hacia proa. Andaban rígidos, como maniquíes oxidados. ¿Qué había quedado de esos movimientos elegantes y fluidos con los que se dirigieron a sus tronos cuando la pesadilla empezó? Parecían otros mascarones, unos a punto de morir. Ya no lo podía negar: mi descuido, mi imperdonable descuido, los había deteriorado más aun de lo que me imaginaba.

Todo por querer contemplar aquel combate.

La culpa recae en el viejo: él te obligó a usarlos pese a tu reticencia.

¿Quién había dicho eso? La voz apagada y sibilante no parecía surgir de ningún lado.

No hacían falta. ¿Acaso Marcos recurrió a ellos para vencer al dios?

La voz seguía sonando. Y lo hacía desde un punto en mi nuca. Me giré pero no descubría nada salvo la mirada inquisitiva del capitán, que me observaba desde la base del palo de mesana.

–Señor Gustaf. ¿Sucede algo?

–Eh… no, señor.

El viejo te ha obligado a usar los mascarones, pese a su estado.

Volvía a girarme. No podía permitir que Larsenbar descubriera mi sorpresa. La voz. No callaba. Me susurraba en un tono que creía se me hacía familiar. Creía que lo podía identificar. Pero seguía hablándome.

Usar los mascarones tiene un precio. Más aun cuando se han utilizado con un fin blasfemo: escapar de una nave gobernada por dioses.

Hablaba de dioses. La voz parecía admirar a las abominaciones del buque pirata. Llamaba dioses a esos engendros, a esas criaturas como la que tantas vidas habías segado entre nuestra tripulación. Dioses.

Entonces identifiqué la voz. Esos susurros confidentes y tendenciosos pertenecían Lork.

Pero mi mugriento ayudante de bauprés no estaba por ningún lado. De hecho, ¿dónde se había escondido? ¿Y cómo hacía para hablarme desde su escondite? ¿Le envolvía otro secreto, al igual que parecía ocurrir con Marco y Jinx?

Desde que el engendro había hecho acto de presencia no había vuelo a ver a Lork.

Los mascarones avanzaban con dolorosa lentitud. Estaban a punto de rebasar el trinquete y adentrarse en el castillo de proa. Sus movimientos tan lentos me permitían dedicar un instante a hacer memoria, a intentar dar una explicación a esa voz fantasma.

Con la conmoción del abordaje la atención de toda la tripulación se había centrado en esa forma blanca en la borda de popa. Pero cuando Larsenbar empezó a organizar la defensa esa distracción desapareció. Ya mismo había repasado a los miembros de los grupos. Y ahora me percataba de que Lork no formaba parte de ninguno de ellos. No estaba entre los marineros de reserva, ni los de proa ni los de popa. Tampoco había participado en la defensa, ni en el muro de escudos ni en la retaguardia de lanceros, y mucho menos en la posterior piña de antorchas.

En un zafarrancho como el que el viejo había decretado no se permitía a nadie estar ilocalizable, menos aun bajo cubierta.

Pero Lork había desaparecido.

Sí, dada su apariencia desgarbada y torpe jamás me le imaginado luchando. A los sumo se dedicaría a lanzar estocadas traicioneras desde alguna esquina oscura. Pero no todos a bordo poseíamos un perfil de combate, y sin embargo no nos escondimos.

¿Dónde se había metido?

Recordé sus extrañas palabras, casi admirando a la nave pirata. Al ver el horror que nos había abordado ¿se habría avergonzado y había huido?

Lork siempre había demostrado poseer una habilidad increíble: podía desaparecer en un entorno cerrado y reducido como la Orgullo casi sin que nadie le viera. Más de una vez, cuando algún marino irritado por sus habladurías deseaba ajustar cuentas con él, se había desvanecido sin dejar rastro alguno poco menos que ante nuestros ojos. Las zonas de sombra, la sentina y los espacios entre los mamparos de lastre constituían su reino.

La voz no regresaba. Parecía haber dicho ya lo que tenía que decir. Lork, si de versad, de alguna manera, era él el que me había susurrado, había regresado a sus oscuridades. Mejor olvidarle. Eso y dejarle rumiado su pesar en la sentina. Puede que incluso tuviera la compañía de Jinx.

Lo de verdad importante estaba sobre cubierta.

El viejo había optado por volver a mi lado. No debía haberle gustado algo. O quizá sólo quería supervisar en persona el regreso de los mascarones a sus nichos. Aunque su atención parecía más centrada en mí que en las estatuas. Noté que miraba de hito en hito mi puño. Yo no necesitaba bajar la vista para saber que la esfera de fuego se iba desinflando poco a poco. Pese a ello la runa de vida y el segundo corazón seguían latiendo.

No va a pasar nada, viejo. No va a pasar nada. Hubiera querido decirle eso en voz alta al capitán, ya que consideraba innecesaria su presencia. Incluso diría que me estaba haciendo un feo, demostrándome falta de confianza.

Mi cuerpo había recibido tal cantidad de energía de Animación que, incluso una vez roto el vínculo con los poderes, todavía seguía notando cómo esta bullía en mi mano, en mi interior. Incluso la piel de mi brazo y mi antebrazo seguían retorciéndose bajo los remanentes de ese rio caótico. La piel, maleable y superficial, había cedido con rapidez al impulso modificador. Otro tema bien distinto eran los músculos: en ellos mi propia Canción personal rememoraba su trabajo, oponiéndose al caos, luchando porque no desfigurara la carne habituada a una muy concreta manera de trabajar. El combate entre caos y mi carne generaba un hormigueo especial, mezcla de dolor y emoción, admiración ante la novedad que ese impulso aleatorio pudiera crear.

Nada que no pudiera soportar y controlar. No iba a pasar nada.

Aun así el capitán no se apartaba de mí. Juntos contemplamos cómo los tres colosos acababan por incorporarse. Pese a su mal estado me sentía tan orgulloso de ellos, de su trabajo. La luz del amanecer me permitió estudiar sus figuras. Los ropajes, más salitre que oro y pintura, tenían un aspecto peor que nunca. Quedaba claro que la tensión y sufrimiento que yo había soportado (y todavía padecía) les había pasado factura. Pero incluso en esas circunstancias tan contrarias habían demostrado una gran valía y resistencia. No me habían fallado. Sin lugar a dudas se merecerían una vez llegados a puerto la más delicada de las reparaciones.

Los mascarones habían rebasado el trinquete. Pese a sus movimientos torpes apenas nadie les prestaba atención: el ajetreo en la cubierta no daba respiro a la marinería. Se debía replegar trapo y volver a poner en marcha el barco de una manera acorde a la brisa reinante. Nadie tenía ojos para ese desfile de retirada. Sólo el capitán y yo (o como mucho el contramaestre) les mirábamos.

Me percaté de que ya habían apagado los dos braseros. Un equipo de marineros preparaba una enorme caja. Parecía confeccionada con dura madera de narcadero negro, tratada al fuego y ungida. Ignoraba que lleváramos a bordo semejante madera. Sus listones tenían fama de inquebrantables e impermeables. Nada la podría entrar ni escapar de una caja de narcadero negro: el ataúd perfecto para los restos de Marco y de la cosa. Los llevaríamos a la capital donde sin duda constituirán todo un objeto de estudio. ¿Qué sacarían en claro de ellos los sabios? Debería enterarme. Marco suponía para mí un misterio mayor que la propia criatura. A menos que Larsenbar me aclarara todas esas dudas con la prometida reuniera en el alcázar.

Noté un temblor en mi mano derecha. Bajé la vista. La esfera se había encogido hasta apenas cubrir mi mano. No me lo podía creer: estaba decreciendo a una velocidad demasiado rápida, sobre todo teniendo en cuenta la enorme cantidad de energía residual que albergaba cuando el capitán dio la orden de relevar a los mascarones. ¿Dónde había ido esa energía? La respuesta la tenía ante mis ojos en forma de enorme mancha de piel grisácea. A través de la deshecha camisola descubrí que el impulso modificador no se había ceñido a las partes del brazo que en algún momento cubriera la esfera. En vez de eso se había propagado por mi costado, por mi torso. Descendía hacia el vientre, avanzaba al otro costado… Me quedé quieto y aparté el velo de anestesia que había tejido sobre mí con plegarias. De esa manera pude percibir con todo detalle la manera en la que el dolor se había propagado. Ya no se centraba sólo en la mano o en el brazo: la piel recorrida por un hormigueo sordo, y bajo ella cuchilladas sutiles pero continuas.

El suplicio al que me habían sometido el corazón de la mano y la runa de vida me habían obligado a tejer una capa aislante y protectora; ahora esa capa me traicionaba enmascarando el avance del caos. Éste se estaba apoderando de mí, desperdiciando la valiosa energía de Animación en moldear y deformar no sólo mi brazo derecho, sino todo mi cuerpo.

Debía concentrarme. Mi misión no había acabado. Los mascarones seguían caminando hacia el bauprés. Parte de la energía remanente se seguía bombeando el segundo corazón y la runa de vida hacia ellos. Debía bastar para que llegaran a los nichos.

Caminé tras los tres colosos tratando de reducir la separación entre ellos y yo. Sé que no supondría diferencia alguna, pero me sentía más tranquilo si reducía al mínimo el espacio que la energía debía salvar. A mi espalda, sin perder ojo a la operación, el capitán.

Estaban a medio camino entre el trinquete y la proa cuando lo inesperado, lo inconcebible, ocurrió: el mascarón principal se detuvo, paralizado en pleno movimiento. Los escoltas, carentes del impulso de su líder, le imitaron.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Sep 192014
 
 19 septiembre, 2014  Publicado por a las 11:11 Sin comentarios »

Capítulo 18 Fuerza de Mascarón: Misión cumplida

La Orgullo navegaba abandonada a su suerte. Con el horror y la desesperación campando por la cubierta habíamos olvidado nuestras responsabilidades, esas que cualquier buque exige de manera permanente. Yo mismo tenía mi parte de culpa: durante el acto final del combate entre Marco y la criatura me había quedado hipnotizado, contemplando esa lucha increíble. Como resultado de ello había dejado sin supervisión directa a los mascarones. De esa manera los titanes de madera se habían dejado llevar por la inercia, que acabó impregnando de caos sus movimientos. Las estatuas seguían bogando, pero lo hacían de una manera desmañada. Los remos golpeaban unos contra otros, a veces llegando no a ciar pero sí a palear en vertical las aguas. Ahora, demasiado tarde, comprendía que el hechizo para poder contemplar aquel duelo había debilitado mi vínculo con las estatuas. Tanto que éste había acabado por quebrarse.

¿Cuánto tiempo permanecieron solas las estatuas, sin una mente que dirigiera las energías que recibían? Aquella falta de control podría haberlas dañado, tanto o más que el abandono de los últimos años.

Sobre la cubierta todavía seguía flotando el títere espía. Retorcí la mano izquierda en un gesto rápido, destejiendo al fisgón reprimiendo una maldición. ¡Cómo me arrepentía de haberlo conjurado! Más me hubiera valido centrarme en mis chicos, confiar en el viejo Larsenbar y en el resto de la tripulación para manejar los problemas sobre cubierta, para que nos defendieran…. ¡Yo sólo me debía a los mascarones, no al espectáculo! Al fin y al cabo, ¿en qué había ayudado yo? En nada. A lo sumo en hacer que todos peligráramos más si cabe. Y a insubordinarme ante el capitán.

Más allá de las amuras se repetían los golpes de las palas contra el agua. Carecían de cadencia, de ritmo alguno. ¡Cuán caro podría haberle salido a mis chicos mi distracción! Si no hubiera querido ver cómo se desarrollaba el combate, si hubiera permanecido volcado sólo en ellos.
Relatos de Fantasía - Barco Navegando
El dolor regresó a mi puño en toda su indescriptible intensidad tan pronto como volví a centrarme en los mascarones. Lacerante, parecía que el corazón de mi diestra bombeaba ácido puro, incandescente al tiempo que gélido. La esfera de energía, que con el abandono se había encogido y deformado, saltó recuperando el radio que había lucido en su máximo esplendor. El estallido ocurrió con tal brusquedad que me arrojó al suelo. Notaba cómo la burbuja se apoderaba de mí: encerraba casi todo mi brazo, con el segundo corazón palpitando a trompicones asmáticos, luchando por organizar las energías que recibía. La runa de vida, despertada tras su letargo, vomitaba una tormenta de fuego azul. La ventisca de rayos golpeaba furiosa las paredes de la burbuja de fuego pugnando por romperlas. Sus lenguas color cobalto intenso lamían me la piel del brazo y la del costado. El olor, punzante y terrible, de mi propia carne quemándose fustigó mi nariz. ¡Nadie lo diría, pero el hedor de uno mismo consumiéndose no tiene nada que ver con el que producen los otros! Posee una indefinible esencia, una cualidad horrible que, luciendo una sonrisa de labios cauterizados, susurra tu nombre. El hedor de mi propia combustión tapaba incluso el de Marco y la criatura.

La runa me consumía. Olvidada en mi puño, el símbolo había retenido la energía de los dioses. Sola, la runa había gestionado las fuerzas de esa manera que sólo las realidades dotadas de una brizna de Voluntad pueden manejar. No con inteligencia, tampoco con mesura. Mucho menos con salvajismo. Lo había logrado con algo que sólo se puede adivinar cuando se escucha la Melodía de la Canción de la Realidad. Algo incomprensible para el común de los mortales, sólo accesible a los más sabios. Por supuesto yo no me hayo entre ellos. Sólo sé que la runa en mi ausencia hizo algo con las energías, algo que me salvó de morir triturado por su poder. Las había aplacado como podía, suministrando parte de ellas a los mascarones. Pero aquello no había bastado. Ahora, de nuevo vinculada a mí, se liberaba de toda responsabilidad y soltaba su furia. Traté de someterla, dominarla. Notaba cómo las fuerzas de Animación retorcían mi carne, mis huesos: los tejidos pulsaban mientras las energías los desgarraban y remodelaban. Por un instante recordé las leyendas de los vol–señores de Efímera, expertos en consunción. Se creía que tenían habilidades especiales y horribles para moldear a su gusto la carne y el alma de los mortales. ¿Esa mítica técnica se parecía a lo que ahora padecía? ¿Y los sujetos sometidos a ella debían soportar un sufrimiento como éste?

Cerré los ojos y traté de relajar mi cuerpo. Tendido como estaba sobre el maderamen no debía permitir que los fuegos de la esfera entraran en contacto con los listones. Levanté el brazo en vilo, apunté al cielo y me concentré. Debía dominar los flujos. Mi visión interior los mostraba como ríos de aguas tumultuosas, unas aguas que poseían el irrefrenable impulso destructor de la lava.

Empecé a musitar las letanías aprendidas en el Templo Escuela. A ellas unía grafos retorcidos y gestos mentales. Creaba circunvoluciones de ideas siguiendo técnicas interiorizadas tras cientos, miles de horas de entrenamiento en el templo. Por fin logré crear unos diques que dirigieran esos los torrentes de energía salvaje: ya no destruían mi carne sino que fluían hacia sus destinos, los mascarones.

–Gustaff. Gustaff…

La voz sonaba distante, como surgida de un sueño.

–Está bien, ¿señor Gustaff? Ya ha pasado ­–Larsenbar. La voz pertenecía al capitán–. Nos hemos deshecho de la criatura, hemos dejado atrás la cazador. Todo ha pasado, señor Gustaff.

Gracias a usted.

Aquellas palabras me obligaron a volver a abrir los ojos. Me encontré con el viejo arrodillado a mi lado. Su rostro volvía a irradiar seguridad y frialdad. Sólo el brillo en sus ojos denotaba emoción: en concreto satisfacción. Me estaba tendiendo su diestra.

–Levante, señor Gustaff. Usted ya ha cumplido.

La mano me invitaba a levantarme. Le agradecí el gesto, tomé su mano e impulsado por él me puse en pie.

Más allá del viejo la Orgullo regresaba a la normalidad. Las arboladuras volvían a estar engalanadas con hombres arriando el paño sobrante. Otros marineros, tirando de sus amarras, orientaban las vergas para que recogieran el ahora suave viento con la mayor eficacia posible. Un pequeño grupo armado con fregonas y cepillos limpiaba los restos de sangre (blanca y rojiza) que manchaban en el suelo de popa. Los dos encargados de los braseros asfixiaban las brasas con cubos de agua. En el de estribor efectuaban esa tarea con especial delicadeza y cuidado: en parte se quería homenajear a Marco, al héroe ya difunto; pero de igual manera se deseaba conservar todo lo que hubiera quedado del engendro para un posterior estudio en Ashrae.

Mis ojos ascendieron de la arboladura al cielo que se ocultaba más allá. Con lentitud iba ganando un agradable tono dorado. Un puñado de nubes dispersas, corriendo hacia Poniente, era lo único que manchaba el tapiz celeste. Las nubes de formas largas y desagarradas parecían apresurarse, como si huyeran de algo. O del recuerdo de una presencia horrible. El cazador.

El vigía ocupaba de nuevo su puesto en la cofa del mayor. Le vi con su gorra de visera calzada, escudriñando con especial atención el horizonte a nuestra popa. Callaba. Bendito silencio el suyo: no había vela alguna a la vista, ni amiga ni enemiga. Noté como una cascada de refrescante alivio recorría mi espalda haciéndome temblar. Más vale solo que mal acompañado.

–Señor Gustaff. Su brazo…

El dolor había remitido, pero un escozor sordo se mantenía tanto en la mano como en el resto de la extremidad. Alcé la mano ante mi rostro, en parte temeroso de lo que me podía encontrar. La esfera de fuego había reducido su diámetro, llegando ahora sólo hasta mi codo. La parte de brazo que había quedado descubierta tenía un aspecto que sólo podía calificar como preocupante. Se había vuelto rugosa y granulosa, como cuero podrido, y de un color grisáceo con vetas de verde sucio. No se parecía nada al resto de mi cuerpo. Incluso la piel costado, aunque irritada e hinchada por la quemazón, mantenían su aspecto humano. Humano, un calificativo que ya no se le podía dar a lo que colgaba de mi hombro. El cuero podrido de mi brazo se estaba resecando y escamando a ojos vista. Ante la atenta mirada mía y del capitán la piel se agrietaba tejiendo una especie de red. Por las grietas empezó a manar un líquido acuoso.

–Esto se lo deberemos tratar el contramaestre o yo mismo, señor Gustaff. En el alcázar. Y debe descansar. Tanto usted como sus mascarones.

Apenas le escuchaba, contemplando cómo el icor que surgía de mi piel descendía por mi brazo hacia la esfera de fuego. El líquido atravesaba sin problema alguno (ni chisporroteos ni vaharadas de vapor) la burbuja de llamas. Dentro de ella mi segundo corazón y la runa de vida continuaban latiendo.

El dolor en mi brazo había cambiado de matices, pasando del dolor insoportable a un ardor lacerante pero que podía manejar. Ahora, quizá por la acción del líquido que salía de las grietas en mi piel, empezaba a notar una inquietante sensación de humedad en el segundo corazón. Por un momento pensé que me estaba dominando el flujo de Zuhlhu, el guardián del mar. Aquello carecía de sentido: ambos flujos, de Zuhlhu y de Thxotugá, estaban equilibrados, dominados tanto por el segundo corazón como por su runa de vida. No podía dominar uno sobre otro.

Focalicé mi atención en la runa. Su resplandor azulado al fin empezaba a perder fuerza. Aun así seguía palpitando, sólo que ahora lo hacía con destellos más arrítmicos y sincopados. Eso parecía indicar que la runa, pese a su propia Voluntad, no lograba trenzar bien los dos chorros de energía. Algo por otro lado lógico, dado que el encargado natural de esa labor era el tutor de mascarones, yo. ¿Desde cuándo sucedía esto? La corriente circulaba deshilachada, con un componente de caos superior al tolerable. La culpa de ello sin duda recaía en mí: había abandonado mis labores de supervisión del proceso. Yo mismo había provocado el problema. Esa descompensación en los flujos podría haber puesto en peligro a los mascarones y de paso a la misma Orgullo. Por fortuna mi carne debía haber actuado colmo filtro, llevándose lo peor. La mano y el brazo moldeados por esa punzada de caos aleatorio podían suponer un precio muy bajo a pagar en comparación que lo podía haber sucedido. Rezaba porque los mascarones no estuvieran afectados.

Con esfuerzo reorganicé el desastre: murmuré plegarias de sumisión y de control, tratando de apaciguar los flujos. Esa tarea me obligó a sumergirme en el caos de los flujos de pies a cabeza. Zambullendo mi alma en ese río me resistí a que su corriente me arrastrara. El esfuerzo se clavaba en mis nervios con frías dentelladas, trepando del brazo a mi columna y de ahí a la cabeza. Por unos instantes, o lo que a mí se me hicieron instantes, noté cómo me convertía en un mascarón más. Mi cuerpo creyó estar tallado de una única pieza de madera, una estatua sagrada y ungida con óleos secretos. Recibía y procesaba las energías ya no sólo con mi segundo corazón, sino también con el primario e incluso con todo mi cuerpo. Mi mente, reducida a algo testimonial, se limitaba a intentar sintonizar con la Canción, buscando melodía en el caos. La esencia básica de la realidad resonaba en cada recoveco de mi carne –las vetas de mi madera–, tamborileando sobre mis huesos –nudos y vasos de savia cristalizada–. La sensación de caos decrecía con lentitud a medida que la Canción se imponía. Las aguas volvían a su cauce, y con ellas los últimos remanentes de dolor remitían.

Regresé a la realidad de la cubierta de la Orgullo de Ashrae más agotado que nunca, pero ya con los flujos bien trenzados. Las estatuas recuperaron el ritmo de boga.

–Señor Gustaff, ya basta. Ya no hace falta más impulso.

Claro. Sí, el viejo me lo había dicho: que mis chicos dejaran de remar. Pulsé los hilos, de nuevo homogéneos y coherentes, que me unían con los dos poderes. Ejecutando la salutación ritual agradecía a los poderes su auxilio. Las hebras se diluyeron: una se hundió regresando al seno del mar; la otra ascendiendo perdiéndose en el cielo de la mañana. Los mascarones quedaban libres de la influencia de los dioses.

–¡Gustaff! Por los dioses, ¿qué hace?

–No se preocupe, capitán: en mi puño conservo energía suficiente como para animarlos hasta sus nichos –respondí con la voz más firme que pude sacar. Sabía que estaba ejecutando una maniobra arriesgada, pero prefería devolver a mis chicos a sus nichos sin el influjo de los dioses: tras comprobar el nivel de caos que habían soportado temía que recibieran más sobrecargas. Una sola más los haría peligrar. Y a mí con ellos.

Aun así el capitán debía dejar clara su postura:

–Sabe que esa maniobra es muy arriesgada. Y va contra el reglamento.

En los ojos del viejo se adivinaba una leve amenaza.

–Señor, lo grave ya ha pasado. El engendro está muerto y del cazador no queda ni rastro. La misión está cumplida.

–Retire a sus chicos. Le quiero ver de inmediato en el alcázar. Para estudiar ese brazo suyo derecho… y para hablar de más cosas.

–Por ejemplo ¿de Marco? ¿Me va a explicar lo que ha sucedido?

Larsenbar entrecerró los ojos.

–En la medida que pueda, sí.

–¿En la medida que pueda?

–Señor Gustaff, soy el capitán de esta nave, el responsable de toda su tripulación y su cargamento. Pero no soy un dios omnisciente.

–Con todos mis respetos –insistí recalcando la palabra, aunque la actitud que había demostrado al inicio de la crisis le había hecho descender en mi escalafón de respetabilidad–, señor: usted es un maestro.

–Un maestro. Y un hombre. No lo olvide, Gustaff. Todos a bordo somos hombres. Falibles. Le contaré mis sospechas relativas a Marco. A él y a su extraña mascota.

Pero ahora haga descansar a sus chicos, por favor.

No había más que discutir. Me volví hacia el mascarón maestro.

–Parad. Soltad los remos.

Los colosos respondieron con movimientos secos, bruscos. Las seis manos soltaron los remos, que quedaron tendidos sobre la cubierta como enormes gusanos petrificados. Impulsados por la inercia de las aguas todavía oscilaron arriba y abajo un par de veces más. Mientras eso ocurría se podía oír los crujidos de la madera al retorcerse en sus músculos, recuperando posturas más relajadas.

Por fin los remos se detuvieron. Sin que diera tiempo a respirar varios miembros de la tripulación empezaron a desencajar las pasarelas. Los remeros habían acabado su labor. Ahora les llegaba el momento de descansar.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Sep 122014
 

Capítulo 17 Fuerza de Mascarón: Un combate no imaginado

De improviso Marco se abalanzó contra la criatura. Parecía imposible que alguien como él, que nos superaba a todos tanto en edad como en peso, pudiera moverse con esa agilidad. Su carrera, explosiva y súbita, cruzó las brazas de cubierta que le separaban del engendro en apenas una exhalación. Cuando no le quedaban apenas unos codos para llegar a la pasarela Marco se elevó. No saltó: se elevó. Parecía flotar, volar, tal era el impulso que poseía. Parecía más una fuerza de la naturaleza que un hombre. Marco placó a la criatura con la fuerza de un ariete. El engendro lo recibió con una jungla de garras, zarpas y garfios recién emergida de su núcleo. Pero aún con todo aquel despliegue de armas no pudo evitar el impacto brutal. La maza ardiente de Marco golpeó el corazón del engendro, derribándolo y arrastrándolo casi una braza pasarela adentro. Sin quererlo estaban a punto de rebasar los remos del mascarón de popa.

–No. ¡No! ¡No!

Mis gritos no sirvieron de nada. Veía como los nuevos contendientes se adentraban en la tabla en dirección a proa pero ¿qué podía hacer yo? ¿Qué podía hacer nadie?

Marco pugnaba contra la bestia. Cuando podía llegar, sus puños en llamas machaban y revolvían la esencia del núcleo líquido de la bestia. Otras veces se veía obligado a forcejear con las diversas patas que salían a su paso. Las atenazaba con sus manos de fuego, retorciéndolas y quebrándolas como si se tratase de barras de queso. Los chasquidos resonaban por toda la cubierta. El coloso de fuego estaba derrotando a la aberración. El contacto de su cuerpo envuelto en llamas hacía que la criatura retrocediera apartándose de las llamas. Ante Marco sus golpes se volvían débiles, tímidos. Parecía que se negara a acercarse a su masa incandescente, menos aun a tocarla. Del núcleo surgía un aullido agudo y aterrador en el que se notaba algo hasta ahora nuevo: temor, impotencia.
Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón - Barco
El viejo titán de fuego estaba logrando lo que nadie hasta el momento había conseguido: combatir de tú a tú contra el engendro, hacerlo retroceder. Pero no sólo Marco luchaba contra la bestia. Saltando de un lado a otro, de una pata a otra, entre los tentáculos y las zarpas, lanzándose contra el núcleo e incluso zambulléndose en él, correteaba una pequeña bola de fuego: Jinx. La rata, aprovechando tanto su reducido tamaño como su agilidad de roedor, esquivaba con gran eficacia las defensas de la criatura. En su imparable danza no dejaba de lanzar dentelladas y zarpazos, desgarrando allí donde podía. Y por allí por donde pasaba dejaba un rastro de huellas de fuego. Con los puños de Marco sucedía algo similar: las llamas empezaban a repartirse por todo el engendro, debilitándolo.

El engendro retrocedía. Abrumada por el ataque del hombre y la rata se adentraba en la pasarela, trastabillando cuando no rodando, pero siempre hacia la proa. Hacia mí.

Marco desencadenaba una tormenta de puños de fuego sobre el núcleo líquido del monstruo, del que empezó a brotar un vaho blanquecino. La criatura ululaba sin parar, su voz entrecortada e incluso ahogada. Entre sus aullidos, casi sumergidos en ellos, se seguían escuchando los mimos continuos noes.

–¡No! ¡N-oh!

Sonaban sin cesar, repitiendo la palabra como si de un conjuro se tratara.

Marco siguió quebrando patas en su pugna por hundir sus puños en el corazón líquido de la bestia. Esta se defendía conjurando más extremidades, pero aun así se veía incapaz de detener al tornado de fuego. También Jinx continuaba atacando al engendro, su pequeña forma llegando allí donde Marco no podía acceder. El anciano seguía empujando a la masa de la criatura pasarela adentro. Ahora que ya carecía del impulso de su carrera se apoyaba en sus piernas y en sus manos para obligar al animal a retroceder. Así, girando unos sobre otros, retorciéndose en un baile de fuego rojo y resplandores blanquecinos, bestia, hombre y rata se adentraron hacia proa trazando sobre la madera un ligero zigzag. Cuando parecía que iban a caer sobre cubierta Marco siempre encontraba la manera de aferrarse a una jarcia, a un obenque o a la misma batayola y evitarlo. Cuando, por el contrario, se acercaban demasiado a la borda el anciano hincaba en ésta un pie o una mano deteniendo el avance. A su paso dejaban salpicaduras resplandecientes, mezcla del líquido del núcleo junto con ropa e incluso carne incandescente de Marco y Jinx. Hombre y rata herían a la bestia desgarrando su centro, pero ellos no salían indemnes.

Todos permanecimos paralizados contemplando esa inesperada lucha. La bestia, al fin consciente de que ni sus garras ni sus dagas parecían detener a Marco y a Jinx, volvió a convocar a su boca de ácido. Desde menos de un codo de distancia lanzó un escupitajo contra el pecho de marcos, pero éste, su cuerpo convertido en una pira viviente, no pareció ni siquiera acusarlo. Pero sí respondió al ataque: el tentáculo ya inflaba de nuevo sus carrillos, dispuesto a volver a escupir, cuando una mano de Marco lo estranguló como de una tenaza se tratara. Jinx no perdió la oportunidad y, usando el brazo de Marco como puente, saltó sobre el tentáculo. Sin perder un solo latido la rata empezó a roerlo por la parte posterior de la boca escupidora. El aullido de la criatura aumentó en intensidad mientras los incisivos del roedor destrozaban el tentáculo. Cuando logró perforar su piel del todo la rata se hizo a un lado. Marco mantuvo su presa, impidiendo moverse al apéndice. Un chorro rojizo y denso se derramó, recorriendo toda la longitud de la especie de manguera para acabar vertiéndose sobre el núcleo del engendro. Una erupción de vapores lechosos surgió de allí donde el líquido sanguinolento y ácido entraba en contacto con el blancuzco de la criatura. El engendro se revolvía sobre sí mismo, ahora sus propias patas intentando liberarse del contacto del ácido rojizo.

Ese instante de debilidad de la bestia Marco lo aprovechó para seguir arrastrándola hacia proa, esa vez con más rapidez. Ya estaban rebasando la altura del mascarón maestro. Se encontraban a tan escasa distancia que no necesitaba al títere. Lo vi todo con mis propios ojos. La jungla de patas, el tentáculo preso bajo la férrea presa de un puño de fuego. Y el rostro. La cara de Marco parecía una máscara descompuesta y desencajada, una masa negruzca oculta bajo la resplandeciente capa de llamas que la envolvían. Sus labios abrasados se habían retraído dibujando una mueca fija, toda ella dientes atenazados. Pese a todos los estragos que el fuego había causado en su piel, e incluso más allá del velo de llamas, pude adivinar sus ojos. Se me asemejaron a brasas ciegas encendidas, pero dotadas de un indescriptible resplandor interno. Fiereza y salvajismo en estado puro. En efecto, toda una fuerza de la naturaleza. O una muestra de apabullante Voluntad. Esa misma energía se adivinaba en la rata, Jinx. El animal, una vez desgarrado el tentáculo y vertido su contenido, había vuelto a correr por todo el cuerpo de la criatura, un borrón de lenguas de fuego. Saltaba de un lado a otro del engendro mientras varias patas intentaban atraparlo. Saltaba y atacaba para al instante siguiente volver a saltar, un torbellino de garras y dientes. Pequeño, incansable y furtivo, estaba plantando tanta guerra como su amo. Si Marco golpeaba con sus puños como mazas y quebraba las patas, Jinx desgarraba con sus zarpas la burbujeante superficie del núcleo. Y todo ello siempre con el objetivo de arrastrar al engendro hacia proa.

La bestia, incapaz de defenderse, siguió cediendo terreno. Su canto bajaba poco a poco de intensidad, apagándose y tiñéndose de notas tristes. Ahora se podía oír con más facilidad las voces, que no dejaban de repetir una y otra vez la misma palabra:

–N–oh. N–oh ­–murmuraban.

–No, no, no –rugían.

Ya no les quedaba más que unos pocos codos para llegar al final de la pasarela. Habían rebasado los remos del mascarón escolta de proa y todos creíamos que iban a seguir recorriendo ahora la cubierta hacia el trinquete, cuando Marco cambió de táctica: ancló con firmeza sus dos pies en la borda que sobresalía y haciendo palanca propinó un último empujón a la bestia. Un empujó no hacia proa, sino para alejarse de la borda, hacia el interior de la nave, hacia babor. La masa de patas, arrastrada por el anciano, cayó fuera de la pasarela y rodó sobre la cubierta. Vi cómo el conjunto se acercaba a mi posición. Horrorizado retrocedí más allá del palo mayor.

Una forma gritaba histérica a mi espalda: el marinero encargado del brasero estaba sufriendo un ataque de histeria. No le presté atención mientras trastabillaba y salía huyendo en dirección al bauprés. Ya se repondría. O quizá no. Poco importaba: el destino de la Orgullo, de todos nosotros, rodaba por cubierta adentro.

La confusión de hombre, animal y bestia se retorció unas pocas brazas, en un zigzag errático. La bestia luchaba tratando de volver a dominar la situación. Pero Marco se imponía a golpe de puntapié y empellón. De esa manera guió al conjunto hacia el eje imaginario de la nave… hasta acabar por precipitarse en el nicho ardiente del brasero de estribor.

Ni hombre ni rata hicieron el menor intento de escapar al contacto de los rescoldos. Más aún, parecían buscar las brasas, como si desde un primer momento desearan revolcarse entre los carbones al rojo blanco. Y arrastrar con ellos al engendro. Profiriendo un aullido como hasta ese momento no había lanzado, la bestia acabó sumergida en la pequeña piscina de fuego sólido.

Entonces lo comprendí. O creí comprenderlo. El anciano gigante había aprovechado el momento en el que la criatura subía a la pasarela. La había arrastrado, obligándola a rodar hacia la proa. Todo para lograr algo que pocos a bordo podrían lograr: enfrentar al engendro a aquello que lo podría destruir, una enorme masa de fuego sencillo y puro, una lo bastante grande como para acoger a toda la criatura.

El grupo se revolcaba en los carbones ardientes. Éstas se adhirieron a la carne, a los tentáculos, a las patas, al propio corazón derretido de la criatura. Los rescoldos se engarzaban en sus cuerpos como si de gemas preciosas se trataran. En pocos latidos el resplandor ígneo del carbón cubría por completo a hombre, rata y engendro formando una masa indistinguible. Su rojo centelleante se confundía con el de las llamas de Marco y Jinx, y se diluía en el lechoso resplandor de la criatura. En ese juego de luces y brillos costaba ver el anciano. Pero si uno se esforzaba lograba distinguir cómo con una mano se aferraba a las patas de la bestia mientras con la otra tomaba puñados de carbón y se los clavaba por todo el cuerpo. La bestia se defendía con torpeza, lanzando golpes, ciegos al igual que débiles, en todas direcciones. Algunos llegaban a Marco. El viejo titán los encajaba en silencio. Otros golpes, la mayoría, sólo lograban revolver el nicho de carbón, haciendo que el trío se hundiera más y más en el brasero.

En medio de esa locura de fuego y dolor la rata seguía corriendo alocada, tan indiferente al fuego como su amo. Revolviéndose entre las brasas hundía sus dientes en el corazón de la bestia, agarrando con sus patas piedras al rojo vivo para luego introducirlas en los huecos recién abiertos.

La lucha siguió. Marco y la criatura se habían fundido, resultando imposible distinguir dónde acababa uno y empezaba la otra. Del pequeño Jinx no quedaba la menor huella, sin lugar a dudas absorbido por las moles de los otros dos.

Embate tras embate, revolcón tras revolcón, el combate continuaba.

La masa mitad humana y mitad… otra cosa, la masa –digo– se revolcaba entre los carbones ardientes con cada vez menor vitalidad. A veces, fruto de esos movimientos, algunos rescoldos saltaban con mayor o menor fuerza fuera del brasero. Casi se diría que huían.

El siseo de la bestia no había dejado de subir de tono, más y más agudo. Casi se diría que poseía cierta nota de histeria. Pero aun con todo iba perdiendo intensidad. Por fin parecía que el engendro empezaba a perder fuerzas. Algo similar sucedía con el anciano, cuyos movimientos se volvían más cadenciosos. Pero, pese a las muestras de cansancio, seguía pronunciando aquella misma palabra. Me costaba adivinar cómo inmerso en ese lago de fuego sólido lograba inhalar el aire para repetir sin pausa:

–No, no, no, no.

–N–oh.

La réplica, ese ‘no’ solitario, procedía de un punto muy cercano a mí, pero no del interior del brasero. La voz poseía una cualidad chirriante, apenas modulada. Sí, ya la había oído antes. Y no pertenecía a Marco. Nunca le había pertenecido.

–N–oh. N–oh d’behn vholv­–her.

A mi derecha, agazapada sobre la cabeza del mascarón maestro, descubrí la figura todavía humeante de Jinx. La enorme rata observaba el drama que se seguía representando en el brasero con una mirada intensa e inteligente. El pelaje había desaparecido en casi todo su cuerpo, revelando una carne chamuscada y cauterizada. Unos delgados hilos de sangre, densa y oscura, chorreaban por las pocas heridas que permanecían abiertas.

–Jinx. Hablas.

La rata me clavó unos ojos de una intensidad anormal. Me enseño los dientes. No supe si aquel gesto significaba sonrisa o amenaza. Con lentitud el animal devolvió su atención al brasero.

Animal. ¿De verdad podía considerarlo un animal? ¿Podría calificar a Marco como un simple marinero? El anciano había manipulado las teas de aceleración con un poder inaudito, algo que no se aprende en ningún lado. Con Voluntad. Y le acompañaba una especie de espíritu familiar, un demonio disfrazado de diminuto animal. El engañoso ser había acompañado a su amo más allá de donde cualquier animal irracional hubiera llegado. ¿Cuánto de normal y cuánto de fachada había en Marco y en Jinx?

Incapaz de responder a esas interrogantes imité a la presunta rata y observé el brasero. El combate se había convertido en una penosa pugna de moribundos. Las lenguas de fuego envolvían a los dos luchadores, que parecían haber perdido tamaño e incluso sustancia. El fuego les había consumido, con lentitud pero sin pausa. La criatura ya no intentaba matar a Marco, sino que volcaba sus escasos esfuerzos en huir de las brasas. Las energías que le quedaban al marinero las dedicaba a abrazarla, a obligarla a regresar a los carbones. Ignoro cuánto tiempo duró aquello: me limitaba a contemplarlo hechizado. Sabía que estaba presenciando la base de una leyenda, algo que se contaría por años, si no por siglos.

Los golpes y empujones se volvieron cada vez más dispersos y desganados. Cuando uno creía que todo había acabado de repente una pinza se arrastraba fuera de las brasas; tras ella emergía, acompañada de un ‘no’ apenas musitado, algo que sólo en otro tiempo podría llamarse mano. La garra, reducida a una deforme masa de carne chamuscada y hueso desnudo, apresaba a la huidiza extremidad y la volvía a sumergir en el fuego.

El tiempo pasó y en Levante acabó por aparecer una tímida franja de luz. La claridad regresaba al mar de Ashrae, un amanecer despejado y tranquilo. Tan tranquilo como los restos que yacían en el interior del brasero. A la luz del sol naciente apenas se podía distinguir a la criatura y a Marco de los rescoldos de carbón. Todo resplandecía de igual manera. La cubierta, de popa a proa, se había contagiado de una manta quietud. El hedor de la carne carbonizada ascendía por la arboladura como si se tratara de una pestilente niebla de ofuscación. Los ojos de los presentes permanecían clavados en la masa incandescente. Un grumo informe en el centro, algo más oscuro, evidenciaba la presencia de algo distinto al carbón. Imposible diferenciar lo humano de inhumano.

Sobre mi cabeza sonó una especie de latigazo. El chasquido me arrancó del hechizo. Vi los rostros de mis compañeros, la tripulación de la Orgullo: decenas de ojos hipnotizados, mirando abstraídos lo que ocupaba el brasero. Paseé la mirada por cubierta y reparé en una ausencia: Jinx había desaparecido. Debía haberse retirado al interior de la nave, quien sabe si para lamerse las heridas o para abrazar al Olvido. Su amo, aquel con el que compartía todo, había muerto. La idea me golpeó como una maza: ya no volvería a hablar con Marco, nunca más tendría la oportunidad de fantasear con sus historias de los tiempos del viejo imperio. Todo eso había terminado.

Un nuevo latigazo resonó desde la arboladura. Desperté del todo.

La Orgullo navegaba por aguas en calma. Los pendones que remataban los palos ondeaban con cansina languidez de un lado a otro evidenciando que apenas quedaban restos de viento, y este nos llegaba en ráfagas. Las gavias y el resto del paño seguían desplegadas al máximo para recibir un viento que había decaído tiempo atrás. Ahora pendían con peligrosa flacidez. En el trapo los empellones traicioneros del viento racheado formaban grandes ondulaciones que recorrían el tejido con falsa calma. Sólo demostraban su furia cuando, al llegar a los puños, hacían restallar las jarcias con súbitos latigazos. Pero nadie parecía escuchar aquellas explosiones: la tripulación al completo permanecía hechizada por lo sucedido.

Miré hacia estribor. Del cazador no quedaba rastro alguno. Sobre el horizonte no se divisaba vela alguna. Le habíamos dejado atrás.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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