La habían encontrado a la orilla del camino, tiritando y con un aspecto andrajoso, mientras traían el rebaño al redil y se preparaban para pasar el invierno. Los primeros copos de la estación comenzaban a cubrir con un fino manto blanco los campos de mieses y aquella extraña se encontraba tendida sobre una ligera capa de nieve. Cuando Festan se acercó a ella vio la fragilidad de su cuerpo y se preguntó de dónde vendría, cuál sería su historia para acabar allí, tan lejos del bullicio de la gran villa.
Festan la recogió cuidadosamente con la ayuda de su hijo Umarai. Juntos habían salido con las reses a pastar en los últimos días del otoño y el primogénito le ayudó aquella vez en las labores de pastoreo. Normalmente Umarai trabajaba en la villa como aprendiz de un viejo carpintero, un oficio que le permitiría alejarse de las duras tareas del campo. A su padre le había costado varios favores hacer que le admitieran dentro del gremio, pero se sentía orgulloso de las habilidades de su hijo con la madera. Por eso se esforzaba en darle una buena educación.
La extraña no había abierto la boca, ni se había quejado ni asustado con la presencia de los dos hombres. Festan se acercó al carro y la depositó suavemente en su interior. Umarai no pudo evitar mirarla, para los ojos de un hombre que acababa de salir de la adolescencia el cuerpo y el rostro de una mujer hermosa no pasaban desapercibidos. El joven captó una fugaz ojeada, algo casi imperceptible que sólo se producía cuando dos almas se atraían. Un estremecimiento recorrió todo el cuerpo de Umarai, por un momento se quedó petrificado hasta que su padre le sacó de su ensimismamiento.
— ¡Umarai, no tenemos todo el día!
El joven reaccionó instintivamente y ambos se pusieron en marcha hacia la granja en la que vivían. Cuando llegaron, Varussa, su mujer, salió a recibirles sensiblemente inquieta. Festan ordenó a su hijo que se ocupara del rebaño y azuzó al caballo que tiraba del carromato; no se había dado cuenta, pero la extraña se había sentado detrás de él con las piernas cruzadas y sonriendo sensualmente, muy alejada del aspecto lamentable que tenía en el momento de encontrarla.
— ¡Varussa!
A la mujer le pasaron miles de pensamientos por su cabeza en aquel momento y, principalmente, una buena explicación por parte de su marido.
— ¡Varussa! —insistió Festan—. ¿Qué es lo que ocurre?
Su mujer no le quitaba el ojo de encima a aquella extraña. Festan se dio cuenta de que algo pasaba y se giró para comprobar qué era lo que le llamaba tanto la atención a su mujer. Se topó con la figura de la muchacha, casi podía sentir su aliento, oler su cuerpo. Un irrefrenable sentimiento de deseo nació en su interior, mientras ella lo observaba tan profundamente que le costó salir de su ensimismamiento.
— ¡Tu hija! —le contestó fríamente al ver su actitud— volvía de la villa y dice que un hombre la asaltó y la forzó.
— ¿Cómo? —preguntó saliendo de su ensimismamiento.
— ¡Está dentro!, no quiere hablar con nadie.
— Pero, ¿cómo ha ocurrido?
— No lo sé, no ha querido dar detalles —se limitó a decir—, estaba esperando a que regresaras para que hablaras con ella, aunque veo que estabas bastante entretenido y preocupado con otros asuntos —Festan la fulminó con la mirada.
— Tardamos porque Umarai oyó unos gritos y nos encontramos a la muchacha.
— ¡Por lo menos esta vez no ha sido por el juego!
— ¡Cuida de ella!, voy a ver si Lisi me cuenta algo de lo que ha ocurrido y quiere hablar conmigo. —Mientras se alejaba, Varussa ayudó a bajar del carro a la extraña joven.
— No era mi intención causarte problemas —su dulce voz la calmó y la hizo avergonzarse por su conducta.
— ¿Te encuentras bien? —dijo interesándose por ella. La extraña asintió—. Pasa, dentro estarás más cómoda.
En la casa había un amplio salón que conectaba con una cocina baja y una amplia chimenea, justo delante de unos bancos de madera forrados por grandes cojines rellenos de lana. La extraña se sentó en una butaca de roble situada entre la cocina y el fogón. Sin darle tiempo a Varussa a atender a su invitada, se produjo un alboroto fuera, en el redil. Umarai había reunido el rebaño, y cuando estaba a punto de cerrar el cercado, una de las reses se había espantado y había intentado saltar la valla de madera. Al intentar atravesarla, las patas delanteras habían tropezado con la parte alta de la cerca y el animal había caído de cabeza contra el firme, desnucándose.
— ¿Qué a ocurrido? —le preguntó Festan a su hijo desde la habitación de Lisi.
— No lo sé, se ha asustado —le respondió una voz en la oscuridad.
Lisi salió para ver lo que ocurría. Temblaba mucho más que antes. Su padre la observaba y presentía que su hija pequeña, de apenas ocho primaveras, era capaz de intuir algo que a los adultos se les escapaba. Volvieron dentro y dejaron que su hermano mayor se ocupara de la res muerta. Festan se puso de cuclillas delante de su hija y la agarró de los hombros, intentando sacarle del trance. La niña miraba por la ventana y temblaba presa del pánico.
— ¿Qué está ocurriendo Lisi? —la niña era incapaz de articular palabra.
Festan lo intentó varias veces, pero la cría no respondía. La cogió entre sus brazos y la acostó en la cama. La arropó entre las mantas y cuando comprobó que estaba más tranquila y calmada, salió de la habitación sin hacer ruido. Bajó las escaleras y vio a su mujer llorando con un cubilete y unos dados en la mano.
— ¡Me dijiste que lo habías dejado! —Festan no entendía nada, ni mucho menos de dónde habían salido aquellos dados— Por tu culpa casi nos arruinamos, vinieron de la villa a por nuestra hija como pago, y tuvimos que empeñarnos aún más para que no se la llevaran. ¡Nos costó años recuperarnos! —estaba confuso— ¿y ahora vuelves a jugar?— Varussa lo acusaba y no sabía por qué.
— ¿Dónde está la extraña? —preguntó mirando a su alrededor.
— ¡Y a quién le importa! ¿Es que no escuchas lo que te estoy diciendo?
Festan corrió fuera en busca de su hijo. Fue al cercado y todo estaba en silencio. Rodeó el redil para buscarlo y sólo encontró a la res muerta y con el cuello partido. El resto del rebaño se agrupaba en lugar apartado, alejado del granero. Festan recogió una bielda sin perder de vista la entrada del enorme edificio donde guardaban el grano y se acercó cautelosamente. Abrió la puerta, todo estaba oscuro y en silencio. Encendió una antorcha y exploró el interior del granero. En una zona apartada, encima de un montón de paja, encontró el cuerpo sin vida de Umarai. Se encontraba con los pantalones bajados y la cara desencajada. Al granjero le dio un vuelco al corazón al ver el cuerpo de su hijo allí tendido.
Se oyó un grito fuera, un grito muy agudo. «Lisi», pensó. Automáticamente salió corriendo en dirección a la casa por miedo a que le sucediera algo malo a su pequeña. Cuando entró, encontró a Varussa colgada de una de las vigas que soportaban el peso del piso superior, se había ahorcado. Parecía que no había soportado volver a pasar por el calvario que casi les lleva a la ruina, la adicción que tenía su marido al juego. Creía que no había vuelto a apostar, y así era, pero a Festan no le había dado tiempo a explicarse.
La extraña estaba sentada en la butaca, con una sonrisa de satisfacción en su rostro. Lisi se encontraba en mitad de las escaleras y la señalaba con sus pequeños dedos. Volvía a tener la mirada de terror en los ojos.
— ¡Ella lo hizo!, disfrazada de hombre —Ahora lo entendía todo.
Festan se abalanzó sobre la extraña y la ensartó con las afiladas puntas de la horca. Un grito de ultratumba resonó en la habitación. Lisi se agazapó y se tapó con fuerza los oídos debido al estridente chillido. La extraña agarró el mango del apero de labranza y sacó poco a poco las puntas que le atravesaban el pecho, bajo la atónita mirada de Festan. La extraña tiró al suelo la bielda y se acercó hasta su agresor con una sonrisa en la boca. El fuego de la antorcha se interpuso entre ellos. La mujer retrocedió, no le gustaba el fuego y eso no se le había escapado al granjero. La acorraló justo delante de la chimenea y de improviso le dio un fuerte puntapié que la desequilibro y la lanzó al interior, a la lumbre. Una gran llamarada de color verde emergió y todo comenzó a arder.
Festan buscó a su hija entre el denso humo. Pasaron unos minutos hasta que el mismo se recuperó de la explosión y encontró a la niña. Salieron de la casa y se arrastraron como pudieron hasta que la estructura se desmoronó hasta los cimientos. Se oyó una gran carcajada en el cielo y cuando levantaron la mirada para ver de dónde procedía, un aura de color verdoso ascendió por encima de las llamas y se alejó.
Calena, la bruja, había vuelto a hacer de las suyas y eso le encantaba. Festan conocía bien a aquella bruja que atemorizaba a los habitantes de la villa, y se culpaba por no haberse dado cuenta de quién era la extraña que había encontrado tendida sobre la nieve. Se tumbó a los pies de los humeantes restos de su casa mientras veía alejarse a Calena. Lo había perdido todo.
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