Ago 012014
 
 1 agosto, 2014  Publicado por a las 11:11 Sin comentarios »

Capítulo 17 Fuerza de Mascarón: Un combate no imaginado

Mi grito sólo estaba vocalizando lo obvio. O quizá imploraba porque el pasmo y el temor desaparecieran de mis compañeros. Dependía de ellos. En otras circunstancias hubiera relevado de su trabajo de remero al mascarón atacado, lanzándole contra el engendro. Pero no podíamos permitirnos perder un tercio de impulso. Estábamos ganando distancia con respecto a la nave pirata y no debíamos dejar escapar la que quizá fuera nuestra única oportunidad. Además tampoco tenía la seguridad de que la estatua, en su estado actual, pudiera enfrenarse a esa abominación con posibilidades de ganar. O siquiera de sobrevivir.

Pero no estaba sólo en la tarea de hacer responder a la tripulación:
Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón Tripulación
–Señor LoMing, que sus hombres formen una pared de hachas entre la bestia y los mascarones –espoleado por mi llamamiento el capitán trataba de organizar una defensa–. Señor, Sortanno, que sus dragoneros se dispongan a entrar en combate. Inmediatamente. El fuego de los dragones no ha servido; a ver si ocurre lo mismo con el acero de sus sables.

»Señor Abdarmar, reclute un grupo de entre los más recios de la marinería para que apoyen al grupo de LoMing. Luego organice al personal de proa para entrar en liza a mi señal.

»El resto, ustedes los de popa, estén preparados para responder a la agresión en cuanto se lo ordene. Caballeros, ese monstruo no debe pasar. No debe acercarse a los mascarones.

» Señor Gustaff, mantenga el ritmo. Por todo lo sagrado: ¡no detenga a los mascarones! ¡Que sigan bogando!

LoMing y sus hombres corrieron para plantarse ante la bestia. Aun con el miedo en sus rostros balancearon las hachas ante ella. La criatura, con el paso cortado, se detuvo. Una de las patas del engendro se adelantó con lentitud hacia los hombres. Tanteaba el aire dubitativa, como si tratara de asegurarse de la presencia de los marineros. LoMing no mostró igual reparo y descargó su hoja con fuerza. El filo del hacha se hundió en la pata con facilidad, llegando casi a cercenarla. Desde mi sitio escuché el curioso sonido que el golpe produjo: apagado y blando, más parecido a un chapoteo que a un tajo de metal contra carne y hueso. Por un instante me dio la impresión de que la hoja había golpeado una masa de mermelada. LoMing extrajo el hacha de la pata. Goteaba un líquido lechoso y luminiscente que salpicó la cubierta. Libre del metal la pata acabó de partirse, desgajándose en numerosas esquirlas resplandecientes. Las lascas saltaron por los aires lanzando destellos similares a cristales rotos, uniéndose a las gotas de sangre blancuzca. Del muñón brotaba un denso chorro de algo similar a leche. Durante un par de latidos la bestia sostuvo en el aire su miembro cercenado. Daba la impresión de estar sorprendida o desconcertada, como si no supiera reaccionar. Al fin optó por retirar el muñón, del que aún manaba sangre blanca, y retroceder hacia la borda. Resultaba imposible leer impresión o sentimiento alguno en esa masa de patas sin rostro, pero esperábamos que se diera cuenta que íbamos a defendernos, a causarle daño. Que íbamos a plantar cara, a luchar por nuestras vidas.

El animal volvió a colocarse junto a la borda. ¿Ya estaba? ¿Habíamos ganado? por supuesto, nadie pensaba eso. Pero había quedado muy claro que las hojas le afectaban, e incluso que huía de ellas. Un grito satisfacción surgió de las gargantas de los hombres. Al menos existía una oportunidad de enfrentarse y vencer a esa monstruosidad. La criatura se agazapó contra la borda, una compacta mole de extremidades plegadas y retraídas. Casi se diría que parecía acongojada. El cerco sobre ella se cerró, con LoMing y sus hombres ganando terreno y cerrando filas.

–¡Refuercen la retaguardia de LoMing! ¡Quiero una nueva fila entre LoMing y el mascarón! –En la voz de Larsenbar se notaba de nuevo la energía y la seguridad previa a la llegada del cazador.

Un grupo, constituido por los marineros más fuertes y dirigido por el contramaestre, se unió al de LoMing formando una barrera entre el remero y la criatura. Estos nuevos hombres esgrimían lo que habían podido agarrar de manera improvisada, desde fregonas a cabillas, pasando por unos pocos cuchillos de faena. El nostramo, junto al carpintero jefe, organizó a los hombres de tal manera que optimizaran los espacios no dejando hueco posible. Cuando acabó su tarea regresó al centro de la cubierta para perderse en la trampilla que descendía a la segunda cubierta. Tras el muro reforzado, ahora por en torno a una veintena de marineros, se colocaron otros cinco hombres con gavillas y algún garfio de estiba.

Mientras tanto no llegaba a la decena el número de hombres, escogidos entre los más delgados y ágiles, que corrieron a ganarle la retaguardia a la criatura. Esgrimían pértigas de estiba, largas varas acabadas en pequeños ganchos. No causarían daño a ese animal pero bastarían para incordiarlo y acosarlo, molestando sus maniobras.

Al mismo tiempo los dragoneros descendían por la escalera de la toldilla con los sables en ristre. Instantes después se colocaban entre ambos grupos. De esa forma la bestia se hallaba acorralada, con hombres armados rodeándola por todos sus flancos. Sólo le quedaba despejado aquel por el que había llegado: las aguas corrosivas del mar.

–Acósenla e impídanla adentrarse en cubierta –gritó el viejo–. ¡Lancémosla por donde ha venido! ¡Al agua!

Los marineros corearon las últimas palabras del capitán y se lanzaron al ataque. Los dragoneros, como si constituyeran un sólo hombre, se lanzaron sobre ella sable en mano. Los primeros mandobles se enfrentaron a las patas y lograron un efecto similar al de LoMing: varias de las extremidades estallaron en mil pedazos.

Pero la criatura parecía que no se iba a dejar amedrentar: aun agazapada contra la borda retorcía otras patas haciendo que sus garfios y ganchos, sus pinzas y dagas, bailaran ante los marineros esquivando las acometidas. Los miembros surgían de su cuerpo esférico, hendían el aire con ademán amenazador para al instante siguiente volver a perderse entre la jungla de patas, e incluso sumergirse de regreso en el núcleo líquido.

No sólo se defendía: se estaba exhibiendo. Demostraba el incomprensible poder de su esencia maleable. El suelo que pisaba estaba casi anegado de líquido lechoso, salpicado de incontables pedazos de materia de la criatura, pero ello no parecía haberle afectado. De vez en cuando uno de los tubos romos y gruesos surgía del núcleo y rebuscaba en el charco. Se comportaba como el hocico ansioso de un cachorro, husmeando y de vez en cuando absorbiendo líquido o esquirlas. No estoy seguro de que nadie se fijara en eso, como tampoco creo que nadie se diera cuenta de otro detalle: quizá me ayudó mi posición alejada, pero creí notar que la criatura perdía tamaño. Tomé como punto de referencia la altura de la borda y me fijé en el diámetro del núcleo. Unos latidos después no me quedó la menor duda: se estaba escogiendo.

Mientras reducía su tamaño continuaba esquivando los ataques. Más aún, incluso se permitía empezar a hacer fintas, a jugar con sus movimientos. Generaba nuevos miembros de esa nada fluida que era su centro. Daba la impresión de que nunca se cansaba, soportando todo el castigo que la infringieran y siempre generando nuevas armas. En efecto, estaba exhibiendo su poder ante la tripulación, consciente de que su mejor arma muy bien podría ser el terror que generaba.

Me pesa admitirlo, pero su estrategia parecía surtir efecto: los hombres espaciaron sus golpes, volviéndose éstos más inseguros y aplicados desde más distancia. La euforia inicial se estaba esfumando.

La criatura empezó por bufar. Recordaba a una bestia acorralada, avisando a sus atacantes de que estaba a punto de saltar. La bestia se encogió contra la borda. Vi cómo su núcleo seguía perdiendo volumen. ¿Qué estaba pasando? ¿Dónde iba a parar toda esa masa?

Los dragoneros, quizás creyendo que el sonido denotaba debilidad, respondieron al bufido con una nueva acometida. Sin embargo el nuevo asalto no logró el mismo efecto destructivo que los anteriores. Ahora las patas y los garfios, así como las extremidades mismas, resistían los tajazos. Los hombres se quedaron desconcertados, paralizados por la sorpresa con los brazos extendidos y las armas aún sobre la bestia. Parecían haber pensado que todo resultaría como en los primeros embates. La criatura no desaprovechó la oportunidad y respondió buscando carne. Ese primer contragolpe sólo la fortuna impidió que no acabara en una matanza. Los grafios y las dagas de cristal hendieron el espacio que separaba a la criatura de los dragoneros casi como si un resorte los hubiera disparado. Con un sonido extraño, ni metálico ni blando, chocaron con los sables que los soldados alzaron con apresurada torpeza. La fila de dragoneros retrocedió, al igual que el muro de LoMing.

El combate se igualaba.

De alguna manera el engendro se había adaptado a sus atacantes haciendo más resistentes sus extremidades. No sólo eso cambió en ella: el bufido amenazador dio paso a un escalofriante cántico. Su voz, un ulular dulce y tentador, subía y bajaba siguiendo una melodía que quizá por lo hermosa se nos hizo más aterradora aún.

Mientras la bestia cantaba no dejaba de lanzar zarpazos en todas direcciones, tanto a los dragoneros como al grupo de LoMing. Por alguna razón no parecía molesta por el otro puñado de hombres que con sus pértigas trataba de desviar sus patas. A esos apenas les dedicaba la atención de unas pocas patas con las que contrarrestar las pértigas.

El aspecto mismo de la bestia había cambiado. El núcleo seguía resplandeciendo líquido y maleable, pero las patas y sus extremos armados parecían estar recubiertos de una coraza. Hasta ahora habían tenido un aspecto blando, como de melaza blanquecina, emitiendo de cierto brillo; eso había cambiado para adquirir un tono mate similar al del hueso descarnado. Pero al contrario que el hueso de nuestros cuerpos, frágil y quebradizo, éste no cedía ante los golpes de las hachas o los sables.

Los hombres, conscientes del cambio en las reglas del juego, ya no lanzaban golpes de manera fortuita. Ahora los hombres buscaban las articulaciones de las patas, únicos puntos donde la coraza ósea podía ceder.

La pelea estaba igualada, ambos bandos dando y recibiendo. Los lances se sucedieron: la bestia resistía los golpes, apenas perdiendo un par de extremidades. En esas ocasiones las patas regresaban con presteza al núcleo, en cuya esencia líquida desaparecían. Por su parte los hombres esquivaban y placaban los golpes de la criatura. Las hachas paraban los garfios y las pinzas con relativa facilidad, mientras que las varas y gavillas desviaban las dagas impidiendo que acertaran en sus objetivos. Y mientras todo esto sucedía el engendro cantaba, silbando llena de lo que parecía demente alegría. Qué diferente esa actitud de la de los hombres, que murmuraban y bufaban por el esfuerzo mientras mascullaban maldiciones e improperios.

El suelo de la cubierta en torno a la criatura resplandecía con los miembros cercenados y la sangre de la bestia. Ninguna gota roja teñía el blanco. Durante mucho tiempo, muchos embates, la situación se mantuvo así. Hasta que un grito inarticulado surgió del grupo de LoMing: un garfio de hueso había acertado en la pierna de un marinero de su grupo, hendiendo la tela del pantalón, desgarrando la carne. La sangre salpicó la cubierta de la Orgullo, mezclándose con los lechosos restos de la criatura. Ahora sí estábamos igualados. El auténtico duelo de poder empezaba.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Jun 062014
 
 6 junio, 2014  Publicado por a las 11:11 Sin comentarios »

Capítulo 14 Fuerza de Mascarón – Y llega el momento

–Detengan el lanzamiento de carga –nadie esperaba escuchar la voz del capitán, y menos aún dando esa orden. ¿Acaso noté en la voz del viejo cierto aire de cansancio? Pero no había tiempo para apreciaciones. La orden se acató con fatalismo: equivalía a darnos por vencidos. Aunque a estas alturas casi nadie a bordo creía que soltando lastre lográsemos deshacernos del cazador. Nos quedaban pocas opciones, y ninguna halagüeña. ¿Cuál de ellas escogería el viejo?–. Despejen la cubierta preparándola para zafarrancho de combate –todas las dudas se disiparon: nos enfrentaríamos a los piratas, aunque esto supusiera perder la vida. Los viejos y temibles tiempos habían regresado–. Dispongan un par de docenas de teas de aceleración en la borda de estribor. Preparen los braseros de ofuscación, y con doble carga. Coloquen en cada palo un faro de zafarrancho. Pero todavía no los enciendan: háganlo sólo a mi orden. Mientras tanto quiero la cubierta despejada en menos que canta un gallo.
Relatos de Fantasía - Niebla de Guerra
Señor Sortanno –dijo dirigiéndose al maestro de armas. El orondo hombre hasta ese momento estaba apoyado en el pasamanos de la toldilla que presidía la cubierta supervisando la suelta de cargamento. Ostentar ese cargo militar en una nave civil en cierta medida era como una losa: como militar de carrera, a bordo de un buque como la Orgullo, dedicado a labores de cargo y abastecimiento, jamás obtendría el reconocimiento o gloria que podría ganar en otro buque de combate. Pero ahora que se le presentaba la posibilidad de demostrar su valía sus ojos bailaban desorbitados en un rostro sudoroso y pálido–, escoja a dos de sus hombres, los de mejor puntería. Quiero a esos dos hombres armados con ballestas, las del mayor alcance que tengamos en el armero. Se apostarán en sendas troneras del alcázar, a estribor. Y pertrechados con dados de siemprearde.

Señor LoMing, disponga la borda de estribor de la toldilla de tal manera que todos los dragones de babor, menos dos, se puedan acoplar a ella. Los dos restantes deberán colocarse en la barandilla de popa, también hacia estribor. Espero –apostilló Larsenbar en un tono más lúgubre– que no los tengamos que usar.
Señores, me temo que ha llegado la hora de demostrar la valía de los hombres de la Marina de Ashrae.

Nada más: parecía claro que las palabras de ánimo carecían de sentido ante ese cazador. Todos teníamos bastante claro que nos jugábamos el pellejo, y que dependía de nosotros el salir con vida de esto. La única reacción por parte nuestra consistió en una leve estupefacción, seguida de inmediato de carreras. Varios compañeros agarraron las gruesas argollas de las tapas de los braseros: bajo ellas se ocultaban unos profundos huecos cóncavos y forrados de una resistente aleación de acero. Situados a la altura del palo mayor, a medio camino entre éste y la borda, los braseros se usaban para quemar un carbón especial, el llamado carbón de ofuscación. La combustión de ese material no sólo iluminaba o daba calor, sino que (lo más importante) desprendía un humo denso y pegajoso. El humo envolvería la nave de una bruma defensiva, una suerte de caparazón etéreo que se supone nos brindaría cierta protección frente a la magia. Tras descubrir los braseros los hombres partieron al sollado, donde se almacenaban los sacos del carbón.

LoMing subió por la escalera de la toldilla para evaluar los cambios que debería hacer en la estructura. Esa sección de borda no estaba preparada para albergar a los dragones. La tradición dictaba que en un buque no de guerra los dragones se repartieran por la borda de la cubierta principal, nunca en los castillos. La orden del capitán obligaba a cambiar su distribución hacia una más bélica, lo que implicaba a reforzarla: la madera de la borda no estaba preparada para soportar el retroceso de los dragones sin que se descoyuntara y algún hombre acabara herido. Esas adaptaciones requerían un trabajo de carpintería rápido y eficaz, o incluso un leve toque de Voluntad por parte del capitán para asegurar el resultado. De la maestría del enjuto carpintero dependía que esa maniobra tuviera éxito.

Por su parte Sortanno, con dos marineros tras él, bamboleaba su prominente barriga escaleras abajo, hacia el armero. Otro grupo de marineros siguió al maestro de armas, pero con otro destino: el polvorín. La estructura maciza recubierta de planchas de metal, todas ellas ungidas y bendecidas, hacía del polvorín una auténtica caja fuerte, más robusta incluso que el armero. Todas precauciones eran pocas ante la posibilidad de que se produjera una catástrofe en ese cuarto: las sustancias que albergaban no se limitaban a estallar, sino que podían devorar la nave entera. Entre los diversos materiales que se almacenaban allí destacaban las teas de aceleración y los siempreardes en sus diversas formas.

Las teas de aceleración tenían el aspecto de jabalinas delgadas. Tan altas como un hombre, en grosor no superaban al dedo de un hombre grueso. Estaban elaboradas con madera tan liviana que casi no pesaban. Uno de los extremos era romo, mientras que el otro disponía de una punta afilada rodeada de una especie de nudo grueso y duro lleno de explosivo. En la raíz de dicho abultamiento había un pequeño anillo metálico que albergaba un mínimo suspiro de Voluntad: gracias a él la lanza podía escuchar y comprender las palabras de quien la esgrimía, siempre que se dirigiera a ella siguiendo un ritual concreto. Sin pronunciar esas fórmulas las teas se reducían a lanzas largas y frágiles, apenas útiles. Pero en manos de alguien adiestrado, capaz de susurrarles un objetivo, se convertían en dardos ciegos que partían hacia su destino con velocidad siempre creciente. Por esa especie de avidez se habían ganado el sobrenombre de ‘de aceleración’: parecían ansiosas de clavarse en su destino. Casi por norma, al menos en naves como la nuestra, se usaban para espantar a los colosales maarenotes, leviatanes cuyos lomos acorazados sólo se veían afectados por el tipo de explosivo de estas teas. La única utilidad bélica eficaz de las teas consistía en usarlas para intentar incendiar el velamen de un enemigo. Sin duda con ese objetivo las pretendía usar el viejo.

Por otro lado estaban los siempreardes. Se podría decir en los siempreardes estaba la razón de la extrema robustez del polvorín. La sustancia supone un perpetuo peligro, poseyendo su propio armario estanco. Esa alacena poseía, por normativa de la Marina, refuerzos especiales: una caja ignífuga de paredes aseguradas contra el fuego con los óleos más poderosos. Además una banda de Voluntad la rodea, haciéndola resistente a las más potentes explosiones.

Por siemprearde se conoce a una densa sustancia oleosa de muy compleja elaboración, usada en principio para impregnar objetos. Al prender los objetos así recubiertos se genera una llama que emite un calor insoportable. Además esa llama no se puede apagar jamás, con ninguna substancia ni magia conocida. Ni siquiera el uso de la Voluntad domina ese fuego. El objeto arde hasta consumirse por completo: cuando al fin la llama desaparece del objeto no queda nada, ni siquiera cenizas. Una forma especial y más poderosa de siemprearde tiene la forma de diminutos dardos de paredes elaboradas con placas de yesca: se trata de munición en extremo peligrosa que se usa en ciertas armas arrojadizas. Esos dardos al chocar contra su objetivo se prenden solos, iniciando un inapagable incendio que devoraría toda la zona de impacto. Eso iban a manejar los dos ballesteros desde las troneras del alcázar.

Hasta aquel momento yo nunca había visto en acción al siemprearde. Todo cuanto sabía se reducía a mis lecturas: el siemprearde durante siglos ha constituido uno de los mayores orgullos de la Marina de Ashrae, y su elaboración uno de los secretos mejor guardados. Puro Arte de Hombre, carente de magia o Voluntad, sólo ingenio.

Sortanno regresó a cubierta con sus hombres cargando dos enormes ballestas pesadas. Los dos hombres pertenecían a la exigua dotación de dragoneros con la que contaba la Orgullo. A decir verdad en la Orgullo no había dragoneros auténticos: en realidad se trataba de marineros que habían recibido el adiestramiento necesario para manejar los dragones, pero cuyas labores principales (como de hecho sucedía con la inmensa mayoría de la tripulación) estaban en cubierta, entre mástiles, velas y cabos. Pero no podíamos disponer de nada mejor. Otros dos de los dragoneros se dirigieron hacia el baúl donde guardaban los cebadores y los aperos de los dragones; el resto de ellos cargaban con las parihuelas de munición, disponiéndose a repartirla a lo largo de los emplazamientos de los dragones. En la toldilla LoMing marcaba las partes que debía taladrar y asegurar para poder fijar los dragones que el viejo había pedido.
El nostramo señaló al vigía y a un grupo de hombres, todos ellos monos de arboladura: marineros especializados en trabajos en las ahora vacías perchas superiores. En este momento, en el que se habían tendido todas las velas y no había orden de modificarlas, constituían personal desocupado:
–Ayudad a Lo –dijo el nostramo. Me extrañó escuchar su voz: Abdarmar en muy raras ocasiones dictaba órdenes verbales, bastándose en todo momento con su silbato. Sus palabras espolearon a los hombres, que se apresuraron a ponerse a las órdenes de LoMing. En ese preciso momento regresó a cubierta Jorggen , el carpintero de segunda. Cargaba con increíble destreza una voluminosa caja de herramientas y varios postigos largos, sin duda de la madera más dura que había encontrado en la carpintería. Había partido en busca del material sin que nadie le dijera nada, consciente de que su jefe los necesitaría en breve.

Ejemplos similares de actividad frenética se vivían por toda la cubierta. Yo nunca antes me había visto inmerso en un zafarrancho, con lo que todo suponía una absoluta novedad: a primera vista toda esta actividad podría parecer idéntica a cualquier otra maniobra urgente, pero la tensión que se palpaba la hacía única, envuelta en un halo fatalista. En los rostros la emoción se mezclaba a partes iguales con el miedo y la preocupación. La tripulación se movía con un punto de inseguridad, como si temiera cometer algún error que luego todos pagáramos, a saber si con la vida.

Pero con o sin ese toque de miedo las tareas avanzaban. En los braseros prendía una carga extra de carbón. Los bloques relumbraban con un agradable tono rojizo y empezaban a despedir un humo pesado y de olor acre. El humo se arrastraba por cubierta como si se tratara de lava, adhiriéndose a todas las superficies. Las volutas parecían lamer las maderas con ansia, poseídas de tal avidez que contra toda lógica trepaban por los cabos y la arboladura hacia las velas. Todo aquello estaba previsto y deseado, por supuesto, pero no por ello se me hacía menos sorprendente. En poco tiempo la nave entera estaría envuelta por ese brumoso sudario, lo que nos brindaría un aura defensiva frente a la magia. Todos esperábamos que resultara útil ante los piratas.

En medio de las carreras y el trasiego Larsenabr seguía dictando órdenes. El nerviosismo afilaba la voz del capitán, y las explicaciones con las que de vez en cuando apuntillaba sus comandas no hacían otra cosa que evidenciar su tensión. Tras los meses que llevaba a bordo de la Orgullo hubiera jurado que por sus venas corría hielo. Sin embargo ahora el hombre gritaba con una voz irreconocible, aguda y vibrante como la de una moza histérica. Se supone que un capitán debe mantener la calma en todo momento para dar ejemplo a sus hombres, pero quien diga eso debería colocarse en un situación como la nuestra, enfrentándose a un terror que parecía sacado de libros de historia olvidados. Puedo comprender el estado de nervios del viejo: más aún cuando él, y sólo él, tenía acceso al miralejos y a ver gracias a él los detalles de la cubierta del cazador. El hombre parecía obsesionado en ello, dedicando cada dos por tres miradas al buque pirata a través del tubo, tras las cuales se desgañitaba con mayor fuerza. No tenía la menor duda de que algo en él se había quebrado. ¿Qué veía o había visto en la cubierta de ese buque que le aterraba de esa manera? Ninguno lo sabíamos, y estoy seguro de que muchos de nosotros no deseábamos conocerlo.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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May 302014
 

Capítulo 14 Fuerza de Mascarón – Y llega el momento

Las nubes de tormenta ya cubrían casi todo el cielo. Desde su oscuro corazón pulsaban vientos salvajes, vientos que parecían querer expulsar al sol y a su moribunda luz. El astro, acobardado, se agazapaba tras su velo de vapor, allá en Poniente. No permanecería mucho más sobre el horizonte: tras el ocaso el Mar de Ashrae quedaría sumido en una oscuridad sólo desgarrada por los relámpagos.
Relatos de fantasía - Fuerza de mascarón - Barcos
La embestida de la tempestad, con sus vientos de Naciente cada vez más intensos, se hacía notar en la mar: la superficie del mar, plácida al inicio de la tarde, ahora se erizaba de olas altas como colinas, pequeñas montañas coronadas por gallardetes de espuma. Ese mismo viento de popa hinchaba nuestras velas, ayudando a la Orgullo a escalar por las faldas de las olas. La nave cabeceaba con seguridad en medio de ese mar embravecido, demostrando su buena factura: ascendíamos con suavidad y descendíamos con preocupación. El momento delicado llegaba al rebasar los valles entra ola y ola: entonces, al enfrentar la nueva pendiente, el botalón se sumergía en las aguas instantes antes de la roda hendiera la superficie. Como en todo barco que surque el Mar de Ashrae, su casco está tratado de manera especial para soportar el beso abrasivo del agua. Partes como el botalón, que se enfrentan de manera especial al elemento, tienen además un revestimiento que dificulta el deslizamiento de chorros de agua sobre él, hacia el bauprés y la proa. Aun así algunos regueros se aventuraban hacia la cubierta. Una pieza reforzada de la borda, situada justo sobre la raíz del bauprés, frustraba esos intentos y acababa de desviar el líquido casco abajo. Con el velamen desplegado casi por completo cada ataque a una ola se asemejaba al de un ariete contra el portón de una fortificación. Todos a bordo sentíamos vibrar la Orgullo cuando el botalón, y luego la quilla, chocaban contra el agua. El conjunto parecía un enorme corazón, con un golpe seco y breve seguido de otro más intenso y prolongado. Bendito corazón que mientras percutiera sin pausa nos aseguraba la permanencia sobre las olas. Desde mi sitio en la proa podía sentir la fiereza de dichos embates: el filo de la roda partía la superficie apartando las aguas como si se tratasen de páginas de un libro. La red de chinchorro se extendía apenas unos codos sobre ésta, los suficientes para quedar a salvo de las salpicaduras. Sólo unas pocas lograban acariciar la malla, y ninguna alcanzaba la borda para tranquilidad de la tripulación: la elevada obra muerta, rasgo de construcción de naves de enorme importancia en el Mar, se encargaba de evitarlo.

Por el momento ninguna ola había logrado rebasar las bordas, y dado que estábamos soltando cargamento no se esperaba que esto sucediera. No hay mayor horror en este mar de aguas causticas que descubrir que un temporal puede crear olas semejantes que puedan barrer la cubierta. Pero siempre existe la posibilidad de una ola huérfana, una que almacene más energía que las demás, e intente subir allí donde sus hermanas no se atrevan. Todo marinero es consciente de tal peligro y contempla con calculado respeto las olas que golpean los costados del barco. Pero pese a la fiereza del temporal éste nos ayudaba: los torreones de agua nos embestían desde popa, impulsando a la nave.

La Orgullo proseguía su huida enfilando hacia Poniente. Al otro lado del horizonte esperaban la costa de Ashrae, y con ella el cobijo. Hasta el momento de avistar tierra debíamos hacer todo lo posible por no caer en manos de los piratas, por lo que seguíamos arrojando carga, fardos y más fardos calafateados en negro. Pese a ser casi invisibles en la superficie encrespada del mar el cazador continuaba rescatándolos. Los hilos de tejido blanco, resplandecientes en la oscuridad de la tormenta, se perlongaban como una especie de rayos sólidos. Capturaban todos y cada uno de los fardos, habiendo alarde de una precisión matemática escalofriante.

Al fin el sol se hundió por completo bajo el horizonte, despidiéndose hasta el día siguiente con el habitual destello verdoso. El aguacero arreciaba disminuyendo la visibilidad, que sólo regresaba gracias a los cada vez más frecuentes relámpagos. En otras circunstancias hubiéramos bendecido estos elementos: bajo su abrigo se podría haber intentado alguna maniobra para dar esquinazo al cazador. De hecho mientras la tarde avanzaba estoy seguro de que todos albergábamos esa esperanza. Pero con la desaparición del sol esa ilusión también se esfumó. Pese al empuje del viento y las olas la separación entre nuestra nave y la de los piratas se seguía reduciendo. El desenlace de la persecución parecía cercano, y ni de lejos a favor nuestro. Para aumentar nuestra desazón la noche reveló algo que la luz del día había enmascarado: el cazador estaba envuelto en una luminiscencia rojiza, un aura que pulsaba con suavidad casi orgánica, como si un corazón furtivo la animara. Las murmuraciones se intensificaron a bordo, y a estas alturas ya ni el temple ni la presencia del capitán o del nostramo parecían acallarlas.

Algo en el resplandor se me hacía familiar. Estudié el buque de proa a popa, desde la misma línea de flotación hasta lo más alto de sus mástiles, tratando de encontrar una explicación a esa súbita sensación que me carcomía por dentro. De improviso lo descubrí: la figura del cazador parecía carecer de volumen, asemejándose en cierta manera a un dibujo realizado sobre una tela rugosa y granulada. Prestando mayor atención pude cerciorarme de que en efecto contemplaba una especie de urdimbre. El cazador, visto a través de esa aura, parecía una imagen tejida sobre un tapiz deshilachado. Sobre ese imposible lienzo pude apreciar zonas más densas, como anudadas o enredadas, y otras a punto de desgajarse. De los bordes del barco surgían hilos sueltos que ondeaban al viento. Casi se podría decir que contemplaba un barco de juguete, desastrado y a punto de desmembrarse debido al paso del tiempo y las inclemencias. Todo ello encajaba con lo expuesto en cierto legajo que una vez descubriera en la biblioteca del Templo el Mar, allá en Larsoña. En él se describía algo similar a la que ahora contemplaba: unos campesinos habían divisado una extraña carroza avanzaba sin animal alguno que la arrastrara. La carroza estaba envuelta en un aura sangrienta y parecía algo irreal, un dibujo que hubiera tomado vida. En el legajo se trataba de explicar dicha visión aduciendo que estaba originada por una Catarsis, un infrecuente fenómeno recurrente que sucede cuando la tensión entre Los Poderes llega a extremos de ruptura. En esos momentos Los Poderes desatan sobre la tierra sus pesadillas, lo que les permite relajarse y regresar a su continua pugna. Si el cazador tenía un origen similar nos enfrentábamos a un producto de Catarsis, y por lo tanto a la acción de poderes descomunales, de la Voluntad en su esencia más básica y salvaje. Marco había sugerido que el cazador provenía de Efímera. Ahora yo, contemplando aquellos rojizos hilvanes, lo dudaba: no creía capaces a los vol–señores de Efímera, aun con todo su aterrador manejo de la Voluntad, de obrar semejante proeza.

¿De qué Poder había surgido el cazador? ¿Y por qué había reparado en la Orgullo? ¿Qué transportábamos como para semejante despliegue de Voluntad?

Mis compañeros de a bordo, aun sin poder adivinar la naturaleza exacta de nuestro perseguidor, intuían que nos enfrentábamos a algo que no podíamos manejar. Los conocía lo suficiente como para estar seguro de que todos ellos tenían grabada a fuego en su mente la imagen de los tiempos de los brujos–corsarios. Durante generaciones habían protagonizado historias de terror, cuentos murmurados para asustar a niños, pero también –o sobre todo– a mayores: su crueldad y sadismo, espoleada por las mentes enfermas de los gobernantes de Efímera, había trascendido las costas del Mar de Ashrae en el que actuaban propagándose mucho más allá, tierra adentro. Pero ni siquiera en esas historias se describía algo como el barco que nos perseguía. ¿Significaba este barco que nuevas y temibles presencias se habían apoderado del Mar de Ashrae? ¿Cruzar sus aguas volvería a suponer arriesgar no sólo la vida, sino también el alma?

De nuevo tuve que quedarme sin respuesta. Ante mí sólo tenía una certeza: el buque pirata, o lo que de verdad fuera, cada vez estaba más cerca.

Contemplé con nuevos ojos, brillantes por el temor, aquella nave.

Empecé a apreciar una tímida actividad sobre el rojizo lienzo desastrado del cazador. En efecto, algo se movía en él. En él o sobre él. Hasta entonces la tripulación del cazador se había mostrado en extremo esquiva. Sin embargo ahora, cuando nada ocultaba su extraña naturaleza, parecía que habían optado por dar muestras de presencia: pequeñas motas anónimas, grumos de tono burdeos que contrastaban sobre el resplandor bermellón de la nave, se desplazaban por la cubierta y la arboladura. Lo hacían de una manera extraña, con movimientos dotados de una fluidez que me recordó a los de las arañas patrullando por su tela. O a gorgojos vampirizando una planta enferma.

–Parecen deslizarse de puntada en puntada –­murmuré.

–¿Q–é dis–es, shi–co?

La voz me sorprendió, no sabría decir si porque no la esperaba o por la sonoridad chirriante que poseía, apenas modulada. Me giré descubrí dos pares de ojos clavados en mí con idéntica intensidad: los de Marco, enmarcados en arrugas, y las pequeñas chispas de su mascota, la rata. El animal se sentaba en su hombro izquierdo y en la oscuridad parecía un apéndice malsano. El viejo marino pestañeó exigiendo una respuesta.

–Nada, Marco, nada. Tonterías.

El marinero no quiso insistir, lo cual agradecí, y su atención regresó al buque pirata. Sin embargo la rata me mantuvo la mirada, sus pequeños ojos resplandeciendo al ritmo de los relámpagos. La mandíbula del animal oscilaba como si rumiara algo. Me percaté de que la camisola del enorme marinero parecía desgarrada por encima del hombro. Quizá el roedor, de tan unido como estaba a su amo, había llegado al punto de alimentarse no sólo con él, sino de él. O al menos de sus ropas. Contemplé el desgarrón en la prenda y los hilos apenas visibles. Un látigo de chispas fustigó mi columna. La rata quizá se alimentara de los hilos de su ropa: ¿ocurriría eso mismo con los hilos del cazador y su tripulación?

El viento había rolado unos grados pasando de empujarnos justo desde popa a hacerlo con un ligero ángulo de babor. La tormenta, sin quererlo, nos ayudaba: los piratas ahora deberían luchar contra un viento desviando su proa. Un murmullo de contenida alegría se propagó por la Orgullo: si el viento mantenía la dirección quizá pudiéramos tener una oportunidad de escapar al abordaje.

–Arríen la mística ­–el capitán respondía con presteza al cambio en la dirección del viento. Mis hombres y yo corrimos a obedecer. La operación estuvo concluida en un suspiro y el grueso de la tripulación pudo volver a centrarse en el cazador. Los chapoteos de la carga al ser arrojada a las aguas se sucedían con la regularidad de un cronómetro. El barco pirata, sin cambiar de curso, continuaba recogiendo cada bulto. Pero esa ávida obsesión jugaba a nuestro favor: mientras él subía a bordo la carga ganaba peso en la misma cantidad que nosotros lo perdíamos. Nos volvíamos más livianos mientras él debía arrastrar más carga. En esas circunstancias por lógica deberíamos empezar a ampliar la distancia. Pero su vaporosa silueta rojiza no dejaba de ganar terreno. Aun con el viento golpeando su proa no se apreciaba que sus velas perdieran nada de volumen. Al contrario, para asombro de todos nosotros las gavias y los paños de sus cuatro mástiles seguían tan hinchadas como desde un primer momento, recibiendo un fantasmal pero evidente impulso desde su popa.

Regresó a mi mente aquel legajo que viera en Larsoña, el del carruaje fantasmal. Un carruaje autopropulsado. Ninguna bestia lo arrastraba o empujaba. Y sin embargo el texto decía que podía correr más rápido que un caballo. ¿Este buque escondería una magia similar y no necesitaría viento para avanzar? Tenía velas, sí, pero ¿qué vientos capturaban?

Ya nadie lo negaba: el cazador estaba recortando distancias.

Al estar más cerca los pequeños cuajarones que recorrían el cazador iban tomando formas reconocibles: la tripulación la formaban individuos bajos, gruesos y achaparrados. Apenas podíamos apreciar detalles, pero parecían moverse desnudos por la cubierta y la arboladura, ajenos al mal tiempo. Y lo hacían sin la ayuda de ningún farol. De hecho toda la nave estaba sumida en la más intensa oscuridad: parecía que el resplandor fantasma que la envolvía le bastara a la tripulación para maniobrar. Nosotros teníamos como excusa para trabajar sin los faroles el intentar no dar pistas de nuestra posición, hacer todo lo posible por perderlos de vista. Pero ellos ¿qué ganaban al no prender farol alguno, ni siquiera la menor candela? Ese resplandor rojizo enfermizo parecía bastarles. No había nada ni lógico ni natural en aquel buque: navegaba a todo trapo contra el viento pero con las velas hinchadas, y estaba comandado por una tripulación que prefería trabajar envuelta en una luz demencial.

Una tripulación tan extraña como eficaz. La orden de tirar a las aguas el cargamento seguía cumpliéndose a rajatabla, algo a lo que desde el cazador contestaban con semejante puntualidad: decenas de maromas blancas hendían la oscuridad buscando y alcanzando sus presas. Se me hacía incomprensible cómo los dragoneros del cazador podían distinguir en plena noche de tormenta, sin linterna direccional alguna, dónde estaban los fardos. Pero de una manera u otra los hilos daban en su objetivo y los remolcaban hacia el casco. Nosotros, impresionados por este espectáculo, nos limitábamos a seguir lanzando carga. Supuse que el viejo tenía la esperanza de que el cazador en algún momento dado, antes de vaciar nuestras bodegas, se diera por satisfecho y cejara en la persecución. Mientras tanto arrojábamos uno a uno las cajas, en tal número que nadie los podía contar. Nuestra nave, cada vez más libre de ese peso, iba ganando velocidad. Pero el cazador ni cambió de derrota, ni bajó su velocidad ni perdió terreno. Más aún, sus velas parecieron ganar más volumen, como si estuvieran capturando un viento que les impulsara justo desde su popa. Sin embargo el viento de la tormenta no había rolado: seguía golpeándonos en la zona de babor de nuestra popa. Parecía que los piratas jugaban con cartas marcadas. Al ver hincharse más y más sus gavias comprendía que no nos quedaba la menor oportunidad: el cazador poseía una mano victoriosa, y no la desaprovecharía.

Seríamos suyos antes de que despuntara el día.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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