¿Qué estaba haciendo? Por los Dioses, ¿pero en qué demonios estaba pensando cuando aceptó semejante misión?
Telen Soberwood era, ante todo, un oficial leal, honesto a carta cabal, obediente a rajatabla a pesar de que pudiera cuestionar muchas de las órdenes que recibía… Y, sin embargo, en aquello se había embarcado… ¿Por qué? ¿Por un insensato concepto de fidelidad al reino? ¿Por una orden tajante e imposible de obviar? ¿Por unas deudas de juego que le habían arrojado a la cara cuando pensaba que sólo las conocían él y sus acreedores?
Había estado a punto de cuestionar la temeraria idea de su superior, el general Gorion: tomar el castillo de Dekler, uno de los baluartes más fortificados del Norte, en un audaz golpe de mano que lo hiciera caer en las golosas garras de su monarca, Morkal III el Soberbio… ¿Y todo por qué? ¿Porque su señor, Rakim Sverton, se había negado a pagar el diezmo y anunciado a bombo y platillo que dejaba de reconocer la soberanía de aquel enajenado loco que se hacía llamar rey de reyes cuando en realidad no era otra cosa que un pomposo sapo que sólo sabía croar?
Volvió a jurar para sus adentros. Todas aquellas ideas estaban ensañándose con su mente, envolviéndolo en una red de mentiras y engaños tan tupida como la que sus superiores y algunos de sus compañeros habían tejido para obligarle a participar en aquella locura…
Lo habían puesto al mando de un regimiento: dos mil soldados dispuestos a combatir bajo su mandato, dos mil insuficientes unidades para una empresa como aquélla, que requería una ingente provisión de armas de asedio, logística y, sobre todo, unos efectivos que deberían, cuando menos, quintuplicar la cifra que cabalgaba a sus espaldas… Y, por supuesto, ser veteranos, militares de profesión, hombres aguerridos a quienes la lucha cuerpo a cuerpo no asustara, curtidos en el fuego de la batalla, en la sangre de la muerte… No aquellos ganapanes que le habían asignado. ¡Por todos los diablos! ¿Es que acaso había algún regimiento como aquél? ¿O se habían limitado a vaciar las cárceles, las letrinas y los bajos fondos de Darekont para conformar aquella especie de horda uniformada que apenas sabía marchar en formación?
No se hacía ilusiones con respecto a su destino: había sido elegido para su inmolación, se le había enviado a una misión suicida, de la que no esperaba regresar con vida, ni siquiera a pesar de las extrañas órdenes que había recibido…
Se movían en aquellos momentos por el bosque de Sefelwood, a tan sólo un día de las torres de Dekler… Las frondas llegaban hasta casi la misma base de la fortaleza, lo que les permitía acercarse sin ser vistos… Mas sin duda en el baluarte sabían que llegaban, de eso no le cabía la más mínima duda… Los espías estaban a la orden del día, había tantos que lo difícil era encontrar personas que no estuvieran pasando información de un lado a otro.
Dejó entrever en su moreno rostro una leve sonrisa de contrariedad. Sin duda alguna, sabían que llegaban, alguien se había encargado de comunicárselo a Rakim: los días anteriores habían visto a algunas aves mensajeras sobrevolarlos en dirección al castillo.
Tomar un lugar como aquél… Y, sobre todo, con la estrategia que se había acordado… No, no tenía caso, en su mente danzaba, por momentos, la peregrina idea de abandonar todo aquello y marcharse lejos, muy lejos, y que los reyes y señores se dedicaran a sus juegos de guerra y poder.
-Acamparemos aquí –anunció de improviso, levantando la mano-. Que los hombres monten el campamento y se preparen para hacer las guardias –ordenó a su ayudante, observándolo con sus grises ojos-. Nos pondremos en marcha de nuevo mañana por la mañana, tenemos que llegar a las murallas con la oscuridad más profunda, durante la medianoche.
-Señor, ¿puedo haceros una pregunta? –inquirió cauto el soldado.
-Adelante, Haber, hazla.
-Señor, ¿no creéis que es una locura intentar asaltar Dekler?
Y de nuevo, la maldita pregunta que llevaba haciéndose desde que comenzó la expedición…
-Sí, lo es –admitió con un suspiro de resignación, tras llevarse al hombre a un aparte donde no pudiera oírle la tropa-. Es una condenada locura, pero son órdenes reales, y no podemos incumplirlas.
-Dos mil hombres, y sin armas de asedio… -murmuró su ayudante-. Y de noche, para mayor locura… ¿Acaso se pretende un asalto nocturno, sin fanfarrias, buscando el sigilo y la traición?
-No deberías hablar así, Haber –le advirtió con severidad su superior-. La traición la cometió Rakim al negarse a pagar los impuestos a nuestro augusto monarca –la palabra le dejó un regusto amargo en la boca-, así que esto va a ser una expedición de castigo…
El militar lo contempló con gesto decepcionado: sabía con una certeza casi absoluta los pensamientos que se agazapaban en la mente de su general, no era el único que pensaba que Morkal se había vuelto loco por completo…
-Como vos digáis, señor… -aceptó con mansedumbre, inclinando apenas la cabeza e incorporándose al grueso de la tropa para organizar el campamento…
Telen lo vio marchar con el ceño fruncido: hombres como él, fieles, valerosos, pero al mismo tiempo racionales y que no se limitaran a obedecer sin más, eran los necesarios para sacar adelante aquel reino que de forma paulatina se estaba deslizando hacia la decadencia en manos de un rey que pecaba de todos los vicios conocidos y algunos más… Había quien hablaba de oscuros ritos en ciertas cámaras subterráneas del palacio real, mas aquel punto no había podido ser contrastado, no era más que un mero rumor…
Agitando la cabeza, tratando de apartar su turbación, se acercó a sus hombres y se dedicó a esperar mientras acababan de montar su tienda… Con su metro setenta de estatura casi parecía uno más entre la soldadesca…
No había querido hablar de que alguien en el interior de la fortaleza les iba a franquear el paso, una cuestión que también le escocía por el componente de vil deshonor que conllevaba…
* * *
Vistas desde su base, las negras murallas de Dekler parecían aún más imponentes de lo que eran en realidad… De hecho, la noche parecía transformarlas en impenetrables farallones rocosos, impracticables por completo.
Tras dejar el regimiento a las órdenes de Haber, Telen se había adelantado con una docena de hombres escogidos, pertrechados con arpeos; pensaban que iba a ser más sencillo, mas la mareante altura de aquellos muros se encargó de arrojar sobre ellos un balde de agua fría.
-Tú –llamó a uno de los soldados en voz baja-, regresa junto a los demás y avísales para que estén preparados en cuanto empiecen a oír sonidos de combate o el portón se abra para ellos… Y que envíen a un grupo de arqueros para que suban tras nosotros y se aposten en las murallas…
El militar se cuadró con torpeza y salió corriendo en la oscuridad.
-Los demás, preparados para iniciar la escalada –ordenó en un quedo susurro.
Estaba atento por si oía el característico tintineo de las armas de los guardias, mas el silencio en el interior del castillo era absoluto: tal parecía que podrían cruzar sin riesgo alguno aquel primer obstáculo… “Demasiado fácil”, pensó con amargura, “Esto tiene todo el aspecto de una encerrona”.
Se levantó y comenzó a hacer girar sobre su cabeza el arpeo; unos instantes después, la cuerda surcaba rauda el aire, hasta rozar la piedra de las almenas, pero sin llegar a enganchar; necesitó otros dos intentos hasta que consiguió que el metal se mantuviera fijo, mientras el resto de los elegidos realizaba la misma operación: uno lo consiguió a la primera, otros requirieron hasta media docena de lanzamientos.
El general estaba en verdad preocupado por el devenir de aquella cautelosa operación: los guardias deberían haberse dado cuenta de los desmañados intentos de enganchar los arpeos, y sin embargo ninguna cabeza se asomaba por encima de la piedra, en busca de los intrusos… No cabía duda alguna, estaba sucediendo algo muy extraño.
Treparon con rapidez hasta alcanzar las almenas; asomándose con cuidado entre los merlones, Telen pudo comprobar que todas sus aprensiones iban cumpliéndose con inexorable certeza: no se veía ningún guardia haciendo la ronda por el camino de la muralla, era como si Rakim se hubiera despreocupado, en la creencia de que nadie en su sano juicio podría asaltar su baluarte.
En el más absoluto sigilo, indicó a sus soldados que lo siguieran a lo largo del pasillo, dirigiéndose hacia una de las torres de vigilancia; se asomó con cautela a su interior, para descubrir que estaba tan vacía como todo lo que había visto hasta el momento… Sintió que se le erizaba el vello ante la extraña pesadilla que estaba viviendo.
Despacio, con el corazón latiéndole tan rápido que llegó a pensar que toda la fortaleza estaba escuchando sus latidos, fue descendiendo del parapeto hasta plantarse en el patio central: allí, una sombría figura colgada en una cruz indicaba a las claras el destino de quien se atrevía a discutir las órdenes del señor…
El grupo se volvió hacia las grandes hojas de madera que permanecían cerradas, y se encaminó hacia ellas.
Las armas sisearon al salir de sus fundas cuando los darekonis se aprestaron para su defensa: dos de ellos accionarían el rastrillo, el puente y abrirían las puertas, mientras el resto vigilaban que nadie los molestase en tal tarea.
-Ya era hora de que llegarais, general.
El susurro, apenas más alto que el murmullo del viento, hizo que todos los hombres tuvieran un sobresalto: parecía proceder de las sombras del interior del arco de entrada.
En un acto de apariencia teatral, un sujeto de mediana estatura y cabellos castaños se asomó para darles una bienvenida que no esperaban.
-Os habéis tomado vuestro tiempo –comentó socarrón.
-¿Quién va? ¿Eres por ventura quien nos ayudará a abrir esas puertas? –demandó Telen, procurando no levantar la voz-. Debo asegurarme de que las cosas están como tienen que estar para no arriesgar en vano la vida de mis hombres…
-Os honran vuestras palabras –aseguró el desconocido-. Mas son innecesarias, pues vuestro camino ha hallado ya su final.
-¿Cómo dices, perro rastrero? –gruñó el oficial.
-Es sencillo, no tenéis por qué encresparos –se chanceó su interlocutor-. No tenéis más que dos opciones: entregar vuestras armas y daros preso, o perder la vida en un inútil acto de heroísmo.
Como si de una señal se tratara, de entre las sombras surgió un grupo de soldados uniformados con los colores de Dekler; al mismo tiempo, tras ellos, se abrían las hojas de la torre del homenaje con un ominoso chirrido, vomitando de su interior una horda de militares que se abalanzaron en un desusado silencio sobre ellos, rodeándolos y apuntándolos con sus armas.
-¿Qué negra traición es ésta, chacal? –demandó Telen, alzando la voz en un temerario grito.
-Es, por decirlo de forma clara, una manera de advertir a ese idiota de Morkal que nos deje en paz, que ya no formamos parte de su reino –le contestó el desconocido con sonrisa ladina.
-¡Bah, basta ya de circunloquios y sutilezas! –bramó el hombre que había llegado al frente de los defensores, un tipo fornido de brillantes ojos negros como la pez que observaba a sus cautivos como un león a un antílope-. Esto es una guerra, Survat, no una competición de flores.
“Telen Soberwood, estás ante Rakim Sverton, el Señor de Dekler: sólo sois una docena para defenderos de mis tropas, así que sólo os lo diré una vez: entregad vuestras armas.
-Señor Rakim, tal vez andéis un tanto errado en vuestra apreciación –sugirió el darekoni, intentando aparentar un valor que no sentía-. Observad vuestras almenas…
Le cortó la desabrida risa del llamado Survat,
-¿Qué es lo que hay que ver, general? –demandó con tono divertido.
Furioso, Telen volvió la cabeza hacia los parapetos para contemplar algo que ya intuía: los arqueros que habían trepado por las cuerdas estaban amenazados por una numerosa guarnición que había brotado de nadie sabía dónde. Debería haber imaginado que quien tendiera una trampa de aquel tipo no dejaría nada al azar…
-¿Cuál es el motivo de esta innoble traición? –inquirió tratando de mostrarse sereno.
-Sencillo –le contestó Rakim-: serviréis como rehenes para que vuestro necio rey se lo piense bien antes de enviar una expedición de castigo contra nosotros. ¿Qué mejor pieza de cambio que uno de sus mejores generales?
-¡Malditos traidores! –bramó el oficial-. No podéis hacer algo así…
-Podemos y lo haremos –aseguró con ferocidad el Señor de la fortaleza-. Uno de vuestros hombres volverá junto al regimiento para ordenarles que regresen a Darekont e informen a Morkal de la situación.
-¡No seré moneda de cambio!
-Pensáoslo bien, general, porque no soy persona de mucha paciencia…
-Está pensado y decidido, prefiero morir a convertirme en una pieza de un maldito juego entre nobles…
-¿Y sacrificaréis la vida de vuestros hombres en el camino?
Por un momento, Telen se quedó mudo: ¿que él no quisiera ser rehén debía significar la muerte de todos los que le habían seguido a aquella absurda misión?
Volvió la mirada hacia sus hombres, y en ellos no encontró otra cosa que fatalismo y resignación: sabían que no saldrían de allí de ninguna manera, que sólo era cuestión de elegir si los enterraban o los encerraban…
-¿Qué preferís? –preguntó-. ¿La gloria de una muerte en combate, o un encierro ignominioso a causa de una negra traición?
-No seáis necios –intervino Rakim-, no merece la pena…
Calló: uno a uno, los darekonis habían alzado sus armas en señal de saludo a su general, que los contempló asombrado; no había esperado aquella reacción, no de aquellos a los que en un principio había despreciado como la morralla del ejército…
-Sea –alzó a su vez su espada, saludándolos.
-¡Se acabó la conversación! –bramó el deklerio-. ¡A ellos! ¡Quiero a Telen y a uno de sus hombres vivos, los demás no me importan lo más mínimo!
Con un rugido de triunfo, el círculo de soldados se cerró sobre los asaltantes, que comenzaron a luchar entre furiosos aullidos de gozo y muerte; de inmediato formaron alrededor de su general, protegiéndolo, mientras éste intentaba a su vez embarcarse en batalla con aquel enajenado Señor…
El estruendo de la batalla se alzó en el silencio de la noche, rompiéndolo en mil fragmentos; tal parecía que los demonios habían sido liberados, aullando sus penas y lamentos sobre el escenario de una carnicería segura…
La superioridad numérica era abrumadora, no tenían opción alguna; y aun así, los darekonis consiguieron resistir durante unos minutos, tiempo que emplearon en sajar y matar a cerca de una veintena, entre los que se contó Survat, atravesado por una mano anónima…
Telen se juró que mientras tuviera una espada en la mano no lo cogerían vivo; la hoja se alzaba y caía con una regularidad absoluta, cortando miembros, cercenando cabezas, atravesando pechos… Incluso cuando se quedó solo al caer el último de sus hombres, la guarnición de la fortaleza tuvo que emplearse a fondo para poder acercarse a él y sujetarle los brazos, ensangrentados por completo…
Fue arrojado al suelo sin contemplaciones, sujeto por una docena de robustas manos, mientras sobre él se asomaba el sonriente rostro de Rakim.
-¿Qué me dices ahora, general? –demandó mordaz-. ¿En qué queda el valor cuando no se tiene la libertad para demostrarlo?
-¡Prefiero una muerte honrosa al deshonor de haber sido traicionado! –gruñó el darekoni.
-¿Debo recordarte que en principio la traición iba a ser tuya? -le advirtió el deklerio con tono venenoso-. Viniste en la noche, para tomarnos por sorpresa, ni siquiera en un asalto frontal, dispuesto a degollarnos en nuestras camas…
Por un momento, Soberwood calló, meditando acerca de las palabras de su enemigo: tal y como había sospechado desde un primer momento estaba al tanto de todo… ¿Quién había tramado toda aquella añagaza?
-Survat me dio la idea –comentó Rakim con una carcajada al observar los pensamientos de Telen en su semblante-. Es una lástima que haya caído en este combate, sus ideas, su sutileza, sus subterfugios, me venían muy bien para llevar a cabo mis planes…
“¿Qué mejor manera de presionar a un rey loco para que recupere el seso que engañarlo para que piense que puede tomar en un audaz golpe de mano un baluarte como éste? ¿Qué mejor manera de mostrarle que uno de sus mejores generales es prisionero de su enemigo, después de haber dado su beneplácito a una expedición como ésta?
“Telen Soberwood, descansarás en nuestras mazmorras mientras Morkal se mantenga sereno en su trono y no intente nada contra nosotros; con el tiempo, tal vez te concedamos carta de ciudadanía en Dekler…
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