Jul 032015
 
 3 julio, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , , ,  Sin comentarios »

3557, Año Del Aurum Tenébres, segundo mes del verano

Aún en verano, la nieve no era rara en las heladas tierras de Ashar, en especial en las alturas donde se alzaba el castillo Czernegor. La enorme fortaleza había sido construida entre los despeñaderos que abundaban en la base del monte Dagaravko la cual, según contaban los eruditos y los exploradores, era la mayor cumbre en todo Ashar. Si bien las torres, muros y edificios que conformaban el castillo se erguían más alto que ninguna estructura que hubiese visto en su vida, Arjen concluyó que hacían muy poco para proteger a sus habitantes de las crueles heladas que bajaban desde la montaña.

–Supongo que a los vampiros no les da frío –pensaba el joven mientras posaba su mirada ámbar sobre las luces que se apreciaban colina abajo, apenas a poco más de una legua de distancia. Una repentina ráfaga sacudió su blanquecina cabellera, obligándole a entrecerrar un poco los ojos. Su mano izquierda repiqueteaba sobre el balcón, dejando escapar una metálica cacofonía, producto de la pieza de armadura que le cubría el brazo desde los dedos hasta el hombro. Aunque su tono era semejante al bronce, aquella coraza le ganó rápidamente el mote de Mano Roja entre los sharenos. Al parecer, vivir entre vampiros hacía que la gente asociara todo con el color rojo.
Desde que inició su viaje, Arjen escuchó que Ashar era una tierra gobernada por poderosas castas de vampiros; una nobleza antigua y orgullosa cuyos líderes podían mantenerse en el poder por varias centurias. El joven no podía sino preguntarse qué clase de gente soportaba un régimen donde sus gobernantes literalmente les bebían la sangre.
Pero ahora, de una forma u otra, gracias a las negociaciones de su señor, Arjen estaba también al servicio de aquella decadente nobleza. El joven se preguntaba qué planes tenían los sharenos para requerir un hombre como él. Hasta donde sabía, ésta era una de las pocas ocasiones en su historia en la que Ashar contaría con un alastor entre sus filas. Parecía ser que los rumores eran ciertos; la guerra estaba a la vuelta de la esquina.
El rechinido de la puerta sacó al joven de sus pensamientos y le hizo volver la mirada.

–Mi señor –dijo la voz del chico que ingresaba a la habitación–. Aquí traigo lo que me pidió.
Garret era uno de los sharenos le acompañó en el viaje desde que partieron de Brajatha. De figura delgada, cabello lacio y negro y grandes ojos verdes, el mozo daba la impresión haber visto apenas dieciséis, tal vez diecisiete inviernos, pero Arjen sabía que bien podía tener treinta, sesenta o hasta más de cien. De labios de su señor había escuchado que los nobles vampíricos eran capaces de pasar parte de su fuerza y su longevidad a sus más fieles súbditos al compartir con ellos su sangre. Sabía que algunos empleaban este método para mantener por décadas la belleza de alguna doncella, o como medio para garantizar la fidelidad de sus hombres de confianza. Aquel chico de figura delicada y facciones finas, fácilmente podía ser uno de esos “afortunados” que gozaban de una inmortalidad prestada.
Arjen se encaminó hacia la cama para echar una mirada a las prendas que Garret había conseguido. Aunque no eran tan ostentosas como los trajes que lucían los altos aristócratas, parecían de hechura fina y sobretodo, adecuadas para los fríos del norte.

–¿Esto es lo que usa la gente de estas tierras? –preguntó Arjen en un shareno fluido, con un acento neutro.
–Así es Sir –respondió el mozo–. Las ropas de cuero y pieles son lo mejor hay para mantenerse caliente. Aquí llegamos a ver nevadas aún en verano. Y el otoño ya no está lejos.
–Ya te he dicho que no me llames Sir–dijo Arjen sin retirar la vista de las ropas–. Sólo soy un soldado. No un caballero.
–Lo siento Si… señor –Garret bajó la mirada un momento pero tras un instante la devolvió al rostro del alastor–. Pero he escuchado a muchos hablar de usted. Todos en el castillo saben que no es un simple soldado. Dicen que el rey Jaegar lo armará como caballero en cualquier momento.
–Habladurías sin sentido –a Arjen no le agradaba estar en boca de nadie. Bastante tenía ya con estar con un ojo encima de él todo el tiempo.
“Un guerrero de su calibre debe tener un escudero digno” había dicho Arkell Ravarath, uno de los señores sharenos cuando puso a Garret a su servicio un par de días antes de arribar a tierra. Arjen sabía muy bien que era un intento apenas disfrazado para mantenerlo vigilado, pero de poco le valió su argumento de no ser un caballero. De cualquier forma no habría podido negarse. No si es que de verdad iba a obtener lo que quería de su alianza con los sharenos. Afortunadamente Garret hacía muy bien su trabajo. Había mantenido sus ropas limpias, su espada afilada e incluso le había ayudado a conocer los nombres de los señores que les acompañaron. El mozo era muy bueno con los títulos y los escudos de armas e incluso se había dado tiempo para enseñarle algunas de las costumbres de Ashar. Lord Arkell no había exagerado al llamarle “un escudero digno”.

–Parece que tiene suficiente espacio –Arjen examinaba la chaqueta que el mozo le había llevado. Estaba hecha de cuero negro y recubierta al interior por pieles de una tonalidad igual de oscura.
–Así es, Sir –el muchacho parecía orgulloso de haber hecho la elección adecuada–. Las mangas son algo anchas. Cubrirán su brazo con todo y esa pieza de armadura.
Aquello era muy útil. La ajustada coraza que estaba obligado a llevar en el brazo izquierdo era algo brillosa y su tonalidad bronceada destacaba mucho entre las oscuras prendas que vestían los sharenos. Si podía cubrirla por completo le sería más sencillo pasar desapercibido.
– Los vampiros parecen vestir más ligero –señaló el alastor al notar el grosor de las prendas.
–Saheles –corrigió el chico.
–¿Cómo?
–Aquí les llamamos saheles –Garret había tomado de nuevo ese tono extrañamente afable que surgía cuando trataba de enseñarle cosas–. La palabra “vampiro” no es bien recibida aquí Sir. Algunos señores se la llegan a tomar como un insulto.
–¿Un insulto eh? –bufó Arjen con un tono hosco–. Pues tendrán que aguantárselo. Dudo mucho que logre recordar cada palabra y cada regla de cortesía que tus señores necesitan para sentirse importantes.
La cortesía no es exclusiva de Ashar, Sir –aunque por lo general mostraba un comportamiento cordial, Garret empezaba a volverse atrevido, como si se sintiera cada vez en mayor confianza con el alastor.
–Harías bien en recordarlo tú mismo; con esta ya son dos veces que te ordeno que no me llames Sir –el tono de Arjen se hizo más frío y cortante. Sabía que Garret pretendía ayudarle y había algunas ventajas en tener un sirviente que atendiera tus necesidades, pero prefería mantener la distancia. Confiarse mucho del chico podía resultar peligroso… aunque por otro lado era un completo fastidio entrar a esos juegos de intrigas y secretos que tanto parecían disfrutar los altos señores de Ashar. En eso no eran muy diferentes de cualquier otro noble que hubiera conocido.
–Lo siento mucho… mi señor –el mozo bajó la mirada, luciendo algo apenado. Tal vez le llamaba Sir para sentir que servía a un auténtico caballero y no a un guerrero desconocido sin tierras ni gloria; o tal vez los rumores fueran ciertos y sabía de antemano que el rey Jaegar lo armaría como caballero. Pero sea como fuere, a Arjen no le gustaba ostentar títulos imaginarios ni pretender ser algo que no era.
–Tampoco soy un señor –añadió con un tono menos duro–. Ni siquiera tengo un nombre que me respalde. Mucho menos tierras. Si has de llamarme de una forma, Arjen será suficiente.
–No puedo faltarle al respeto de esa forma señor –el mozo podía ser a veces muy terco en sus modales y normas de etiqueta–. Es impropio de un escudero.
–Impropio… –Arjen se sacó la camisa para probarse la prenda de lana que el mozo le había llevado. Su torso era delgado y recio, con una musculatura firmemente marcada y algunas cicatrices que delataban viejas batallas–. Pareciera que no conoces a los caballeros tan bien como crees. La mayoría son mucho más que sólo impropios, y son pocos los que merecen tantas cortesías.
–Los conozco mejor de lo que cree, señor –Garret parecía intrigado por las cicatrices que marcaban la figura del hombre al que servía–. Ya he servido a otros caballeros. Créame cuando le digo que sé bien cuando alguien se merece mi respeto.
Arjen volvió su rostro hacia el muchacho al escuchar estas palabras. El chico tenía los ojos fijos en él, pero tras un instante desvió su mirada, aparentemente avergonzado.
–Necesitaré un corcel –ordenó Arjen mientras se probaba la negra camisa que el mozo le había llevado. Era cálida y un tanto ajustada. Al parecer el chico hizo los arreglos para que la manga izquierda fuera corta, y de esa forma evitar que le estorbara en la coraza de su brazo–. Busca algo simple. Con que resista las heladas y no se rompa una pata en los caminos me basta.
–Ni en los Imperios Gemelos ni en las tierras más allá de ellos hay corceles como los nuestros –declaró Garret con un cierto orgullo–. Le encontraré algo, señor.

* * * * *

Si bien no llegaba a abarcar ni siquiera un cuarto de la extensión de la gigantesca ciudad de Brajatha, la capital sharena de Drajakard le competía fuertemente en la majestuosidad de sus baluartes y la belleza de sus monumentos. La luz de cientos de antorchas sacudía las sombras de innumerables estatuas y gárgolas que adornaban los edificios, mientras que el fantasmal brillo de la luna hacía resplandecer los empedrados caminos de sus calles. Aunque el blanco astro se encontraba en su punto más alto, la ciudad estaba llena de vida. En todas partes donde hubiera una taberna se escuchaba el tumulto de tarros y algunos cánticos; los gritos de mercaderes de frutas, telas y vinos llenaban los callejones de la zona comercial; carruajes humildes y lujosos transitaban continuamente entre las calles, ya fuese transportando mercancías o personas. Al parecer los pobladores de la capital de Ashar estaban habituados a efectuar sus principales actividades durante la noche; probablemente para ajustarse a los horarios nocturnos de sus señores. Drajakard tenía un encanto único y había mucho en ella por descubrir, pero Arjen no tenía tiempo para eso. Había una sola persona que estaba interesado en encontrar.
Había escuchado a los sharenos hablar de ella desde la travesía en barco; Nilde, una auténtica oráculo de Zahal, uno de los tres dioses del destino a los que se les rendía culto en Ashar. Al parecer aquellos hombres no se decidían del todo sobre si la admiraban, o le temían, pero lo que era claro era que no dudaban de su poder. Algunos se mostraban abatidos por sus profecías, mientras que otros se veían muy envalentonados, decididos a encarar el destino con la confianza que les daba el conocerlo. Arjen no sabía si las supuestas visiones de aquella mujer eran reales o patrañas sin sentido, pero ciertamente las historias en torno a ella habían picado su interés.
Aunque prefería tratar sus asuntos en privado, el joven alastor se molestó poco por ocultarse. La ciudad era demasiado grande para explorarla por su cuenta así que tuvo que recurrir a Garret para que le indicara donde podía encontrar a la mujer. El muchacho parecía fiel y sincero, pero si estaba bajo órdenes de vigilarlo, bien podía indicar a la guardia del castillo donde encontrarle. No tenía caso tratar de perder a algún posible perseguidor si sabían de antemano su destino. Pero a pesar de todo, tras más de una hora de transitar por aquellas calles, parecía que nadie estaba tras su rastro. Al parecer el oscuro atuendo y su ordinaria apariencia le ayudaban. Su estatura promedio y complexión delgada eran relativamente comunes en estas tierras por lo cual se confundía fácilmente entre la población. La capucha cubría buena parte de su rostro y en especial su blanquecina cabellera, el rasgo que le podría delatar aún en una ciudad llena de pieles claras y cabelleras rubias.
Relatos de Fantasía - Santuario
El templo del destino se encontraba en las orillas de la ciudad, al otro lado del río Kajav. El sitio parecía muy antiguo y maltratado por el paso del tiempo. Las paredes lucían pinturas viejas y descoloridas, mancilladas por grandes grietas mientras que algunas esquinas habían sido invadidas por el moho y la maleza. A pesar de ello, el amplio número de velas que brillaban en el altar mayor indicaban que el culto aún tenía mucha fuerza en Drajakard. Arjen se detuvo un momento para mirar la enorme efigie. Las tres deidades del tiempo y el destino estaban representadas por tres encapuchados, carentes de rostro y envueltos en holgadas túnicas que cubrían todo su cuerpo. Ubicados espalda contra espalda, cada uno de ellos apuntaba al frente, señalando hacia tres grandes arcos en tres direcciones distintas. Las estatuas eran al menos dos veces más grandes que un hombre y parecían idénticas en todo sentido excepto por el material en el que habían sido talladas. Vezda el blanco, estaba hecho del más níveo mármol que Arjen hubiese visto; Argira el gris, parecía tallado en granito y Zahal el negro había sido esculpido en una brillante obsidiana, con finas motas blancas que le conferían una apariencia semejante al cielo nocturno. Ese último era el que de verdad importaba. Los soldados en el barco habían mencionado que el oráculo servía a ese dios, así que probablemente podría encontrarla si seguía por el portal que la estatua señalaba.

–Sólo seis–pensó el joven al ver el número de velas a los pies de Zahal. Los otros contaban con al menos veinte o treinta cada uno. Al parecer el dios negro del destino era temido aún en tierras donde los hombres pasaban la mayor parte de sus vidas en la oscuridad de la noche.
–Los dioses sean con usted, señor –dijo una voz a espaldas de Arjen.
El alastor se volvió para descubrir a un hombre de rostro arrugado y miembros nudosos. Se veía algo flacucho y correoso, con gruesas bolsas debajo de sus ojos. Aunque vestía sólo con una humilde toga, parecía pulcramente aseado y llevaba el cabello cortado casi al ras. Sus descalzos pies y ligero andar parecían ocultar el sonido de sus pasos.
–¿Sirves en este sitio? –inquirió Arjen mientras examinaba al viejo.
–Todos servimos de una forma u otra al destino –el acólito cerró los ojos y marcó con los dedos una extraña seña mientras decía estas palabras.
–Sí, definitivamente es uno de esos locos adoctrinados –pensó el alastor con desdén. Sin embargo era él quien había ido hasta allí, persiguiendo los rumores sobre las profecías de uno de esos a los que llamaba locos ¿Que decía eso de él?–. Escuché que hay una mujer aquí –prosiguió–. Una mujer que puede decirle a un hombre su destino.
–Está aquí para ver a Nilde –el acólito hablaba con un tono en extremo calmo, como si hubiese sabido todo el tiempo a lo que había venido–. Puede pasar, ella le espera. Pero los dioses exigirán un tributo por sus visiones.
–Toma –Arjen tomó un pequeño saco de entre las bolsas de su chaqueta y se lo arrojó casualmente al viejo–. Son cinco lunas de plata. Imagino que a tus dioses no les importará recibir su tributo en monedas.
–Adelante milord –el acólito hizo una leve reverencia con la cabeza.
Arjen siguió el camino señalado por la estatua del dios negro, avanzando por un amplio pasillo ornamentado con gruesas columnas y detallados relieves. Un aroma dulzón empezó a llenar el ambiente, mientras que el aire parecía hacerse ligeramente brumoso con cada paso que daba. La enorme sala dedicada a Zahal estaba cubierta casi por completo en tinieblas, con sólo una vela alumbrando desde la mano extendida de una segunda efigie del dios. Un par de incensarios ardían hacia ambos lados de la estatua, llenando la habitación con humo y una pesada fragancia a mirra. En el centro descansaba un altar lleno de relieves y ornamentos que, al igual que el mismo Zahal, había sido tallado en obsidiana. Los pasos de Arjen hicieron eco en la silente sala, deteniéndose sólo cuando descubrió a la jovencita que se encontraba arrodillada a los pies de la estatua.

–Parece que no soy el único que viene a buscar su destino –pensó Arjen mientras miraba a la chica. Parecía muy delgada y menuda y su castaña cabellera apenas alcanzaba a cubrirle las orejas. Sus descalzas plantas y la desgastada túnica que vestía delataban su humilde condición.

Lentos y pausados pasos, provenientes del pasillo por el que acababa de entrar, pusieron en alerta al joven alastor. Poco a poco, atravesando las penumbras y la delgada capa de humo que saturaba la habitación, una silueta fue emergiendo hacia la luz; una figura alargada y esbelta, aún más alta que Arjen y evidentemente de mayor edad. La mujer tenía un aspecto solemne y sobrio, mostrando las claras marcas del tiempo sobre su alargado rostro. Sus grandes ojos claros, nariz recta y los elevados pómulos le conferían una cierta belleza que más de cinco décadas no habían podido borrar. Su cabeza carecía por completo de cabello y sobre su frente lucía un pequeño óvalo negro, probablemente hecho también de obsidiana. Vestía con una sencilla toga de color negro, sandalias atadas hasta las rodillas, y llevaba al cuello un grueso collar en cuyo centro colgaba una esfera negra rodeada por diminutos rayos tallados en marfil; el sol negro, el símbolo de Zahal.

–Que los dioses sean contigo, viajero –aunque habló en un tono apacible, la gruesa voz de la mujer resonó en toda la cámara–. Soy Nilde, oráculo de Zahal ¿En qué puedo ayudarte?
–Uno de tus hombres dijo que me esperabas –Arjen la miraba con cierto escepticismo–. Pensaba que un oráculo sabría por qué vine.
–¿Y lo sabes tú? –la mujer se acercó al joven, dedicándole una enigmática mirada antes de seguir sus pasos hacia el altar.
–Dicen que puedes ver el futuro de los hombres –inquirió el alastor.
–La gente dice muchas cosas –respondió Nilde mientras le miraba desde el altar, con la gran estatua a sus espaldas. En medio de la oscuridad y el humo, parecía como si estuviese amparada y protegida por el mismo Zahal–. Son los dioses quienes nos muestran las verdades ocultas en las nieblas del tiempo. Yo sólo soy su emisario.
–¿Puedes también ver su pasado? –Arjen retiró su capucha y se acercó al altar, quedando frente a frente con el oráculo.
–Casi a diario vienen aquí hombres y mujeres esperando que adivine sus nombres, o los de sus padres, los de sus amantes, los de sus hijos –la mujer entrecerró sus grises ojos mientras sus labios formaban una suave sonrisa–; quieren que les diga su futuro, pero a la vez desconfían y tratan de ponerme a prueba, quieren que les diga cosas que sólo ellos podrían saber, y muchas veces resultan ser cosas que ni ellos mismos son capaces de recordar.

–A nadie le gusta ser estafado –la voz de Arjen era calma y firme.
–No, a nadie le gusta –acordó la mujer–. Pero las visiones que los dioses me otorgan no funcionan como la gente piensa. Puedo leer el destino que está escrito en tu sangre, ver destellos, algunas imágenes, algunos sonidos, tratar de interpretarlos, pero las visiones no dan nombres. No me revelarán la ubicación de reinos que jamás he visitado, ni me dejarán saber a qué gladiador hay que apostar. Pero puedo hacer lo que me pides – la expresión del oráculo cambió, volviéndose más sobria y determinada–. Si quieres una prueba, puedo leer en tu pasado y hablarte de él, pero deberás tener cuidado extraño. Aquellos que ponen a prueba a los dioses están jugando con el destino.
–No es una prueba –respondió–. Yo tengo mis razones. Si puedes hacerlo, hazlo. Es lo único por lo que estoy aquí.
–La mayoría de los que vienen a este templo tratan de discernir qué es lo que les depara el destino. Pero tú no eres como la mayoría de los hombres ¿no es así?
Arjen no dio respuesta alguna sólo se quedó allí, mirando a la mujer, preguntándose si no había perdido la razón al buscar respuestas en un sitio como ese.
–Muy bien –dijo el oráculo finalmente–. Si es lo que deseas, adelante. Pero te advierto, los dioses requerirán un tributo.
–Pensé que había pagado su tributo allá afuera –el alastor había visto antes la forma en cómo los hombres de fe perseguían el oro. En eso al parecer, todos los cultos eran iguales.
–Tu caridad será usada para atender las necesidades terrenales del templo –la mujer sacó una daga del interior de su túnica y la puso sobre el altar–. Pero el tributo a los dioses se paga en sangre.
–Una vez más la sangre –reflexionó el alastor. Parecía como si las castas de vampiros que gobernaban ese reino hubiesen heredado su obsesión con la sangre a todos los sharenos.
–Shiri –la voz de Nilde tomó un tono más autoritario. Al instante la jovencita que estaba arrodillada ante el altar se puso en pie y se encaminó hacia una de las paredes de la sala. Sus descalzas plantas resonaban al pisar las losas que cubrían el suelo. Parecía aún más joven de lo que Arjen había pensado. Probablemente ni siquiera había visto aún su treceavo invierno. Tras unos instantes volvió con la mujer, llevando consigo una botella y algunos utensilios. Cuando depositó un diminuto brasero sobre el altar, Arjen notó que llevaba las manos y las muñecas cubiertas con vendajes.
–Las verdades del pasado y el futuro de cada hombre están escritas en su sangre –la mujer destapó una botella de vino y se la llevó a la nariz para captar su aroma. Por su parte Shiri se encargaba de avivar los carbones que ardían en el brasero para calentar un ennegrecido cuenco metálico–. Si has de encontrar lo que buscas, tienes que entregar a los dioses algo a cambio–. Nilde se acercó al cuenco y vertió un poco del vino. Un instante después tomó uno de los brazos de la jovencita y con cuidado retiró los vendajes, dejando al descubierto una mano marcada con una miríada de costras y cicatrices. Sin que pudiera evitarlo, los labios de Arjen se torcieron en una expresión de desprecio cuando la mujer levantó la daga y cortó una de sus palmas, arrancando un ligero gemido a la jovencita. El oráculo apretó con fuerza la mano de su aprendiz para dejar caer tanta sangre como pudiera en el cuenco. Aunque su expresión parecía apagada y distante, el alastor pudo notar una velada agonía reflejada en el rostro de la chica, en especial cada vez que la mujer apretujaba la pequeña mano. No pudo evitar preguntarse cuántas personas habían acudido a ese sitio en busca de respuestas ¿Cuántas veces habían cortado las manos de la niña para pagar el tributo a los dioses?
Tras unos instantes Nilde soltó a su aprendiz y fijó de nuevo sus claros ojos sobre el alastor, extendiéndole la daga mientras la niña volvía a retirarse al fondo de la sala, envolviendo una vez más sus manos en las gastadas vendas.

–La sangre de los inocentes apacigua a los dioses –la voz de la mujer había tomado un tono hipnótico–. Pero has de derramar la tuya si es que quieres develar los misterios que ahí yacen.
Arjen posó sus ojos sobre el desgastado cuenco y la mezcla de sangre y vino que yacía en su interior. Las brasas ardían al rojo, provocando que el líquido empezara lentamente a hervir. Sin pensarlo más el joven tomó la daga con el metálico guantelete y posó su hoja sobre la palma descubierta, trazando un pequeño corte, apenas suficiente para derramar unas cuantas gotas que cayeron sobre el altar. Sin esperar a desperdiciar más, posó su mano sobre el cuenco y cerró el puño, dejando que la sangre fluyera más profusamente. Al instante la roja mezcla empezó a hervir con mucha mayor fuerza, siseando y sacudiéndose hasta que una larga llamarada estalló en su superficie.
–¡Por los tres dioses! –la mujer miró incrédula cuando el fuego rompió por un instante la oscuridad que predominaba en la sala. Las llamas se elevaron por algunos instantes para después reducirse tan rápidamente como surgieron, ardiendo ligeramente con un brillo azulado sobre la superficie de la mezcla. A través del fuego la mirada de Arjen lucía calmada y determinada, mientras que en los ojos de Nilde se veía sorpresa y desconcierto.

Tomó al oráculo unos instantes reponerse de su asombro y recobrar la compostura. La mujer mantuvo su atención fija en el alastor mientras éste remendaba su mano con un blanco pañuelo. La tela se tiñó rápidamente de rojo, pero finalmente dejó de gotear sobre el piso.
–Hay mucho poder en tu sangre, extraño –la pequeña llama finalmente se extinguió y la mujer aprovechó para tantear el metálico cuenco. Su mero roce quemaba la carne, impidiéndole tomarlo con libertad–. Será difícil leer a través del fuego que arde en su interior.
–Pagué su precio –replicó Arjen con seriedad–. No pienso irme sin respuestas.
–Y no lo harás, alastor – Fue el turno de Arjen para caer víctima del asombro. Casi nadie sabía quién era él ni que hacía sirviendo en Ashar, y sólo los hombres de mayor confianza del Rey Jaegar sabían que era un alastor. ¿Sería posible que aquella mujer en verdad fuese un emisario de los dioses?–. Zahal, déjame ser tu ojo una vez más –suplicó Nilde con voz gruesa mientras tanteaba con la punta de los dedos el rojo líquido que yacía en el interior del cuenco. Un instante después dejó escapar un aullido de dolor cuando sumergió ambas manos en la roja mezcla que yacía en el interior del cuenco. La mujer apretó los dientes y trató de controlarse en medio de su agonía, posando las manos sobre la fría roca del altar para trazar extrañas e incomprensibles figuras sobre la obsidiana. Trataba de reprimir su sufrimiento, pero cada vez que devolvía las manos al cuenco, un ardor indescriptible le quemaba la piel y amenazaba hacer lo mismo con su razón. A pesar de ello siguió adelante, cumpliendo con su sacra labor.

–¡Alto! –ordenó Arjen tomándole los brazos–. No seas idiota mujer, te estás lastimando so…
–¡NO! –gritó el oráculo con furia mientras se sacudía con una fuerza mucho mayor a la que correspondía a una mujer de su edad y complexión–. ¡La voluntad de los dioses no debe ser interrumpida!

Con una determinación imperturbable Nilde siguió trazando, moviendo las manos de forma frenética en unos instantes y con el cuidado de un pintor en otros. Parecía como si en verdad estuviese poseída por una fuerza ignota y desconocida que le manipulaba cual si fuese una marioneta. Finalmente, cuando el rojizo líquido empezó a derramarse por ambas orillas del altar, disminuyó su ritmo; sus movimientos se hicieron cada vez más lentos y pausados, deteniéndose sólo cuando el cuenco estuvo vacío. Una vez que el trance terminó Shiri acudió en su auxilio, ayudándole a vendar sus manos.
–Nunca había visto a nadie como tú –reconoció el oráculo mientras recobraba la compostura. Parecía como si tratase de ignorar las heridas que se había infligido a sí misma, pero con el menor movimiento, el dolor le hacía apretar los dientes–. Fue la voluntad de los dioses la que te trajo hasta nosotros.
–Fui yo el que decidió venir –declaró Arjen con enfado–. No tengo nada que ver con los designios de dioses que martirizan a sus seguidores.
–¿Y acaso los hombres son distintos? –preguntó la mujer–. Lo que llamas martirio no es más que un pequeño precio, necesario para romper las ilusiones y vislumbrar la verdad.
–¿Y qué verdad es esa?
–Las verdades sobre ti, alastor –dijo el oráculo mientras posaba las puntas de sus quemados dedos sobre la fría piedra del altar. Arjen no pudo evitar fruncir el ceño. Descubrió que no le agradaba que la mujer hubiese descubierto aquella parte de su persona. ¿Pero qué esperaba? Eso era precisamente para lo que había acudido a ese lugar–. Las verdades sobre tu pasado. ¿No es eso lo que te trajo hasta aquí?
–Te escucho entonces –el joven posó sus ojos sobre las extrañas e informes líneas que la sangre había dejado sobre la obsidiana del altar, preguntándose si en verdad estarían allí plasmadas las respuestas que buscaba.
–Naciste aquí, en Ashar, hace menos de veinte inviernos –comenzó el oráculo mientras fijaba sus ojos sobre los trazos. La llama de la enorme vela en la mano de Zahal les confería un extraño y oscilante brillo–. Pude vislumbrar destellos de una tierra nevada y grandes montañas. Tal vez Freija o Arashel. Tu acento es algo marcado, como el de los arashenos.
–Continúa –solicitó el alastor.
–Pero tuviste que irte lejos –prosiguió el oráculo mientras seguía con la mirada los intrincados trazos de la sangre–. Muy lejos. Abandonaste Ashar en tu niñez… pero no es claro porqué. ¿Huías? ¿Escapabas de algo o de alguien? –el joven mantuvo la mirada fija en la mujer, poniendo toda su atención a cada una de sus palabras–. Abandonaste tu hogar y vagaste en tierras lejanas. Visitaste Crattia y Mysra y en uno de ellos, en una ciudad de grandes edificios, fue que hallaste a tu maestro, un alastor que te enseño sus artes.
Nilde se tomó un momento para observar el rostro del joven, pero su seria y fría expresión no dejaba entrever nada.
–Pero aprender fue un camino arduo y doloroso que te dejó cicatrices –la mujer volvió su mirada a los trazos en el altar–. Las quemaduras en tu brazo izquierdo te forzaron a cubrirlo con esa coraza para hacerlo fuerte. No puedes mostrar ninguna debilidad ahora que finalmente te decidiste a volver –el oráculo se detuvo por algunos instantes, alternando su mirada entre dos secciones del altar, como si buscara un elemento en común–. Ya… ahora es más claro. Tu regreso a Ashar es reciente. Menos de una semana. Aún no visitas tu pueblo natal, ¿cierto? No estás seguro de si la fuerza que tanto sufriste por obtener será suficiente para enfrentar aquello que te orilló a irte. ¿Es eso un hombre o tal vez una meta que buscas alcanzar? No puedo verlo con claridad.
–No importa ya –dijo Arjen con tranquilidad mientras daba un paso atrás–. Agradezco que me hayas recibido.
–Espera –exclamó la mujer con premura–. Hay más. Aquí no sólo hay ecos de tu pasado sino también de tu futuro.
–No me interesa escucharlo.
–Por favor –imploró Nilde con una mirada intranquila–. Es necesario que me escuches. Tú… tu destino está atado al de Ashar.
–Debo irme.
–Serás un gran guerrero –dijo la mujer de todas formas, manteniendo la vista fija en el alastor–. Como ninguno que se haya visto antes en esta tierra, o en ninguna otra. El mismo rey Jaegar reconocerá tu fuerza y te dará un lugar privilegiado en su corte. Tendrás oro, tierras y todas las mujeres que un hombre pudiera desear… pero ojos para una sola. Una mujer que aún no conoces, pero que sacudirá tu vida como nadie ha hecho jamás. Es allí donde deberás decidir, puesto que tu destino no es claro. No puedes tener ambas cosas. El corazón matará tu fuerza y si eliges a esta mujer, tu camino como guerrero llegará a su fin. Si la haces a un lado, estarás por siempre solo, pero serás el más grande alastor que se haya visto en Ashar, Crattia o Mysra. Un guerrero que marcará el destino de este reino en la tormenta que se avecina.

Por un instante el joven y la mujer mantuvieron sus miradas fijas el uno en el otro. Nilde parecía mostrar un dejo de esperanza mientras que Arjen mantenía un semblante más serio y tranquilo.
–Es tiempo de que me vaya –con sonoros pasos el alastor se alejó del altar, dirigiéndose hacia el amplio pasillo que le llevaría de vuelta a la sala principal.
–Espera –dijo la voz de la mujer cuando el joven estaba en la salida de la habitación–. ¿Fueron acertadas mis visiones? ¿En verdad naciste en Ashar?
–No lo sé –respondió Arjen–. No sé de dónde vengo, ni quien era antes de ponerme esta pieza de armadura en el brazo. Por eso vine aquí. Para buscar respuestas. Pero parece ser que ni siquiera los dioses pueden dármelas.

Sin esperar un instante más el joven alastor dio media vuelta y encaminó sus pasos hacia las afueras del templo. Estaba hastiado de la escasa luz de la sala, del dulzón hedor del incienso, de los caprichos de los dioses, de sus profecías, de su interminable sed de sangre, y en especial de sus seguidores. “La fe suele ser la muerte de la razón” le había escuchado decir a su señor alguna vez. Después de presenciar los actos del oráculo y lo que estuvo dispuesta a hacer para trazar su profecía, comprendía la verdad de aquellas palabras.
La primera inhalación del aire del bosque se sintió limpia y purificadora. Los árboles parecían darle la bienvenida, emitiendo un suave coro cada vez que el viento acariciaba sus hojas. La visión de su corcel y la promesa implícita de correr a sus espaldas, de cara al viento, terminaron por devolverle los ánimos. Garret no exageró. Los caballos de Ashar eran en verdad únicos. Nunca antes había tenido el privilegio de una montura tan fina y resistente.
Una sonrisa se dibujó en sus labios al recordar al muchacho.

–Tal vez no está allí solo para vigilarme después de todo –pensó mientras posaba sus ojos sobre el camino. Aunque se consideraba como parte de Drajakard, lo cierto era que el templo estaba rodeado por bosques. Lo único que de verdad le unía a la ciudad era el antiguo puente que cruzaba el río Kajav y en aquel momento no había otro sonido más que el ruido de su cauce. No había nadie en los alrededores y sobre el lodoso camino no se veían más pisadas que las de su propio corcel. Nadie le había seguido. Nadie más que el chico sabía que estaba allí, y al parecer había guardado su secreto. “Un escudero digno” fueron las palabras que Lord Ravarath uso para describirlo cuando lo entregó a su servicio. No había exagerado. Gracias a él ahora tenía su libertad en sus manos. Aunque estaba allí por elección propia, servir en las fuerzas de Ashar no se sentía del todo bien. Pero ahora, sin nadie tras su rastro, era libre para irse. Si en verdad lo deseaba podía cabalgar por los caminos, dirigirse a un puerto y dejar Ashar para siempre.
–¿Tú que piensas? –preguntó al corcel mientras desataba las riendas. El animal le miró y sacudió su cabeza, emitiendo un sonoro relinchido–. Si, lo mismo pensé yo.
El joven alastor puso una bota en el estribo y con un salto subió a su montura, sacudiendo de inmediato las riendas para iniciar su camino de vuelta al castillo.

* * * * *

Cuando abrió la puerta Garret se encontraba allí, durmiendo entre cobijas de pieles, sobre el pequeño camastro ubicado en uno de los rincones de la habitación. El rechinido de las bisagras y las pisadas provocaron que el muchacho se sacudiera inquieto, pero fue el peso del alastor al sentarse sobre las sábanas lo que finalmente le sacó de las brumas del sueño.
–¿…Señor…? –preguntó el chico tras unos instantes. Arjen había posado la vela sobre una pequeña pila de libros que yacían en una mesita, a un lado del camastro. Su luz, aunque tenue, le obligó a entrecerrar los ojos.
–La vi –el alastor tenía la mirada clavada en el rostro del escudero, tratando de dilucidar si en verdad era tan joven como lucía. Si en verdad podía arriesgarse a confiar de lleno en él. Arjen no conocía su propia edad, pero el oráculo no fue la primera en decirle que no llegaba ni a los veinte inviernos. Su propia juventud no estaba en duda. ¿Pero que había de la de aquel muchacho?
–¿Qué le dijo Sir? –el escudero se frotó los ojos mientras se incorporaba para sentarse en el camastro. A pesar del frío que bajaba desde el monte, su delgado torso estaba descubierto–. ¿Consiguió las respuestas que buscaba?
–En cierta forma –Arjen dejó escapar una leve sonrisa, sin dejar de notar que Garret volvía a llamarle Sir–. Pero no con ella.
–No le entiendo –los verdes ojos del chico mostraban confusión–. ¿Qué fue lo que le dijo?
–Le pregunté sobre mi pasado –comenzó el alastor–. Me dijo que había nacido aquí en Ashar, que había viajado por el mundo y conocido a un gran maestro que me enseño sus artes. También me hablo sobre mi futuro. Me aseguró que llegaría a ser un gran guerrero…
–Yo sé que lo será –interrumpió el chico incapaz de contener su entusiasmo.
–…que el mismo rey Jaegar me haría miembro de su corte y que cambiaría para siempre el destino de Ashar.
–Podría ser cierto –insistió Garret–. Sólo los dioses saben que pasará en el futuro.
–También me dijo que conocería una mujer –el alastor dejó escapar una exclamación de burla–. Una mujer que “sacudiría mi vida como nadie” o algo así.
–Ohh… –el semblante del muchacho mostró un dejo de decepción, pero se obligó a sonreír–. Es natural. Un guerrero como usted merece la más fina de las doncellas.
–No –dijo Arjen volviendo su mirada al muchacho–. Todo eso no eran más que patrañas. Toda su palabrería sobre el destino, sobre ser un gran guerrero, sobre la doncella, solo eran los delirios sin sentido de una fanática. Esa mujer era una loca. Y yo debo haber estado igual de loco para cabalgar hasta allí a escuchar sus sandeces.
–Pero…no entiendo –inquirió el chico–. Dijo que había conseguido respuestas.
–Así fue –con un semblante serio Arjen se acercó y posó su mano izquierda sobre la mejilla del muchacho, entrelazando su mirada con la suya. Garret se sonrojó e instintivamente se llevó la mano al rostro posándola sobre la del alastor. El metal que la cubría no era frío, sino que tenía una suave calidez, cual si fuera su propia piel.

Por un instante ambas figuras permanecieron en silencio, con las miradas fijas uno sobre el otro. La luz de la vela se reflejaba sobre los grandes ojos esmeraldas del muchacho, otorgándoles un enigmático brillo. El semblante de Arjen parecía serio y determinado, pero mostraba también una calidez que Garret no había visto antes.
–Desde que estábamos en el barco he notado como me mirabas –dijo Arjen, rompiendo el silencio–. Al principio creí que tu lord te había asignado a mí para vigilarme, pero… ahora no lo sé. ¿Tú pediste esto?
–Sir…yo… –balbuceó el muchacho mientras la sangre se le subía al rostro, incapaz de retirar su mirada del alastor. Inconscientemente mordió su labio y su mano apretó con más fuerza, como si tratara de sentir más cercana la calidez que emanaba del metálico guantelete.
–Otra vez diciéndome Sir –Arjen esbozo una tenue sonrisa.
–Lo siento señor, yo… –se disculpó el muchacho, manteniendo sus ojos fijos en los de su señor. A pesar de sus palabras habría efusividad en su semblante y una sutil pero dulce sonrisa dibujada en sus delgados labios.
–Olvídalo –Arjen retiró su mano de la mejilla del joven y entrelazó sus dedos con los suyos–. Puedes llamarme como quieras.
Garret le miró con una expresión emotiva, apretando su mano en respuesta. Incapaz de contenerse más, cerró los ojos y se arrojó al frente, encontrando sus labios con los del hombre al que admiraba. Sus brazos le rodearon con una instintiva ansia, buscando el calor de su cuerpo. Atrás quedaron todas las dudas, todas las sospechas, los temores y las precauciones. Arjen se dejó llevar por el rojo delirio que el muchacho despertó en él, palpando la piel de su torso desnudo, respondiendo a su abrazo con una fuerza y un cariño nacidos de una necesidad que desconocía; una necesidad que hasta ahora había permanecido oculta, muy hondo en su interior.
Con cada instante que pasaba ambas figuras se entrelazaban y se estrechaban con más fuerza, besándose profundamente mientras sus manos acariciaban y se aferraban con una pasión que parecía inagotable. Los instintos de Garret le gritaban que se quedase allí, envuelto por siempre en el calor de esos brazos. Pero al mismo tiempo quería ver el rostro de aquel hombre, perderse en el ámbar de sus ojos y la natural fiereza de sus rasgos. Por un instante halló la fuerza necesaria para separarse y volver a cruzar sus miradas. La tierna sonrisa del chico y su devota mirada acentuaron su delicado semblante. Cuando habló, su voz despertó una calidez perdida y olvidada en el interior del alastor.
–Está bien… Arjen.

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Jul 112014
 
 11 julio, 2014  Publicado por a las 11:11 El Candelabro de Hierro, Relatos Tagged with: , ,  Sin comentarios »

Atrás había quedado la noche del lobo, y más aún el día de las almas errantes.
Erland sabía que debían de estar atravesando a esas alturas los valles verdes de Brócia, y no ese extraño bosque de olmos; todo ramas retorcidas, musgo y liquen colgando por doquier como si de enormes telarañas de color verde se trataran.
Sus hombres cansados y hambrientos no proferían queja alguna, aunque en sus caras curtidas se podía ver atisbos de cansancio y desgana.
Erland no podía culparles, pues él mismo comenzaba a creer que nunca abandonarían aquel bosque desconocido y sin cartografiar. Náufragos en un mar de ramas, musgo e insectos.
Decidieron acampar en un pequeño claro. En el centro mismo se erigía un peñasco terminado en punta, repleto de petroglifos de simbología totalmente desconocida para Erland; pero cuando el estomago está vacío, poco importan las cuestiones por lo demás triviales a ojos mortales.
Relatos de Fantasía - La Ciudad del perpetuo tormento
No hubo gallo o sol que los despertara de su sueño; un sueño que por otra parte no dio sosiego o descanso a ninguna de las almas piadosas allí convidadas.
Retomaron la fatigosa marcha a lo desconocido, sin rumbo fijo, atravesando un follaje antinaturalmente espeso.

Todos se congelaron, se empaparon en un pringoso sudor frío, sus bocas se secaron y más de uno manchó las prendas interiores, cuando vieron que el bosque terminaba abruptamente, como si lo hubieran sesgado de manera que formara una clara y perfecta línea recta que se perdía en el horizonte. Pero lo que les hizo enmudecer no fue algo tan banal como las extrañas fronteras de aquel país arbóreo, si no que ante ellos se extendía hasta donde alcanzaba la vista, un inmenso cenagal del que manaban vapores venenosos y nauseabundos.
Unos estrechos senderos flanqueados por peñascos acabados en punta idénticos al encontrado en el claro donde pasaran la noche, serpenteaban hasta llegar a una entrada de proporciones ciclópeas. La construcción a la que se accedía a través de dicha puerta era de una altura tal, que las nubes del extraño cielo gris y los vapores que ascendían desde el cieno, confluían en sus almenas formando un extraño contraste entre vapor y piedra.

Los hombres de Erland lo observaron expectantes, esperando algún tipo de orden, pues era tal su hambre y cansancio, que incluso el solo acto de pensar lógicamente les resultaba harto complicado.
Erland no era en absoluto supersticioso, aunque también es cierto que en más de una ocasión se le pasó por la cabeza alguna de las historias escuchadas en su infancia sobre las ciudades muertas de las esferas inferiores. Intentó ahuyentar el desánimo. Hinchó el pecho. Sujetó su lanza. Afianzó su escudo a la espalda. Se recordó así mismo quien era y de donde venían; ordenó el avance, resuelto a parlamentar con el señor de aquél enclave.

Según avanzaban por el apestoso sendero, mejor distinguían las formas de la titánica construcción. No tenía nada de original salvo su colosal tamaño. Un simple cuadrado con cuatro vetustas torres de mampostería rojiza protegiendo las esquinas.

Comenzaron a llegarles sonidos humanos, la mayoría lamentos y gritos; otros sonidos no se asemejaban en nada a los que pudieran proferir ninguna garganta humana. A esta cacofonía estridente la acompañaba un olor que fue cambiando al de un aroma dulzón de carne quemada. La inconfundible atmósfera de una carnicería de cualquier ciudad humana, pero elevada a un nivel equiparable al de la construcción que tenían delante.

Vieron para su espanto que de las innumerables ventanas de la ciudadela, se precipitaban al vacío incontables figuras humanas desnudas, de piel apergaminada pegada a los huesos. De ventanas más amplias colgaban numerosas jaulas erizadas de pinchos oxidados. Todas ellas repletas de humanos y muy diversas razas de las que Erland ni había oído hablar.
Las puertas chirriaron, produciendo un sonido que bien podría ser el de cinco gigantes de las montañas golpeando un yunque con todas sus fuerzas.
De su interior llegó un calor y aroma inaguantable. Un aire fétido e insalubre que hizo que todos cayeran al suelo instantáneamente vomitando, aunque sin expulsar nada de sus acartonados estómagos.
Relatos de Fantasía - La ciudad del tormento perpetuo
Erland fue el primero en alzarse apoyado en su lanza de fresno, y su corazón si es que en algún momento latió desde que entraran en aquella tierra, se detuvo, pues ante él, en perfecto orden, se alineaban sus hombres y él mismo a la cabeza, empalados desnudos y desnutridos. De sus abdómenes abiertos, las vísceras colgaban, mientras multitudes putrefactas de miembros entumecidos y cuencas vacías, roían los restos que al cieno caían.

Erland cayó al suelo llorando y rezando. ¿Como había podido llevarlos a la perdición de una de las innumerables ciudades muertas de las esferas inferiores?. Pero ya no era un mero espectador, su alma se había reencontrado con su forma carnal. Sus ojos solo podían observar como los carroñeros de la muerte se afanaban en arrancar la mejor y más jugosa parte de su cuerpo.

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May 282014
 
 28 mayo, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  1 Comentario »

Frontera septentrional del Imperio Bizantino.
Mayo de 1190 A.D.

De nuevo solo. Una constante en su existencia. Una rodilla falló y cayó de rodillas al suelo carmesí. Resbaló exhausto en un suelo demasiado resbaladizo a causa de la sangre allí derramada. La mirada se nubló pero apretó los dientes y logró incorporarse. El sonido metálico de la retirada del enemigo no le reconfortó. Sabía que volverían pronto, y entonces él sería el único en recibirles. El sol lucía orgulloso en el cielo iluminando el paso de las montañas con destellos ocres. La sangre manaba por el suelo como un funesto arroyo. Retrocedió lentamente y se apoyó en la pared de la montaña. Sentía el sabor ferroso de la sangre en los labios. Se despojó del yelmo tratando de buscar una nueva bocanada de aire. Sus pulmones se estremecieron lacerados. Era el final.
Relatos de fantasía - Guerrero en una colina
Hace muchos años, en los albores de sus recuerdos, había vivido una situación parecida. Fue largo tiempo atrás, en su adorada patria mucho kilómetros al norte. Cayó protegiendo su poblado y despertó en una fosa común, junto a los rostros deformados de sus amigos y vecinos. Pero habían pasado demasiados años para recordar con nitidez aquel horrible sufrimiento. Cerró los ojos y se frotó los párpados. ¿Cuántos años había servido en la Guardia Varega? Había contado varias vidas de humanos, siempre adoptando nuevas identidades cuando su eterna juventud comenzaba a levantar sospechas entre sus más allegados. Y siempre comenzaba de nuevo, solo, sin nadie a su lado. Como siempre, la soledad era su compañera. Y aquella tarde de nuevo encontraba su compañía. Abrió los ojos y contempló apenado la alfombra de cadáveres que sembraba el suelo de piedra. En aquel paso olvidado él escribía de nuevo las últimas líneas de una historia épica. Como los trescientos de Leónidas, ellos habían resistido durante días los embates de los enemigos bárbaros del norte. Pero sus fuerzas se habían extinguido.
Recordó a su antiguo amigo Harald. Habían recorrido Europa juntos, formando una pequeña guardia de mercenarios leal y feroz. Recordó los hermosos ojos de la emperatriz Alejandra cuando les reclutó para la Guardia Varega. Al frente de los ejércitos de Bizancio habían logrado grandes hazañas. Pero la fama, el poder y las riquezas nunca fueron suficientes para su amigo y hermano. Cayeron en desgracia cuando fueron descubiertos apoderándose de un botín que pertenecía al Emperador. Lograron escapar y Harald decidió volver a su patria y reclamar sus derechos al trono. Él, Lanson, prefirió continuar combatiendo para el emperador bajo otra identidad, lejos de la capital, en la frontera del norte. Así había logrado ascender hasta el puesto de Strategos, capitán de la guarnición. Pero sus tropas yacían inertes sobre las duras rocas de las montañas y él de nuevo se encontraba solo. Hoy debía comenzar de nuevo. Pasaron los minutos y recobró las fuerzas. Trató de recomponer su armadura destrozada, se colocó el yelmo y apretó con fuerza sus armas. Su mano diestra sostenía un gran hacha de doble filo, símbolo del poder de su pueblo. Su mano siniestra alzaba una hermosa espada manchada por la sangre de sus enemigos. Avanzó lentamente hacia la entrada del paso y se colocó desafiante. Escuchó los pasos metálicos de una nueva avanzadilla. Más de una docena de hombres, en filas de dos, ascendían por el paso. El nórdico respiró profundamente y lanzó un grito: grave, ronco, poderoso como el bramido de un cuerno de batalla. Sintió una furia irresistible que comenzaba a extenderse en su interior, un fuego colérico que insuflaba renovadas energías a sus miembros agotados. Y cuando su mirada se convirtió en un resplandor lacerante se arrojó hacia el interior del paso en pos de su destino. Los gritos del combate resonaron en las paredes de las montañas y estremeció sus cimientos. La hora había llegado.

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Abr 042014
 

Pocas veces había sentido tanto miedo como en esa ocasión, mientras se adentraba en la oscura y estrecha gruta. Lo habían visto volar sobre la Cordillera Roja y aterrizar sobre uno de los montes de la Laguna del Dragón. Su envergadura era imponente en el cielo. Por eso le temblaba el pulso, y sólo su fuerza de voluntad le hacía seguir adentrándose por la estrecha galería, sin que el pánico se adueñara de él.

La mujer de cabellos dorados que le acompañaba, parecía no sentir ni un ápice de terror. Él debía protegerla a toda costa. Lo juró por su mujer. Dio su palabra. Ella avanzó con paso lento pero decidido hasta una gran caverna sobre la que descansaba la enorme bestia y se quedó contemplándola llena de admiración. El hombre se interpuso entre ambos, levantó su hacha de combate y se escondió detrás del enorme hoplón adherido a la zurda. Relatos de fantasía - Guerrero y Sacerdotisa

El dragón parecía dormido. Su enorme cabeza descansaba sobre una de sus patas, mientras que su cola se enroscaba alrededor de su cuerpo. El guerrero continuó andando con cautela hasta situarse a unos pocos pasos. Un presentimiento le recorrió el cuerpo. El hombre bajó la guardia y envainó el hacha.

— Deja de fingir, sé que estas despierto.

La bestia alada abrió los ojos y cuando el tercer párpado, el llamado nictitante, se retiró, emergió un iris de un brillante amarillo metálico en contraste con una negra pupila con forma vertical, muy parecida a la de un gato. El dragón levantó su enorme cabeza y miró al extraño que se había aventurado en su guarida, sin perder de vista a la mujer de cabellos dorados.

— Es difícil ver a un hombre con esas cualidades. — Tronó una voz grave, que retumbaba en toda la galería. — O quizás no sea un hombre el que se estremece sólo con verme… — El hombre se mantuvo en silencio. — Normalmente, los osados que se atreven a entrar en mi guarida, — El dragón mantenía un tono sereno y calmado, como si aquello le aburriera e importunara. — no guardan sus armas cuando me ven. Dime pequeño hurón ¿Vienes en busca de fama? ¿Acaso es honor de caballero lo que quieres? ¿O simplemente son las escamas o los dientes de mi cuerpo lo que buscas?. Huelo a magia, — Ahora su tono comenzaba a ser amenazador. — la percibo a tu alrededor. No eres un simple guerrero. ¿Qué es lo que quieres… ¡Mestizo!?.

Tu consejo. — Respondió tajante.

— ¿Consejo? — Rio airadamente, aquello había captado su atención. — Esto comienza a divertirme. A lo mejor debería de devorarte ahora mismo y no andarme con miramientos, no me gusta que me molesten cuando descanso. Te daré tu consejo, pero mide bien tus palabras, no me gusta demasiado perder el tiempo con tonterías.

— No soy el que ha venido a verte. — Dijo el hombre señalando a la mujer de cabellos dorados.

— Adelántate muchacha. — El dragón elevo su cabeza por encima de su cuerpo para poder apreciarla mejor. — ¡No voy a hacerte daño! A lo largo de mi solitaria vida no he encontrado a nadie que simplemente quiera conversar conmigo, y mucho menos aprovechar mis años de experiencia. Me agrada que me traten como a un sabio y no como a una bestia. — La mujer de cabellos dorados se le acercó muy lentamente hasta que se puso justo delante de él, tocándole. El dragón se estremeció con el calor que irradiaba la diminuta mano que se posaba sobre la punta de su cola.

— Quisiera…

— Antes de nada muchacha, he de decirte que los consejos son sólo eso, consejos. Es quien los pide quien debe discernir si seguirlos o no, para eso están al fin y al cabo. La sabiduría no radica en quien los da, sino en saber de quién recibirlos. — El reptil esperó a que sus palabras surtieran su efecto. — Puede que yo no sea el más apropiado para dártelo, pero aún así lo hare. — La mujer meditó unos instantes sus palabras.

— Soy una sacerdotisa de una diosa que… — Comenzó a decir. — La lucha que tienen los de tu especie… — La mujer no sabía cómo expresar el mensaje. — Los dragones que fueron domesticados para…

— Respira hondo muchacha e intenta tranquilizarte, sino esto se puede eternizar, y aunque mi paciencia es casi ilimitada, no es eterna. ¿Haz tu pregunta?.

— Sobre mis hombros recae la carga del destino de la guerra que pronto se desatará en Weirshad.

— Eso suena un poco desmedido ¿no crees?. — Respondió el dragón escéptico.

— Los hombres del valle han domesticado a tus congéneres durante generaciones. — La muchacha ignoró las últimas palabras de la bestia. — Ahora se enfrentan en una lucha celeste y sin sentido, controlados por seres inferiores.

— ¡Ah, esas lagartijas aladas!.

¿Qué los motiva a luchar?, no es su guerra…

— Tu misma lo has dicho.

— Pero tú no luchas en esta guerra. ¿Por qué?

— ¿Qué soy para ti?

— ¡Un dragón! — Respondió la muchacha con obviedad.

— Me refiero a si ves alguna diferencia en mí con respecto a mis hermanos.

— Sí, que tú eres mucho más grande que cualquiera de ellos.

— Todavía no soy para ti más que un dragón parecido a otros cien mil dragones. Y no te necesito. Y tú a mí tampoco me necesitas. No soy para ti más que un lobo parecido a otros cien mil lobos. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo. Yo seré para ti único en el mundo. — El dragón suspiró hondo, desconsolado. — Y entonces tendrás algo que yo jamás podré soñar en mi solitaria vida…

— ¿Pero tú eres un ser racional?, no eres un perro que depende de su amo…

— ¿Ves como no soy el más indicado para darte consejos? Quizás deberías dirigirte al hombre que habla con las bestias.

Dijo el dragón mirando al personaje que ahora descansaba, apoyando una pierna sobre una piedra.

— ¿Cómo lo sabes? — Le respondió sorprendido al dragón.

— ¿Cómo sabías que no estaba dormido? — Le contestó retóricamente.

— Aún no me has respondido, ¿Qué les impulsa a luchar a los dragones, cuando podrían dominar a su amo? ¿Qué les impulsa a luchar a unos seres racionales?, lo que nos diferencia de las bestias es la razón. — Le instó al dragón impaciente.

— Cuando alguien es domesticado pierde su libertad y deja de ser racional. Es muy simple muchacha: sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos. — El hombre recogió sus cosas dispuesto a irse. — A él aún no le han domesticado, es libre y vive como lo que es, un dragón. — La mujer de cabellos dorados miraba a la magnífica bestia sin perder un solo detalle de su silueta.

— Ves muchacha cómo no soy el más indicado para darte un consejo…

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Ene 092013
 

Cuenta la leyenda que en una lejana aldea de Anatolia un viejo leñador, de pelo canoso y ropas raidas, mirada firme y espíritu tranquilo, fue testigo de uno de los acontecimientos más grandes de la historia de su tiempo.

Soplaban aires de guerra, negros nubarrones anunciaban con su presencia la inminente tormenta mientras los cuervos graznaban y revoloteaban enzarzados en su propia disputa por un trozo de carne podrida.
El viejo leñador permanecía ajeno a todo eso absorto ante el espectáculo que se mostraba ante él. 12.000 falangitas y algo de caballería frente a un ejército de unos 100.000 hombres, todos curtidos en mil y una batallas con el acero afilado y presto a arrancar vidas de un tajo limpio, frío y letal.

El viejo leñador poco tenía ya que temer. No era su guerra, él ya había librado sus batallas en otro tiempo y al parecer había salido victorioso, aunque no por mucho tiempo. Nadie escapa a la muerte, aunque según dicen algunos, la muerte no es el final.

El Viejo Leñador
El viejo leñador de camino a Issos se cruzó con siete soldados macedonios cada uno con sus 7 arcos, cada arco 7 flechas, cada flecha siete muescas, una por cada soldado persa muerto.
Al despuntar el sol no quedaba nadie, solo sangre, polvo y tres cuervos carroñeros disfrutando del festín después de la gran batalla. Todo guerrero encuentra la muerte en alguna batalla, aunque sea la batalla por la propia vida.

Sin embargo nada había cambiado para el viejo leñador…


SOLUCIÓN:: ¿Cuantos soldados y flechas iban a Issos?

Datos del Enigma
Nombre: El enigma del Viejo Leñador
Código: 2013.01.09.01
Fecha de publicación: 09.01.2013
Fecha de Resolución: 19.02.2013
Dificultad: Enigmas para Aprendices
Recompensa: 50 puntos de experiencia para los 3 primeros en resolver correctamente todo el enigma.