Feb 282014
 
 28 febrero, 2014  Publicado por a las 18:28 El Candelabro de Hierro, Relatos Tagged with: , ,  3 comentarios »

El camino de las mil estatuas

El vestido largo de seda plisado malva y con delicadas filigranas de plata, ondeaba al son de la brisa fresca de la mañana. La novicia y aspirante a hija de la diosa Yameria no estaba acostumbrada a los vestidos lujosos, tan propios de la aristocracia de la capital. Las novicias solo solían vestir cortas túnicas de seda transparente.
Mariam había sido escogida de entre todas las intocables del templo de Yakaria. Iba montada en un caballo pequeño y robusto, de trote ligero y suave, perfecto para un camino largo y más aún para un cuerpo tan delicado como el de una novicia.

Novicia por Ignacio Castellanos

Novicia por Ignacio López Castellanos

Mariam era atractiva, de bellas curvas, pelo negro como la noche y peinado con aceites perfumados, poseía además unos ojos oscuros y brillantes como dos lagos encantados vistos en una noche de invierno, tan hermosos eran, que nadie podía sostenerle la mirada.
Iba escoltada por cuatro hombres robustos a pie. Todos armados con picas y machetes. Tenían orden de asegurar su llegada a la capital.
El camino real le parecía a Mariam un regalo para la vista; Nunca había visto una vía empedrada. A intervalos de unos quinientos metros solían aparecer restos de estatuas antiquísimas. Deidades provenientes de tiempos y épocas olvidadas, todas ellas envueltas en vestidos de musgo y hierba. Al pasar a su lado podían sentir sus miradas de reproche por haberlos relegado al olvido, dejándolos a merced de los elementos.
A ambos lados del camino abundaban los abedules y castaños, entre cuyas hojas otoñales se dejaban ver finos rayos de luz, bañando de forma sobrenatural el camino.
Los hombres parecían inquietos aunque llevaban así desde que dejaran atrás el templo, no era pequeña la responsabilidad que sus hombros soportaban.

A Mariam se le paró el corazón cuando a pocos metros de ellos apareció un hombre menudo y barbudo, recubierto de cuero y portando en alto una alabarda oxidada. Hizo señas para que pararan. El caballo de forma casi instintiva se detuvo. Los cuatro hombres rodearon el penco adoptando una postura defensiva. El desconocido barbudo se acercó lo suficiente para que lo oyeran.
-No intentéis ninguna triquiñuela zagala. Ahorrad sufrimiento a las mujeres de esos hombres imberbes. No sus pasara ná si nos dais vuesas armas, caballo y vuesos dineros.
Esto último lo dijo sonriendo, dejando a la vista una boca totalmente picada y podrida.
Una voz gutural y grave llegó de entre un par de abedules.
-¡Para ti el dinero despojo!. Yo pienso desfogarme con la ramera personal de los dioses.
Quien profirió tales palabras se dejó ver en el camino de un salto. Su rostro recordaba enormemente al de un cerdo sobrealimentado. Era un hombre enorme, de espaldas desproporcionadas, portaba una ballesta y una espada corta al cinto. Tras él aparecieron dos hombres más, igual de guapos y armados con arcos cortos.
Mariam estaba aterrada, aunque la repulsión que sintió al oír las palabras del hombre de rostro porcino, junto con su orgullo como hija de la diosa Yameria, pudo más que el miedo que atenazaba sus manos y piernas. Intentó aparentar tranquilidad y frialdad en su rostro.
-Dinero llevamos, bien podríamos pagar peaje, y seguir nuestro camino en paz.
Mariam rezaba por que no se hubiera notado temblor alguno en sus palabras.
El viejo desdentado fue el primero en hablar.
-Y nuesas humildes personas lo aceptaran de buena gana.
El de rostro porcino escupió tras oír las palabras del anciano y alzó la ballesta, haciendo que la guardia de la novicia se pusiera tensa. No dejaban de ser gentes sencillas, estaban lejos de ser soldados profesionales.
-Y una mierda viejo.
El bandido de faz obesa comenzó a reír de forma sonora, mientras apretaba el gatillo de la ballesta abatiendo a uno de los guardias de la novicia. Sus compañeros derribaron a otros dos guardias valiéndose de sus arcos cortos. El que quedaba, salió corriendo dejando a Mariam con la cara descompuesta.
El viejo, al ver el desenlace de la escena, se internó en el bosque perdiéndose en él.
Sin demora alguna, el ballestero obeso agarró al caballo de las riendas. Mientras, los dos carroñeros que le acompañaban, se dispusieron a inspeccionar los cadáveres de los guardias.
El ballestero comenzó a sonreír mientras levantaba el vestido de Mariam, dejando al descubierto un muslo blanco como la nieve. Poco duró su sonrisa, aunque Mariam no lo vio pues tenia los ojos cerrados; solo los abrió, cuando notó que dejaba de sonreír tras oír un sonido crujiente y metálico. Al abrir los ojos de nuevo, vio al forajido porcino aún consciente, pero con una espada ancha clavada en su cráneo; la espada fue extraída con furia demoníaca seguida de un grito poderoso y masculino. Los otros dos bandidos se abalanzaron contra el robusto desconocido. El inesperado salvador, tensando sus músculos, barrio el aire con su bárbara espada; con un tajo descendente atravesó a uno de ellos del hombro al pecho; sin esfuerzo alguno, retiró la espada del cuerpo destrozado y esquivo con una finta el ataque de la segunda ave de rapiña. Este intentó atacarlo al pecho con una estocada, pero el extraño la bloqueó con la empuñadura, usando la misma de forma precisa atrayendo su cuerpo hacia él, e introduciéndole un puñal en el ojo izquierdo. Acto seguido, le dio una patada tumbándolo, pero sin llevarse el puñal con él.
Mariam estaba más asustada aún si cabía del desconocido. ¿Quién era pues, este desconocido de tosco aspecto y cubierto de pieles?.
-¿Quién…so…sois…vos?
El hombre se giró mirándola con simpleza e indiferencia, como si lo que acabara de ocurrir fuera algo habitual en su vida.
-Mi nombre es Uthred, hijo de Áoife la herrera.
-So…sois…nor…norteño, ¿amigo o enemigo?.
-Ni lo uno ni lo otro, solo sigo mi propio camino nada más.
-Pero me habéis salvado.
Uthred la miró contrariado y sin saber que decir.
No me debéis nada, si es lo que estáis pensando, pero creo que deberíais saber que este no es camino para jóvenes con vestidos de seda.
Mariam ofendida por este último comentario, decidió no decir nada y oprimió su deseo de reproche; aunque de improviso sintió una enorme curiosidad por él. Poseía unas facciones duras, unos ojos claros e inexpresivos pero que escondían fuego bajo su superficie helada. Era de aspecto imponente, nada que ver con los hombres a los que estaba acostumbrada a ver. Un calor interno la sorprendió, e intentó aparentar superioridad ante el salvaje.
-Habéis salvado a una futura sacerdotisa de Yameria. Tened por seguro que se sabrá de vuestra hazaña en la capital, e intentaré dentro de mis posibilidades recompensarte.
Uthred si estaba impresionado ante la nueva apostura de la novicia, no lo demostró.
-¿Sois una especie de hechicera? ¿Poseéis habilidades mágicas?.
-¿Magia? Eso es propio de brujas y demonios. Solo una mujer puede con su pureza espiritual proteger el poder de la diosa. ¿No veneráis la figura femenina en vuestras tierras?.
Hombre o mujer lo mismo da, que cada cual siga su propio camino y se forje su destino.
Mariam estaba asombrada ante su ignorancia y osadía.
-El camino es largo y peligroso, podría pagar vuestros servicios si me escoltarais hasta la capital.
Uthred envainó su espada y reanudó su marcha por el camino. Mariam sorprendida por su falta de respuesta, le increpó.
-¿No os dignáis a dar una respuesta?.
-Sigo vuestro camino, ¿necesitáis mas respuesta?.
Mariam dirigió su caballo sorteando los cadáveres hasta situarse al lado de Uthred.
-Nunca he conocido hombre igual.
Uthred sonriendo y emprendiendo de nuevo el viaje a su lado le respondió.
-Quizás sea el primer hombre con el que os habéis topado.
Uthred, tras pronunciar tales palabras jocosas, comenzó a cantar una antigua canción de mercenario.

Desde que fui engendrado,
Mi espíritu jamás fue domado.

Oscura es la noche,
Más yo nada he de temer.

Buena espada me acompaña,
En las entrañas del Báratro fue forjada.

Canto, bailo y bebo,
Vano intento por ahuyentar el miedo.

Ninguna canción hablara de mí,
Tampoco me recordará aquél al que muerte di.

Desde que fui engendrado,
Mi espíritu jamás fue domado.

Mañana mi sangre se derramara en tierra lejana,
Mi espíritu sabe que no habrá mañana.

Nada apacigua tanto el alma,
Como la certeza de que no habrá un mañana.

Desde que fui engendrado,
Mi espíritu jamás fue domado.

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