Dic 172014
 
 17 diciembre, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , ,  1 Comentario »

Hubo un tiempo en el que se veneraba a los dioses. En el que contrariarlos, tan solo con el pensamiento, hubiese sido ofenderlos. Épocas donde los hombres quemaban incienso, ofrecían sacrificios y oraban en la calma de los santuarios. Mas hoy, las brumas del pasado ya eran pasto de la memoria. Ahora solo quedaban sombras, aullidos en mitad de la noche, quebrantos que harían estremecer al más valiente: tiempos de guerra.

Las nubes corrían presurosas tras las bandadas de carroñeros que sobrevolaban los cuerpos mutilados de hombres y de bestias. Si volvía la vista atrás, Shoumila, todavía podía escuchar las voces de los guerreros que ya eran parte de ese mismo suelo y de su gloria. Si cerraba los ojos, el destello del acero aún humillaba al cegador brillo del sol mientras oía la ronca arenga de Aquiles de Aiser, rey de Shurem, elevándose por encima del silencio que ahora anegaba sus oídos.

—… ¡Somos Historia! ¡Reclamemos un puesto en la Gloria de los Tiempos!
Relatos de Fantasía - Batalla de los cinco ejércitos
La mesnada irrumpió en vítores a su rey. Una sucesión de juramentos, votos y requiebros se superpuso al estruendo de las guarniciones chocando contra los escudos. La hueste ardía.

La inmortal miró al soberano con admiración. Era un gran orador además de uno de los mejores gobernantes que había conocido. Sin embargo, sus tácticas de guerra resultaban demasiado arriesgadas. Así se lo habían advertido estrategas y consejeros, pero nada logró que cambiara de opinión. Lucharían a campo abierto.
Los clanes enemigos se encontraban ya a escasa distancia. Le deslumbraba el reflejo de sus alabardas al fundirse con la luz del amanecer. Podía oler la pestilencia que arrastraba el viento, ese hedor inconfundible de las hordas nómadas del desierto de Mared; mitad hombres mitad fieras, quizá también en parte diablos. Se decía que fornicaban con serpientes y que sus pactos con los dioses oscuros habían hecho de ellos servidores negros; asesinos ávidos de sangre inocente.

Sacudió la cabeza con tristeza. Sí, fue una tremenda batalla. Lo fue. Aun así el enemigo los doblegó cobrándose la vida de mil hombres y cien bestias.

«Somos humanos y erramos», repitió para sí al recordar las palabras de disculpa que pronunció el rey ante la aplastante derrota. Hubo grandeza en ese gesto, pues pocos admitirían sus equivocaciones en voz alta.

Elevó la mirada al cielo. En sus ojos se reflejaba la tormenta que estaba por llegar. Oyó crecer la voz del viento; la sintió arreciar en su rostro y trasformar sus rasgos en escarcha. Sentía bajo la piel la punzada de un invierno prematuro, huérfano de mieses.
Más allá de las murallas de la ciudad se oían las risas y la algazara de los soldados. Muchos buscaban las Tierras del Placer para acallar los gritos de sus muertos: los cobrados en combate y los arrebatados al corazón. Bebían vino hasta caer rendidos, comían groseramente; buscaban la compañía de meretrices para perderse en otras pieles. Shoumila podía sentir las ondas que emitían sus huecos cerebros. Solo percibía el miedo cerval que los poseía ante la última batalla. Era un hondo latido que prometía dejarla sorda.

—Por todos los dioses… —maldijo sacudiendo la cabeza.

—No te atrevas a nombrarlos en vano, Eterna —le advirtió la hechicera Arcanat—. El hombre ha renegado de ellos y se cree en libertad de poder elegir su destino. Haz que regresen a sus cultos o la furia de las deidades los quemará como quemó a los de tu raza.

—¿Acaso crees que volverán a sacrificar corderos si yo se lo pido?

—Su rey morirá en combate mañana.

—Será una muerte inútil. Aquiles es el mejor soberano que jamás tendrán, lo ha dado todo por su pueblo y aún tiene mucho que ofrecer. Estoy segura.

No fue una risa lo que salió de la garganta de la vieja adivina, fue más un gañido ronco. Sus facciones eran tan rojas como el fuego del oráculo. Echó más polvo de hueso sobre las llamas y el destino se dibujó ante ella con la claridad de un amanecer.

—He dicho que morirá. Su hijo nonato ocupará el sitial. Maese Sudri, de Ciudad Aurum, será el elegido para guiar al niño rey.

Shoumila dejó escapar un gemido de impotencia. En otro tiempo no hubiese dudado en acatar la voluntad de los dioses, pero ahora le resultaba insoportable permanecer impasible a sus juegos. Ya se habían divertido bastante. Por un instante pensó en la posibilidad de salvar al rey. De utilizar sus poderes para impedir que aquel vaticinio se cumpliera.

La hechicera percibió ese conato de traición.

—Ni lo intentes siquiera, Eterna. ¿Es que no has aprendido nada de lo ocurrido en el pasado? Los inmortales ya no estáis en posición de retar a las deidades. Tienes prohibido intervenir en este asunto. Tu misión es ayudar a los humanos en su lucha contra los siervos de los dioses oscuros. No olvides jamás tu promesa. Si vives es para servirlos y tu alma les pertenece.

—Allí estaré, Arcanat, pero diles a esos arrogantes que…

—No —interrumpió la hechicera—. No voy a decirles algo que te quemará en la boca.


El rey, que montaba un gran caballo de batalla enjaezado con las escarapelas de guerra, se dirigió a Shoumila antes de dar la orden de atacar.

—Esta es una batalla de hombres, no de inmortales. Entendería que no intervinierais.

—No presenciaré impasible la ofensiva, sire. Será un honor luchar a vuestro lado.

—No interpretéis mal mis palabras, noble dama. Preferiría no arrancar al destino una victoria que no sea ganada en noble lid. Vuestros poderes ensombrecerían los laureles de mis vasallos. Además, no sería justo para ninguno de los bandos.

—Seré una más de vuestros paladines, majestad. Os doy mi palabra.

—Sea pues. Recibid a cambio mi gratitud y que los dioses os protejan.

De un golpe de brida se alejó al trote.

—Y a vos, mi rey…

Tras el primer toque de cuerno, los gritos atronaron en el páramo. Una nube de polvo se elevó por encima de la contienda, que se fundió con el fragor del viento y las amenazas de los enemigos. La tierra rugía bajo los cascos de los caballos y el peso de las lanzaderas. Todo fue confusión, golpes de hacha errados, venablos que se perdían en la nada; rocines que caían de bruces bajo la muesca ferrosa del mandoble… Las bajas se contaban por cientos, pero aún podían aventajarlos si atacaban por sorpresa en el desfiladero de Ning. Allí se reabastecía el enemigo.

Buscó con la mirada al rey. A pocos pasos, bajo un tropel de cadáveres, distinguió su armadura. La reconoció por el dragón alado de dos cabezas que tenía grabado en los espaldares. Desmontó de un salto y acudió presta a auxiliarlo. Apartó con fiereza parte de los cuerpos que lo sepultaban, tenía el brazo izquierdo atrapado bajo un caballo muerto. No llevaba yelmo y pudo apreciar un tajo cuya oscuridad teñía su rubio cabello. Gritó con los dientes apretados al tiempo que levantaba al animal unos palmos. Lo soltó de golpe en cuanto vio que el brazo se liberaba. Todavía vivía. Le ofreció algo de agua y limpió la herida de su frente.

—Mi señor, necesitáis un sanador.

Él negó con una sonrisa taimada al tiempo que le tendía la mano.

—Ayudadme, creo que mis piernas aún me obedecen. Buscad mi espada. Mis vasallos se vendrán abajo si ven que su rey está vencido. Ponedme el yelmo para que puedan reconocerme.

Ella asintió a sus deseos, aunque a duras penas se mantenía en pie y el brazo le colgaba como una rama quebrada. Y fue, tras recoger el acero de Aquiles del suelo, cuando sintió la vibración de una pica a su espalda. Aquella lanza no era terrenal. Tuvo esa certeza nada más interponerse entre su trayectoria y el pecho del rey. Sintió el sobrenatural mordisco del acero al penetrar en su piel, rasgar los músculos y romper sus huesos, cobrarse, gota a gota, su sangre. El alma se le escapaba por aquel agujero. Mil vidas pasaron frente a sus ojos. Mil vidas. Y luego otras mil que todavía no había vivido.

«Solo los dioses pueden matar a un inmortal», escuchó en su interior. «Si así lo deseas, Eterna, dejarás de existir, mas no habrás pagado tu deuda con los hombres. No hay peor pecado para tu raza que faltar al honor. Seréis malditos por toda la eternidad.»

No debía morir. No, sin cumplir su destino; aquel para el que fue llamada por el hijo de Adán desde su tumba de hielo.

—Hágase… vuestra voluntad… —suplicó con la voz de la muerte en el aliento.

Cielo y Tierra se mezclaron. El Universo entero se resquebrajó en un vórtice infinito de negrura hasta que el tiempo se detuvo para todos menos para ella. Ella, la última inmortal del linaje de Alis, volvió a sentir el pulso en las venas. Notó de nuevo la vibración de la pica a su espalda, pero esta vez la esquivó con un leve gesto como si huyera de una mala caricia o de un golpe de viento frío. Nada más hacerlo, se despreció por ello. La lanza realizó su recorrido sin rémora y fue a parar al corazón del rey. Antes de caer desplomado sobre el asta, sus ojos se perdieron en los de Shoumila con un brillo marchito.

Ella negó al aire, mientras el tiempo reiniciaba su curso y el fragor de la contienda crecía a su alrededor.

Se arrodilló junto a Aquiles con el peso de la culpa sobre su alma.

—El rey ha muerto —susurró—. Viva el rey… ¡Y malditos sean los dioses!

Quebró la pica y arrastró el despojo para ponerlo a salvo de la horda enemiga e impedir que ultrajaran su cadáver con mutilaciones. Lo cubrió con la capa y guardó en secreto su muerte. No diría nada hasta que aquella carnicería terminara para bien o para mal.
Alzó la espada y se sumergió de lleno en la batalla.


Triste honor coronar laureles cuando los más bravos yacían sobre piras funerarias. Sus voces eran ya parte del eco de los tiempos.

A lo lejos, bajo las palmeras centenarias, los estandartes ondeaban al viento del Sur. Blanco era el blasón de los Aiser, señores de Shurem, blanco el sudario del monarca; blancas las togas de las plañideras que acunaban al niño rey.

El crepitar del fuego arrasó todo sollozo. El humo se elevaba en columnas tan negras como los pensamientos.

—Descansad en paz, noble señor. Que los dioses os muestren el camino hacia las estrellas.

Montó a lomos de su caballo y se alejó en dirección al desierto de Mared. A su paso, el cielo paría cenizas blancas; escamas de dragones milenarios.

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Nov 052014
 
 5 noviembre, 2014  Publicado por a las 11:11 El Candelabro de Hierro, Películas Tagged with: , ,  Sin comentarios »

Ya queda menos que nada para el estreno de la que será la última parte de El Hobbit en película. El próximo 17 de diciembre de 2014 volveremos a ver a Bilbo Bolsón (Martin Freeman),Thorin Escudo de Roble(Richard Armitage), la Compañía de Enanos…

Los Enanos de Erebor han reclamado la gran riqueza de su tierra natal, pero ahora deberán afrontar las consecuencias de haber despertado al terrorífico dragón Smaug, frente a indefensos hombres, mujeres y niños de Ciudad del Lago.

De momento podemos disfrutar con esta recopilación de los carteles y trailers publicados hasta el momento de esta tercera y definitiva entrega.

Los carteles…

…y los trailers

Oct 242014
 

Cuenta una antigua leyenda de los albores del tiempo
que cinco reyes del mundo se batieron en batalla.
Hicieron temblar la tierra hasta el último cimiento
y no dejaron en pie ni siquiera una muralla.
Relatos de Fantasía - Alguero e Ynidas
Todo empezó una tarde, en una serena playa,
donde dos tristes amantes se besaban a escondidas.
Él era hijo del mar, ella del fuego vasalla,
y aunque debieran odiarse, abrazados se fundían.

Alguero, lengua salada, oleaje de osadía,
príncipe de los mil mares que empuña la libertad.
Ynidas, pelo de fuego, adalid de la alegría,
princesa del volcán y la Llama de la Eternidad.

No hay testigos de sus besos, sólo un viejo palmeral
que baila al son del rumor de las olas y la brisa,
y el sol que, lleno de envidia, se une también con el mar,
ignorando que en las sombras se oculta un mordaz espía.

La flor del amor florece hasta en las tierras marchitas
por mucho que se propongan arrancarla de raíz,
porque aunque no lo parezca tiene unas alas cosidas
que la elevan sobre aquello que la quiere hacer morir.

Prometido estaba Alguero, aunque no fuera feliz,
con la hija de la reina de los bosques de Valnessia.
Pues su padre, el rey pirata, juró por su cicatriz
que unirían mar y bosques desposando a la princesa.

Con tal de ampliar su flota hizo el rey esa promesa,
pues precisaba madera de los bosques de la reina.
Prometer a sus dos hijos fue su inapelable oferta,
y así quedó concertado el enlace de conveniencia.

Cuando Alguero se enteró —cuál fue su amarga sorpresa—,
iracundo se marchó en su rápida fragata.
Odiaba profundamente sentir el ánima presa.
No era moneda de cambio, sino un osado pirata.

A Ynidas le ocurría la misma situación ingrata;
estaba ya prometida desde el mismo nacimiento.
Desde niña le insistieron con la misma perorata:
“Al gran Príncipe del Sol te ata firme juramento.”

Pero nada pudo hacer por callar el sentimiento
que Alguero prendió en su pecho cuando en la playa se vieron.
Cabalgaba el gentil hombre sobre la espuma y el viento
y le quedó en las pupilas su imagen grabada a fuego.

Alguero sintió lo mismo: un remolino en el cuerpo
que le arrastraba sin tregua hasta el fondo de los mares.
Desde entonces se veían, con luna llena en el cielo,
en la playa que les vio convertirse en dos amantes.

Pero aquel funesto día unos ojos vigilantes
se encontraban observando a los pies de una arboleda,
y a la Reina de los Bosques denunciaron, acuciantes:
“El buen novio de tu hija arde con otra candela.”

La reina Silene entró en una furia tan ciega
al ver vejada a su hija, que ordenó a su milicia:
“Contra el reino de los mares levantaos en pie de guerra,
que no quede un solo barco hasta que se haga justicia.”

Cuando el rey de los piratas se acercó con su codicia
a recoger la madera de los bosques de Silene,
un aguacero de espinas lanzadas con gran pericia
azotó por sorpresa al rey Azariel y su hueste.

Muchos piratas murieron sobre el agua azul celeste,
entre ellos, por desgracia, el bravo príncipe Alguero,
pues una espina impregnada de un veneno muy potente
voló hasta su embarcación y le impactó en pleno pecho.

Pobre príncipe de sal, tan joven y tan apuesto.
Va tu barco hacia alta mar, ardiendo bajo la luna.
Llora tu padre y tu gente: “Ya no volverás a puerto;
no habrá para tu asesino por ende piedad alguna.”

Ynidas, en su aposento, no tuvo duda ninguna.
Su gran amor había muerto, lo sintió en el corazón.
En la negrura gritó: “¡Que la Llama la consuma!”;
y el fuego de la venganza en su seno se encendió.

Aunque lloró tristemente, ni una lágrima cayó,
porque cada una de ellas se evaporó en su piel.
Fue hasta la Llama Eterna y con su fuego danzó,
avivándola con ira amarga como la hiel.

La flor del dolor florece hasta en el mejor vergel
por mucho que se propongan arrancarle las espinas,
porque aunque no lo parezca tiene una raíz cruel
que se aferra sobre aquellos cuya alma está perdida.

No esperó al amanecer, la desamparada Ynidas,
para azuzar a sus tropas sobre el reino de los bosques.
Cada arbusto y flor ardió, convirtiéndose en cenizas,
y a la princesa ensartó con su incandescente estoque.

Ynidas se vio cercada por cientos de guardabosques
que Silene convocó al marchitarse su hija.
“Que la hiedra de la muerte a tu corazón se enrosque
y que el alma te estrangule cual espinosa sortija.

“Por la maldición del bosque morirás cual sabandija,
sin vástagos, mustia y fría, totalmente seca y yerma.”
La maldición de Silene arraigó en torno a Ynidas
formando un yugo de ámbar que la postró en la hierba.

La princesa estalló en llamas, barriendo a la soldadesca,
y acercándose a la reina la tomó por la garganta.
“Que tu maldición se cumpla, pero tú ya estarás muerta.”
Y con ansias asesinas la traspasó con la espada.

El rey pirata en su barco aún a su hijo velaba
cuando atisbó el incendio que iluminaba la noche.
No pudo creer que el bosque fuera esa enorme fogata
que engullía la madera en un absurdo derroche.

Subió al castillo de popa farfullando mil reproches
y le habló a la mar de amor en su ondulante lenguaje.
Urgió su infame lujuria y, como último broche,
provocó sus más aciagos celos de mujer salvaje.

La mar, posesiva amante, se erizó de fiero oleaje
y estalló en tempestad, muy dolida con el rey.
Entonces se quedó quieta, espesando su coraje,
dispuesta a hacerle saber que nadie violaba su Ley.

La mar inspiró tan hondo que en cohibida desnudez
dejó sus playas y ribas, desamparando a los peces.
Asomó al horizonte una ola de tal gigantez
que el mundo se quedó mudo, desolado ante su suerte.

El agua lo arrasó todo con su rugido de muerte,
apagando todo el fuego, incluso el del gran volcán.
Apagó todas las llamas, salvo la que era más fuerte,
aquella cuyo nombre era Llama de la Eternidad.

La princesa Ynidas vio, aún en la oscuridad,
cómo se le echaba encima aquella ola gigante.
Supo que no escaparía, y con calma y dignidad,
adoptó regia postura y esperó, pecho adelante.

Abrazó al muro de agua como si fuera su amante
y en fría estatua de piedra se convirtió para siempre.
La maldición de Silene se cumplió en ese instante,
pues nada hay frío y yermo como la piedra inerte.

El Rey del Mar, apenado, se lamentó enormemente
al saber por un pirata quién era aquella muchacha.
Trasladó la bella estatua que sonreía dulcemente
al lugar donde su amor había brillado: la playa.

Pero el Príncipe del Sol, que todo aquello ignoraba,
agraviado se sintió y enarboló su estandarte.
La princesa Ynidas era su prometida adorada,
y aunque no fuera su esposa, justicia pensaba darle.

En la Torre de Cristal, el más brillante baluarte,
se concentraron los rayos más luminosos del sol.
Descargaron su energía, despedazando en mil partes
cada uno de los barcos que navegando encontró.

El espía de la sombra, el depravado soplón
que ante la reina Silene delató a los amantes,
se fue entonces bajo tierra e informó a su señor
de que su maligno plan había sido fulminante.

El Señor de las Tinieblas, dueño de los nigromantes,
dejó las profundidades y emergió de nuevo al mundo.
Destruidos sus enemigos, nadie podía pararle.
Tanta calamidad le hizo sonreír de un modo inmundo.

El firmamento cubrió con manto negro y profundo
para evitar que la luz otro día amaneciera.
El reino del sol cayó, no resistió ni un segundo
el embiste de la sombra que asoló toda Valnessia.

Sólo hubo una cosa que permaneció ilesa:
la falda de una montaña donde brillaba una llama
que alumbraba con su fuerza la playa de una princesa
con dulce expresión de amor y un abrazo que no acaba.

De cinco reinos que hubo, verde, áureo, azul y grana,
solamente quedó el negro extendiéndose sin fin
a causa de dos amantes que en una orilla se amaban,
ignorando que sus besos acabarían así.

Escuchad vuesas mercedes lo que tengo que decir:
esta es la triste historia del bravo Alguero e Ynidas,
que fueron valientes como para arriesgarse a vivir
un amor que pocos viven ni en toda una larga vida.

Y dicen que aún se abrazan los amantes a escondidas
las noches que en esa playa la luna llena les mira,
pues sube el agua del mar porque Alguero no la olvida,
y abraza y cubre de besos a la bella y fuerte Ynidas.

La flor del amor florece hasta en las tierras sombrías
por mucho que se propongan apagarle la raíz,
porque aunque no lo parezca tiene unas alas rojizas
que la protegen del frío que la quiere hacer morir.

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