Oct 272014
 

―Mabel, cariño, no te quedes atrás.
La mujer de larga y abundante melena blanca alentaba a su nieta a
continuar. Llevaban andando unas dos horas, habiéndose detenido
apenas cinco o seis minutos tras rebasar los límites de la comarca de
Lídea, la aldea al norte del lago Otamar. La adolescente, muy cerca
de cumplir los quince, estaba acostumbrada a las caminatas de su
abuela, siempre de un lado a otro en busca de diferentes hierbas para
la preparación de infusiones que debían calmar o curar algunos de
los males de todos aquellos que acudían a la mujer de avanzada edad.

No obstante, debía reconocer que ese día se estaban alejando demasiado.

―Abuela, ¿qué buscas que se encuentra tan lejos de casa?
―Tranquila ―dijo a la par que volvía el rostro y le dedicaba una
de sus afables sonrisas―; ya casi hemos llegado.
Relatos de Fantasía - Las cinco legiones
La ladera de la montaña por la que ascendían estaba repleta de rocas
asomando por la superficie y la mujer tenía que realizar algunos
breves rodeos hasta rebasarlas, siempre hacia el este. Así llegaron al
punto más alto, tantos metros por encima de su aldea que si esta se
encontrara a la vista apenas diferenciarían unas casas de otras.

Mabel se acercó a su abuela. Esta, de pie e inmóvil, observaba un
inmenso valle oculto entre montañas mucho más altas que la que
ellas coronaban. Ya a su lado, Mabel la imitó, recuperando el aliento
perdido mientras se fijaba en cada detalle del lugar, desconocido por
completo para ella.

Apenas había árboles en el valle, aunque los pocos que vio poseían
troncos altos y gruesos, agrupado el conjunto a un lado. El resto estaba
cubierto por un manto de hierba no muy alto, de un verde tan vivo
que a cualquiera le haría dudar de la estación otoñal en la que se encontraban.
Algunas rocas, también de considerable tamaño, surgían
del centro mismo de la depresión, rodeadas por un no muy caudaloso
río que cruzaba de norte a sur entre meandros de extrema sinuosidad.

Laria se fijó en los ojos de su nieta y se dio cuenta de que se movían
veloces mientras captaban cada detalle de lo que tenían al frente.

Siempre mostró una gran curiosidad por el mundo que la rodeaba,
desde muy temprana edad, algo que ella agradecía.

―Vamos. Sólo un poco más.

La mujer comenzó el camino de descenso sin atender a las palabras
de la muchacha, que no tardó en seguirla. Sin embargo, no avanzaron
sino un par de minutos más. Laria escogió una roca cuya parte
superior, algo por debajo de sus caderas, iba a servirle de asiento. A
su derecha, Mabel hacía lo mismo con otra algo más baja.

―¿Qué hemos venido a buscar, abuela?
―Algo de gran importancia, cariño. ―Pasó la palma de una mano
por su cabeza, atusando el cabello levemente revuelto―. Dime, ¿qué
te sugiere este lugar?

La chiquilla giró el rostro hacia los árboles y se detuvo unos segundos
en ellos antes de pasar a las rocas. Aunque cualquier otra persona
hubiese afirmado sentir cierta paz y serenidad en dicho paraje,
ella tenía otras sensaciones bien distintas.

―Me sugiere… sufrimiento. ―Los ojos de Laria se abrieron un
poco más y los extremos de sus labios se curvaron ligeramente hacia
arriba. No obstante, fue un cambio tan sutil que la niña no iba a notarlo―.
Este lugar agita mi interior. No es una sensación agradable.
―Me gusta esa especial sensibilidad que demuestras, cariño.
Siempre lo hizo, por eso te he llevado conmigo allá a donde fuera,
pidiendo tu opinión sobre cualquier cosa, procurando mantener viva
esa curiosidad que bulle de tu interior.
»En efecto, este en apariencia tranquilo paraje esconde un secreto
al cual la inmensa mayoría de las personas no podrá acceder en su
vida. Tú, al contrario, sí eres capaz de advertir que algo no va bien,
que sucede algo extraño.
―Y… ¿qué es? ¿Cuál es ese secreto?

La mujer echó un vistazo al frente, acción que imitó la más joven.
No obstante, Laria, a ratos, observaba de reojo a su nieta, atenta a sus
reacciones ante sus palabras.
―Livasa está repleta de leyendas, a cuál más increíble. Una de estas
ubica una reliquia del pasado en algún lugar de estas tierras, un
objeto al que se le atribuye una poderosa magia.
―Una poderosa magia… ―susurró Mabel, que frunció el ceño. Su
abuela, a pesar de haberla escuchado, continuó hablando como si no
lo hubiese hecho.
―Existen numerosos rumores acerca de lo que es capaz de realizar
dicho objeto, aunque los más extendidos versan sobre poderes
que harían invencible a la persona que se hiciera con él. Es la razón
por la que muchos se obsesionaron con su búsqueda, alentados, además,
por las historias contadas en montones de libros repartidos por
el mundo.
―¿Es verdad? ¿Existe ese objeto?
Laria guardó silencio durante algunos segundos, acrecentando la
curiosidad de su nieta.
―Algunos estudiosos de esos antiguos tomos afirmaron con rotundidad
que esa reliquia se encontraba en un valle que muy pocos
conocían, alejado de toda población y en un lugar de poco provecho
por el que nadie se interesaría. Sin embargo, al contrario de lo que
muchos habrían hecho, esos eruditos no marcharon en su búsqueda.
En su lugar, interesados en una confrontación entre los distintos reinos
de Endina, acudieron a los reyes de dichos territorios y les vendieron
esa información.
»Como cabría esperar, los monarcas se pusieron manos a la obra
de inmediato y formaron, cada uno, un enorme contingente con el
que vencer al poderoso demonio que custodiaba el objeto.
―¡¿Hay un demonio en el valle?!
―No, cariño ―rio Laria―. Esa fue la mentira que forzaría a los
reyes a mandar una gran cantidad de soldados. De ese modo, fueron
cinco los ejércitos que se juntaron en este valle, dispuestos a luchar,
fuera contra un demonio u otros soldados, por el objeto que se les ordenó
llevar a su correspondiente monarca.
―Pero abuela, ¿qué reinos eran esos?
―Como ya te he dicho, los que descubrieron la ubicación de la reliquia
querían una confrontación entre todos los reinos. Y la lograron.
En este valle se produjo un terrible enfrentamiento del cual apenas
sobrevivieron unos pocos soldados; los que informarían de todo lo
aquí acontecido a sus respectivos reyes. Estos, desconcertados al
creerse los únicos con la información de los eruditos, pensaron en la
existencia de espías entre sus súbditos, tras lo cual declararon una
guerra abierta en todo el continente.
»El enfrentamiento duró poco más de tres años, hasta que sólo
quedó uno. No obstante, aquel que se alzó victorioso quedó tan debilitado
que se vio fragmentado en diferentes territorios, los cuales decidieron
aislarse de los demás. Así, tal y como esos estudiosos planearon,
la batalla en este valle dio comienzo al fin de todos los reinos
de Endina.
Mabel había fijado sus ojos en los de su abuela durante el último
minuto, pero enseguida los devolvió al valle, el cual creaba poco a
poco un mayor embrujo en ella.
―¿Qué era ese objeto que vinieron a buscar?
―¿Me preguntas qué era lo que los eruditos les dijeron a los reyes
o de qué se trataba en realidad? ―La pregunta intrigó aún más a Mabel,
que no necesitó articular palabra alguna para que su abuela continuara―.

Las leyendas hablaban de una especie de cetro que hacía
realidad casi cualquier deseo del que lo portara, desde crear una barrera
invisible que le protegiera de posibles agresiones hasta el lanzamiento
de proyectiles de cualquier tipo. Se decía que incluso podía
reducir a polvo una montaña en apenas unos segundos.
»Imagínatelo. Para un rey que ambiciona cada vez más poder, ¿no
es algo por lo que merece la pena arriesgar la vida de tantos soldados,
incluso por lo que iniciar una guerra en la que podría perderlo
todo? De ganarla, no habría nadie que se interpusiera en su camino,
no habría nada que no pudiese tener o conseguir.
»Mira esa loma. ―Laria señaló con un brazo una elevación por
encima del grupo de árboles, lugar hacia el que Mabel dirigió la mirada―.
¿No puedes verlo? Decenas de caballos blancos, negros y
marrones descendiendo a toda velocidad hacia el río, con soldados de
reluciente armadura sobre ellos intentando que sus gritos suenen por
encima del resto.
»¿Y al lado contrario? ―Mabel volvió la cabeza hacia la izquierda,
siguiendo una vez más la dirección indicada por su abuela―.
Una multitud de soldados con sus lanzas apuntando al frente, dispuestos
a ensartar en ellas a cuantos enemigos tengan al alcance.
La muchacha giraba el rostro a un lado y a otro mientras Laria
describía la batalla sucedida hacía tanto tiempo. De la cima de las
montañas pasaba su mirada a lo alto de las rocas, donde buenos arqueros
se habían apostado para disponer de una mejor posición en su
búsqueda de nuevos blancos; de aquí a los árboles, entre los que luchaban
soldados diferenciados por armaduras de distintos estilos; de
estos a campo abierto, donde la sangre teñía de rojo la hierba del suelo,
así como el río comenzaba a arrastrar los numerosos cuerpos sin
vida que habían caído en él. Se trataba de un espectáculo dantesco,
una trampa mortal para tantos hombres y mujeres abocados a la pérdida
de su más preciada posesión a causa de la ambición de alguien
que nunca comprendería el terrible error que había cometido al mandarlos
a dicho lugar.

Laria no perdía detalle de su nieta. Sus ojos se movían con rapidez,
sin detenerse más de cinco segundos en cada nuevo lugar observado.
Quizá fuera la fuerza que imprimió a sus palabras o que la imaginación
de la chiquilla le llevara a contagiarse de la esencia impregnada
en el valle, del residuo de tanto dolor entre sus montañas. Sin
embargo, Laria la había llevado hasta allí con un propósito y su reacción
no le estaba defraudando.
―Mabel, ¿cuál era el objeto que había en realidad en el valle?
La muchacha fue cogida por sorpresa por la voz de su abuela, la
cual se había quedado en silencio los últimos minutos. La miró fijamente
a los ojos, tragando saliva mientras en su cabeza procuraba
aclarar las ideas. Se sentía nerviosa, agitada. No comprendía de qué
iba todo aquello y la pregunta que acababa de formular no le ayudaba
a entenderlo mejor.
Mabel no abrió aún su boca. Su mirada regresó al campo de batalla,
hacia un suelo que debió retumbar al trote de los caballos, con
cada rodilla hincada en tierra, tras cada nuevo peso muerto producto
de algún mortal tajo donde la sólida armadura no protegiera al soldado.
Una vez más, revisaba cada accidente del terreno y creyó incluso
oír los golpes metálicos de armas chocando entre sí, los gritos ahogados
por gargantas que dejaban escapar el alma del muerto junto al último
suspiro, hasta el llanto de alguno que no daba crédito a sus ojos
mientras veía a su alrededor los cadáveres de viejos compañeros y
aún mejores amigos.
Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas. Su corazón se había
empapado de la tristeza del lugar y un terrible nudo se formó en su
garganta, amenazando no dejar pasar el mínimo de oxígeno demandado
por sus pulmones. Aún así, levantó la barbilla hacia donde se
encontraba su abuela, que aún esperaba una respuesta.
―El objeto… ―susurró con dificultad, aunque se esforzó en lograr
que sus siguientes palabras sonaran a mayor volumen y mucho
más claras―. ¿Una urna?
La propia Mabel se sorprendió por la respuesta que acababa de
dar, consciente de que en realidad no debía tener forma alguna de saberlo.
Sin embargo, dicho objeto se materializó de repente en su cabeza,
como si en algún momento lo hubiera visto y fuera ahora cuando
tomaba consciencia de ello. Laria, muy al contrario, se sentía
complacida.
―Puedes verlos, ¿verdad?
La muchacha movió lentamente su cabeza de arriba a abajo, en un
mudo sí al que respondió su abuela con una amplia sonrisa.
―Lo sé, por eso te he traído hasta aquí.
―Pero… No lo entiendo.
―Mi niña, no te asustes. Se trata de una habilidad que posees desde
siempre, aunque tu madre se esforzó en hacer que lo ignoraras.
―¿Que lo ignorara? ¿Por qué? Y, ¿por qué soy capaz de verlos?
¿Por qué ahora?
―Shhh… Tranquilízate ―le dijo con voz calmada―. No es malo
que puedas verlos; eso te hace especial, como muy pocas personas ha
habido en este mundo.
―¿Tú los ves?
―Sí, los veo.
―Y mi madre…
―No, cariño. Al menos, no cuando te tuvo, aunque sí de niña. A
ella le asustaba esta habilidad y decidió no ver. De hecho, tras comprobar
que, con pocos meses, te quedabas embobada mirando hacia
lugares donde en realidad no debía haber nada, hizo lo imposible por
evitar que desarrollaras tu sensibilidad.
―¿Pueden verme ellos?
―Sólo si tú se lo permites.
―Entonces, no pueden hacernos daño.
―¡Claro que no, mi niña! Es algo que quise hacerle entender a tu
madre, pero se negó a escucharme. Por supuesto, cuando descubrió
que tú también poseías esta habilidad, me prohibió que te ayudara a
hacerla crecer.

Mabel guardó silencio unos segundos, con su mente revuelta en un
torbellino de ideas y preguntas que no le permitían aclararse. Al frente
veía a los soldados combatiendo, a los asustados caballos dando
coces a todo el que se le acercaba y las flechas surcando veloces la
distancia a recorrer desde el arco hasta su objetivo. Los gritos, lejanos
ecos que se hacían más notorios allá donde centraba sus ojos, le
obligaron a volverse de nuevo hacia su abuela.
―Y cuando ella murió…
―Todos lamentamos la muerte de tu madre, y yo más que nadie;
¡era mi hija! Pero la vida continúa para aquellos que seguimos aquí,
así que te acogí bajo mi tutela e hice lo que creí mejor para ti.
―Pero no recuerdo haber visto antes a ningún…
Los labios de la joven se mantuvieron separados, aunque ninguna
otra palabra siguió a la última pronunciada. Laria decidió completar
su frase.
―A ningún espectro. Cariño, es muy difícil recuperar esta habilidad
a medida que una persona crece, pero estaba segura de que tras
estos siete años conmigo, comprendiendo que el mundo no se limita
a lo físico que nos rodea, podrías ver una vez más. Para ello, pensé
que este valle y la fuerza del fenómeno que en él se desarrolla te ayudarían
a conseguirlo. Los cinco ejércitos te devolverían tu habilidad,
una habilidad que casi hemos perdido los humanos. De hecho, no conozco
a nadie más, a parte de nosotras, que la posea.
―¿Nadie más?
―Nadie.
―¿Y es importante? Es decir… ¿por qué te preocupaste de que la
recuperara?
―Porque tenemos una responsabilidad con ellos, mi niña. ―Laria
puso una mano sobre su cabeza, como hacía un rato―. Poseemos
este don para ayudarles.
La muchacha frunció el ceño y se mostró confusa. Ante la súplica
de sus ojos por más detalles, Laria decidió ser más concisa.
―Cariño, mira la urna. ―Mabel hizo caso y dirigió sus ojos hacia
las rocas del centro de la depresión. Allí vio nuevamente el objeto
nombrado, una especie de jarrón de perfecta forma circular cuya altura
no superaba las rodillas del arquero más cercano, de boca ancha
y con un par de sencillas asas a los lados. Le dio la impresión de estar
hecho de barro, decorado con dibujos o formas de un rojo intenso
que no acertaba a distinguir desde su ubicación―. Fue depositada
aquí por los mismos eruditos que afirmaban haber encontrado la reliquia
de las leyendas. Desde luego, formaba parte de un plan mayor,
del cual nadie tenía, ni tiene, conocimiento.
»La dejaron en este valle conscientes de que no les costaría convencer
a aquellos reyes de que enviaran a tantos soldados. Muchos
de estos morirían, lo que suponía un doble valor para sus intereses.
Por un lado, conseguirían que los monarcas se enfrascaran en una
guerra global en Endina. Por otro, en esa urna acumularían las almas
de aquellos que iban a morir en el valle.
―¿Sus almas? ¿Para qué?
―Nadie lo sabe, aunque aquí fallecieron muchos más de los que
en realidad necesitaban, pues todos esos que ves luchando en esta
guerra sin fin siguen aquí porque no fueron absorbidos por ese objeto
mágico. Aún más, sólo nosotras podemos verlo; los soldados nunca
fueron conscientes de su existencia, invisible a sus ojos e inmaterial
a sus pasos.
Mabel fijó su mirada en la urna y se sorprendió de ver que los arqueros
la atravesaban una y otra vez mientras corrían sobre las rocas.
Aún sin pertenecer al mundo de los vivos, las fantasmagóricas presencias
respetaban cada elemento del paisaje como si sus cuerpos
aún poseyeran la ya perdida solidez, aunque no hacían lo mismo con
ella. No obstante, aún más extraño le pareció comprobar, por vez primera
desde que los observara, que los caídos se levantaban al poco
de haber sido derribados, reanudando la lucha en el punto en el que
la habían dejado.
―No lo entiendo. ¿Qué hacen aquí?
―El poder de la urna influye en ellos, privándoles de avanzar hacia
el siguiente estado tras su muerte. Pero, como ya te he dicho, estos
no son necesarios para los misteriosos planes de los eruditos. Por
eso siguen en el valle, haciendo aquello que les ordenaron cuando
aún vivían.

La chiquilla observó cómo algunos soldados cercanos se batían
con espadas. En el pequeño grupo estaban representados los cinco
ejércitos y sus combatientes pugnaban por vencer mientras procuraban
no quedar al descubierto de otros que corrieran por su espalda.
Uno de ellos recibió una profundo y mortal corte horizontal por encima
de las caderas y cayó hacia delante. Lo más extraño para Mabel
fue su impresión de que aquel hombre, en su caída, la miró directamente
a los ojos, lo que le hizo dar un leve respingo sobre la pequeña
roca en la que estaba sentada.
―Cariño, sé que no es algo agradable de ver ―añadió Laria al ver
la reacción de su nieta ante semejante espectáculo―, pero no están
muriendo realmente; ya lo hicieron hace mucho tiempo.
Mabel se dio cuenta al instante de que su abuela no había entendido
la razón por la que se había sorprendido y decidió no comentar
nada sobre ello, tan sólo asintió a sus palabras. Sin embargo, no le
quitó ojo al caído, el cual se puso de rodillas al cabo de un minuto,
listo para reanudar el combate una vez más. Y también en esta ocasión,
mientras se incorporaba, echó otro vistazo a la joven, aunque
enseguida volvió a prestar atención a los que le abordaban. Laria, no
obstante, se encontraba mirando hacia otro lugar, por lo que no podía
haberse percatado de este detalle.

El soldado levantó la larga espada sobre su cabeza y detuvo la que
se dirigía veloz hacia él. Repelido el ataque, se mostró rápido al golpear
a un segundo adversario en la cara con el codo del brazo libre y
aún tuvo tiempo para detener un nuevo sablazo del anterior, este a la
altura de la cintura. Ahora, centrado en un único rival y demostrando
una mayor agilidad, no le costó doblegar al que antes lo mandara al
suelo de bruces, terminando por enterrar su arma en el pecho descubierto
del enemigo. Una tercera vez, el hombre miró fijamente a Mabel
a los ojos, en apariencia extrañado de verla allí.
―Abuela, ¿de verdad no pueden vernos?
―No, mi niña.
―Entonces… ¿De qué forma podemos ayudarles?
En los ojos de Laria surgió de pronto un leve brillo que Mabel no
llegó a apreciar.
―¿Recuerdas aquella vez que me preguntaste por qué uso ropas
tan anchas y de tan variados y vivos colores?
Mabel miró de forma instintiva su vestimenta y en efecto volvía a
llamarle la atención que en cada manga pudiera caber su propia cintura,
aunque debía reconocer que ella era una chica bastante delgada.
Además, las formas irregulares del dibujo registraban todos los colores
conocidos, sin olvidar uno sólo.

―Sí. Me dijiste que se debe a la tradición de nuestra familia, aunque
ni yo ni mi madre hemos vestido de esta forma.
―Estas son las ropas con las que nos identifican en la aldea y hace
mucho tiempo que se vienen usando en nuestra familia. Cada nueva
generación ha ido heredando los conocimientos de la anterior, estos
cada vez mayores tras nuevos estudios y experiencias. Por eso los habitantes
de Lídea y otras comarcas de alrededor han acudido siempre
a nosotras cada vez que tenían algún problema, ya fuera de salud o…
con fenómenos extraños en sus casas o terrenos. No sólo me encargo
de entregarles remedios que hayan de sanarles; también les libro de
estas presencias, a las cuales ayudo a abandonar nuestro mundo.
―¿Y vas a ayudar a estas? ―Mabel pronunció sus últimas palabras
mientras de reojo echaba un nuevo vistazo al soldado que de vez
en cuando centraba en ella su mirada, combatiendo el resto del tiempo
contra sus adversarios y levantándose cada vez que era derribado.
―Para eso estamos aquí, cariño.
―Pero, si no pueden vernos, ¿cómo les ayudas?
―De esta manera.

Laria se incorporó y se acercó al grupo que tenían más cerca. En él
combatían once soldados, entre los cuales se encontraba el que llamaba
la atención de la chiquilla. Este no dio la impresión de haber
notado la presencia de la mujer, a la cual parecían atravesar de la
misma forma que los arqueros a la urna.
Tras elegir a uno de ellos, levantó una mano y la puso sobre su cabeza.
El que tocó dejó de moverse al instante, lacio su cuerpo mientras
el resto de los soldados se olvidaba de él, como si hubiera desaparecido.
―Yo te libero ―dijo Laria en voz alta―. Márchate, inicia el camino
hacia el lugar al que perteneces.
El cuerpo semitraslúcido del soldado comenzó a emitir una luz
blanca intermitente que parecía surgir del pecho, un resplandor ligeramente
molesto para Mabel. Esta vio cómo el tiempo entre la aparición
y ausencia de la luminosidad era cada vez menor, hasta que la
luz pareció establecerse de forma perenne en el espectro. Pocos segundos
después, este soltó un desgarrador alarido a la par que comenzaba
a desaparecer de la vista de la joven, en una especie de agónica
segunda muerte que para Mabel duró toda una eternidad. Finalmente,
ante los ojos llenos de tristeza y pavor de la chiquilla, el soldado
desapareció por completo.

―¡¿Qué le has hecho?! ―gritó dejando a las claras su disconformidad
con lo sucedido.
―Mandarle a donde debe estar.
―¡Pero he notado su sufrimiento! ¡Ha sido horrible!
―Cariño, era necesario. Necesitan nuestra ayuda.
―¡¿Nuestra ayuda!? ¡Nunca podría haber imaginado esto! Dime,
¿alguna vez mi madre te vio hacerlo? Porque, entonces, entiendo que
no quisiera saber nada de este don.
―Sí, lo vio ―se apreció una pizca de rabia en la respuesta de Laria―.
Sé que parece terrible, pero tenemos la obligación de hacerles
continuar su camino. Es nuestra responsabilidad. No podemos eludirla.
―¿No podemos? ¡Yo no quiero hacerlo! ¿Es que no lo sientes?
¡¿No sientes cómo sufren?!
―¡Niña, no me vengas con las mismas tonterías que tu madre!
―exclamó a medida que se acercaba a la muchacha―. A ella no le
aguanté ninguna y tampoco voy a aguantártelas a ti.
―¿Que no le…? ¡¿Le hiciste tú algo a mi madre?!
La mirada de Mabel cambió radicalmente, a la par que Laria se
daba cuenta del alcance de sus palabras y buscaba en su cabeza otras
muy distintas que consiguieran calmar a la joven.
―¡No…! Mabel, ya sabes que fue un oso el causante de su muerte.
¿Cómo puedes siquiera pensar que yo… que yo pude hacerle algo?
Mabel se levantó del que era su asiento y comenzó a andar a un
lado, sin reducir ni ampliar la distancia con su abuela. Su voz, desde
luego, había tomado una cariz muy distinto al de hacía sólo unos minutos.
―¿Qué le hiciste? ―dijo entre dientes.
―Mabel, vamos… No tuve nada que ver con su muerte.
―Ella se negó a hacerles lo que acabo de ver y eso te enfureció,
¿no es así?
―Yo… Sí, vale. Es cierto que se negó, y también que me enfadé,
pero no la maté.
―¡Mientes!
―No, cariño. No te miento.
―¿Tampoco me mientes en eso de que no nos ven?
La última de sus frases desconcertó a Laria, consciente de que se
refería a los espectros que les rodeaban.
―¿Acaso…?
―¿Dime ahora mismo qué es lo que le hiciste? ―La muchacha
repitió su pregunta en un tono amenazador, pero no obtuvo respuesta.
Por ello, se olvidó por un momento de su abuela y echó un vistazo al
soldado que la observaba. Este, aún más extrañado que antes ante la
dureza de la mirada de la chiquilla, ignoró al que en ese momento luchaba
con él y dio un par de pasos en dirección a la joven. En su rostro,
de pronto, se apreciaron nuevos gestos de sorpresa. El espectro
miró hacia todas las direcciones, miradas furtivas similares a las que
Mabel realizara sobre cada uno de los elementos que formaban el valle.
La muchacha entendió que aquel soldado acababa de tomar conciencia
de que la batalla entre los cinco ejércitos no era real, quizá incluso
que ya no pertenecía al mundo de los vivos.
―Mabel, tranquilízate, ¿quieres? No puedes dejar que esto te
afecte.
―¿Que no me afecte? ¡¿Cómo pretendes que lo haga?! Lo que
acabas de hacer es algo horrible. Si hay que lograr que avancen, estoy
segura de que habrá otro modo. ¡Tiene que haberlo!
―No, mi niña; no lo hay. Este es el único medio.
―Entonces, no quiero hacerlo.
Laria, ante dicha afirmación y la completa seguridad en su voz,
mostró un rostro lleno de ira, como Mabel ni siquiera hubiera imaginado
posible en la mujer que tan bien creía conocer.
―Me decepcionas, Mabel. Igual que tu madre…
La mujer de melena blanca arrugó la frente y apretó la mandíbula,
momento en el que el soldado se abalanzó hacia la joven. Esta, por
un instante, pensó que podría seguir alguna orden de su abuela, pero
la patente sorpresa en Laria al ver entre ambas al espectro le dejó claro
que no era cosa suya.
Mabel se agachó y distinguió de reojo, a su espalda, la hoja de un
enorme hacha perteneciente a otro espectro, al cual se enfrentó el que
había corrido frente a ella. Las fantasmales armas volaron en ambos
sentidos en busca de rasgar el lugar ocupado por el rival, experimentados
combatientes que, aún perdida su forma corpórea, demostraban
una fiereza y una destreza difícil de igualar.

La muchacha gateó unos pocos metros hasta alcanzar una prudente
distancia lejos del alcance del hacha y sólo entonces se fijó en el espectro
que la atacó. Era muy distinto a cualquiera de los que había
visto en el valle, con vestimentas ajadas, más alto y musculoso que el
que partió en su ayuda y con muchas cicatrices tanto en el rostro
como en los brazos, desnudos estos desde las manos hasta los hombros.
La batalla no duró mucho, alzándose vencedor el soldado tras degollar
al fantasmal guerrero. Curioso fue que la cabeza segada no cayera
al suelo y que el hueco formado entre esta y el tronco volviera a
cerrarse a los pocos segundos. Sin embargo, a pesar de que aparentemente
podría continuar luchando como si nada hubiera ocurrido, el
espectro apoyó el largo mango del hacha en el suelo, así como una de
sus rodillas mientras bajaba el rostro en dirección a sus pies. El soldado,
por su parte, miró a Mabel a los ojos y asintió con la cabeza.
Con ello, le hizo entender que todo estaba bien, que no debía preocuparse
por el guerrero.

―Cómo… ¿Cómo puedes controlarlo? ―preguntó una desconcertada
Laria―. No puede ser… No puedes controlarlos tan rápido.
―¿Es esto lo que hiciste con mi madre? ―le ignoró Mabel―.
¡¿Con tu propia hija?! ¡¡Confiésalo!! Usaste a un espectro contra ella
sólo porque no quiso seguir tus pasos, ¿verdad? Y… también porque
no te dejó que hicieras de mí lo que no pudiste con ella.
―Pero… Cariño, es nuestra responsabilidad…
―¡Calla! ¡No vuelvas a decir que es nuestra responsabilidad, porque
no lo es! Tú… ¡Tú mataste a mi madre!
―¡Mabel, espera! Necesitaba a alguien que me sucediera. ¡¿Es
que no lo entiendes?! Una vez que yo muera, si nadie les hace continuar
su camino… ¿Qué pasará con ellos? ¿Y con el resto del mundo?
Lo llenarán y todos tendrán problemas.
―No tenías por qué matarla. Y tampoco a mí. ―La voz de la joven
parecía ahora más calmada, aunque en realidad se sentía cansada,
dolida… Se giró entonces hacia el que mantenía una rodilla en tierra―.
Levántate. ―El guerrero se incorporó, aún con la cabeza gacha―.
¿Volverás a atacarme? ―El espectro se limitó a dar un mudo
no girando a ambos lados el rostro―. Bien. Los dos, ¿podéis traerme
a más como vosotros? ¿Podéis sacar de ese terrible bucle a los soldados
del valle? ―No recibió mayor respuesta que la veloz carrera de
ambos hacia los espectros del valle.
―¿Y qué harás ahora? ―exigió saber Laria.
―Si es cierto que han de avanzar hasta un siguiente estado, buscaré
la forma correcta de que hacerlo.
―¡Vaya! Entonces, ¿te embarcarás en un viaje de peregrinación?
―Eso no te incumbre.
―No, no me incumbre. Márchate. ¡Eso, vete! Pero no quiero volver
a verte.
―No te preocupes; no volverás a hacerlo.
Mabel se quedó mirando algo por detrás de su abuela, con una triste
sonrisa en su rostro. Laria se giró y descubrió una legión de espectros
que avanzaba veloz hacia ella. Al llegar a su altura, algunos la
atravesaron, como si no estuviera allí realmente. Se detuvieron a pocos
pasos de Mabel, con el soldado que la defendió a la cabeza.
―Dime, Laria. ¿Sólo son órdenes lo que le dabas al guerrero o
también escuchabas lo que tuviera que decir?
―Sólo órd… Espera, ¿oyes su voz? ―pero no recibió respuesta, lo
que la impacientó sobremanera―. ¿Los oyes? ¡¿Los oyes?!
A una orden de Mabel, que Laria no llegó a entender, los espectros
se dispersaron, formando un círculo alrededor de ambas. Entonces, la
joven se acercó lentamente a su abuela, con gruesas lágrimas recorriéndole
las mejillas.

―Sí, les oigo ―dijo cuando apenas quedaba un par de metros entre
ellas―. Tu guerrero, que ya no es tuyo, me ha revelado que lleva
mucho tiempo siguiendo tus órdenes. No siente empatía por otros espectros,
así como tampoco por las personas vivas, aunque la soledad
sí es algo que le duele, y contigo, al menos, esta era levemente mitigada.
Pero también me ha dicho algo que necesitaba saber…
―¿El qué? ―respondió con un nudo en la garganta, mirando de
reojo a ambos lados, a los espectros que no le quitaban ojo de encima.
Allí se encontraba la práctica totalidad de los que aún se enfrentaban
en el valle, unidos los cinco ejércitos bajo el mandato de Mabel.
―Que él, a una orden tuya, atacó a mi madre. Sin embargo, no
murió a causa de su hacha. ―La joven se acercó aún más a la mujer,
llevando sus labios junto a los oídos de esta―. Tuyo fue el golpe final;
tuya la mano que enterró el puñal en su corazón.
Mabel se retiró lentamente hacia atrás, con la mirada nublada por
el exceso de lágrimas.

―Era… Era nuestra responsabilidad. Mabel… Es obligación nuestra…
La muchacha se dio la vuelta y pronunció unas escasas palabras
tras las cuales los espectros se abalanzaron hacia Laria. No se dieron
prisa en acabar con su vida, deleitándose con la realización de cientos
de pequeños cortes, tanto superficiales como internos, mientras
los gritos de ella se fueron apagando con extrema lentitud.
Una vez que el corazón de la mujer dejó de latir y toda muestra de
vida se hubo disipado, los espectros se retiraron. Mabel miró hacia
donde debía encontrar el cadáver de su abuela y sobre él vio una
imagen calcada de la misma, a todas luces perteneciente a un mundo
distinto del de los vivos. A dicha alma se acercó, no siendo hasta el
momento en el que se dirigió a ella cuando esta se percató de la joven.
―Dime, Laria. ¿Cómo se siente estando al otro lado?
La nombrada quiso decir algo, pero no encontró las fuerzas para
pronunciar palabra alguna. Aún así, en la cabeza de Mabel se materializó
todo aquello que su abuela hubiese querido decir.
―Sí, ya supuse que debía sentirse raro. Pero, ¿sabes qué? Yo puedo
librarte de eso.
Con el ceño fruncido, Mabel puso una mano sobre la cabeza del
nuevo espectro y le ordenó avanzar.
―¡Vete, Laria! ¡Y siente lo que otros sufrieron por tu culpa!

Mabel observó el mismo espectáculo de luces de antes, sintiendo
un leve cosquilleo en la mano con la que mantenía el contacto con
Laria hasta que esta desapareció entre terribles alaridos.
Una vez finalizado el avance de su abuela, la joven se obligó a desechar
de su mente cualquier pensamiento sobre la misma y se dirigió
hacia la urna. Cuando al fin llegó hasta la roca en la que se encontraba,
se encaramó a lo alto, no costándole demasiado. Ya junto a
al objeto mágico, acercó una mano a uno de los asas y tiró hacia sí
sorprendiéndose de que no pareciese pesar un sólo gramo.
Ahora que la tenía tan cerca, comprobó que los dibujos representaban
a algunas extrañas criaturas, curiosas mezclas de varios animales.
Poco más le interesó de la misma cuando observó que el interior
estaba vacío. Si en algún momento había contenido almas, estas ya
no se encontraban en su interior y, posiblemente, la urna ya había
cumplido el fin para el cual fue depositada en dicho lugar. Por ello, la
dejó caer desde el borde de la enorme roca, rompiéndose en varios
pedazos, para su asombro, al contacto con el suelo.
Mabel levantó la cabeza y observó el ingente número de espectros
que esperaba sus indicaciones. ¿Qué iba a hacer con ellos? No estaba
segura, aunque algo le decía que debía buscar un mejor método que
el de su abuela para hacerles avanzar. Quizá si fuera buena idea realizar
un viaje a través de los continentes de Endina y Basina para hacerse
con la información que precisaba, por lo que la siguiente pregunta
debía ser: ¿por dónde empezar la búsqueda?

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Oct 102014
 
 10 octubre, 2014  Publicado por a las 11:11 2 comentarios »

Fuerza de Mascarón: Epílogo

Los sueños cumplidos no muestran piedad. El capitán sabía de sobra que a veces hay que pagar un precio demasiado caro por lograr lo que uno anhela. En su profesión, manipulando esa fuerza tan voluble llamada Animación, el coste a veces supone la propia vida.

Sin poder reprimir un gesto apesadumbrado, el capitán había extraído el resplandeciente corazón de Gustaff. Durante todo el tiempo que duró la operación el muchacho había mantenido los ojos clavados en el mascarón maestro. Larsenbar se negó a mirar aquellos ojos, centrando su atención en operar. No quería ver cómo la luz interna del chico huía por las ventanas de sus pupilas. No deseaba contemplar cómo la vacuidad llenaba aquel rostro que hasta hace un día resplandecía de ilusión.

Su mano derecha había guiado al cuchillo sin demostrar la menor duda. Debía hacerlo. Sólo eso: debía hacerlo.

Había intentado hacer el menor daño posible. La hoja del cuchillo danzó entre las costillas, cortejando al músculo. Éste, como una doncella tímida, se resistía. Salpicó, escupió, vomitó sangre intentando mantenerse en su sitio. Todo un esfuerzo en vano, por supuesto. La hoja, guiada por su mano, siguió con su trabajo, cortando venas y arterias, sajando tejido graso y tendones. Al cabo de unos instantes un gran hueco bostezaba en el pecho del chaval.

Por fin la mano derecha de Larsenbar extrajo el músculo. El corazón, enorme y poderoso, latía dotado de vida propia. Al igual que el tatuaje de su mano, este corazón resplandecía lleno de chispeante energía. Sólo que este poder, en vez de provenir de los dioses, constituía todo el remanente de fuerza vital del propio Gustaff.
Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón: Epílogo
El daño estaba hecho. Sólo entonces Larsenbar se permitió mirar a Gustaff. El muchacho seguía con los ojos clavados en el pecho del mascarón, pero su mirada poco a poco iba perdiendo brillo. Movía los labios, pero Larsenbar no podía asegurar de si se trataba de palabras o simples temblores. Poco importaba. Al fin las pupilas se apagaron, limitándose a reflejar los pulsantes destellos que emitía el corazón. La palidez del rostro del muchacho contrastaba con las enormes salpicaduras de sangre que, a modo de improvisada máscara mortuoria, cubrían la mayor parte de su cara. En el momento final, pese a la entereza que había demostrado, el chico había vertido unas pocas lágrimas. Los diminutos ríos se habían abierto paso entre la sangre trazando dos líneas se perdían tras los oídos, dos hilos blancos que reforzaban la impresión de que Gustaff llevaba puesta una máscara.

Pobre muchacho. Tras todos esos meses a sus órdenes el viejo capitán había llegado a encariñarse con el chico. No tenía nada que ver con los otros mozalbetes engreídos de familias ricas. Aquellos se tomaban esta etapa de su aprendizaje a bordo como una molestia pasajera. En cambio el desdén no ensuciaba los actos de Gustaff. El chico realizaba sus tareas bien gustoso: se notaba que el mar recorría sus venas, palpitaba en lo más hondo de su corazón.

Ojalá hubiera más como él.

Pero no. Había seguido el camino de otros, víctimas de la falta de experiencia. Controlar la Animación, y por ende la Voluntad, no es un trabajo fácil. Un error puede pagarse… sí, con la vida. Gustaff lo había descubierto a las malas.

Larsenbar se enderezó apartándose del cadáver, sosteniendo el corazón ardiente en alto.

Ojalá no deba hacer esto más veces, se dijo a sí mismo. Pero temía, sabía, que esa esperanza rozaba lo ridículo.

Caminó los apenas dos pasos que le separaban del mascarón maestro. Sabía que los ojos de toda la tripulación estaban clavados en él. En él y en el cuerpo a sus pies.

El corazón del muchacho seguía brillando. Latía manteniendo dentro de sí la vida de Gustaff, una vida que ya no necesitaba el cuerpo sobre las tablas; una vida que sí que la requerían los mascarones.

En los templos escuela siempre está presente una frase, el lema del gremio: ‘Un tutor posee dos corazones: puede regalar dos vidas’. Y se cumplía a rajatabla, hasta las últimas consecuencias. Un tutor se consagraba a sus discípulos, teniendo que dar todo por ellos. Y todo es todo.

Larsenbar apoyó el corazón palpitante sobre el pecho del mascarón maestro. Su mano izquierda aun empuñaba su cuchillo de capitán. Por un instante escrutó los ojos ciegos de la estatua. ¿Dentro de ella quedaría alguna ínfima chispa de Animación, de Voluntad? ¿Sería consciente el coloso del precio que se acababa de pagar para que él y sus dos compañeros caminaran unas pocas brazas?

Aquellas preguntas no llevaban a nada.

Larsenbar alzó el cuchillo y propinó un golpe seco contra la madera. La hoja de metal atravesó el músculo ardiente, haciendo que la sangre que aún quedaba dentro de él saliera disparada. Tenía un aspecto denso y brillante, más semejante a lava que a sangre. Los chorretones se esparcieron con melosa lentitud por el pecho de la estatua. Durante unos pocos latidos la sangre se esparció por la superficie de madera. Allá donde el líquido empapaba la madera ésta se hinchaba, volviéndose carnosa y blanda. La madera revivía.

El efecto duró muy poco. Enseguida el mascarón recibió el regalo y reaccionó. La madera sobre la que estaba clavado el corazón se ahuecó formado una concavidad. Un anillo de hilos, delgados, de color pardo pero que al mismo tiempo emitían destellos húmedos, surgieron del pecho. Los hilos crecieron, cada vez más y más largos, engarzándose nos con otros y abrazando al órgano. Larsenbar retiró la mano para evitar que su mano quedara sepultada en esa red. Un parpadeo después las hebras ya se habían juntado formando una fina película que cubría al completo el corazón. El bulto seguía palpitando mientras se hundía en el interior del pecho de la estatua.

El mascarón poseía un nuevo corazón, un nuevo motor de una vida. Larsenbar contempló el pecho: no quedaba la menor huella lo que había pasado, la madera brillando lustrosa y rica pero sin la menor marca. Bueno, una sí: el puñal seguía clavado, su hoja hundida apenas una pulgada en la madera. El capitán extrajo la hoja y observó el metal: estaba limpia del todo, inmaculado. La estatua había absorbido toda la sangre. Se podría decir que incluso había lamido el metal.

Precedido de un chasquido y unos pocos estremecimientos, el mascarón maestro despertó. Aguardaba órdenes.

–Regresad –musitó el capitán.

El gigante dio un primer paso tambaleante camino de los nichos. Los escoltas siguieron a su maestro. Los tres gigantes ganaron la borda de proa, ante la que se detuvieron un instante. Allí, tras afianzarse con sus cuatro manos en la baranda en el bauprés, cada uno de ellos procedió a introducirse a pulso en su respectivo nicho. Primero los pies, seguidos de las piernas y por fin el torso. En apenas un visto y no visto los tres mascarones estaban de nuevo en sus nichos, adoptando la postura de descanso que tanto le gustaba contemplar a Gus.

El capitán supervisó la operación con gesto ausente. No pensaba en nada concreto. O, mejor dicho, no se permitía pensar en nada concreto. Debía cerciorarse de que la operación de anclaje de los mascarones acababa bien. Nada más. Luego… luego volvería a sus tareas.

Con los mascarones bien colocados el viejo se apoyó en la borda del bauprés. La red de chinchorro ondulaba a causa del cabeceo de la nave. Se debía haber soltado alguna driza a lo largo de la noche. Debería hablar del tema con… no, ni con Gustaff, ni con Pet, ni con Marco. ¿Dónde estaba Lork? El equipo del bauprés había acabado diezmado. Debía reorganizar la dotación.

Por suerte no podía restar mucho para llegar destino.

Con esfuerzo logró reprimir el escalofrío que se agazapaba en su nuca. Se giró hacia popa. Allí seguía, tal y como lo había dejado: el cuerpo desangrado y eviscerado de Gustaff adornaba la cubierta como si de un patético mascarón se tratase.

Algo había funcionado mal, pero Larsenbar no se atrevía a asegurar el qué. Los mascarones eran viejos y necesitaban una reparación, sí; pero por otro lado Gustaff carecía de experiencia. La Orgullo era su primera nave, y este su primer viaje de circunnavegación del Mar de Ashrae. Recordó cómo el chico se había mostrado reticente a activarlos.

No merecía la pena pensar en ello.

El capitán se volvió hacia el horizonte de popa, allá donde habían perdido al cazador y con él casi toda su mercancía. Y demasiadas vidas.

Algo había fallado, sí. Los mascarones y Gustaff. Pero sólo una de las partes había pagado el precio: el muchacho.

‘Un tutor posee dos corazones: puede regalar dos vidas’. El chico soñó con surcar los mares como tutor de mascarones. Pero el sueño, un vez cumplido, no tuvo piedad con él.

–¡Espuma! ¡Rompientes a proa, señor! Rozando el horizonte –gritó el vigía.

Larsenbar no necesitó consultar las cartas para saber que esas crestas blanquecinas indicaban que estaban ante el laberinto de Lord Lormhar. Debía regresar a su puesto en el alcázar y tomar el timón: sólo él podía guiar la nave por entre los arrecifes.

–Señor Sortanno. Usted y sus hombres –los que queden, estuvo a punto de decir, pero se controló–: lleven los restos de Gustaff al alcázar. A mi camarote. Que las pocas horas que nos quedan para llegar a puerto el cadáver del muchacho las recorra como todo un capitán. Se lo merece: él, con su dedicación y sacrificio, nos ha librado del cazador.

Y tras decir eso el viejo capitán se encaminó a la toldilla. No se permitió girar la cabeza. Nunca antes lo había hecho. Jamás lo haría.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Oct 032014
 
 3 octubre, 2014  Publicado por a las 11:11 Sin comentarios »

Capítulo 19 Fuerza de Mascarón: El descanso del mascarón

Me detuve en seco, casi chocando contra los titanes. No comprendía lo que pasaba. O sí, pero no quería admitirlo. Me volví. El capitán estaba a menos de una braza de mi posición. Me observaba con su rostro casi tan pálido como cuando el cazador se abalanzaba sobre nosotros. Yo sólo pude boquear. No encontraba palabras para justificar lo que sucedía. Mis ojos saltaban desde la cara desencajada del capitán a mi puño carente de energía. La esfera de luz agonizaba en el dorso de mi mano, una diminuta canica de tibio color rojizo. El tatuaje del segundo corazón y la runa de vida perdían a ojos vista su viveza azulada para esconderse en el interior de la piel deformada. Regresaban a su estado de letargo. Del puño mis ojos regresaban al capitán, como si pudiera hallar entre sus arrugas una solución.

Por supuesto no la había allí. Mi mirada hizo un intento de bajar hacia la cintura del viejo, pero me obligué a no hacerlo. Sabía demasiado bien lo que aguardaba apenas oculto bajo el fajín de capitán. Me giré de nuevo y enfrenté las espaldas de los mascarones.

–No, ¡todavía no! ­–maldije. Pero una voz interior ya me estaba susurrando lo que iba a pasar. Nos lo habían explicado en el templo numerosas veces, pero nunca demasiadas. Lo hacían siempre como advertencia, deseando que no lo viviéramos en primera persona. Pero la amenaza estaba ahí, y los maestros no la escondían–. No. ¡No! ¡Revive!

Contemplé mi puño: apenas logré distinguir las líneas del tatuaje del segundo. Se habían vuelto muy suaves, casi transparentes. Aun con todo llegué a adivinar leves y arrítmicas fluctuaciones. Un latido moribundo.
Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón - Tripulación
Una mano fuerte me agarró por la muñeca derecha. El capitán tomaba el mando, incluso en ese momento.

–Gus…

Temí que lo hiciera, que se llevara la otra mano al costado. Pero no. El viejo envolvió mi mano entre las suyas: sentí cómo me cedía algo de su propia energía. De nuevo se comportaba como maestro, el profesor que contemplaba con desesperación la posible derrota de su alumno. El calor de la fuerza de Larsenbar avivó un poco mi segundo corazón. No lo podía ver, cubierto como estaba por el apretón de Larsenbar, pero supe que el tatuaje asomaba de nuevo en la piel. Junto con él lo haría la sombra de la runa de vida, antes resplandeciente y ahora apenas capaz de emitir un brillo tenue.

El viejo me soltó la mano. Mi puño revivido voló hacia el pecho del mascarón maestro. Ambos, capitán y yo, esperábamos que con esa dosis extra de Voluntad la estatua volviera a activarse.

–¡Anda!

Pero no obedeció.

Insistí de nuevo, golpeando con más fuerza el pecho de madera. No se movía. El poder de Thxotugá, señor del movimiento, no regresaba al cuerpo tallado. El corazón de mi puño no parecía capaz de obrar el milagro. En el templo me lo habían tatuado para cumplir esa única función, y ahora fallaba.

No. El que había fallado era yo. Me miré con ojos desorbitados la palma de la mano. Los dos tatuajes, la runa y el corazón, estaban volviendo a desaparecer bajo mi piel transformada. El tono de ésta, gris y correoso, se me hizo aborrecible.

El mascarón maestro. Contemplé su pecho liso, cubierto de salitre: en él apenas se apreciaban ya restos de pintura u oro. Les había dado, a él y a sus compañeros, la vida. Les había hecho partícipes, piezas fundamentales, de una pequeña epopeya, una que seguro que se narraría en puertos y tabernas durante años. ¿No podían ahora ayudarme ellos a mí un poco, dar unos pasos más y guarecerse en sus nichos? Sólo les pedía eso: avanzar no más de tres brazas, subir una borda y recogerse bajo el bauprés.

El mascarón no se movió.

–Actívate, ¡condenado! Anda ­–golpeé con los dos puños el pecho de madera–. Por todos los dioses. ¡Anda! ¡Los tres! ¡Andad!

Debían obedecerme, recorrer esos últimos pasos. Y saltar la borda. Y regresar a sus lugares. Debían hacerlo. Cumplir su misión. Y no traicionarme.

Pero no se movían.

Apenas sentí las manos del capitán cuando me tomó por los hombros. Creo que gritó algo.

Yo miraba al mascarón. Seguía parado.

Con suma delicadeza, ayudado por otro hombre (¿quizá el contramaestre? Imposible, estaba muerto), me tendió sobre la cubierta. Yo me dejaba manejar, sólo pensando en la traición.

No se movían.

Los últimos resquicios de poder abandonaron mi mano. El segundo corazón se enterró bajo la piel, arrastrando a la runa de la vida con él. El capitán tomó de nuevo mi mano, pero esta vez no para darme su energía, sino para algo muy distinto. Noté cómo un diminuto ápice de su Voluntad se hundía en mi carne y luchaba por organizar mi caos interior. No todo, claro: sólo aquello que buscaba, aquello que necesitaba. Estaba modificando el flujo de energías. Sentí cómo manipulaba mi esencia interna, mi propia Canción, y la inducía a fluir en sentido contrario. De mi puño a mi brazo, surcando mis venas, buscando lo más profundo de mi pecho.

El mascarón seguía ahí, impertérrito. Muerto. Pero yo estaba convencido de que en cualquier momento resucitaría demostrando que no me había traicionado, que sólo me había gastado una broma.

Un calor especial inundó mi corazón. Sentí que me soltaba la mano. La tarea de Larsenbar casi había acabado. Sabía lo que vendría. Me lo habían explicado muchas veces en el templo. No necesitaba ver cómo su mano buscaba bajo el fajín extrayendo… extrayendo eso.

Poco me importaba: sólo tenía ojos para el mascarón. No se movía. El maldito no se movía.

Mantuve la mirada clavada en el pecho de mascarón. No la desvié ni un solo grado, ni cuando adiviné el resplandor del metal. El puño del viejo se elevaba hacia la arboladura como un mástil más. Sostenía una banderola muy especial, el cuchillo ritual de capitán.

–Muévete, desagradecido –­creo que llegué a musitar–. ¡Hazlo!

Como si la última palabra estuviera dirigida a Larsenbar éste hizo bajar la hoja. En menos de un parpadeo el metal estaba hundido en mi pecho. Noté cómo la garganta se me llenaba de un líquido cálido, amargo con fondo dulce. O quizá al revés.

Debo admitirlo: no sentí dolor. Ni siquiera cuando la hoja del capitán hurgó con terrible habilidad en mi interior. El filo del cuchillo sajó el músculo y desplazó los huesos abriendo un espacio allí donde no debería haberlo. Por ese hueco el viejo introdujo su mano derecha y, con un movimiento rápido y final, extrajo mi corazón palpitante. Tuve que cerrar los ojos, cegado. El órgano resplandecía casi como antes lo hiciera el tatuado en mi puño. Mis mejillas se humedecieron, aunque ignoro el color del líquido. La sangre diluye bien las lágrimas de vergüenza.

Volví a abrir los ojos, a mirar al mascarón. El traidor. Quieto. Me había… vencido.

Mis fuerzas. Desaparecen.

Ellos. Me habían vencido. Traidores. Pero… bajo el dolor… de la traición… hay algo peor. Algo mucho más personal. Duele como nada antes. Vergüen…

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Sep 262014
 
 26 septiembre, 2014  Publicado por a las 11:11 Sin comentarios »

Capítulo 19 Fuerza de Mascarón: El descanso del mascarón

–Regresad a los nichos.

No tuve que repetir la orden. Las cuatro enormes manos del mascarón maestro se apoyaron en la cubierta. Parecían las patas de una imposible araña de madera. Los brazos elevaron a pulso el enorme cuerpo, que emergió como un todo rígido desde el fondo del trono. Le costó más de lo normal sacar las piernas del orificio: su juego de rodillas, que de estar en óptimas condiciones daban a la estatua una movilidad muy superior a la de un hombre, apenas podían flexionarse. Con una dificultad que casi se podría decir artrítica, primero uno y después el otro, los dos enormes pies se anclaron en la cubierta. El gigante volvía a erguir su enorme figura sobre el maderamen. Con un pequeño retraso frente a su líder, los dos escoltas hacían lo mismo.

Durante apenas un parpadeo los tres mascarones se quedaron parados. Pero la orden estaba dada y sólo admitía una lectura. El mascarón maestro la acabó de asimilar y dio un primer paso hacia proa. Se movía con una lentitud casi dolorosa. El escolta de popa le seguía unos pasos detrás, mientras el de proa aguardaba a que su líder le rebasara. Cuando el mascarón maestro pasó junto a su subalterno quedó clara la diferencia de estatura: el maestro le sacaba al otro casi una cabeza.

Con el mascarón maestro ya a frente los tres colosos se adentraron en el combés hacia proa. Andaban rígidos, como maniquíes oxidados. ¿Qué había quedado de esos movimientos elegantes y fluidos con los que se dirigieron a sus tronos cuando la pesadilla empezó? Parecían otros mascarones, unos a punto de morir. Ya no lo podía negar: mi descuido, mi imperdonable descuido, los había deteriorado más aun de lo que me imaginaba.

Todo por querer contemplar aquel combate.

La culpa recae en el viejo: él te obligó a usarlos pese a tu reticencia.

¿Quién había dicho eso? La voz apagada y sibilante no parecía surgir de ningún lado.

No hacían falta. ¿Acaso Marcos recurrió a ellos para vencer al dios?

La voz seguía sonando. Y lo hacía desde un punto en mi nuca. Me giré pero no descubría nada salvo la mirada inquisitiva del capitán, que me observaba desde la base del palo de mesana.

–Señor Gustaf. ¿Sucede algo?

–Eh… no, señor.

El viejo te ha obligado a usar los mascarones, pese a su estado.

Volvía a girarme. No podía permitir que Larsenbar descubriera mi sorpresa. La voz. No callaba. Me susurraba en un tono que creía se me hacía familiar. Creía que lo podía identificar. Pero seguía hablándome.

Usar los mascarones tiene un precio. Más aun cuando se han utilizado con un fin blasfemo: escapar de una nave gobernada por dioses.

Hablaba de dioses. La voz parecía admirar a las abominaciones del buque pirata. Llamaba dioses a esos engendros, a esas criaturas como la que tantas vidas habías segado entre nuestra tripulación. Dioses.

Entonces identifiqué la voz. Esos susurros confidentes y tendenciosos pertenecían Lork.

Pero mi mugriento ayudante de bauprés no estaba por ningún lado. De hecho, ¿dónde se había escondido? ¿Y cómo hacía para hablarme desde su escondite? ¿Le envolvía otro secreto, al igual que parecía ocurrir con Marco y Jinx?

Desde que el engendro había hecho acto de presencia no había vuelo a ver a Lork.

Los mascarones avanzaban con dolorosa lentitud. Estaban a punto de rebasar el trinquete y adentrarse en el castillo de proa. Sus movimientos tan lentos me permitían dedicar un instante a hacer memoria, a intentar dar una explicación a esa voz fantasma.

Con la conmoción del abordaje la atención de toda la tripulación se había centrado en esa forma blanca en la borda de popa. Pero cuando Larsenbar empezó a organizar la defensa esa distracción desapareció. Ya mismo había repasado a los miembros de los grupos. Y ahora me percataba de que Lork no formaba parte de ninguno de ellos. No estaba entre los marineros de reserva, ni los de proa ni los de popa. Tampoco había participado en la defensa, ni en el muro de escudos ni en la retaguardia de lanceros, y mucho menos en la posterior piña de antorchas.

En un zafarrancho como el que el viejo había decretado no se permitía a nadie estar ilocalizable, menos aun bajo cubierta.

Pero Lork había desaparecido.

Sí, dada su apariencia desgarbada y torpe jamás me le imaginado luchando. A los sumo se dedicaría a lanzar estocadas traicioneras desde alguna esquina oscura. Pero no todos a bordo poseíamos un perfil de combate, y sin embargo no nos escondimos.

¿Dónde se había metido?

Recordé sus extrañas palabras, casi admirando a la nave pirata. Al ver el horror que nos había abordado ¿se habría avergonzado y había huido?

Lork siempre había demostrado poseer una habilidad increíble: podía desaparecer en un entorno cerrado y reducido como la Orgullo casi sin que nadie le viera. Más de una vez, cuando algún marino irritado por sus habladurías deseaba ajustar cuentas con él, se había desvanecido sin dejar rastro alguno poco menos que ante nuestros ojos. Las zonas de sombra, la sentina y los espacios entre los mamparos de lastre constituían su reino.

La voz no regresaba. Parecía haber dicho ya lo que tenía que decir. Lork, si de versad, de alguna manera, era él el que me había susurrado, había regresado a sus oscuridades. Mejor olvidarle. Eso y dejarle rumiado su pesar en la sentina. Puede que incluso tuviera la compañía de Jinx.

Lo de verdad importante estaba sobre cubierta.

El viejo había optado por volver a mi lado. No debía haberle gustado algo. O quizá sólo quería supervisar en persona el regreso de los mascarones a sus nichos. Aunque su atención parecía más centrada en mí que en las estatuas. Noté que miraba de hito en hito mi puño. Yo no necesitaba bajar la vista para saber que la esfera de fuego se iba desinflando poco a poco. Pese a ello la runa de vida y el segundo corazón seguían latiendo.

No va a pasar nada, viejo. No va a pasar nada. Hubiera querido decirle eso en voz alta al capitán, ya que consideraba innecesaria su presencia. Incluso diría que me estaba haciendo un feo, demostrándome falta de confianza.

Mi cuerpo había recibido tal cantidad de energía de Animación que, incluso una vez roto el vínculo con los poderes, todavía seguía notando cómo esta bullía en mi mano, en mi interior. Incluso la piel de mi brazo y mi antebrazo seguían retorciéndose bajo los remanentes de ese rio caótico. La piel, maleable y superficial, había cedido con rapidez al impulso modificador. Otro tema bien distinto eran los músculos: en ellos mi propia Canción personal rememoraba su trabajo, oponiéndose al caos, luchando porque no desfigurara la carne habituada a una muy concreta manera de trabajar. El combate entre caos y mi carne generaba un hormigueo especial, mezcla de dolor y emoción, admiración ante la novedad que ese impulso aleatorio pudiera crear.

Nada que no pudiera soportar y controlar. No iba a pasar nada.

Aun así el capitán no se apartaba de mí. Juntos contemplamos cómo los tres colosos acababan por incorporarse. Pese a su mal estado me sentía tan orgulloso de ellos, de su trabajo. La luz del amanecer me permitió estudiar sus figuras. Los ropajes, más salitre que oro y pintura, tenían un aspecto peor que nunca. Quedaba claro que la tensión y sufrimiento que yo había soportado (y todavía padecía) les había pasado factura. Pero incluso en esas circunstancias tan contrarias habían demostrado una gran valía y resistencia. No me habían fallado. Sin lugar a dudas se merecerían una vez llegados a puerto la más delicada de las reparaciones.

Los mascarones habían rebasado el trinquete. Pese a sus movimientos torpes apenas nadie les prestaba atención: el ajetreo en la cubierta no daba respiro a la marinería. Se debía replegar trapo y volver a poner en marcha el barco de una manera acorde a la brisa reinante. Nadie tenía ojos para ese desfile de retirada. Sólo el capitán y yo (o como mucho el contramaestre) les mirábamos.

Me percaté de que ya habían apagado los dos braseros. Un equipo de marineros preparaba una enorme caja. Parecía confeccionada con dura madera de narcadero negro, tratada al fuego y ungida. Ignoraba que lleváramos a bordo semejante madera. Sus listones tenían fama de inquebrantables e impermeables. Nada la podría entrar ni escapar de una caja de narcadero negro: el ataúd perfecto para los restos de Marco y de la cosa. Los llevaríamos a la capital donde sin duda constituirán todo un objeto de estudio. ¿Qué sacarían en claro de ellos los sabios? Debería enterarme. Marco suponía para mí un misterio mayor que la propia criatura. A menos que Larsenbar me aclarara todas esas dudas con la prometida reuniera en el alcázar.

Noté un temblor en mi mano derecha. Bajé la vista. La esfera se había encogido hasta apenas cubrir mi mano. No me lo podía creer: estaba decreciendo a una velocidad demasiado rápida, sobre todo teniendo en cuenta la enorme cantidad de energía residual que albergaba cuando el capitán dio la orden de relevar a los mascarones. ¿Dónde había ido esa energía? La respuesta la tenía ante mis ojos en forma de enorme mancha de piel grisácea. A través de la deshecha camisola descubrí que el impulso modificador no se había ceñido a las partes del brazo que en algún momento cubriera la esfera. En vez de eso se había propagado por mi costado, por mi torso. Descendía hacia el vientre, avanzaba al otro costado… Me quedé quieto y aparté el velo de anestesia que había tejido sobre mí con plegarias. De esa manera pude percibir con todo detalle la manera en la que el dolor se había propagado. Ya no se centraba sólo en la mano o en el brazo: la piel recorrida por un hormigueo sordo, y bajo ella cuchilladas sutiles pero continuas.

El suplicio al que me habían sometido el corazón de la mano y la runa de vida me habían obligado a tejer una capa aislante y protectora; ahora esa capa me traicionaba enmascarando el avance del caos. Éste se estaba apoderando de mí, desperdiciando la valiosa energía de Animación en moldear y deformar no sólo mi brazo derecho, sino todo mi cuerpo.

Debía concentrarme. Mi misión no había acabado. Los mascarones seguían caminando hacia el bauprés. Parte de la energía remanente se seguía bombeando el segundo corazón y la runa de vida hacia ellos. Debía bastar para que llegaran a los nichos.

Caminé tras los tres colosos tratando de reducir la separación entre ellos y yo. Sé que no supondría diferencia alguna, pero me sentía más tranquilo si reducía al mínimo el espacio que la energía debía salvar. A mi espalda, sin perder ojo a la operación, el capitán.

Estaban a medio camino entre el trinquete y la proa cuando lo inesperado, lo inconcebible, ocurrió: el mascarón principal se detuvo, paralizado en pleno movimiento. Los escoltas, carentes del impulso de su líder, le imitaron.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Sep 192014
 

Capítulo 18 Fuerza de Mascarón: Misión cumplida

La Orgullo navegaba abandonada a su suerte. Con el horror y la desesperación campando por la cubierta habíamos olvidado nuestras responsabilidades, esas que cualquier buque exige de manera permanente. Yo mismo tenía mi parte de culpa: durante el acto final del combate entre Marco y la criatura me había quedado hipnotizado, contemplando esa lucha increíble. Como resultado de ello había dejado sin supervisión directa a los mascarones. De esa manera los titanes de madera se habían dejado llevar por la inercia, que acabó impregnando de caos sus movimientos. Las estatuas seguían bogando, pero lo hacían de una manera desmañada. Los remos golpeaban unos contra otros, a veces llegando no a ciar pero sí a palear en vertical las aguas. Ahora, demasiado tarde, comprendía que el hechizo para poder contemplar aquel duelo había debilitado mi vínculo con las estatuas. Tanto que éste había acabado por quebrarse.

¿Cuánto tiempo permanecieron solas las estatuas, sin una mente que dirigiera las energías que recibían? Aquella falta de control podría haberlas dañado, tanto o más que el abandono de los últimos años.

Sobre la cubierta todavía seguía flotando el títere espía. Retorcí la mano izquierda en un gesto rápido, destejiendo al fisgón reprimiendo una maldición. ¡Cómo me arrepentía de haberlo conjurado! Más me hubiera valido centrarme en mis chicos, confiar en el viejo Larsenbar y en el resto de la tripulación para manejar los problemas sobre cubierta, para que nos defendieran…. ¡Yo sólo me debía a los mascarones, no al espectáculo! Al fin y al cabo, ¿en qué había ayudado yo? En nada. A lo sumo en hacer que todos peligráramos más si cabe. Y a insubordinarme ante el capitán.

Más allá de las amuras se repetían los golpes de las palas contra el agua. Carecían de cadencia, de ritmo alguno. ¡Cuán caro podría haberle salido a mis chicos mi distracción! Si no hubiera querido ver cómo se desarrollaba el combate, si hubiera permanecido volcado sólo en ellos.
Relatos de Fantasía - Barco Navegando
El dolor regresó a mi puño en toda su indescriptible intensidad tan pronto como volví a centrarme en los mascarones. Lacerante, parecía que el corazón de mi diestra bombeaba ácido puro, incandescente al tiempo que gélido. La esfera de energía, que con el abandono se había encogido y deformado, saltó recuperando el radio que había lucido en su máximo esplendor. El estallido ocurrió con tal brusquedad que me arrojó al suelo. Notaba cómo la burbuja se apoderaba de mí: encerraba casi todo mi brazo, con el segundo corazón palpitando a trompicones asmáticos, luchando por organizar las energías que recibía. La runa de vida, despertada tras su letargo, vomitaba una tormenta de fuego azul. La ventisca de rayos golpeaba furiosa las paredes de la burbuja de fuego pugnando por romperlas. Sus lenguas color cobalto intenso lamían me la piel del brazo y la del costado. El olor, punzante y terrible, de mi propia carne quemándose fustigó mi nariz. ¡Nadie lo diría, pero el hedor de uno mismo consumiéndose no tiene nada que ver con el que producen los otros! Posee una indefinible esencia, una cualidad horrible que, luciendo una sonrisa de labios cauterizados, susurra tu nombre. El hedor de mi propia combustión tapaba incluso el de Marco y la criatura.

La runa me consumía. Olvidada en mi puño, el símbolo había retenido la energía de los dioses. Sola, la runa había gestionado las fuerzas de esa manera que sólo las realidades dotadas de una brizna de Voluntad pueden manejar. No con inteligencia, tampoco con mesura. Mucho menos con salvajismo. Lo había logrado con algo que sólo se puede adivinar cuando se escucha la Melodía de la Canción de la Realidad. Algo incomprensible para el común de los mortales, sólo accesible a los más sabios. Por supuesto yo no me hayo entre ellos. Sólo sé que la runa en mi ausencia hizo algo con las energías, algo que me salvó de morir triturado por su poder. Las había aplacado como podía, suministrando parte de ellas a los mascarones. Pero aquello no había bastado. Ahora, de nuevo vinculada a mí, se liberaba de toda responsabilidad y soltaba su furia. Traté de someterla, dominarla. Notaba cómo las fuerzas de Animación retorcían mi carne, mis huesos: los tejidos pulsaban mientras las energías los desgarraban y remodelaban. Por un instante recordé las leyendas de los vol–señores de Efímera, expertos en consunción. Se creía que tenían habilidades especiales y horribles para moldear a su gusto la carne y el alma de los mortales. ¿Esa mítica técnica se parecía a lo que ahora padecía? ¿Y los sujetos sometidos a ella debían soportar un sufrimiento como éste?

Cerré los ojos y traté de relajar mi cuerpo. Tendido como estaba sobre el maderamen no debía permitir que los fuegos de la esfera entraran en contacto con los listones. Levanté el brazo en vilo, apunté al cielo y me concentré. Debía dominar los flujos. Mi visión interior los mostraba como ríos de aguas tumultuosas, unas aguas que poseían el irrefrenable impulso destructor de la lava.

Empecé a musitar las letanías aprendidas en el Templo Escuela. A ellas unía grafos retorcidos y gestos mentales. Creaba circunvoluciones de ideas siguiendo técnicas interiorizadas tras cientos, miles de horas de entrenamiento en el templo. Por fin logré crear unos diques que dirigieran esos los torrentes de energía salvaje: ya no destruían mi carne sino que fluían hacia sus destinos, los mascarones.

–Gustaff. Gustaff…

La voz sonaba distante, como surgida de un sueño.

–Está bien, ¿señor Gustaff? Ya ha pasado ­–Larsenbar. La voz pertenecía al capitán–. Nos hemos deshecho de la criatura, hemos dejado atrás la cazador. Todo ha pasado, señor Gustaff.

Gracias a usted.

Aquellas palabras me obligaron a volver a abrir los ojos. Me encontré con el viejo arrodillado a mi lado. Su rostro volvía a irradiar seguridad y frialdad. Sólo el brillo en sus ojos denotaba emoción: en concreto satisfacción. Me estaba tendiendo su diestra.

–Levante, señor Gustaff. Usted ya ha cumplido.

La mano me invitaba a levantarme. Le agradecí el gesto, tomé su mano e impulsado por él me puse en pie.

Más allá del viejo la Orgullo regresaba a la normalidad. Las arboladuras volvían a estar engalanadas con hombres arriando el paño sobrante. Otros marineros, tirando de sus amarras, orientaban las vergas para que recogieran el ahora suave viento con la mayor eficacia posible. Un pequeño grupo armado con fregonas y cepillos limpiaba los restos de sangre (blanca y rojiza) que manchaban en el suelo de popa. Los dos encargados de los braseros asfixiaban las brasas con cubos de agua. En el de estribor efectuaban esa tarea con especial delicadeza y cuidado: en parte se quería homenajear a Marco, al héroe ya difunto; pero de igual manera se deseaba conservar todo lo que hubiera quedado del engendro para un posterior estudio en Ashrae.

Mis ojos ascendieron de la arboladura al cielo que se ocultaba más allá. Con lentitud iba ganando un agradable tono dorado. Un puñado de nubes dispersas, corriendo hacia Poniente, era lo único que manchaba el tapiz celeste. Las nubes de formas largas y desagarradas parecían apresurarse, como si huyeran de algo. O del recuerdo de una presencia horrible. El cazador.

El vigía ocupaba de nuevo su puesto en la cofa del mayor. Le vi con su gorra de visera calzada, escudriñando con especial atención el horizonte a nuestra popa. Callaba. Bendito silencio el suyo: no había vela alguna a la vista, ni amiga ni enemiga. Noté como una cascada de refrescante alivio recorría mi espalda haciéndome temblar. Más vale solo que mal acompañado.

–Señor Gustaff. Su brazo…

El dolor había remitido, pero un escozor sordo se mantenía tanto en la mano como en el resto de la extremidad. Alcé la mano ante mi rostro, en parte temeroso de lo que me podía encontrar. La esfera de fuego había reducido su diámetro, llegando ahora sólo hasta mi codo. La parte de brazo que había quedado descubierta tenía un aspecto que sólo podía calificar como preocupante. Se había vuelto rugosa y granulosa, como cuero podrido, y de un color grisáceo con vetas de verde sucio. No se parecía nada al resto de mi cuerpo. Incluso la piel costado, aunque irritada e hinchada por la quemazón, mantenían su aspecto humano. Humano, un calificativo que ya no se le podía dar a lo que colgaba de mi hombro. El cuero podrido de mi brazo se estaba resecando y escamando a ojos vista. Ante la atenta mirada mía y del capitán la piel se agrietaba tejiendo una especie de red. Por las grietas empezó a manar un líquido acuoso.

–Esto se lo deberemos tratar el contramaestre o yo mismo, señor Gustaff. En el alcázar. Y debe descansar. Tanto usted como sus mascarones.

Apenas le escuchaba, contemplando cómo el icor que surgía de mi piel descendía por mi brazo hacia la esfera de fuego. El líquido atravesaba sin problema alguno (ni chisporroteos ni vaharadas de vapor) la burbuja de llamas. Dentro de ella mi segundo corazón y la runa de vida continuaban latiendo.

El dolor en mi brazo había cambiado de matices, pasando del dolor insoportable a un ardor lacerante pero que podía manejar. Ahora, quizá por la acción del líquido que salía de las grietas en mi piel, empezaba a notar una inquietante sensación de humedad en el segundo corazón. Por un momento pensé que me estaba dominando el flujo de Zuhlhu, el guardián del mar. Aquello carecía de sentido: ambos flujos, de Zuhlhu y de Thxotugá, estaban equilibrados, dominados tanto por el segundo corazón como por su runa de vida. No podía dominar uno sobre otro.

Focalicé mi atención en la runa. Su resplandor azulado al fin empezaba a perder fuerza. Aun así seguía palpitando, sólo que ahora lo hacía con destellos más arrítmicos y sincopados. Eso parecía indicar que la runa, pese a su propia Voluntad, no lograba trenzar bien los dos chorros de energía. Algo por otro lado lógico, dado que el encargado natural de esa labor era el tutor de mascarones, yo. ¿Desde cuándo sucedía esto? La corriente circulaba deshilachada, con un componente de caos superior al tolerable. La culpa de ello sin duda recaía en mí: había abandonado mis labores de supervisión del proceso. Yo mismo había provocado el problema. Esa descompensación en los flujos podría haber puesto en peligro a los mascarones y de paso a la misma Orgullo. Por fortuna mi carne debía haber actuado colmo filtro, llevándose lo peor. La mano y el brazo moldeados por esa punzada de caos aleatorio podían suponer un precio muy bajo a pagar en comparación que lo podía haber sucedido. Rezaba porque los mascarones no estuvieran afectados.

Con esfuerzo reorganicé el desastre: murmuré plegarias de sumisión y de control, tratando de apaciguar los flujos. Esa tarea me obligó a sumergirme en el caos de los flujos de pies a cabeza. Zambullendo mi alma en ese río me resistí a que su corriente me arrastrara. El esfuerzo se clavaba en mis nervios con frías dentelladas, trepando del brazo a mi columna y de ahí a la cabeza. Por unos instantes, o lo que a mí se me hicieron instantes, noté cómo me convertía en un mascarón más. Mi cuerpo creyó estar tallado de una única pieza de madera, una estatua sagrada y ungida con óleos secretos. Recibía y procesaba las energías ya no sólo con mi segundo corazón, sino también con el primario e incluso con todo mi cuerpo. Mi mente, reducida a algo testimonial, se limitaba a intentar sintonizar con la Canción, buscando melodía en el caos. La esencia básica de la realidad resonaba en cada recoveco de mi carne –las vetas de mi madera–, tamborileando sobre mis huesos –nudos y vasos de savia cristalizada–. La sensación de caos decrecía con lentitud a medida que la Canción se imponía. Las aguas volvían a su cauce, y con ellas los últimos remanentes de dolor remitían.

Regresé a la realidad de la cubierta de la Orgullo de Ashrae más agotado que nunca, pero ya con los flujos bien trenzados. Las estatuas recuperaron el ritmo de boga.

–Señor Gustaff, ya basta. Ya no hace falta más impulso.

Claro. Sí, el viejo me lo había dicho: que mis chicos dejaran de remar. Pulsé los hilos, de nuevo homogéneos y coherentes, que me unían con los dos poderes. Ejecutando la salutación ritual agradecía a los poderes su auxilio. Las hebras se diluyeron: una se hundió regresando al seno del mar; la otra ascendiendo perdiéndose en el cielo de la mañana. Los mascarones quedaban libres de la influencia de los dioses.

–¡Gustaff! Por los dioses, ¿qué hace?

–No se preocupe, capitán: en mi puño conservo energía suficiente como para animarlos hasta sus nichos –respondí con la voz más firme que pude sacar. Sabía que estaba ejecutando una maniobra arriesgada, pero prefería devolver a mis chicos a sus nichos sin el influjo de los dioses: tras comprobar el nivel de caos que habían soportado temía que recibieran más sobrecargas. Una sola más los haría peligrar. Y a mí con ellos.

Aun así el capitán debía dejar clara su postura:

–Sabe que esa maniobra es muy arriesgada. Y va contra el reglamento.

En los ojos del viejo se adivinaba una leve amenaza.

–Señor, lo grave ya ha pasado. El engendro está muerto y del cazador no queda ni rastro. La misión está cumplida.

–Retire a sus chicos. Le quiero ver de inmediato en el alcázar. Para estudiar ese brazo suyo derecho… y para hablar de más cosas.

–Por ejemplo ¿de Marco? ¿Me va a explicar lo que ha sucedido?

Larsenbar entrecerró los ojos.

–En la medida que pueda, sí.

–¿En la medida que pueda?

–Señor Gustaff, soy el capitán de esta nave, el responsable de toda su tripulación y su cargamento. Pero no soy un dios omnisciente.

–Con todos mis respetos –insistí recalcando la palabra, aunque la actitud que había demostrado al inicio de la crisis le había hecho descender en mi escalafón de respetabilidad–, señor: usted es un maestro.

–Un maestro. Y un hombre. No lo olvide, Gustaff. Todos a bordo somos hombres. Falibles. Le contaré mis sospechas relativas a Marco. A él y a su extraña mascota.

Pero ahora haga descansar a sus chicos, por favor.

No había más que discutir. Me volví hacia el mascarón maestro.

–Parad. Soltad los remos.

Los colosos respondieron con movimientos secos, bruscos. Las seis manos soltaron los remos, que quedaron tendidos sobre la cubierta como enormes gusanos petrificados. Impulsados por la inercia de las aguas todavía oscilaron arriba y abajo un par de veces más. Mientras eso ocurría se podía oír los crujidos de la madera al retorcerse en sus músculos, recuperando posturas más relajadas.

Por fin los remos se detuvieron. Sin que diera tiempo a respirar varios miembros de la tripulación empezaron a desencajar las pasarelas. Los remeros habían acabado su labor. Ahora les llegaba el momento de descansar.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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