Sep 122014
 
 12 septiembre, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with:  Sin comentarios »

Capítulo 17 Fuerza de Mascarón: Un combate no imaginado

De improviso Marco se abalanzó contra la criatura. Parecía imposible que alguien como él, que nos superaba a todos tanto en edad como en peso, pudiera moverse con esa agilidad. Su carrera, explosiva y súbita, cruzó las brazas de cubierta que le separaban del engendro en apenas una exhalación. Cuando no le quedaban apenas unos codos para llegar a la pasarela Marco se elevó. No saltó: se elevó. Parecía flotar, volar, tal era el impulso que poseía. Parecía más una fuerza de la naturaleza que un hombre. Marco placó a la criatura con la fuerza de un ariete. El engendro lo recibió con una jungla de garras, zarpas y garfios recién emergida de su núcleo. Pero aún con todo aquel despliegue de armas no pudo evitar el impacto brutal. La maza ardiente de Marco golpeó el corazón del engendro, derribándolo y arrastrándolo casi una braza pasarela adentro. Sin quererlo estaban a punto de rebasar los remos del mascarón de popa.

–No. ¡No! ¡No!

Mis gritos no sirvieron de nada. Veía como los nuevos contendientes se adentraban en la tabla en dirección a proa pero ¿qué podía hacer yo? ¿Qué podía hacer nadie?

Marco pugnaba contra la bestia. Cuando podía llegar, sus puños en llamas machaban y revolvían la esencia del núcleo líquido de la bestia. Otras veces se veía obligado a forcejear con las diversas patas que salían a su paso. Las atenazaba con sus manos de fuego, retorciéndolas y quebrándolas como si se tratase de barras de queso. Los chasquidos resonaban por toda la cubierta. El coloso de fuego estaba derrotando a la aberración. El contacto de su cuerpo envuelto en llamas hacía que la criatura retrocediera apartándose de las llamas. Ante Marco sus golpes se volvían débiles, tímidos. Parecía que se negara a acercarse a su masa incandescente, menos aun a tocarla. Del núcleo surgía un aullido agudo y aterrador en el que se notaba algo hasta ahora nuevo: temor, impotencia.
Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón - Barco
El viejo titán de fuego estaba logrando lo que nadie hasta el momento había conseguido: combatir de tú a tú contra el engendro, hacerlo retroceder. Pero no sólo Marco luchaba contra la bestia. Saltando de un lado a otro, de una pata a otra, entre los tentáculos y las zarpas, lanzándose contra el núcleo e incluso zambulléndose en él, correteaba una pequeña bola de fuego: Jinx. La rata, aprovechando tanto su reducido tamaño como su agilidad de roedor, esquivaba con gran eficacia las defensas de la criatura. En su imparable danza no dejaba de lanzar dentelladas y zarpazos, desgarrando allí donde podía. Y por allí por donde pasaba dejaba un rastro de huellas de fuego. Con los puños de Marco sucedía algo similar: las llamas empezaban a repartirse por todo el engendro, debilitándolo.

El engendro retrocedía. Abrumada por el ataque del hombre y la rata se adentraba en la pasarela, trastabillando cuando no rodando, pero siempre hacia la proa. Hacia mí.

Marco desencadenaba una tormenta de puños de fuego sobre el núcleo líquido del monstruo, del que empezó a brotar un vaho blanquecino. La criatura ululaba sin parar, su voz entrecortada e incluso ahogada. Entre sus aullidos, casi sumergidos en ellos, se seguían escuchando los mimos continuos noes.

–¡No! ¡N-oh!

Sonaban sin cesar, repitiendo la palabra como si de un conjuro se tratara.

Marco siguió quebrando patas en su pugna por hundir sus puños en el corazón líquido de la bestia. Esta se defendía conjurando más extremidades, pero aun así se veía incapaz de detener al tornado de fuego. También Jinx continuaba atacando al engendro, su pequeña forma llegando allí donde Marco no podía acceder. El anciano seguía empujando a la masa de la criatura pasarela adentro. Ahora que ya carecía del impulso de su carrera se apoyaba en sus piernas y en sus manos para obligar al animal a retroceder. Así, girando unos sobre otros, retorciéndose en un baile de fuego rojo y resplandores blanquecinos, bestia, hombre y rata se adentraron hacia proa trazando sobre la madera un ligero zigzag. Cuando parecía que iban a caer sobre cubierta Marco siempre encontraba la manera de aferrarse a una jarcia, a un obenque o a la misma batayola y evitarlo. Cuando, por el contrario, se acercaban demasiado a la borda el anciano hincaba en ésta un pie o una mano deteniendo el avance. A su paso dejaban salpicaduras resplandecientes, mezcla del líquido del núcleo junto con ropa e incluso carne incandescente de Marco y Jinx. Hombre y rata herían a la bestia desgarrando su centro, pero ellos no salían indemnes.

Todos permanecimos paralizados contemplando esa inesperada lucha. La bestia, al fin consciente de que ni sus garras ni sus dagas parecían detener a Marco y a Jinx, volvió a convocar a su boca de ácido. Desde menos de un codo de distancia lanzó un escupitajo contra el pecho de marcos, pero éste, su cuerpo convertido en una pira viviente, no pareció ni siquiera acusarlo. Pero sí respondió al ataque: el tentáculo ya inflaba de nuevo sus carrillos, dispuesto a volver a escupir, cuando una mano de Marco lo estranguló como de una tenaza se tratara. Jinx no perdió la oportunidad y, usando el brazo de Marco como puente, saltó sobre el tentáculo. Sin perder un solo latido la rata empezó a roerlo por la parte posterior de la boca escupidora. El aullido de la criatura aumentó en intensidad mientras los incisivos del roedor destrozaban el tentáculo. Cuando logró perforar su piel del todo la rata se hizo a un lado. Marco mantuvo su presa, impidiendo moverse al apéndice. Un chorro rojizo y denso se derramó, recorriendo toda la longitud de la especie de manguera para acabar vertiéndose sobre el núcleo del engendro. Una erupción de vapores lechosos surgió de allí donde el líquido sanguinolento y ácido entraba en contacto con el blancuzco de la criatura. El engendro se revolvía sobre sí mismo, ahora sus propias patas intentando liberarse del contacto del ácido rojizo.

Ese instante de debilidad de la bestia Marco lo aprovechó para seguir arrastrándola hacia proa, esa vez con más rapidez. Ya estaban rebasando la altura del mascarón maestro. Se encontraban a tan escasa distancia que no necesitaba al títere. Lo vi todo con mis propios ojos. La jungla de patas, el tentáculo preso bajo la férrea presa de un puño de fuego. Y el rostro. La cara de Marco parecía una máscara descompuesta y desencajada, una masa negruzca oculta bajo la resplandeciente capa de llamas que la envolvían. Sus labios abrasados se habían retraído dibujando una mueca fija, toda ella dientes atenazados. Pese a todos los estragos que el fuego había causado en su piel, e incluso más allá del velo de llamas, pude adivinar sus ojos. Se me asemejaron a brasas ciegas encendidas, pero dotadas de un indescriptible resplandor interno. Fiereza y salvajismo en estado puro. En efecto, toda una fuerza de la naturaleza. O una muestra de apabullante Voluntad. Esa misma energía se adivinaba en la rata, Jinx. El animal, una vez desgarrado el tentáculo y vertido su contenido, había vuelto a correr por todo el cuerpo de la criatura, un borrón de lenguas de fuego. Saltaba de un lado a otro del engendro mientras varias patas intentaban atraparlo. Saltaba y atacaba para al instante siguiente volver a saltar, un torbellino de garras y dientes. Pequeño, incansable y furtivo, estaba plantando tanta guerra como su amo. Si Marco golpeaba con sus puños como mazas y quebraba las patas, Jinx desgarraba con sus zarpas la burbujeante superficie del núcleo. Y todo ello siempre con el objetivo de arrastrar al engendro hacia proa.

La bestia, incapaz de defenderse, siguió cediendo terreno. Su canto bajaba poco a poco de intensidad, apagándose y tiñéndose de notas tristes. Ahora se podía oír con más facilidad las voces, que no dejaban de repetir una y otra vez la misma palabra:

–N–oh. N–oh ­–murmuraban.

–No, no, no –rugían.

Ya no les quedaba más que unos pocos codos para llegar al final de la pasarela. Habían rebasado los remos del mascarón escolta de proa y todos creíamos que iban a seguir recorriendo ahora la cubierta hacia el trinquete, cuando Marco cambió de táctica: ancló con firmeza sus dos pies en la borda que sobresalía y haciendo palanca propinó un último empujón a la bestia. Un empujó no hacia proa, sino para alejarse de la borda, hacia el interior de la nave, hacia babor. La masa de patas, arrastrada por el anciano, cayó fuera de la pasarela y rodó sobre la cubierta. Vi cómo el conjunto se acercaba a mi posición. Horrorizado retrocedí más allá del palo mayor.

Una forma gritaba histérica a mi espalda: el marinero encargado del brasero estaba sufriendo un ataque de histeria. No le presté atención mientras trastabillaba y salía huyendo en dirección al bauprés. Ya se repondría. O quizá no. Poco importaba: el destino de la Orgullo, de todos nosotros, rodaba por cubierta adentro.

La confusión de hombre, animal y bestia se retorció unas pocas brazas, en un zigzag errático. La bestia luchaba tratando de volver a dominar la situación. Pero Marco se imponía a golpe de puntapié y empellón. De esa manera guió al conjunto hacia el eje imaginario de la nave… hasta acabar por precipitarse en el nicho ardiente del brasero de estribor.

Ni hombre ni rata hicieron el menor intento de escapar al contacto de los rescoldos. Más aún, parecían buscar las brasas, como si desde un primer momento desearan revolcarse entre los carbones al rojo blanco. Y arrastrar con ellos al engendro. Profiriendo un aullido como hasta ese momento no había lanzado, la bestia acabó sumergida en la pequeña piscina de fuego sólido.

Entonces lo comprendí. O creí comprenderlo. El anciano gigante había aprovechado el momento en el que la criatura subía a la pasarela. La había arrastrado, obligándola a rodar hacia la proa. Todo para lograr algo que pocos a bordo podrían lograr: enfrentar al engendro a aquello que lo podría destruir, una enorme masa de fuego sencillo y puro, una lo bastante grande como para acoger a toda la criatura.

El grupo se revolcaba en los carbones ardientes. Éstas se adhirieron a la carne, a los tentáculos, a las patas, al propio corazón derretido de la criatura. Los rescoldos se engarzaban en sus cuerpos como si de gemas preciosas se trataran. En pocos latidos el resplandor ígneo del carbón cubría por completo a hombre, rata y engendro formando una masa indistinguible. Su rojo centelleante se confundía con el de las llamas de Marco y Jinx, y se diluía en el lechoso resplandor de la criatura. En ese juego de luces y brillos costaba ver el anciano. Pero si uno se esforzaba lograba distinguir cómo con una mano se aferraba a las patas de la bestia mientras con la otra tomaba puñados de carbón y se los clavaba por todo el cuerpo. La bestia se defendía con torpeza, lanzando golpes, ciegos al igual que débiles, en todas direcciones. Algunos llegaban a Marco. El viejo titán los encajaba en silencio. Otros golpes, la mayoría, sólo lograban revolver el nicho de carbón, haciendo que el trío se hundiera más y más en el brasero.

En medio de esa locura de fuego y dolor la rata seguía corriendo alocada, tan indiferente al fuego como su amo. Revolviéndose entre las brasas hundía sus dientes en el corazón de la bestia, agarrando con sus patas piedras al rojo vivo para luego introducirlas en los huecos recién abiertos.

La lucha siguió. Marco y la criatura se habían fundido, resultando imposible distinguir dónde acababa uno y empezaba la otra. Del pequeño Jinx no quedaba la menor huella, sin lugar a dudas absorbido por las moles de los otros dos.

Embate tras embate, revolcón tras revolcón, el combate continuaba.

La masa mitad humana y mitad… otra cosa, la masa –digo– se revolcaba entre los carbones ardientes con cada vez menor vitalidad. A veces, fruto de esos movimientos, algunos rescoldos saltaban con mayor o menor fuerza fuera del brasero. Casi se diría que huían.

El siseo de la bestia no había dejado de subir de tono, más y más agudo. Casi se diría que poseía cierta nota de histeria. Pero aun con todo iba perdiendo intensidad. Por fin parecía que el engendro empezaba a perder fuerzas. Algo similar sucedía con el anciano, cuyos movimientos se volvían más cadenciosos. Pero, pese a las muestras de cansancio, seguía pronunciando aquella misma palabra. Me costaba adivinar cómo inmerso en ese lago de fuego sólido lograba inhalar el aire para repetir sin pausa:

–No, no, no, no.

–N–oh.

La réplica, ese ‘no’ solitario, procedía de un punto muy cercano a mí, pero no del interior del brasero. La voz poseía una cualidad chirriante, apenas modulada. Sí, ya la había oído antes. Y no pertenecía a Marco. Nunca le había pertenecido.

–N–oh. N–oh d’behn vholv­–her.

A mi derecha, agazapada sobre la cabeza del mascarón maestro, descubrí la figura todavía humeante de Jinx. La enorme rata observaba el drama que se seguía representando en el brasero con una mirada intensa e inteligente. El pelaje había desaparecido en casi todo su cuerpo, revelando una carne chamuscada y cauterizada. Unos delgados hilos de sangre, densa y oscura, chorreaban por las pocas heridas que permanecían abiertas.

–Jinx. Hablas.

La rata me clavó unos ojos de una intensidad anormal. Me enseño los dientes. No supe si aquel gesto significaba sonrisa o amenaza. Con lentitud el animal devolvió su atención al brasero.

Animal. ¿De verdad podía considerarlo un animal? ¿Podría calificar a Marco como un simple marinero? El anciano había manipulado las teas de aceleración con un poder inaudito, algo que no se aprende en ningún lado. Con Voluntad. Y le acompañaba una especie de espíritu familiar, un demonio disfrazado de diminuto animal. El engañoso ser había acompañado a su amo más allá de donde cualquier animal irracional hubiera llegado. ¿Cuánto de normal y cuánto de fachada había en Marco y en Jinx?

Incapaz de responder a esas interrogantes imité a la presunta rata y observé el brasero. El combate se había convertido en una penosa pugna de moribundos. Las lenguas de fuego envolvían a los dos luchadores, que parecían haber perdido tamaño e incluso sustancia. El fuego les había consumido, con lentitud pero sin pausa. La criatura ya no intentaba matar a Marco, sino que volcaba sus escasos esfuerzos en huir de las brasas. Las energías que le quedaban al marinero las dedicaba a abrazarla, a obligarla a regresar a los carbones. Ignoro cuánto tiempo duró aquello: me limitaba a contemplarlo hechizado. Sabía que estaba presenciando la base de una leyenda, algo que se contaría por años, si no por siglos.

Los golpes y empujones se volvieron cada vez más dispersos y desganados. Cuando uno creía que todo había acabado de repente una pinza se arrastraba fuera de las brasas; tras ella emergía, acompañada de un ‘no’ apenas musitado, algo que sólo en otro tiempo podría llamarse mano. La garra, reducida a una deforme masa de carne chamuscada y hueso desnudo, apresaba a la huidiza extremidad y la volvía a sumergir en el fuego.

El tiempo pasó y en Levante acabó por aparecer una tímida franja de luz. La claridad regresaba al mar de Ashrae, un amanecer despejado y tranquilo. Tan tranquilo como los restos que yacían en el interior del brasero. A la luz del sol naciente apenas se podía distinguir a la criatura y a Marco de los rescoldos de carbón. Todo resplandecía de igual manera. La cubierta, de popa a proa, se había contagiado de una manta quietud. El hedor de la carne carbonizada ascendía por la arboladura como si se tratara de una pestilente niebla de ofuscación. Los ojos de los presentes permanecían clavados en la masa incandescente. Un grumo informe en el centro, algo más oscuro, evidenciaba la presencia de algo distinto al carbón. Imposible diferenciar lo humano de inhumano.

Sobre mi cabeza sonó una especie de latigazo. El chasquido me arrancó del hechizo. Vi los rostros de mis compañeros, la tripulación de la Orgullo: decenas de ojos hipnotizados, mirando abstraídos lo que ocupaba el brasero. Paseé la mirada por cubierta y reparé en una ausencia: Jinx había desaparecido. Debía haberse retirado al interior de la nave, quien sabe si para lamerse las heridas o para abrazar al Olvido. Su amo, aquel con el que compartía todo, había muerto. La idea me golpeó como una maza: ya no volvería a hablar con Marco, nunca más tendría la oportunidad de fantasear con sus historias de los tiempos del viejo imperio. Todo eso había terminado.

Un nuevo latigazo resonó desde la arboladura. Desperté del todo.

La Orgullo navegaba por aguas en calma. Los pendones que remataban los palos ondeaban con cansina languidez de un lado a otro evidenciando que apenas quedaban restos de viento, y este nos llegaba en ráfagas. Las gavias y el resto del paño seguían desplegadas al máximo para recibir un viento que había decaído tiempo atrás. Ahora pendían con peligrosa flacidez. En el trapo los empellones traicioneros del viento racheado formaban grandes ondulaciones que recorrían el tejido con falsa calma. Sólo demostraban su furia cuando, al llegar a los puños, hacían restallar las jarcias con súbitos latigazos. Pero nadie parecía escuchar aquellas explosiones: la tripulación al completo permanecía hechizada por lo sucedido.

Miré hacia estribor. Del cazador no quedaba rastro alguno. Sobre el horizonte no se divisaba vela alguna. Le habíamos dejado atrás.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Sep 052014
 
 5 septiembre, 2014  Publicado por a las 11:11 Sin comentarios »

Capítulo 17 Fuerza de Mascarón: Un combate no imaginado

Mi grito llegó tarde, lo sé. El daño ya estaba hecho: con mi inconsciencia le había mostrado a la bestia el camino directo para llegar al mascarón maestro. O a mí. Temí que el engendro empezara a rodar pasarela adelante, hacia proa. Pero no. Una vez afianzado sobre la tabla se detuvo y… y aquello sucedió.

Se había callado. La cosa no cantaba, ni ululaba, ni gemía. Se había sumido en un mutismo quizá más aterrador que su canto chocante y dulce. Tras trepar a la pasarela recogió dentro de su cuerpo todas sus patas, tentáculos y pinzas. Como si de una imposible flor se tratara, el núcleo resplandeciente de la criatura se mantenía erguido sobre un único pedúnculo, grueso como una columna. La tripulación al completo contemplaba estupefacta aquella flor que había brotado en nuestra borda. Su corazón, ahora desnudo, nos mostraba su burbujeante superficie surcada por corrientes y torbellinos. De improviso emergió un bufido agudo desde las profundidades de la esfera. El aullido resonó por toda la Orgullo, poniéndonos los pelos de punta. El ulular ascendió de tono, volviéndose más y más agudo. Sobre mi cabeza percibí una vibración, un leve crujido: los cristales del farol de zafarrancho del palo mayor reverberaban. Con un súbito chasquido uno de ellos se quebró. El aullido siguió elevando la nota. Empezaba a resultar doloroso. Más de uno y más de dos hombres se llevaron las manos a los oídos. Incluso el grupo de Abdarmar se detuvo con las teas todavía en ristre.
Relatos de Fantasía - Hombre ardiendo
Nadie sabía qué pasaba. Pero la bestia aclaró las dudas de inmediato. Desde la parte superior del centro de la bestia brotó un nuevo tentáculo, grueso como el brazo de un hombre. ¿La abominación volvía a generar sus patas y armas, dispuesta a recibir al contramaestre y sus hombres? Abdarmar notó el cambio en la criatura y azuzó sus hombres. Debían aprovechar la oportunidad: tenían ante ellos el núcleo desnudo. Podían atravesarlo con sus teas. Quemar, abrasar, calcinar ese engendro.

–¡Vamos! –gritó el nostramo, y corrió hacia el engendro, que le esperaba a apenas tres brazas de su posición. Tras él sus hombres no tardaron ni un latido en responder y seguirle los pasos.

Estaban ya casi sobre la criatura cuando ese nuevo tentáculo, grueso y romo, entró en acción. Sin que nadie lo pudiera predecir en su extremo se abrió una especie de boca, un orificio a través del cual se vislumbró un tenue brillo rojizo. El suave resplandor ganó intensidad… y saltó fuera de la boca en forma de chorro de un líquido rojo intenso. La criatura estaba escupiendo a los hombres. Acertó en uno, dos, tres. Cinco hombres.

El primer objetivo de los proyectiles de líquido sanguinolento fue el propio Abdarmar. El nostramo y sus hombres ya estaban casi encima de la criatura cuando recibieron la lluvia de esputos casi a quemarropa. El primer salivazo acertó al contramaestre en plena cara. El desgraciado ni siquiera llegó a gritar, su cabeza de repente sumergida en una enorme burbuja de líquido rojizo, más denso que la sangre. Al contacto con el líquido la carne empezó a humear emitiendo un vapor de un tono rojizo apagado. Un sonido crepitante fue lo único que surgió de la masa efervescente donde instantes antes estaba la cabeza del contramaestre. El marino, arrastrado por su propio impulso, cayó de bruces justo ante los escalones de la pasarela. Había arrojado la tea y se retorcía con manos sobre la cara. No había acabado de caer sobre las tablas de cubierta cuando su cabeza y sus manos se habían disuelto, quedando de ellas simples muñones humeantes.

El resto del grupo, al igual que el nostramo, se había lanzado a pecho descubierto. Determinación y antorchas contra lo desconocido. Y lo desconocido no les dio la menor opción. La lluvia de ácido les cayó a bocajarro. El par de marineros que cubrían las espaldas del contramaestre tuvieron un destino similar al de éste, fulminante e inmediato. Los que ocupaban filas posteriores no tuvieron tanta suerte: la lluvia les empapó de forma más dispersa. Humeaban y se derretían ya brazos y cara como torso o incluso piernas. Los desventurados contemplaron cómo, entre vaharadas de vapores rojizos, las partes de su cuerpo empapadas se deshacían ante sus propios ojos. El dolor poseía tal intensidad que algunos de ellos ni siquiera tuvieron fuerzas para gritar.

La boca cambió de objetivos, buscando ahora el muro de escudos. Los hombres alzaron ruados sus protecciones, pero no pudieron evitar que al portaantorcha recibiera un certero salivazo en la mano que sostenía la tea. En su alarido se mezcló el dolor con el horror inarticulado. Pálido y desencajado contempló el burbujeante muñón en el que se había convertido su mano. Luego cayó desmayado sobre las maderas. El resto de hombres, escudados tras las tapas de los toneles, pudieron esquivar el grueso del ataque. Una nube de humo acre y punzante empezó a surgir de las tapas. El líquido abrasaba los ya endebles escudos. Poco quedaba para que perdieran toda utilidad, reducidos a astillas humeantes. Alguna salpicadura de escupitajo llegó a acertar alguna mano o pierna, arrancando a su dueño alaridos.

De repente la bestia, quizá estimulada por el coro de gemidos que flotaba sobre cubierta o satisfecha por el resultado de su treta, volvió a ulular. Elevó su voz dulce y encantadora, anormal. Tentadora. Su tono subía y bajaba acompañando a los alaridos de sus víctimas, como tratando de conjuntar los gritos con su melodía. Se podría decir que intentaba componer una especie de sinfonía de dolor. De dolor y victoria. Su victoria.

Sobre la cubierta yacía una cosecha de los cuerpos, más de una docena de hombres. Los supervivientes se retorcían como serpientes descabezadas, intentado quitarse el líquido rojo de brazos piernas o pecho con sus ropas; éstas se derretían al contacto con la sustancia, con lo que sólo lograban esparcirla más aún. El resto, los cadáveres, se disolvían con lentitud, masas de carne blanda que poco a poco iban perdiendo toda forma humana. El líquido rojizo sobrante se derramaba sobre el suelo de madera: al contrario que la carne de los marineros, los listones no parecían sufrir los efectos del ácido. Supuse que eso se debía al baño en óleos sagrados que recibían en el astillero.

El espacio libre alrededor de la criatura se había ampliado casi al máximo posible. El  endeble muro de escudos no podía retroceder más por los remos, y los restos del grupo de Abdarmar se habían retirado hasta la borda de babor. En su huída habían dejado las antorchas desperdigadas sobre la cubierta.

La criatura cantaba con renovadas fuerzas, consciente de la cercanía de su triunfo. Habíamos perdido la que bien podrían haber sido nuestra última oportunidad. Y con ella había caído una importante porción de tripulación.

¿Se podía hacer algo contra esa criatura salida de la peor pesadilla?

–¡No!

–¡N-oh!

Las exclamaciones surgieron de popa, junto al castillo. Hubiera jurado que procedían de dos voces distintas. Lancé al títere hacia donde habían surgido, pero allí sólo estaba Marco. Bueno, Marco y Jinx, su inseparable rata mascota. Pero yo había escuchado dos voces. Una sin la menor duda pertenecía a Marco, aunque sonaba deformada por la furia. Sin embargo la otra, cascada y chirriante… pondría la mano en el fuego porque la había escuchado antes. Incluso apenas unas pocas horas atrás. Pero no recordaba dónde ni cuándo. Daba igual: el enorme anciano estaba solo, lo que indicaba que la segunda voz había sido fruto de mi imaginación.

Todos parecíamos habernos olvidado de Marco. Él se había mantenido firme en su esquina en la popa, peleando con la pértiga y esquivando las escasas patas que el engendro le dedicaba. ¿Qué buscaba con ese continuo acoso al corazón de la bestia, cuando ya había quedado claro que ninguna arma convencional la afectaba? El anciano no había cedido en su empeño. Sólo la carrera de la criatura hacia la pasarela, alejándose de la popa, le había dejado abandonado. Por fortuna, o por considerarlo insignificante, la bestia no le había dedicado ningún esputo. Pero contemplar el destino de sus compañeros, muchos de ellos amigos (o incluso más), parecía haberle hecho perder la razón. En su rostro, en su mirada, resplandecía una fuerza que rebasaba la cordura, incluso rozaba lo inhumano. Marco clavaba sus ojos desorbitados en la bestia.

–¡No!

Gritó. Y de seguido sonó otra voz:

–¡N-oh!

El segundo ‘no’ Marco lo había pronunciado con la boca cerrada, sólo enseñando los dientes apretados en un rictus demente. Aquello no tenía el menor sentido.

A partir de ese momento dejé de comprender mucho de lo que veía.

Amarradas a la borda de estribor, junto al alcázar, había un par de teas de aceleración, olvidadas dada su evidente inutilidad. El anciano las agarró, una en cada mano, y las susurró algo. Él no era un dragonero, de su pecho no colgaba el medallón que permitía activar la diminuta voluntad que habita las antorchas. Y aun así logró que las dos teas se despertaran y salieran disparadas hacia las alturas.

–Marco, ¿se puede saber qué demonios haces?

La pregunta que todos nos hacíamos surgía de labios del capitán Larsenbar. Pero el anciano marinero no respondió, limitándose a abrir los brazos en cruz e hinchar el pecho. La rata trepó sobre sus cabellos y se encaramó a lo más alto de su cabeza. Con un gesto desencajado, irreconocible, el viejo marino cerró los ojos y recibió su sombrero viviente.

En el cielo las antorchas trazaron un arco cerrado y regresaron, descendiendo en picado contra la Orgullo. Con la precisión que las hizo famosas por todo el mar de Ashrae una de las flechas estalló en el pecho de Marco, la otra sobre Jinx. Un instante después estaban envueltos en llamas. Durante unos latidos Marco se mantuvo allí, parado ante la escalera de la toldilla, ardiendo como un sol humano. De una manera del todo inesperada se había ganado la atención de toda la tripulación. Incluso el engendro parecía dudar ante lo que pasaba, su canción ululando llena de altibajos y tartamudeos.

¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué sentido tenía aquella autoinmolación de Marco?

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Ago 292014
 
 29 agosto, 2014  Publicado por a las 11:11 Sin comentarios »

Capítulo 17 Fuerza de Mascarón: Un combate no imaginado

La criatura pareció comprender que la batalla había llegado a un nuevo punto de inflexión, uno en el que ella podía acabar perdiendo. Al menos esa impresión me dio al ver cómo dejaba por completo en paz a los hombres de su retaguardia y lanzaba toda su mole contra los restos del muro de proa. Lo hacía de una manera física y brutal, más semejante a un placaje que a algo meditado. Los garfios, garras y cuchillas de luz sólida golpeaban sin ton ni son sobre la madera. Al contrario que en los otros ataques, ahora parecía carecer de objetivos concretos: sólo buscaba romper las líneas, adentrarse en nuestras filas y llegar al otro lado, al mascarón. La tempestad de golpes arremetía en todas las alturas: había mazazos altos que chocaban con los ya endebles escudos; otros buscaban su presa en las cinturas o incluso en las piernas de los hombres, partes por completo indefensas en todo combate de caballeros. Por supuesto que la bestia no se ceñía a las normas de una lucha justa. Ante este nuevo ataque la primera línea de hombres trató de retroceder. Los marineros saltaban hacia atrás intentando esquivar los golpes que buscaban sus pies y piernas. Unos pocos lo lograron y cayeron de pie, pero los más se encontraron con la presencia de sus compañeros de la fila posterior, tropezando y viéndose de bruces contra las tablas, más o menos vendidos ante los ataques del engendro. Hubo caídas y gritos de confusión, a los que se unieron los de dolor y pánico de aquellos a los que la criatura acertaba y apresaba. Los garfios y pinzas se enganchaban en la tela de las perneras y las camisas de varios hombres. Raudos, sus compañeros corrían a ayudarles desgarrando el tejido con sus cuchillos de faena, apuñalando la dura carne blanquecina. Pero aquella solución no sirvió con un par de hombres. Estos gritaban horrorizados, dando inútiles y patéticos puñetazos a las garras que se habían clavado en sus piernas. Los ganchos atravesaban la piel y se aferraban al músculo. La criatura, satisfecha e indolente, tiró de ellos arrastrándolos hacia la ansiosa esfera donde acabaron con un destino igual al de LoMing o Pet. Con ellos bajo su núcleo el ataque remitió de nuevo.

Atacar. Avanzar. Matar. Retroceder. Alimentarse. Parecía que la criatura había establecido un inquebrantable ciclo en el que, poco a poco, iba recortando terreno hacia el mascarón. Y en cada iteración el número de hombres que la enfrentaban se iba reduciendo. Alimentarse. O lo que es lo mismo, devorar a los muertos o incluso moribundos, usarles para regenerar lo perdido durante los ataques.
Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón - Batalla
Mientras la bestia se alimentaba nos daba un nuevo respiro. El muro había resistido pero a costa de perder más miembros, retroceder una braza y mostrar ya una clara debilidad. Un precio muy alto. Los dos últimos hombres atrapados extendían sus manos hacia sus compañeros mientras la bestia los arrastraba hacia su corazón. Gritaban, lloraban, gemían, imploraban. En vano. Todo intento de recuperarlos, de lanzarles una pértiga o un cabo, los abortaba la criatura con sus patas libres. Latidos después sus gritos se volvían aullidos, y estos un final gorgoteo mientras la criatura drenaba sus cuerpos con una cohorte de bocas surgidas desde el núcleo.

En su retroceso el grupo había rebasado el mojón del mástil de mesana. Sus espaldas estaban demasiado cerca de los remos del mascarón de popa. No podían ceder un solo paso. El mascarón de popa, con esa indiferencia de lo inanimado, seguía bogando junto con sus hermanos, inconsciente a lo que sucedía. Sus dos remos oscilaban adelante y atrás, arriba y abajo, con movimientos fluidos pero dotados de una energía imparable… y mortal. Un hombre que desafiara ese vaivén saldría despedido con severas fracturas, si no muerto.

Así, casi aplastados entre aquello que pretendían defender y la masa atacante, el reducido grupo de hacheros se encomendó a resistir una nueva acometida. Un hombre (no pertenecía a mi camarilla de proa sino que dormía en el sollado de popa, lo que hacía de él lo más parecido a un extraño que puede haber en este diminuto mundo flotante) había logrado recuperar la tea del primer caído. El grupo se apiñó en turno suyo, conscientes de que esgrimía la única arma válida contra la bestia. Pero el marinero temblaba. No parecía saber qué hacer: si se mantenía guarecido tras los escudos podría tratar de mantener a raya a la bestia en caso de que ésta volviera a atacar; si se adelantaba e intentaba hacerla retroceder muy bien podría seguir la suerte de sus compañeros caídos, y además dejar al grupo sin antorcha alguna. Difícil papeleta la suya, la verdad.

Mientras tanto mis chicos no dejaban de remar. Yo no necesitaba gritar el teatral ‘bogad’: el vínculo con los mascarones se había asentado al punto de permitirme darles la orden sin pronunciar palabra alguna. Ese vínculo –la Canción, tal y como nos enseñan a llamarla en el templo– se mantendría estable mientras lograra tejer las dos hebras de Voluntad. Así ellos seguirían activos, llenos de vida. Para eso tenía mi segundo corazón y su runa de vida. Para ello me centraba en mi labor de canalizador. Y para ello debía superar el dolor, trascenderlo, apartarlo, hacerme ajeno a él. El dolor me hacía débil y humano, me distraía de mi misión. Su incandescente esencia me tienta a ceder­, a flaquear. Pero en el templo nos adiestran en el arte de ignorar, en la maestría de concentrarse y apartar de uno todas las distracciones. Una vez iniciado el proceso de Animación de un mascarón debemos darlo todo por nuestros chicos. Todo. Suceda lo que suceda. El vínculo con las estatuas lo es todo. La comunión entre los poderes, la Canción y los mascarones se convierte en un objetivo vital.

Su vida, su animación, significa mi propia vida.

El títere me informaba de cuanto sucedía en popa cuando el centro de mi mente se volcaba en la tarea de la Animación. Recibía las dos energías, las trenzaba y moldeaba. Una vez dispuestas se las servía a los mascarones. Y durante todo el proceso me veía inmerso en un anormal, horrible e insoportable dolor. Soportarlo podría consumir el poco resto de atención que me sobraba tras la labor de conjunción. Eso me supondría verme inmerso en una burbuja de aislamiento absoluto. Por fortuna disponía del chivato etéreo: él me informaba registrando todo cuanto sucedía a mi alrededor al tiempo que me permitía centrarme en manejar el sufrimiento. El títere estaba ahí, replicando mis ojos y mis oídos. Así me permitió ver el enorme peligro que se cernía. Me giré hacia el grupo de los difuntos LoMing y Pet y grité:

–Los remos. ¡Que no ataque los remos! No podemos permitirnos perder impulso.

Esta vez Larsenbar no dijo nada. El muro de hombres respondió abriendo su formación y trazando un arco que iba desde la base de la mesana hasta la pasarela que recorría la borda sobre los remos. La formación en dos filas quedaba reducida a una sola, mucho más débil. En posición de retaguardia sólo se mantuvo el hombre que sostenía la antorcha, una especie de pivote dispuesto a correr hacia donde hiciera falta. Recé porque en caso de una embestida de la criatura tuvieran la suficiente agilidad como para congregarse en el punto de ataque y fortalecerlo. Si no…

Los remos estaban, en la medida de lo posible, defendidos. Los remos.

No lo había querido decir, pero mi mayor preocupación no estaba en los remos. A decir verdad los dos remos manejados por el mascarón de popa, incluso el propio mascarón, tenían menos importancia que lo que había más hacia proa: el mascarón maestro. En efecto, en mi mente veía peligrar el mismísimo mascarón maestro, la estatua que servía de controlador de las otras dos. Si ella caía las otras la seguirían… y sería el fin. La bestia, desde su posición actual, podía intentar llegar por dos caminos. El primero, despejado pero mucho más arriesgado, suponía usar la pasarela. Tomar ese camino, y visto su gran volumen, la obligaría a arriesgarse a caer por la borda. Sin lugar a dudas la batayola no soportaría su peso. La otra opción de llegar al mascarón maestro suponía rebasar el muro de marineros, algo que veía cada vez más factible, y esquivando los remos y el mascarón de popa, abalanzarse contra el maestro. Una tercera y última posibilidad, que la daba casi por imposible, suponía que la criatura trazara una L y ganara los remos y el mascarón por babor. Pero hasta el momento, aunque sus patas maniobraban rápidas, el conjunto se había comportado con lentitud, si no torpeza. En esos dos últimos escenarios yo no dudaría en activar en modo combate al propio mascarón de popa. Sólo el capitán y yo conocíamos el verdadero estado del mascarón. ¿Se atrevería la criatura a enfrentarse a él?

¿Qué opción tomaría la bestia? Sólo ella lo sabía. Remos o borda. Pero siempre con el objetivo del mascarón maestro.

O no.

Noté cómo toda mi espalda se convertía en un témpano de hielo. La sensación de frío llegó incluso a hacerme olvidar el dolor de mi mano derecha. ¿Y si el engendro no tenía por objetivos ni a los remos ni al mascarón de popa, ni siquiera al maestro? ¿Y si…? ¿Y si el objetivo era yo mismo?

En un parpadeo medí las distancias, calculé las posibilidades. Y lo tuve que admitir. La criatura, pese a las heridas que había sufrido, parecía poseer aún la energía y fortaleza. Las suficientes como para lanzarse en un ataque alocado, rebasar los remos por pura inercia masiva y en una carrera ciega llegar a mi posición.

Yo estaba de pie en una posición intermedia entre el mascarón maestro y el de popa, más cerca de ellos que de la borda. Sólo los remos del mascarón de popa me separaban del muro de hombres. Y del engendro. Al atacarme a mí triunfaría con mucha más facilidad que haciéndolo sobre los mascarones: yo suponía la pieza más débil de todo el engranaje.

No podía permitirlo.

Antes de que la bestia siquiera lo intentara corrí hacia la borda y trepé a la pasarela. No quise mirar atrás. Toda mi atención estaba en no acercarme demasiado a la borda y a la batayola. Eso debía hacerlo procurando que mi incendiada mano derecha prendiera madera, jarcias y obenques. Con sumo cuidado gateé a tres patas sobre la estrecha madera. Debía sin duda dar un espectáculo extraño, si no triste.

El títere me chivaba que en popa se había forjado una especie de tregua, todos contemplando mis movimientos. Tanto los hombres como la propia criatura. Ésta había hecho surgir de su núcleo un tentáculo romo y de especial aspecto líquido, una especie de nariz que husmeaba todo cuanto le rodeaba. Ahora olfateaba en mi dirección, hacia la pasarela.

Llegar al otro lado de los remos me supuso poco tiempo pero se me hizo eterno. Primero pasé sobre el del mascarón maestro, luego sobre el del escolta de proa. Cuando pisé la cubierta del otro lado respiré aliviado. Allí, en la zona del palo mayor, el brasero de estribor seguía generando nieblas. El marinero que lo alimentaba me miró con temor. Decidí ignorarle: no poseía respuesta a su silenciosa pregunta. El potente resplandor de las brasas iluminaba en un radio de varias brazas arrancando sombras cortantes y amenazadoras. Pero no tanto como lo que había junto a mesana.

El engendro había salido de su puntual estupefacción, volviendo a atacar a la línea de hombres, que respondía volviendo a formar un bloque. Pero pude ver cómo el apéndice olfativo, como ajeno al combate, seguía husmeando en dirección a proa. Hacia mí. De nuevo sentí que se me congelaban los huesos. Y si con mi retirada no sólo me había revelado, sino que le había descubierto a la bestia algo en lo que quizá hasta ese momento no había reparado: la pasarela. No quise pensar en eso y me concentré en mi dolor, en vencerlo, y en aportar la energía a los mascarones.

Los dragoneros de la retaguardia, siguiendo las indicaciones del capitán, dejaron su posición junto al alcázar: había quedado muy claro que la criatura no buscaba allí nada. Trazando un amplio arco en derredor del engendro se unieron al muro. Con ellos como refuerzo, con sus sables buscando las articulaciones, la criatura se vio de nuevo obligada a medir sus movimientos. Mientras tanto el marinero de la tea la esgrimía hacia delante haciendo todo lo que podía por espantarla. En popa sólo quedaron Marco y su rata mascota. El anciano y gigantesco marinero seguía hurgando con la pértiga el núcleo de la criatura. El gesto de su cara se había ido deformando por la rabia, o quizá por el cansancio. Ahora sus rasgos apenas se diferenciaban de los de su mascota. Ambos siseaban, enseñando los dientes mientras esquivaban los escasos golpes que ahora dedicaba la abominación.

De improviso un grupo de hombres asomó por la puerta de popa de la bodega: todos llevaban en lo alto teas encendidas. Como una masa compacta se lanzaron contra la criatura, avanzando con el fuego por delante. Sentí en mi interior un enorme alivio: aquello podría suponer el definitivo golpe de gracia, el final de la batalla. Si un par de antorchas habían hecho retroceder a la criatura, esa piña de antorchas podría devolverla al mar.

Al frente del grupo estaba el contramaestre, Abdarmar, sosteniendo una enorme gavilla de cabrestante en cuyo extremo ardía una masa de ropa, comprimida, atada y engrasada. Ganaron con facilidad la raíz del palo de mesana, uniéndose al muro de escudos.

–Síganme, señores. Tras de mí, ¡muerte a la bestia! ¡Lancémosla por la borda!

La voz del contramaestre arrastró a los hombres contra la criatura. En su atolondrado arrojo formaban una cuña de antorchas que buscaba clavarse en el corazón tumefacto y resplandeciente de la bestia. Ésta respondió chillando y resoplando. ¿Acaso en su maullido se adivinaba miedo? Retrocedía. La bestia retrocedía. Se acercó a la borda de estribor. Pero noté que al mismo tiempo se alejaba del alcázar. No evitaba la cuña de antorchas, no trazaba una huida directa, sino que ¡parecía buscar la parte inicial de la pasarela! Para horror mío vi como la criatura se empezaba a encaramar a ella. Con unas patas se impulsaba escalones arriba mientras con varias pinzas se afianzaba en la borda, apoyándose en diversos puntos de la batayola. Aseguraba su posición intentando no caer al agua.

–No, ¡no lo permitáis! ¡No dejéis que se suba a la pasarela! Por todos los dioses, ¡que no se suba a la pasarela!

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Ago 222014
 
 22 agosto, 2014  Publicado por a las 11:11 Sin comentarios »

Capítulo 17 Fuerza de Mascarón: Un combate no imaginado

Dos hombres surgían en ese momento de la bodega. En sus manos no esgrimían arma alguna, sólo teas encendidas. Se quedaron al borde de la escalera, contemplando horrorizados el panorama: LoMing apenas se movía ya, sus pálidas manos aferradas al cuello en un vano intento de taponar la hemorragia. Una pinza del engendro había hecho presa en su pie derecho y empezaba a tirar del hombre hacia el ávido núcleo. Un grueso y romo apéndice ya se adelantaba hacia el hombre dispuesto a drenarle. Otras patas hacían lo mismo con el resto de caídos. La criatura pretendía alimentarse de ellos, reponiendo lo perdido en el combate.

Pero parecía que no se conformaba con los cuerpos sino que buscaba algo más: una serie de delgados y ágiles tentáculos emergieron y raudos empezaron a recoger las armas desparramadas por el puente. Hachas, cuchillos e incluso sables acababan sumergidos en la masa semilíquida del cuerpo del engendro. De seguido emergió del corazón líquido de la criatura una nueva tanda de patas: las nuevas extremidades estaban rematadas por las armas robadas. De alguna manera la bestia las había asimilado imbricándolas en su propia carne. El engendro nos combatía aprovechando nuestro propio arsenal. Y mientras tanto nuestro arsenal empezaba a escasear: el armero de un buque de cargo tiene sus limitaciones. Ante la falta de armas se acentuó el uso de lo que se disponía, como las antorchas que esgrimían los dos recién llegados.
Relatos de Fantasía - Fuerza de Mascarón - Antorcha
Los dos hombres miraron los dos grupos que seguían oponiéndose a la criatura. El numeroso pero más hostigado del difunto LoMing cerca de la raíz de mesana por un lado; el puñado de dragoneros junto al alcázar de popa por el otro. Durante un instante se quedaron parados, expectantes. O quizá incapaces de saber qué hacer. Un silencio de caos había cubierto la nave. Ahora, tras la debacle de LoMing y sus hombres, incluso Larsenbar callaba.

Justo a los pies del viejo se mantenía un combate en menor escala, menos cruento pero igual de constante. Los escasos dragoneros que quedaban, apoyados por un puñado de marinos, seguían hostigando a la bestia por su retaguardia. Por desgracia sus golpes de sable parecían no afectar a la criatura. Entre ellos estaba el incansable Marco. Armado con su pértiga el cuerpo continuaba entorpeciendo a los miembros de la criatura. De vez en cuando, cuando lograba encontrar un hueco, hundía el garfio del extremo de su vara en el cuerpo central del engendro. Ante esos ataques la criatura parecía saltar algo molesta, respondiendo con varias patas tanto para alejar de su cuerpo la pértiga como para tratar de llegar al incómodo hombre que le esgrimía. En todas esas ocasiones Marco lograba saltar hacia atrás o a un lado, haciendo que el apéndice fallara y quedara expuesto. Los dragoneros aprovechaban entonces y lo golpeaban con sus sables. A veces incluso lograban cortarlo. Pero siempre aparecía otro. Y otro. Y Marco volvía a intentarlo. Apretando los dientes pugnaba por hundir la verga en el núcleo de la bestia. Se diría que trataba de arrancar algo de ese imposible corazón líquido, que buscara algo en su seno. La rata correteaba de un hombro a otro del anciano gigante lanzando dentelladas al aire y siseando.

–¡Corran, pazguatos! Refuercen el muro de defensa del mascarón. ¡Ya!

Larsenbar regresaba con ese estilo tajante y brusco que había mostrado desde el inicio de la amenaza. Los hombres respondieron al bramido corriendo hacia el muro. Se les vía inseguros: sus simples teas poco podrían hacer allí donde hachas y sables habían fallado. Como mucho podrían servir de distracción para ganar tiempo. La lucha se estaba inclinando hacia el lado del engendro, pero cuanto más durase ésta más tiempo tenían mis chicos de ganar distancia. La nave pirata estaba quedando atrás, su figura cada vez más pequeña incapaz de igualar la velocidad que mis chicos habían añadido a nuestra nave. Casi se diría que su presencia estaba dejando de suponer un problema: ahora el enemigo lo teníamos sobre cubierta, matando y destruyendo.

El monstruo pareció notar la debilidad y la indecisión en el grupo que defendía el mascarón. Ya había logrado atraer el cuerpo de LoMing y los de otros dos caídos bajo su corazón palpitante. Un grueso pedúnculo se había adherido al torso del carpintero, que iba perdiendo color y materia a ojos vista. Sin dejar su horrible almuerzo la criatura empezó a avanzar de nuevo hacia el muro de hachas. Lo hizo desencadenando una nueva tormenta de golpes. Los hombres se aferraron a los escudos. No estaba en su lugar pero seguro que mientras resistían el chaparrón rezaban porque las maderas resistieran la acometida. Agachados, agazapados formado un pared de madera, los hombres mantenían los escudos pegados unos contra otros formado una pared. Y lo hacían sin pronunciar ni juramentos, ni maldiciones ni rezo alguno, sino en completo silencio. Sólo se escuchaban los estampidos de las mazas córneas de la criatura machacando la madera. Entre golpe y golpe se oía algún crujido. La madera, aun siendo muy resistente, tenía sus limitaciones. Los toneles estaban elaborados a partir de las mejores maderas, como tenía por tradición la Marina de Ashrae. Además habían recibido una leve capa de óleo sagrado: se tomaba desde tiempos inmemoriales esa medida para que, en caso de que el barril cayera al mar, pudiera soportar el contacto abrasivo las aguas por un tiempo. Por todo ello los barriles que navegan por el mar de Ashrae tienen fama de resistirlo todo. Pero los embates de este engendro se alejaban de aquello para lo que estaban preparados. Las patas de la criatura arrancaban gemidos a la madera, chasquidos que anunciaban que más pronto que tarde cederían, se quebrarían y dejarían desnudos a nuestros hombres.

Pero en un momento dado la marejada de garfios y dagas córneas acabó por apaciguarse. El muro, maltrecho y aterrado, había resistido. Los hombres, sin atreverse a romper la formación, miraban a la criatura a través de las rendijas que se abrían entre las tapas: los tentáculos y patas oscilaban de un lado a otro, mientras el corazón líquido y brillante palpitaba como presa del agotamiento. La canción, sin detenerse, había cedido un poco bajando de tono. Casi se diría que una nube cubría su melodía. Hasta ese momento había sonado alegre pero ahora teñida de cierta inseguridad. Al menos me dio esa impresión.

–Ahora, ¡ahora! ¡Atacadla!

Sé que yo no era el más idóneo para arengar a esos hombres que se estaban jugando la vida ante ese engendro, pero algo dentro de mí me decía que debían aprovechar ese momento.

–Señor Gustaff, ¡no voy a tolerar ni una sola injerencia!

La voz surgió como un látigo desde lo alto de la toldilla. El restallido de Lanserbar me golpeó con más fuerza que una maza de la bestia. Sí, lo sabía: mi sitio estaba controlando el barco y los mascarones; la organización de la defensa le correspondía a él y al contramaestre.

Pero ya era tarde: una figura maciza, todo músculo, tomó mis palabras como una orden e inició la réplica. Se trataba de un marino enorme, de hombros anchos como la percha del palo mayor y músculos capaces ellos solos de poder girar un cabestrante. En su cabeza el farol de mesana arrancaba engañosos destellos rojizos a una cabellera larga y rubia, apelmazada por el sudor: Pet, que había dejado el cuchillo y el trinchado para esgrimir una de las hachas de abordaje, saltaba hacia el engendro. Haciendo girar el hacha sobre su cabeza al estilo de su tierra se lanzó contra las patas. Descargó un salvaje hachazo que partió en dos una de las extremidades de más gruesas, desencadenando una nueva lluvia de esquirlas blanquecinas y sangre lechosa. Animados por la reacción de Pet otros seis hombres le imitaron iniciando un intento de recuperar terreno.

En un parpadeo se habían adelantado al muro y propinaban a diestro y siniestro tajazos. La criatura no retrocedió su núcleo, pero sí que se apreció cómo sus patas parecían evitar la lucha directa, o al menos el contragolpe. Las pinzas y armas asimiladas que culminaban sus extremidades bloqueaban y desviaban los golpes, pero no respondían. El grupo ganó una preciosa yarda. Habiendo presenciado el final de LoMing, tanto Pet como los que le siguieron avanzaron parapetados por tapas de tonel, en vez de a pecho descubierto. Tras ellos los miembros del muro se adelantaron un paso. Con Pet al frente el comando tenía casi al alcance de sus filos la masa líquida el corazón de la bestia. ¿Sería esta la oportunidad definitiva? Deseaba que así fuera pero me intrigaba y preocupaba que el cuerpo de la criatura no retrocedía ni un palmo.

De improviso sucedió. No lo llamaría sorpresa porque, mirándolo después, resultaba del todo predecible: la criatura se limitaba a replicar su táctica. Con Pet ya casi encima de su corazón lechoso el engendro generó una segunda explosión de picas. Pese a sus protecciones, pese a que se movían siempre con la mano izquierda dispuesta para elevar su escudo, lo súbito de la explosión no les dio la menor oportunidad. Sólo los dos hombres que estaban más retrasados tuvieron tiempo de alzar sus rodelas, pero éstas se revelaron inútiles: el nuevo estallido de púas las quebró e incluso descompuso, desvelando el terrible estado en el que las había dejado el último asalto de la bestia. Pet y los otros seis hombres quedaron ensartados en las nuevas lanzas, recibiendo el mismo fin que LoMing.

El terror se apoderó del grueso de la defensa del mascarón. El final de Pet y los suyos, junto a descubrir el estado de los escudos, se cobraba un alto precio. Los hombres se miraban unos a otros con ojos brillantes y desorbitados. Sabían que habían resistido con éxito esa última envestida pero que no podrían soportar, y menos aún repeler, una nueva.

Desde mi puesto podía notar cómo un aura de la fatalidad y desazón nos envolvía. Las armas se habían revelado poco eficaces ante la criatura, y los intentos por hacerla retroceder habían acabado en masacres. Sólo nos quedaba resistir, prolongar una lucha fútil que acabaría con todos agotados. Agotados y luego muertos.

Una sensación de impotencia y de terrible culpabilidad me anegó. Sentí cómo mi títere fluctuaba debilitado ante esta nueva oleada de dolor. Ya no sólo debía soportar el sufrimiento físico que destrozaba mi puño mientras mi segundo corazón y la runa de vida luchaba por mantener activos a los mascarones. Ahora los cuerpos de varios hombres valientes yacían sobre las tablas por seguir mis palabras. Mis atolondradas palabras.

Pero podía vengarles. Alcé la mirada hacia el horizonte más allá de la borda de estribor. Estábamos ganándole mucho terreno al cazador. Si activara el mascarón escolta de popa, si le relevara de su tarea de boga… Por un latido me vi en el lugar de los legendarios tutores del viejo imperio, controlando pelotones de mascarones de combate. Me volví hacia mi chico. Bogaba sin pausa, manipulando los colosales remos con una facilidad engañosa. Si sus músculos podían maniobrar ese peso con esa soltura, ¿qué no podrían hacer contra el engendro? Empecé a retorcer la mano izquierda dando comienzo a una rutina de activación nueva.

–¡Gustaff! ¡No se lo volveré a repetir! ¡Sáquenos de aquí y deje la defensa en mis manos!

Las palabras de Larsenbar llegaron acompañadas de un ligero pero inconfundible latigazo en mi espalda. El capitán había usado un viejo truco de los maestros en el templo, una especie de fusta: había aplicado Animación a la materia de mi propia columna vertebral generando así un súbito el espasmo. El viejo capitán me recordaba con claridad absoluta que él estaba al mando: a cientos de millas del templo, de cualquier puerto, yo debía seguir asumiendo el rol de alumno y él el de maestro.

En mis ojos notaba las lágrimas. Pet. Muerto por mi culpa. Pet y más compañeros, sus cuerpos desgarrados por mi atolondramiento.

En lo lejos, aunque cada vez más borrosa, seguía presente la mancha rojiza del cazador. El simpático y bonachón Pet había muerto por su culpa. O por la mía.

Alcé la vista hacia el cielo. Ojalá lloviera con más fuerza, ojalá la tormenta me llevara lejos de aquí, viajando sobre las aguas con sus rayos y sus vientos. Me llevara a mí y a la Orgullo, y a toda su tripulación también. Lejos de aquí, lejos del cazador. Lejos del engendro que estaba sembrando muerte en la cubierta.

Por más que lo deseara la realidad era otra.

La noche estaba ya muy avanzada. El cielo seguía encapotado pero lo peor de la tormenta parecía haber pasado. La mar se iba calmando con lentitud y la lluvia, aunque sin remitir, perdía fuerza. El viento volvía a soplar de popa con lo que no debíamos temer una escora. La suma de las condiciones resultaban las idóneas para que mis chicos sacaran el máximo rendimiento a los remos. La mancha rojiza del cazador iba quedando cada vez más lejos, pero el horror que nos había dejado sobre cubierta seguía causando estragos. ¿Serviría de algo el trabajo de mis chicos y todo el dolor que estaba soportando? ¿Las muertes de Pet y los demás tendrían sentido? Si al final no podíamos lanzar por la borda ni destruir al engendro éste se haría con la nave. Y puede que con nuestras almas.

No nos quedaba más salida que seguir luchando; hasta la última gota de sangre si hacía falta. No había lugar al que huir. Tampoco podíamos permitir que la Orgullo, nuestra madre (ese hogar que siempre nos acogía cariñoso), cayera en las garras de ese engendro.

Mi forma de pensar no debía serle ajena al capitán dado que sus gritos y órdenes volvían a hendir la atmósfera con fuerzas renovadas. El capitán se mantenía firme ante el pasamano de la toldilla y nos lanzaba ánimos. Desde su posición, espectador de las dos masacres, consciente de los esfuerzos así como el temor en los hombres, nos instó a no ceder ante la aberración. Debíamos seguir bogando, ganar la costa de Ashrae, regresar a nuestro hogar. En definitiva, seguir luchando contra el monstruo y acabar lanzándolo por la borda.

–Todos vosotros, hayáis nacido donde hayáis nacido –gritaba Larsenbar–, en el fondo sois hombres de la Nación de Ashrae, gloria de los mares. Honrad el nombre de esta nave y demostrad lo que eso supone. ¡Acabemos con esa criatura! ¡Señor Gustaff, bogue! ¡Bogue!

Tras él, a apenas un paso, el nostramo vibraba de rabia. Acabada la arenga ambos, capitán y contramaestre, juntaron cabezas y conferenciaron, sin duda tratando de encontrar una salida a esta situación. A sus pies los hombres seguían luchando, haciendo todo lo que podían por cercenar los miembros de la criatura, impedir o retrasar su avance. Luchando y cayendo. Heridos o muertos.

Las palabras del capitán tuvieron su efecto positivo entre los hombres. El miedo todavía demacraba sus rostros, pero bajo esa luz oscura empezaba a resplandecer el orgullo. Y junto a éste el abrasador brillo de la venganza.

Sin previo aviso el muro de escudos se rompió. Dos hombres, los que acababan de llegar armados sólo con sus teas, rompieron las filas y se lanzaron contra la bestia. Adelantando sus antorchas a modo de picas se zambulleron hacia la jungla de patas. Parecían buscar el núcleo de la criatura, esa madre de horrores de la que manaban sin aparente fin las pinzas y garras. La criatura trató de detener su avance lanzado sobre ellos buena parte de sus apéndices. Perdidos entre la jungla de patas y pseudópodos los hombres se revolvían con fiera desesperación. Las teas golpearon a diestro y siniestro, pero siempre tratando de encontrar el corazón de la criatura. Los garfios y las hojas del animal abrían heridas, cortaban carne y vertían sangre, pero los hombres, cegados por el odio, seguían adentrándose en la jungla. El primero de los dos marineros de repente detuvo su avance, ensartado como un insecto por un pata acabada en un sable. Rápido, otras garras y garfios le apresaron de pies y manos. El desgraciado acabó por soltar la tea, que rodó sobre cubierta. Una vez desarmado la criatura pareció divertirse con él, jugando a descoyuntar sus extremidades hasta llegar a desmembrarle.

Pero mientras hacía esto su compañero aprovechaba para adentrase en el hueco que las patas habían creado y acercarse más al núcleo. Su esfuerzo y el sacrificio de su camarada se vieron recompensados cuando por un brevísimo instante las lenguas de fuego arrancaron destellos rojizos en el coágulo central. Los hombres contemplaron aquel ávido horror sin forma. Ligeras ondulaciones recorrían su superficie, de la que surgían de vez en cuando burbujas e hilos, fenómenos efímeros que desaparecían al latido siguiente. Al acercar más las llamas al núcleo esa actividad cesó. Incluso parecía que el líquido retrocediera. La canción de la bestia, que había vuelto a sonar tras la última carnicería –ganando en riqueza de tonos, retorciendo las notas y entonando melodías imposibles–, de repente calló. Una bandada de patas se abalanzó sobre el puño que sostenía la tea. Un sable rebanó la mano a la altura del antebrazo mientras un grupo de pinzas agarraban con temor la tea y la apartaban del núcleo. Varios garfios saltaron hacia el marinero. Uno se hundió en su brazo izquierdo, tirando de éste con una fuerza desproporcionada que hizo girar como una peonza al marinero. No llegó a caer al suelo porque más sables, garfios y pinzas se apoderaron de su cuerpo. Sin embargo el hombre, aun ensartado por piernas, brazos, abdomen y pecho, pudo gritar:

–El fuego –farfulló, sus palabras borboteando entre sangre y saliva–. ¡Huye… del fuego! La bestia huye…

No pudo decir más: con un movimiento de látigo una de las hojas de la criatura le seccionó el cuello. La cabeza se dobló hacia atrás de una manera imposible, sólo aferrada por un hilo de piel. Los miembros del muro de escudos se encontraron sosteniendo con el difunto una mirada ciega, una mirada que sin embargo les animaba a seguir luchando. Un torrente de sangre estalló desde el tocón del cuello, bañando tanto las patas de la criatura como las ropas del marino y el rostro de la cabeza seccionada. El hombre, en sus estertores finales, acabó arrojando la tea hacia delante, hacia el núcleo de la bestia. Todos pudimos ver cómo la criatura retrocedía ante la llama.

–Antorchas, capitán –gritó uno de los hombres del muro–. ¡Necesitamos fuego! El demonio que habita en el centro de la criatura teme el fuego.

Larsenbar le repitió la orden al nostramo, que descendió corriendo de la toldilla hacia la bodega. Con él arrastró a los pocos hombres que seguían apiñados en la borda de babor. Todos parecían conscientes de nos encontrábamos quizá ante la última oportunidad de salvar tanto la nave como nuestras vidas.

Parecía increíble algo tan sencillo y tan humano como el fuego de una tea, resina y madera en humilde combustión, lograra aquello que las armas más elaboradas no podían. Ni siquiera el complejo siemprearde: algo debía haber en su composición que lo volvía inútil. Quizá en la sencillez, en lo básico de la llama de una antorcha, estuviera la clave.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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Ago 082014
 

Capítulo 17 Fuerza de Mascarón: Un combate no imaginado

Un intenso pinchazo me indicó que mis chicos me requerían. Debía devolver mi atención a los mascarones mientras media tripulación se jugaba la vida por mantener su seguridad.

¿Cuánta sangre se vertería esa noche por ellos? ¿Y por mí? ¿Debía trabajar ajeno a cuanto ocurría a mi espalda? No me lo podía permitir: se estaba jugando demasiado como para permanecer aislado. ¿Qué podía hacer? La respuesta llegó de inmediato al divisar la mole de Marco entre los marineros que aguardaban junto a la borda de babor de popa. Él tenía a Jinx, su mascota. Yo podría convocar la mía, etérea, efímera e inestable, pero muy útil en estas circunstancias. No practicaba este arte desde mi primer año en la escuela del templo: se trataba de un ritual básico en lo que se refiere a Animación, que se aprende casi nada más llegar. Retorcí unos pocos hilos de Voluntad y los enlacé a mis oídos y mis ojos. Luego los anudé de una manera concreta creando una pequeña, e invisible pare el profano, esfera de aire. Un pequeño rezo y ya lo tenía: el fisgón perfecto. Él me permitiría saber todo cuando ocurría tras de mí sin tener que volverme ni desatender a mis chicos. Musitando una última oración de vínculo lo liberé, dejándole flotar junto al mascarón escolta de popa.

Relatos de Fantasía - Batalla naval

La lucha proseguía. Garras, ganchos y horror contra armas, utensilios y pundonor. Los hombres gritaban de rabia cuando sus armas no acertaban en su enemigo, o de dolor cuando éste si lo hacía sobre ellos. La bestia desagarraba ropa, hendía carne, vertía sangre. Pero pese a todo no lograba cruzar la barrera de hombres. Mientras los dragoneros descargaban sin pausa sobre la bestia, llevándose gran parte de su atención, el grupo de LoMing se había convertido en un infranqueable obstáculo. La bestia intentaba quebrar el muro de hombres, buscando al mascarón, pero estos respondían con una fiereza y destreza que a uno le hacía sentirse orgulloso. Desde la bodega el contramaestre les había hecho llegar varias tapas de toneles. Con ellas como escudos fortalecían el muro resistiendo los embates de la criatura. Las cabillas habían resultado de utilidad casi nula, salvo como distracción, y esgrimir los cuchillos de faena suponía exponerse demasiado. Los ganchos de estiva sí habían mostrado cubierta eficacia: con varios de ellos sobre una sola pata se la podía retener; entonces entraban en acción las hachas de abordaje, buscando las articulaciones. El método, aunque eficaz, resultaba lento y peligroso para los hombres. Esa debilidad no pasó por alto para la bestia, que actuó en consciencia: intentaba contener a los dragoneros mientras hostigaba con más y más de sus patas a los de LoMing.

Entre tanto el tercer grupo, el constituido por marineros ágiles y veloces, proyectaba sus pértigas aquí y allá tratando de entorpecer en la medida de lo que posible los movimientos de las patas. Pese a ello la bestia seguía lanzando sus grafios contra los dos frentes. Las planchas de madera de los improvisados escudos resistían mal que mejor los embates. Las astillas saltaban por los aires y no tardó mucho en quebrarse el primero de ellos.

Un par de dragoneros se desplazaron hacia el grupo de LoMing con intención de reforzarlo con sus sables. La medida resultó fatal: contra todo pronóstico la criatura recrudeció su ataque contra los dragoneros restantes, que se vieron sobrepasados por una inesperada lluvia de garfios y hojas. Durante unos instantes parecieron resistir el asalto, pero enseguida se vieron rebosados. Uno tras otro cayeron heridos o arrastrados hacia el centro de la criatura, donde ésta les despedazó sin la menor piedad. El ulular de su canción, que no había callado en ningún momento, subió de tono. Parecía que esa recompensa de carne y sangre la satisfacía. Quizá le gustara el sabor de la carne y la sangre humana, deseando más, porque entonó su cántico con más fuerza. La voz, dulce, sobrepasaba el sonido del viento, de mar y las olas.

–Ustedes, la cuadrilla de popa: dejen las pértigas y recojan esos sables. ¡Cubran los puestos de los caídos!

La voz de Larsenbar tronaba desde la toldilla desafiando el cántico de la bestia. Los marineros aludidos soltaron las pértigas y corrieron a la zona junto al alcázar donde aun resistían tres dragoneros.

–Los de proa –gritó haciendo bocina con sus manos–, dispónganse a organizar un nuevo grupo. Pasen a popa a través de la segunda cubierta y únanse a LoMing.

Cerca de la raíz del bauprés se amontonaba casi la mitad de la tripulación. Hasta ese momento se había mantenido en una expectante calma pero ahora, a la voz del viejo, corrían a obedecer. Vi al musculoso Pet agarrar una gavilla y, junto a otros más, perderse por la boca de la bodega de proa.

Mientras tanto el grupo de las pértigas intentaba hacerse con los sables de los caídos. Las armas descansaban sobre la cubierta, pero recogerlas resultaba tarea poco menos que imposible: la bestia parecía comprender el sentido de la maniobra y lanzaba estocadas a cada marinero que intentaba hacerse con una de las espadas. La situación en esa parte de la pelea parecía hallarse en tablas, no atreviéndose los hombres a adentrarse en el mar de miembros, cuando de improviso un nuevo actor entró en escena: saltándose las órdenes del capitán, el enorme Marco emergió y agarró una de las pértigas. Usándola a modo de pica embistió con fiereza una y otra vez contra el núcleo semilíquido de la criatura. Montada sobre su hombro Jinx, la rata mascota, enseñaba los dientes y siseaba sin aparente miedo. El engendro, acosado de esa manera tan imprevista, respondió dedicando al enorme anciano un grupo de patas. Las pinzas buscaban a apresar la pértiga, pero el viejo se movía como un diablo, yendo adelante y atrás, a babor y estribor, siempre esquivando, siempre lanzando la pica contra el corazón líquido. Aquello sirvió de perfecta distracción dando a sus compañeros una oportunidad para recoger los sables.

Un combate muy diferente se estaba produciendo bajo la verga de mesana. Allí el muro de LoMing se debatía contra el asalto continuo y pertinaz de la bestia. Los hombres empezaban a chapotear en su propia sangre, apenas diluida en la del engendro. El número de bajas en nuestro bando aumentaba: al puñado de muertos entre los dragoneros se habían unido otros tantos miembros del muro. Los más afortunados habían tenido un final digno: sus cuerpos yacían en el suelo, heridos o mutilados por los garfios y las hojas, pero todavía mantenían su aspecto humano; otros habían acabado de manera inhumana, arrastrados al corazón del engendro y allí desmembrados, desangrados y medio devorados. Sus restos irreconocibles alfombraban las tablas bajo el núcleo de la bestia. A las bajas causadas por los muertos se debía añadir la de los heridos, que buscaban refugio y recuperar fuerzas tras la fila. Los hombres miraban de hito en hito a sus compañeros buscando en ellos un apoyo y una energía que poco a poco flaqueaba.

Larsenbar, que de nuevo tenía junto a él a Abdarmar, intentaba coordinar el suministro de refuerzos al muro de escudos. Pero el grupo de LoMing seguía cediendo terreno a la criatura: ésta avanzaba con lentitud pero de manera firme hacia su objetivo. La raíz del palo de mesana quedaba cada vez más cerca y tras ella el trono de mi chico. La estatua, ignorante de la batalla que por él se dirimía, seguía bogando bajo mi impulso.

Un par de cabezas asomaron por el portón de la bodega de popa. Los marineros de proa solicitados por el viejo hacían acto de presencia. Acudían cargados con las pocas armas que quedaban en el armero (apenas una decena de espadas y puñales de faena), así como varios trinchantes y cuchillos de la cocina. También llevaba más tapas de barril y otras maderas a modo de escudos y rodelas. Sin mediar palabra se unieron al grupo de LoMing, reforzándolo más con presencia de ánimo que con armas. Entre ellos se encontraba Pet, que se ofreció a formar parte de la vanguardia. Sobre su cabeza, empuñado con su diestra, hacía oscilar un enorme cuchillo de desollar; en su mano izquierda esgrimía un trinchador con el que detener los golpes y facilitar el camino al cuchillo. Los recién llegados repartieron los escudos entre los hombres de la primera línea: estaban resultando de mayor utilidad que las armas. Con ellos el muro parecía resistir con tolerable eficacia los ataques de la criatura.

Tras distribuir el material varios hombres se apresuraron a retirar a los heridos a la seguridad de la segunda cubierta. Entre gemidos y llantos los llevaron al sollado, donde ya debía estar organizada una improvisada enfermería. En ella el cocinero, un escuálido cascarrabias con muy limitados conocimientos curativos, estaría haciendo todo lo que estuviera en su mano. Poco o nada.

El combate seguía con el engendro acosando con renovadas fuerzas el grupo del carpintero. Éste, cubierto por sus ayudantes, propinaba certeros tajados a las patas de la bestia. Demostró poseer especial habilidad para acertar a la primera en las articulaciones. A sus pies, en un charco de sangre blanca, se amontonaban las falanges cercenadas. LoMing golpeaba y un miembro quedaba decapitado. La bestia lo retiraba para reintegrarlo en su masa central, donde parecían fundirse con la masa protoplásmica. Al cabo de un tiempo volvían a surgir, nuevos y enteros, cerrando un círculo que empezaba a desesperar a la tripulación. Pero había que verle su lado positivo: mientras la criatura estuviera ocupada regenerando nuevas patas se vería limitada tanto en ataque como en defensa. Y apenas avanzaría. LoMing hacía todo lo posible por cercenar pinzas y patas con rapidez, mientras sus hombres formaban un muro de hachas y espadas en torno a él.

Los recién llegados estaban envalentonados. Contemplando la manera de trabajar del carpintero se lanzaron a imitarle: parecían convencidos de su éxito. Pero la bestia respondió al asalto con una explosión de astas punzantes. Decenas de varas terminadas en afiladas puntas emergieron de su centro con tal rapidez que cogió a muchos por sorpresa. Siete hombres se descubrieron ensartados en esas lanzas, sus pechos, brazos y piernas ensartados. La sangre oscura y rojiza fluía contrastando sobre el material marfileño, ríos que descendieron por las astas hasta el cuerpo de la criatura. Una de esas lanzas había atravesado a LoMing a la altura de la garganta. El asta emergía rojiza justo bajo su nuca. El hombre soltó su hacha y empezó a pugnar desesperado por sacarse la hoja. Sus piernas apenas tenían fuerzas para sostenerle, manteniéndose de pie sólo gracias a la lanza.

Con la misma rapidez con la que habían surgido las lanzas se reintegraron en el cuerpo de la bestia, dejando a su rastro siete cuerpos tendidos sobre cubierta. LoMing y otros dos hombres convulsionaban agonizantes en medio de charcos de sangre. El resto no daban señales de vida. En apenas un parpadeo el espejismo de ventaja se había desvanecido para convertirse en una pesadilla. La melodía de la criatura se llenó de trinos y arpegios que resplandecían de obscena alegría.

Juan F. Valdivia

Foto Juan F. Valdivia Me considero un lector casi compulsivo de terror y ciencia ficción (de fantasía menos, pero que mucho menos). Sin embargo a la hora de escribir tiendo más a la fantasía con toques oscuros, siempre lejos de pastiches tolkienianos. Quizá se deba a que ese terreno ambiguo me permite redactar textos con mayor comodidad y libertad.

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