Nov 112015
 
 11 noviembre, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: ,  Sin comentarios »

Mi sueño siempre fue la inmortalidad, aunque desconocía que iría unida a la maldad.

Los corazones pueden soportar mucho amor y aún más dolor, pero nunca por un tiempo indeterminado, jamás por algo que dure eternamente. Observé oculta bajo la capa a todos los que pasaban frente a mí, hombres ancianos, campesinos, comerciantes, mujeres y niños, rameras y monjas, ladrones…En aquella plaza, bajo los soportales empedrados que les protegían de la insistente lluvia, caminaban con aparente rumbo desordenado diferentes almas en direcciones diversas.

Todos tenían sus motivos para vivir, conocían de sobra el hambre y el miedo, habían saboreado la dureza de la guerra y descubierto su propia forma de salir a flote. Y en cierto modo todos ellos eran iguales. Se respiraba en el aire el dolor, incluso en las risas de los niños que corrían mirando atrás esperando recibir la orden de refugiarse en sus casas, y en la mirada de las rameras que oteaban la plaza en busca de clientes al tiempo que se contorneaban con sus escasas ropas bajo la mirada de censura de las hermanas, pendientes en todo momento de aquella voz de alarma que las haría salir huyendo.
Relatos de Fantasía - La muerte
Y ésas, con sus oscuras túnicas, libres supuestamente de pecado, mirando a veces al cielo jurándose que Aquél era justo y las penurias solo una prueba de nuestro amor por Él. Repartiendo mantas y agua cuando la guerra asolaba las ciudades y las familias se escondían bajo las paredes de piedra sagrada, cuando el murmullo de las oraciones agotaba hasta el aire que allí se respiraba.

Aquellos comerciantes que no eran muy distintos a los ladrones, y a cambio de unas monedas entregaban sus mercancías mientras negaban un trozo de pan mohoso al muerto de hambre que no las tenía. Se movían de un lado a otro en un día cotidiano, ni más afortunado ni más desdichado que cualquier otro, agradecidos simplemente de poder seguir con vida. Parecían buenas gentes, todos tenían un motivo por el que sobrevivir, pero se hubieran matado los unos a los otros si realmente su supervivencia dependiera de ello.

Hipócritas, cínicos y mentirosos. Hombres y mujeres de existencia pequeña, de vidas cortas que les hacían volverse grandes egoístas. No les importaba lo que fuera del mundo si ellos ya no estaban, solo tener el estómago lleno y el cuerpo caliente. Qué sería del mundo, qué sería de todos ellos si sus vidas fueran eternas… Mas ese privilegio y al mismo tiempo esa condena, solo podía concedérsele a unos pocos.

Y yo estaba entre ellos.

En realidad todo ocurrió por error, y nunca debería haber estado allí ni debería haber visto cuanto vi. No solo los calabozos o las cuevas son oscuras, también las almas pueden volverse de tal modo. Aprendí que un hombre nunca es totalmente bueno ni completamente malo, y que incluso viviendo las mismas cosas, dos seres distintos podrían terminar convirtiéndote en almas opuestas. Yo elegí el mal para sobrevivir. La noche que sucedió no había luna, ni viento, ni sonido alguno. No había nada. Debí sentir miedo al acercarme al claro del bosque, oscuro, solitario, un lugar al que nadie tenía permiso para acudir, un sitio que permanecía en sí mismo al acecho, expectante, como si pudiera saltar sobre ti en cualquier momento una horrible criatura legendaria, arrancarte los miembros y comerse tu corazón ante tus propios ojos, asegurándose de sonreírte para que vieras cuánto disfrutaba. Las leyendas horribles que contaban eran suficientes para alejar a todo ser humano de aquellas tierras, pero yo ya no tenía nada que perder salvo mi vida. Y ya no la quería.

Historias de muertos, de lobos sangrientos, de brujas asesinas de niños, no consiguieron alejarme, como el llanto de un bebé ya no lograba conmoverme ni por un instante. Aquel niño de manos pequeñas y piel rosada se haría hombre y mataría a todo el que se interpusiera en su camino. Daba igual que yo acabase con su vida antes o después; para mí no era diferente. Injusto tal vez ante semejante ser indefenso, pero más fácil al fin y al cabo. Y aquella noche yo no tenía ya lágrimas que tragar, los latidos de mi corazón ya no eran nunca más rápidos ni sentía compasión del viejo ni del enfermo. Quizás por eso ocurrió. Tal vez aquella luz extraña que cayó en el claro buscaba un alma muerta que penetrar, un cuerpo portador de la nada que poseer, un espíritu helado sin hogar ni destino que pudiera hacer de su morada. Fue la última vez que sentí dolor, un inmenso desgarro que pareció romper todas las venas de mi cuerpo y congelar la sangre que llevaba dentro. Sangre negra para el alma sombría que yo tenía.

En el centro de mi cuerpo sentí abrirse un agujero oscuro que vació todo lo humano que quedaba dentro, convirtiendo mi piel y mis huesos en el soporte de un ser justo y malvado, una portadora de la justicia insensible, una conductora de almas. Ni al cielo ni al infierno. Al terminar el resplandor, al desaparecer el dolor, no volví a escuchar mis latidos ni a ver a las personas con mis ojos humanos. Nunca sentí por ellos lo que sintieron por mí, ni los amé ni los odié y ellos simplemente me tuvieron miedo. Cuando me acercaba, podía oler el pánico de sus cuerpos mientras el tiempo se detenía exactamente igual que en el claro del bosque aquella noche, ver sus rostros suplicando unos minutos más de vida, aunque fuera rodeados de pobreza y miseria. Parecía que el aire llevaba olor a mí, y sentía que ellos detectaban mi presencia mientras nuestros tiempos en aquel instante se congelaban. Podía leer sus recuerdos, pasando por sus mentes fugazmente mientras se aferraban torpemente a ellos, sus anhelos, aquellas cosas que nunca tendrían, los sueños que no pudieron cumplirse y sus desesperanzas, el pensamiento de los seres que amaban y llorarían su ausencia. Pero yo no podía perdonarles la vida. Como aquella anciana, postrada en su camastro en la choza que olía a orín y a rata, que posó sus ojos en su viejo marido, tembloroso, huesudo y sin fuerzas, conocedor de que él sería el siguiente.

» En la salud y en la enfermedad » -se habían jurado. «Hasta que la muerte nos separe» Y yo, la muerte, al fin había llegado. Y de repente parecía muy tarde y a la vez muy pronto. Ochenta años trabajando los campos de sol a sol, temiendo por la próxima cosecha, huyendo del hambre y del frío, dejándose la vida minuto a minuto, eran demasiados. Pero hoy era el día en que todo terminaba, en el que los ojos se cerrarían para siempre y recibirían mi consuelo con su eterno descanso. Y no sentían que fuese justo. Nunca es justo tener que morir. No lo fue para mis padres, no lo fue para mis hijos que perecieron abrasados en su propia casa mientras los valientes soldados, defensores de reyes, conquistadores de tierras yermas, arrancaban las vidas de aquellos desconocidos que nada les importaban. Les mataron otros hombres semejantes a ellos, hombres que también fueron bebés arrullados con ternura por sus madres, instruidos como caballeros valientes, amados con pasión por sus mujeres. Y algunos llegaron a ancianos. Paridos y criados por féminas lozanas y sonrientes que les amaban, y que no sospechaban que algún día ellos matarían.

Aún sabiéndolo, les querrían de igual forma como madres que eran, aunque ellos le robarían lo más valioso a otros semejantes sin pensar en las lágrimas que brotarían, sin detenerse a recordar quiénes por sus actos morirían en vida. Soy la muerte, buena para nadie y mala para todos ellos. Existo porque así debe ser, porque todo tiene un comienzo y un final en este ciclo perfecto que es la vida, y porque algo o alguien debe decidir poner fin a aquéllos que, si tuvieran el don de la eternidad, arrasarían justa o injustamente con todo lo que compone la vida.

Solo yo soy eterna e inmortal y nadie puede escapar de mí.

Oct 172014
 
 17 octubre, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: ,  2 comentarios »

El humo de los mosquetes aún imperaba en el aire nocturno. Tras la primera andanada por parte de la guardia urbana de Bermouth, los obreros orcos y semiorcos se detuvieron por un instante, tras lo cual, al ver que los guardias esperaban titubeantes las órdenes de sus capitanes, cargaron todos juntos. Mazas y barras de acero golpearon a la guardia pulcramente uniformada.
Al cabo de una hora, el capitán de la guardia, atrincherado en una de las pocas oficinas que no habían sido tomadas o quemadas, telegrafió al ayuntamiento informando de que Bermouth Este había sido tomada por obreros provenientes de la fábrica de motores Abigail. La respuesta llegó al cabo de quince largos minutos, pero el capitán ya no podía leer dicha respuesta pues una barra de acero oxidado atravesaba su cráneo.

Los obreros orcos y semiorcos cortaron las calles de la zona industrial levantando barricadas y parapetos, dejando incomunicada la zona Este de Bermouth.
A este peculiar ejército lo acaudillaba un orco bajo y extremadamente delgado para los de su especie. Iba vestido con una camisa blanca de cuello alto, gafas redondas y boina escarlata. Se apoyaba en un bastón oscuro y gris, dándole así un aspecto tranquilo y solemne. Toda su vida había sido capataz e ingeniero; el primero de su raza.

Relatos de Fantasía - Sangre en las Calles

Ignacio López – Sangre en las calles


Durante generaciones, los orcos y semiorcos habían sido explotados y degradados como esclavos. Reducidos a meros brazos, sin posibilidad de ver la luz del sol en toda su existencia, al igual que su progenie. Mientras el resto de la ciudad se expandía y prosperaba, ellos se hundían cada vez más en las tinieblas. Era cuestión de tiempo que su verdadera naturaleza se revelara contra este trato antinatural e intolerable. Sólo necesitaban una voz que diera ecos y fuerza a sus deseos. Así fue como este orco de mirada viva y cuerpo delicado recordó a los suyos el sabor de la libertad. Les mostró su propia fuerza, y no sólo eso, sino que también les reveló la deliciosa posibilidad de cambiar sus destinos.

No pensaban quedarse en la ciudad ni pretendían mejorar sus condiciones laborales. Y menos después de su sangrienta declaración de intenciones. Sabían muy bien cuál era el valor que tenía la palabra dada para el humano civilizado.

La zona industrial estaba unida a los astilleros. Todos huirían en el barco presidencial de vapor. No existía otro sobre el mar capaz de sobrepasarlo y el ingeniero orco había contribuido decisivamente en su diseño. Sólo haría falta un pequeño grupo que contuviera a las fuerzas mecánicas armadas de Bermouth. Un grupo armado y comandado en su mayoría por enanos siervos del estado. Serían los más mayores y enfermos los que acometerían dicha resistencia suicida porque incluso el orco más débil sobrepasaba en mucho a cualquier otra raza en fuerza y resistencia. Con gusto darían sus vidas si en el lejano Este podían divisar, aunque fuera levemente, el humo del barco alejándose con todos sus hermanos rumbo a tierras sin techos de acero que dieran sombra a sus vidas.

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Ago 272014
 
 27 agosto, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , ,  Sin comentarios »

Vio las alas luminosas bajar en silencio. Los pies níveos se posaron sin levantar el polvo. Todo en ella era diferente a como la recordaba, excepto los ojos. Siempre reconocería sus ojos, por muchas veces que cambiaran de color.

Se acercó con una lentitud lacerante para ambos, pero decidida. Él dio un paso, y se obligó a detenerse. La esperó hipnotizado por aquellos ojos de cielo líquido. Sintió la mano alba posarse en su mejilla oscura, otrora nácar como la de ella. No pudo evitar estremecerse, ni que sus brazos se elevaran por sí solos, ni que sus dedos buscaran el cuerpo de ella. Cuando fue consciente de lo que hacían los bajó con enorme esfuerzo.

—¿Cómo es que estás aquí?

—Tras tanto tiempo, ¿importa?

—¿Qué has sacrificado esta vez, alma mía? No quiero participar en… Su tortura.

Ella le agarró la muñeca y se la llevó a su mejilla. Las manos de ambos se humedecieron de lágrimas.

—No merecemos esto. Nadie, ni siquiera nuestros hijos soportaron tanto.

—Lo sé, mi luz. Pero ni todo el tiempo del mundo podría borrar nuestro amor.

Él apartó la mano y le dio la espalda.

—Ni tampoco mi odio. —Giró a medias—. ¿Cómo puedes no odiarlo, tú?

—¿Y dejar a nuestros hijos indefensos? ¿Cómo puedes no quererlos tú?

Él agachó la cabeza y suspiró. Sintió cómo ella se abrazaba a su espalda. Las alas negras se apartaron y la envolvieron. Notó la piel cálida, las suaves manos sobre su torso, y las agarró entrelazando los dedos.

—Claro que los quiero. Oigo a cada segundo sus lamentos. Todos y cada uno de sus lamentos. Como tú. Él dice que es por nuestra culpa, pero todo empezó con la guerra. Su guerra. ¿Recuerdas?

Ella no respondió.

—Tienes que recordarlo, alma mía. Tienes que entender por qué yo no puedo pedir su perdón.

Ella se apartó.

—¿Aunque esté otro siglo sin verte? ¿Aunque mantenga en la oscuridad a nuestros hijos?

Él tragó saliva. Ella se sentó abrazándose las rodillas. Las alas se cruzaron ocultando su rostro. Él se acercó indeciso. Se agachó a su lado, y con voz suave le fue hablando.

—Desde que comenzó la guerra sabíamos que era imposible. Todos lo decían. Él lo prohibía. Yo jamás lo imaginé. Y sin embargo sucedió. Nosotros lo hicimos posible ¿recuerdas?

Ella no respondió.

—Sé que duele, pero tienes que recordar el día que nos conocimos. Acababa de hundir en tu compañero mi espada llameante. Estaba a punto de matarte… ¡A ti, alma mía…! Hasta que me di cuenta de que no ibas a atacarme. Me diste la espalda. Te arrojaste sobre tu amigo sin importarte tu vida. Tan sólo deseabas compartir los últimos momentos de la suya. Beber su tiempo y atrapar su mirada, como si con eso pudieras salvarle. ¿Te acuerdas?

A ella se le escapó un suspiro herido, pero mantuvo el silencio.

—Observé cómo se sacudía tu cuerpo. Oí el dolor escapar desde tus labios. Me lanzaste esa mirada amarilla. Vi tu alma sangrar por tus ojos… Y sangró la mía, porque por un instante os entendí. Ya no erais alas negras y colmillos. Las garras, los cuernos, sólo una cáscara para un corazón parecido. Criaturas sin dios, ni hogar. Apátridas en un universo que no creasteis. Combatidos y exterminados por nosotros, la luz que barría las tinieblas. ¿Recuerdas?

Ella alzó la cabeza un instante. Sus ojos habían cambiado al oro viejo. Asintió perdiendo la mirada en el suelo.

—Recuerdo haber caído de rodillas. No podía apartar los ojos de ti, ni de tu dolor. Me sentí engañado, asesino, sucio. Recuerdo que solté mi espada, vi su llama flaquear y luego oscuridad. Ahí comenzó mi oscuridad. Al apartarme de Su luz, de Su verdad, empecé a parecerme más a vosotros, la raza de las sombras, los hijos de las tinieblas… Pero eso ya no importa.

Por un momento ella miró sus alas radiantes, y sus ojos cambiaron al marrón. Los cerró con fuerza y una mueca de disgusto. Cuando volvió a abrirlos regresó el oro viejo a sus pupilas y la tristeza a su rostro.

—Tenía tu mirada clavada en mi alma, tu aroma, tu dolor. Y los seguí. Quería limpiar mi culpa. Sufrir lo que tú habías sufrido, y luego morir como yo había matado. Al principio no lo entendiste. Tuve que atraparte. Te obligué a coger mi espada. ¿Recuerdas? Me arrodillé ante ti y esperé tu venganza. Esperé una eternidad. Vi el reflejo del acero desde mi cuello, pero no dejé de mirarte. Tus garras me pincharon, como si quisieran hundirse. Entonces tus ojos cambiaron de color. Las uñas desaparecieron y…, y me tocaste. Un tacto suave y cálido que jamás había sentido. Cogí tu mano por instinto, por curiosidad, o quizás… No lo sé. Gritaste, me apartaste de ti, ¿recuerdas? Y luego huiste.

Las alas blancas se recogieron a su espalda, y él se acercó un poco más.

—Pero ya era tarde. Yo había visto tu alma, y tú la mía. Era cuestión de tiempo. Tiempo para lavar mi culpa, tu dolor, nuestros miedos… Tiempo lleno de excusas para encontrarnos, para conocernos. —Bajó la voz, adquirió un tono más pícaro—. Tiempo para entender qué significaba ese azul de gotas de agua que cada vez aparecía más en tus ojos, —ella sonrió ruborizada—, o por qué yo necesitaba tanto tocarte, sentir tu piel. Tiempo para hallar el rincón más apartado del universo, una bola de barro y su estrella. Tiempo para unirnos.

Acarició con ternura su rostro de nácar. Por primera vez mostró una sonrisa, y el brillo de su mirada se fundió con el de ella, ahora, de nuevo, cielo líquido. La besó en los labios y deseó quedarse así para siempre. Al apartarse observó sus manos entrelazadas: nácar y obsidiana, pero justo al revés de cómo antes habían sido. Una mueca de enfado cruzó fugaz por su rostro, y continuó:

—Nos unimos Lilith. Y de nuestra unión prohibida nació una nueva raza, la raza del Hombre. Nuestros hijos Lilith. No Suyos. ¡Nuestros! Y eso Él no pudo soportarlo Lilith. Le arrebatamos la creación de la mejor criatura. Una criatura que escapaba a su control. Una criatura con mi luz y tu libertad Lilith. Hecha de barro y estrellas, e independiente de Su Palabra. Libre del Altísimo, Lilith. ¿Lo entiendes?

»Por eso nos castigó. Nos separó. A mí me condenó a las sombras, a nuestros hijos con el dolor y la ignorancia, y a ti…

—¡Sh! ¡Calla! ¿No oyes sus llantos? ¿Sus oraciones? ¿No te duelen sus lágrimas? Una madre tiene que hacer lo que tiene que hacer, Lucifer. No puedo luchar contra Él. Tan sólo suplicarle, obedecerle, aceptar su castigo. Dejaré de ser demonio para convertirme en esfinge, arcángel, Eva o María; renunciaré a mi forma, viviré donde me pida con tal de aliviar el dolor de uno sólo de mis hijos.

—Pero no es justo, alma mía. No es justo. No puedo dejar de rebelarme, ¿lo entiendes? No tengo otra arma. No tengo nada, Lilith. Nada… nada…

Cayó de rodillas con sus manos abiertas y vacías. Su negra piel se agrietó dejando escapar lágrimas de sangre que anegaron sus mejillas. Ella lo rodeó con brazos, alas y piernas, y lo cubrió de besos.

—Sí que tienes algo, mi luz. Tenemos algo…

Y sus ojos brillaron con el azul de mil océanos.

Relatos de Fantasía - Ángeles Caídos

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Jul 112014
 
 11 julio, 2014  Publicado por a las 11:11 El Candelabro de Hierro, El Candelabro de Hierro, Relatos, Relatos Tagged with:  Sin comentarios »

Atrás había quedado la noche del lobo, y más aún el día de las almas errantes.
Erland sabía que debían de estar atravesando a esas alturas los valles verdes de Brócia, y no ese extraño bosque de olmos; todo ramas retorcidas, musgo y liquen colgando por doquier como si de enormes telarañas de color verde se trataran.
Sus hombres cansados y hambrientos no proferían queja alguna, aunque en sus caras curtidas se podía ver atisbos de cansancio y desgana.
Erland no podía culparles, pues él mismo comenzaba a creer que nunca abandonarían aquel bosque desconocido y sin cartografiar. Náufragos en un mar de ramas, musgo e insectos.
Decidieron acampar en un pequeño claro. En el centro mismo se erigía un peñasco terminado en punta, repleto de petroglifos de simbología totalmente desconocida para Erland; pero cuando el estomago está vacío, poco importan las cuestiones por lo demás triviales a ojos mortales.
Relatos de Fantasía - La Ciudad del perpetuo tormento
No hubo gallo o sol que los despertara de su sueño; un sueño que por otra parte no dio sosiego o descanso a ninguna de las almas piadosas allí convidadas.
Retomaron la fatigosa marcha a lo desconocido, sin rumbo fijo, atravesando un follaje antinaturalmente espeso.

Todos se congelaron, se empaparon en un pringoso sudor frío, sus bocas se secaron y más de uno manchó las prendas interiores, cuando vieron que el bosque terminaba abruptamente, como si lo hubieran sesgado de manera que formara una clara y perfecta línea recta que se perdía en el horizonte. Pero lo que les hizo enmudecer no fue algo tan banal como las extrañas fronteras de aquel país arbóreo, si no que ante ellos se extendía hasta donde alcanzaba la vista, un inmenso cenagal del que manaban vapores venenosos y nauseabundos.
Unos estrechos senderos flanqueados por peñascos acabados en punta idénticos al encontrado en el claro donde pasaran la noche, serpenteaban hasta llegar a una entrada de proporciones ciclópeas. La construcción a la que se accedía a través de dicha puerta era de una altura tal, que las nubes del extraño cielo gris y los vapores que ascendían desde el cieno, confluían en sus almenas formando un extraño contraste entre vapor y piedra.

Los hombres de Erland lo observaron expectantes, esperando algún tipo de orden, pues era tal su hambre y cansancio, que incluso el solo acto de pensar lógicamente les resultaba harto complicado.
Erland no era en absoluto supersticioso, aunque también es cierto que en más de una ocasión se le pasó por la cabeza alguna de las historias escuchadas en su infancia sobre las ciudades muertas de las esferas inferiores. Intentó ahuyentar el desánimo. Hinchó el pecho. Sujetó su lanza. Afianzó su escudo a la espalda. Se recordó así mismo quien era y de donde venían; ordenó el avance, resuelto a parlamentar con el señor de aquél enclave.

Según avanzaban por el apestoso sendero, mejor distinguían las formas de la titánica construcción. No tenía nada de original salvo su colosal tamaño. Un simple cuadrado con cuatro vetustas torres de mampostería rojiza protegiendo las esquinas.

Comenzaron a llegarles sonidos humanos, la mayoría lamentos y gritos; otros sonidos no se asemejaban en nada a los que pudieran proferir ninguna garganta humana. A esta cacofonía estridente la acompañaba un olor que fue cambiando al de un aroma dulzón de carne quemada. La inconfundible atmósfera de una carnicería de cualquier ciudad humana, pero elevada a un nivel equiparable al de la construcción que tenían delante.

Vieron para su espanto que de las innumerables ventanas de la ciudadela, se precipitaban al vacío incontables figuras humanas desnudas, de piel apergaminada pegada a los huesos. De ventanas más amplias colgaban numerosas jaulas erizadas de pinchos oxidados. Todas ellas repletas de humanos y muy diversas razas de las que Erland ni había oído hablar.
Las puertas chirriaron, produciendo un sonido que bien podría ser el de cinco gigantes de las montañas golpeando un yunque con todas sus fuerzas.
De su interior llegó un calor y aroma inaguantable. Un aire fétido e insalubre que hizo que todos cayeran al suelo instantáneamente vomitando, aunque sin expulsar nada de sus acartonados estómagos.
Relatos de Fantasía - La ciudad del tormento perpetuo
Erland fue el primero en alzarse apoyado en su lanza de fresno, y su corazón si es que en algún momento latió desde que entraran en aquella tierra, se detuvo, pues ante él, en perfecto orden, se alineaban sus hombres y él mismo a la cabeza, empalados desnudos y desnutridos. De sus abdómenes abiertos, las vísceras colgaban, mientras multitudes putrefactas de miembros entumecidos y cuencas vacías, roían los restos que al cieno caían.

Erland cayó al suelo llorando y rezando. ¿Como había podido llevarlos a la perdición de una de las innumerables ciudades muertas de las esferas inferiores?. Pero ya no era un mero espectador, su alma se había reencontrado con su forma carnal. Sus ojos solo podían observar como los carroñeros de la muerte se afanaban en arrancar la mejor y más jugosa parte de su cuerpo.

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Jun 062014
 

Los heraldos pasean su orgullo,
Clarines y trompetas elevan su murmullo.
Nada ya que decir. ¡Este y Oeste
Preparadas las lanzas de su hueste!
En su sitio la espuela bien dorada,
Los justadores van en cabalgada,
Los ligeros dardos y el pesado escudo
Guardan el pecho al luchador membrudo.
Lanzas de veinte pies se alzan pujantes;
Espadas aceradas y brillantes
Que yelmo tajaran y harán despojos.
¡Corre la sangre por arroyos rojos!
(Chaucer)

Siempre había soñado con viajar a las tierras del sur, luchar y hacerme un nombre. Cada noche escuchaba a mi padre y al resto de los mayores del clan hablar sobre las riquezas de aquellas gentes, sus hazañas, aventuras, amores y viajes. Yo me moría por que llegara el día en que por fin me ganara el derecho a portar armas y marchar junto a mi padre hacia inhóspitos lugares.

El día llegó al cumplir los catorce años de existencia en este mundo. Llevaba desde los diez preparándome para el día del guerrero, el día en que se decidiría que hombres partirían y quienes serian los nuevos miembros de la élite guerrera.

El día de la celebración hubo comida y música en abundancia. Muchas parejas se unieron, el sonido de las flautas largas y las gaitas inundaban el santuario de nuestros antepasados. Hubo oraciones por aquellos que ya no estaban, y también se bebió en su honor. Se decidió que hombres marcharían al sur en busca de riquezas. Mi padre salió escogido pues es un gran guerrero, intrépido e inteligente. Varias mujeres guerreras fueron escogidas también. Mi madre hubiera partido, si no fuera por que había quedado en cinta de nuevo.

Finalmente comenzaron las pruebas físicas. Pruebas de levantamiento de peso, lanzamiento de dardos, manejo de espada, hacha y escudo, carreras de caballos, y combates por parejas y en grupo.

Muy pocos fueron los escogidos, aunque gracias a la diosa, mi nombre fue pronunciado, y un brazalete de bronce me fue entregado como símbolo de mi iniciación en la senda del guerrero.

Ilustraciones de Fantasía - Muerte Épica

Mi mente bulle de recuerdos, recuerdos que ahora me parecen lejanos y producto de una mente infantil, sin un pelo aún en la cara.

Aún siendo mi primer viaje, siento que han pasado cientos de años. Nunca antes según cuentan los más mayores de los que nos acompañan, un norteño había encontrado tanta resistencia en su marcha hacia el sur. Según parecía, habían aprendido del pasado y su cultura había generado un miedo ancestral hacia los nuestros, erigiendo enclaves fortificados y armando a hombres con lanzas largas y escudos.

Nunca a los nuestros nos había costado tanto adentrarnos tan al sur, y no hubiéramos seguido nuestro avance si no fuera por que las gentes escapaban, quemaban y destruían todo a su paso.

Nos consumía una furia y un ardor guerrero fuera de lo normal. Deseábamos entablar batalla en campo abierto, y que el acero decidiera el destino de unos u otros.
Tras atravesar unas suaves colinas, ante nosotros vimos una larga empalizada, protegida además por un río de poco calado. Tras la empalizada se apiñaban cientos de hombres con lanzas y estandartes hechos con escudos y cráneos de osos y ciervos.

Los hombres se alegraron al fin de ver al enemigo dispuesto a combatir. Nuestros jefes de clan, mi padre incluido, dispusieron nuestra línea de combate de la siguiente manera.

En el centro se alinearían tres huestes compuestas por guerreros armados con escudo, lanza y espada. En la vanguardia marcharía una larga línea de hombres sin armadura portando jabalinas. Ambos flancos quedarían cubiertos por la caballería y en la retaguardia aguardaría un nutrido grupo de hombres con jabalinas y lanzas de reserva.

Los hombres que aguardaban tras la empalizada al ver que nos alineábamos y expectantes esperábamos alguna clase de respuesta a nuestro desafío, comenzaron a desfilar en perfecto orden por una estrecha abertura en el centro mismo de la empalizada. Sabían desfilar, pero ¿sabrían además combatir aún cuando sus hermanos de batalla caían a ambos lados?, es difícil mantener una posición cuando tus hermanos caen y tus entrañas se aflojan; fue lo primero que aprendí el día en que por vez primera nuestros escudos destrozaron las mandíbulas de nuestros enemigos.

Con sus estandartes ondeando a intervalos de unos diez hombres, formaron en perfecta línea de a doce de fondo, creando un erizado muro de escudos, con hombres equipados de manera mas dispersa y ligera a los flancos, y por lo que se veía no disponían de ninguna clase de caballería.

Nuestros caudillos no se hicieron esperar, soplaron sus cuernos y nuestros hombres marcharon, chocando sus armas, moviendo sus escudos, estandartes y lanzas, muchos otros entonaban canciones de victoria tan antiguas como los círculos de piedra.
Al llegar a las orillas del río, nuestra primera línea armada con jabalinas se introdujo en sus aguas. Como esperábamos era de muy poca profundidad, pero aún así suficiente para volver inútil a la caballería.

Los hombres lanzaron sus proyectiles, causando no pocas lesiones en las primeras líneas enemigas. Antes de comenzar la según andanada, de entre las erizadas líneas de los sureños, aparecieron hombres con hondas, un arma que resultaba mortal en sus manos, por lo que nuestra vanguardia tuvo que retroceder al abrigo de nuestros grandes escudos de roble.

Nuestra caballería se separó de nosotros buscando un lugar menos profundo por el que poder cruzar y flanquear a sus huestes.

Mientras, nuestras tres fuerzas centrales entre las que nos encontrábamos mi padre y yo, rompimos filas, cruzamos a toda rapidez el río, y abrimos las filas todo lo que pudimos a fin de que les resultara mas complicado herir a nuestros hombres.

Cuando nos encontrábamos a no más de diez metros de ellos, cerramos las líneas, y nuestros escudos se solaparon, nuestras espadas se desenvainaron, y avanzamos cantando y riendo por el destino de aquellos pobres infelices.

El chocar de nuestras fuerzas fue brutal, sangriento, el olor a mierda humana era inaguantable, las moscas nos devoraban vivos, las aves sobrevolaban hambrientas nuestras cabezas; nadie cantaba ya, solo luchábamos por nuestras vidas, nadie escuchaba ya los toques de avance o retroceso, solo obedecíamos a la sed de sangre de nuestro acero.

Mi coraza de cuero tachonado se encontraba echa jirones, mis hombreras de cota de malla eran ya casi inexistentes, y sangraba por innumerables cortes, pero poco me importaban, solo deseaba arrancar una vida más tras otra.

No había formaciones ni orden alguno o estrategia, solo éramos puñados de hombres luchando aquí y allá. Nuestros guerreros armados con jabalinas, cuando se quedaron sin proyectiles se unieron a nosotros haciendo que el enemigo retrocediera momentáneamente. Solo necesitábamos un empuje más para arrinconarlos definitivamente contra sus propios muros, por lo que se hizo llamar a la reserva que acudió completamente descansada.

Para sorpresa nuestra, la caballería había terminado de reunirse y formar en el flanco derecho, tocaron los cuernos, bajaron las lanzas y cargaron contra las cansadas tropas enemigas.

No hubo piedad, prisioneros o ejecuciones piadosas, pues nuestro odio hacia esas gentes había ido en aumento con el devenir de los días y las privaciones a las que nos sometieran a lo largo de nuestro camino.

Nuestros espíritus fueron dañados y nuestro orgullo decapitado, pues no hubo botín o esclavos que llevarnos. Los hombres en edad de luchar perecieron en batalla, sus casas y cosechas destruidas, mujeres y niños envenenados, solo quedaban unos pocos ancianos en los que ni siquiera reparamos.

En contra de todo lo que creímos que nos reportaría este viaje épico, volvimos al norte mas allá de sierras y titánicas montañas de cumbres nevadas, a nuestro hogar, sin gloria o tesoros con los que agasajar a nuestras gentes, solo cansancio y hambre, pero aún así nuestro espíritu guerrero tuvo un leve remedio para reconfortarse por las noches. No fue nuestro acero el que se doblegó en el campo de batalla, ni nuestros estandartes los que se perdieron entre los cuerpos de nuestros guerreros, y el invierno dará paso a la primavera, nuestros hombres se reunirán y prepararán, y de nuevo comenzaremos la larga marcha hacia el sur.

Cantaremos, beberemos y lucharemos hasta que la diosa nos llame, y juntos recorramos el gran círculo sagrado de las almas que rodea al mundo, fundiéndonos en un solo ser, gozando por la eternidad.

Mas allá de sierras, lagos y montañas,
Nuestros ojos han de mirar,
Nuestra carne ha de sentir,
Y por siempre juntos hemos de dormir.

Juntos en multitud gozaremos,
Sentiremos el discurrir del agua en los ríos,
El verdor del valle, el rocío de la mañana,
¿Por qué no aceptas mi mano y bailamos?.

Veo tu mano, la mano de un hermano,
Yo la acepto y con gusto me uno al círculo sagrado,
Ven y bebe de mi cuenco, juntos todo lo compartiremos,
La madre nos acuna, y nos colma de dones y regalos.

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