Booktrailer de Reina Mirthas del escritor J. P. Alvarez
Al alba, el alboroto se hacía incesante. Los preparativos de la cacería les habían llevado un par de horas, levantándose muy pronto. Incluso el rey, con su séquito, participaría aquel día en las labores cinegéticas.
Siccius, un cazador y noble que intervenía en la montería, tomó su caballo de uno de los mozos que le acompañaría a lo largo de toda la jornada. Para alguien como él, aquel evento era algo más que una simple cacería, significaba un excelente entrenamiento militar. Le permitía adiestrarse con el uso del arco, la ballesta o la lanza, así como montar a caballo durante largas horas, permitiéndole ponerse en forma para cuando las obligaciones feudales hicieran necesario ejercer su profesión militar.
Las piezas que cazaran aquel día permitirían, a muchos campesinos y siervos que les acompañaban, tener un complemento en su alimentación, y cuanto mejor fuera la caza más beneficiados saldrían. Pero también servía para controlar a los lobos que mataban al ganado y a los jabalíes que destrozaban sus cosechas. Animales para los que habían organizado la batida.
Los cuernos sonaron al despuntar el sol. Siccius había preparado tres lanzas y una ballesta con una docena de virotes. La llevaba montada y con un pequeño seguro que evitaba que el disparador se accionara por accidente. Él y varios nobles esperaban, junto al rey, a que varios monteros con sus sabuesos, atados a una larga correa o traílla, comenzaran a buscar el rastro de los jabalíes. Las primeras piezas del día.
Los perros comenzaron a ponerse nerviosos y a ladrar, habían encontrado el rastro dejado por los cerdos la noche anterior y comenzaron a seguirlo durante un par de millas, hasta que se detuvieron delante de un roquedal que salía de la espesura de un pequeño bosque. Parecía que el jabalí se encontraba encamado, descansando durante el día. Uno de los monteros dio un rodeo para asegurarse que el animal se hallaba dentro de la floresta y no hubiese salido por el otro lado. Siccius observaba cómo todos los hombres con sus canes se reunían y ponían en consenso lo que habían visto. Sin duda había jabalíes dentro del bosque, pensó el noble.
Los monteros soltaron a los sabuesos una vez indicado dónde atacarían el encame del jabalí. A su vez, el rey y su séquito se dispusieron en la parte alta de una pequeña vaguada que salía directamente del bosque, sin duda la mejor vía de escape. El resto de los nobles fueron apostándose en los lugares donde fuese posible dar caza a alguno de los jabalíes. Siccius eligió un discreto recodo unas cuantas yardas dentro del bosque, pero desde el que se podía divisar con claridad gran parte de su interior.
Los sabuesos estaban marcando el camino, sus ladridos lejanos indicaban la senda que habían elegido sus presas. Sólo les empujarían para sacarlos del bosque, mientras otros monteros con los lebreles les esperaban al otro lado con la finalidad de cansarles y así, fuese más fácil cazarlos en el abrupto terreno en el que se celebraba la montería. Otros, retirados más discretamente, esperaban junto con varios alanos y diversos perros de presa, por si alguna de aquellas bestias lograba huir del cerco que se había trazado sobre el bosque.
El calor empezaba a subir la temperatura y la luz diurna ampliaba la claridad y la visión de los monteros. Siccius estaba nervioso, como en los momentos antes de entrar en combate. Las manos le sudaban, los músculos se tensaban y el corazón empezaba a palpitar con fuerza. Los ladridos eran cada vez más cercanos y fuertes.
El primer jabalí saltó, un cerdo de poco tamaño pero de dientes afilados. La bestia corría a gran velocidad alejándose de los sabuesos, que le seguían a cierta distancia. Eran perros entrenados para perseguir, no se enfrentarían frontalmente con su presa. Siccius vio cómo el jabalí había ido en dirección a la vaguada y se alejaba de los cansados sabuesos. Los lebreles les cogieron el relevo, y el puerco tuvo que detenerse en seco y cambiar de dirección, zigzagueaba entre los árboles hasta que varios hombres lo abatieron con venablos y lanzas. La muerte fue rápida.
A medida que los sabuesos se acercaban a los puestos, más piezas aparecían. Una jabalina con sus crías emergió de un amplio matorral, asustando a un par de mozos que ayudaban a su señor en un puesto cercano. La impresión fue tan fuerte que ambos se cayeron al suelo presa del pánico. Los muchachos la dejaron huir y llamaron a los lebreles para que no fueran detrás de ella, y la acosaran y estresaran.
Otras dos piezas salieron de sus escondrijos. El primero, un pequeño jabato rápido y fibroso que, aunque no hubiese alcanzado la edad adulta, era lo suficientemente grande para darle caza. Se soltaron varios lebreles para cansarlo y poder ponerlo a tiro de alguna ballesta.
El segundo era la pieza del día, una enorme bestia de más de doscientos kilos que, sabedora de su fuerza, no huía ni reculaba de los canes. Los sabuesos no se acercaban, se limitaban a ladrar escandalosamente desde la distancia, mientras que algún lebrel inconsciente yacía muerto y desangrado cerca del enorme jabalí. Estaban acostumbrados a dar caza a animales en movimiento.
Ya se veían las figuras de los monteros que empujaban hacia los puestos y Siccius sabía que no había más presas dentro del bosque. La enorme bestia sería para el rey, nadie se atrevería a entrometerse. Sólo le quedaba atacar al joven puerco. Subió al caballo y se internó en el bosque en busca de su presa. Dos lebreles lo perseguían e intentaban agotarlo, pero parecía tener una resistencia inusitada. El jabato cambió de dirección y se cruzó delante. Siccius armó el brazo y erró el tiro. La lanza se quedó clavada en un tocón a escasos pies de su objetivo. En cuanto se clavó, el cerdo pegó un brinco asustado y volvió a girar sobre sus pasos. Siccius volteó al potro que montaba y recogió la ballesta. Apuntó tomándose su tiempo, calculando la distancia y la velocidad del puerco. El jabato bajaba por una empinada ladera de rocas y árboles hasta un remanso que salía del bosque. El disparo fue certero. Siccius se encontraba satisfecho, bajó la ballesta y algo hizo que se le helaran hasta los huesos. Un viejo oso había contemplado la escena en silencio. Se encontraba tan cerca que casi podía tocarlo.
El caballo relinchó, se asustó y huyó tirándole al suelo. Siccius se levantó muy lentamente, expectante. Volvió a armar muy lentamente la ballesta. La bestia lo miraba postrada sobre sus cuatro patas, impertérrita. Le apuntó con cuidado, quitó el seguro, pero el oso con el anverso de la zarpa lo desarmó. Siccius volvió a caer al suelo, jamás había estado más aterrado en su vida. El enorme plantígrado se le acercó, lo olisqueó durante unos instantes y se marchó de allí como si no hubiera ocurrido nada. El noble cogió con su mano temblorosa el cuerno y lo hizo sonar con fuerza, los sabuesos estaban acostumbrados a seguir un solo rastro, por eso no se había percatado de que hubiera osos dentro del bosque.
Varios monteros estaban cerca y habían visto lo ocurrido, llevaban tiempo siguiendo al oso que huía en silencio, aprovechando el escándalo del momento. La bestia se dio cuenta; sin embargo, no le habían cerrado su vía de escape. Siccius hizo sonar el cuerno con fuerza nuevamente, aún no se le había quitado el susto del cuerpo. Buscó a su caballo pero había desaparecido.
— ¿Te encuentras bien, Siccius? —preguntó uno de sus ayudantes.
Tenía alguna magulladura y las heridas estaban en su orgullo. No entendía por qué el oso no huía, era como si estuviera esperando. Algo se movió en unos arbustos cercanos. Uno de los hombres se acercó para comprobar que no fuera un jabalí que se escondía malherido. En cuanto levantó la lanza, el oso rugió y se levantó sobre sus patas traseras. Era la primera vez que lo había hecho y su voz tronó en todo el bosque.
La embestida fue brutal. Siccius logró clavarle una saeta en el lateral del cuerpo y un mozo le acertó con una lanza cerca del lomo. Nada consiguió detenerle, el rostro desfigurado por el zarpazo yacía en el suelo, al lado del matorral. El resto de los hombres le rodearon con varias lanzas para mantener la distancia, incluido Siccius. Otros monteros, los que estaban más rezagados con los alanos, llegaron al oír el bullicio. Los perros de presa se abalanzaron perdidos por la locura y el frenesí de su trabajo. Uno saltó y le aferró una pata, mientras otro no había tenido tanta suerte. El oso le aplastó el cráneo contra el suelo y de un mordisco le seccionó parte del cuello. El alano pataleó un momento, fruto de los espasmos de la muerte.
Antes de deshacerse del segundo can, los ayudantes de Siccius le habían clavado dos lanzas a la altura del costillar. El oso las partió de un zarpazo y arremetió contra el primer lancero. No se oyeron ni sus gritos de dolor. Después reculó, y se interpuso entre los hombres y la línea de arbustos, estaba acorralado. Lo comenzaron a asaetear, las flecha cubrían parte de su cuerpo, pero la bestia seguía en pie. Hacía amagos de atacar. Elegía un objetivo y le daba caza sin piedad. El oso estaba fuera de sí. Siccius bajó la lanza, intentando evaluar la situación. Si hubiese querido huir lo habría hecho, pensó. La lucha se hizo encarnizada hasta que la labor conjunta de los perros de presa y las lanzas lograron derribarle.
Se levantó de nuevo y arrojó a uno de los alanos contra un árbol, reventándole las entrañas, y aún le dio tiempo al oso a romper la lanza de un montero y asestarle un tremendo zarpazo, antes de volver a caer al suelo presa de un venablo incrustado en la base del cuello. Se levantó poco a poco y rugió con fuerza, diluyéndose en una muerte anunciada. Un montero alzó la lanza, apuntó y remató a la bestia que aún respiraba.
— ¿Qué es lo que hacéis? —irrumpió de pronto el rey a caballo.
El oso se arrastraba como podía hacia los matorrales, miraba en su interior buscando a su retoño. Un leve rugido surgió de un pequeño escondite. La diminuta zarpa asomaba entre las hojas acariciando el rostro de su madre. La osa bufó por última vez y se quedó inerte bajo el cobijo de la pequeña pata que le tocaba el rostro y le pedía entre sollozos que se levantara, que no jugara. El pequeño osezno bramaba en un profundo llanto, la pérdida de su madre ya era irreparable.
— ¿Es que no sabéis distinguir un macho de una hembra? —volvió a preguntar el rey enfurecido.
Siccius dejó caer la lanza y se acercó hasta la osa muerta. Su hocico estaba totalmente estirado, en un vano intento de acariciar por última vez al osezno. El noble miró a la bestia. Si hubiese querido, él estaría muerto. Siccius sintió tristeza por haber tocado el cuerno, jamás volvería a cazar, pero al menos la osa había logrado salvar a su pequeño.
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Dicen que hay hechos que nunca se olvidan y permanecen en el tiempo durante siglos, aunque al hacerlo se van distorsionando y se convierten en leyendas lejanas que nadie sabe ya si fueron ciertas. Mi nombre es Clediste y soy una völva. Todos creen que alguna vez existimos pero que somos parte del pasado. Sin embargo no es cierto.
Las völvas somos mujeres capaces de tener premoniciones y adivinar en los sueños las cosas futuras. Realizamos un viaje mediante un ritual que se celebra al anochecer, y el guía nos abre la puerta para ayudarnos a cruzarla. Se nos toma por brujas y se nos persigue y ejecuta, por eso hacemos que nadie note nuestra existencia.
Me acerco muy despacio a lo alto de la colina donde descansan las viejas ruinas del castillo, rodeadas por kilómetros de bosque y desde donde se podían divisar los dominios del rey.
El lugar me produce inquietud, no me siento tranquila en él. Recorro el viejo camino de tierra y el amortiguado sonido de mis pasos me traslada a otro tiempo, mientras una sensación me atraviesa el pecho como una lanza y puedo ver a las gentes que pasean por él con sus gastados zapatos de cuero y sus ropas pobres y grises en dirección a la ciudad.
Unos transportan mercancías en deslucidas y destartaladas carretas que un esquelético asno trata de arrastrar, los menos afortunados llegan allí tras varios días caminando para conseguir unas monedas a cambio de lana, cuero o harina, y muchos otros simplemente intercambian una cosa por otra. Pero todos ellos me hacen sentir que son seres pobres y llenos de tristeza. Desearían estar en el lugar de los nobles a pesar de que todos sean casados por conveniencia, viviendo y yaciendo con esposos y esposas por los que no tienen ningún sentimiento y por los que seguramente no lo llegarán a tener nunca. Pero al menos tendrán comida en su mesa y casas lujosas y acogedoras con lechos mullidos en los que descansar, en lugar de dormir entre las pulgas y piojos que salen en la paja sobre la que ellos se echan después de trabajar en los campos desde la salida hasta la puesta de sol.
Cuando cruzo el muro de piedra que rodea la ciudad, de nuevo vienen a mi mente sus imágenes sin rostro, las de aquellas personas que vivirán en aquel laberinto de casas de madera ubicadas de cualquier manera y en cuyos suelos de barro todos vierten sus desechos y orines. Casi puedo escuchar el ladrido de los perros y el cacareo de las gallinas que merodean por las calles con las patas llenas de aquella inmundicia, picoteando y mordiendo cualquier despojo medio podrido que puedan encontrar. Puedo presentir el bullicio de aquellas calles recorridas por mujeres que levantan sus faldas para librarse del barro y la suciedad camino del mercado, mientras los hombres que no van a los campos golpean con sus martillos en la herrería, fabrican piezas de artesanía, empuñan sus punzones para modelar el cuero o trabajan en el molino, regresando después a casa y encontrando en su mesa un triste plato de agua caliente que habrá sido hervido con verduras y quizás algo de tocino.
Sin embargo es cuando miro a mi derecha, hacia lo que parece ser un callejón, cuando empiezo a sentir el dolor de lo que ocurrirá. Veo la oscuridad, escucho los gritos de aquellos que serán pasados a cuchillo y los llantos de sus mujeres. Puedo oler la sangre de sus muertes.
Hay un silencio que apenas puede notarse pero rebota en la piedra de las paredes de aquellas pocas casas que aún se mantienen en pie. Rozo con mi mano una de ellas y el frío me atraviesa, haciéndome presagiar el miedo de las gentes que huirán sin saber dónde esconderse mientras sus casas serán incendiadas incluso con sus familias dentro. Lo único que pueden hacer, desarmados y aterrados, es correr.
Sigo caminando hasta que bajo mis pies el barro desaparece y en las cercanías del castillo el suelo se convierte en piedra. Allí adivino el sonido del viento atravesando los huecos de la pared del muro. Desde las torres seguramente los soldados vigilarán el foso día y noche para evitar que lo vacíen y construyan sus torres de asalto, los ballesteros dispararán sus flechas y rociarán a los asaltantes con aceite hirviendo. Sin embargo el silencio es inquietante, como si realmente nunca hubiese ocurrido nada.
Atravieso la puerta principal. Aún quedan restos de la barbacana que se sitúa sobre ella, aunque el rastrillo parece haberse deteriorado con el tiempo. Al fin estoy en el inmenso y solitario patio de armas. Y allí la veo a ella.
Es una niña y solo tiene doce años, pero cabalga en su palafrén custodiada por soldados mientras un dolor le quema la garganta porque se empeña en aguantar las lágrimas. Sabe que debe casarse con un hombre que le triplica la edad y abandonar su alma de niña por la imposición paterna, y sin embargo lamenta dejar atrás a su familia en lugar de sentir odio por ella. El caballo avanza lentamente camino abajo y ella echa la vista atrás, contemplando por última vez el lugar donde ha crecido y que recordará durante los años venideros para encontrar la fortaleza necesaria que le haga seguir adelante.
Allí tampoco logro sentir nada, solo silencio, y entonces a lo lejos la puerta de la capilla de piedra llama mi atención. Siento los susurros de las personas que se ocultarán allí, aquellos que han huido de sus casas y no sirven para luchar. Mujeres, ancianos y niños llenan con sus miedos aquel lugar, sabiendo que si los invasores entran todos morirán. Verán caer primero a sus hijos, después a sus padres y hermanos, y desearán ser ellos los primeros para no sentir tal dolor. Creo ver la puerta entreabierta y desde la rendija unos ojos espían el exterior.
A mi lado, la torre del homenaje se mantiene casi intacta, y es entonces al tocar su fachada cuando la angustia que siento es tal que tengo que arrodillarme para recuperar el aliento, mientras el corazón late desbocado. Allí sí ocurrirá .
Casi puedo escuchar el sonido de las espadas, el tajo de los miembros y los ruidos guturales de los hombres al morir. No es difícil, tan solo hay que encontrar la carne, la abertura entre las piezas de la armadura y dar un golpe certero. Casi siempre es mortal. En una batalla en campo abierto, los de las primeras filas saben que van a morir, y sin embargo una fuerza los mueve, empujando hacia delante como si la gloria estuviera en el cielo. Morir por su rey es su honor, y salvo los caballeros, que armados de placas se abalanzan sobre el enemigo desbaratando las primeras filas y buscando entre ellos a otros rivales que merezcan probar su espada, los demás se estrellan contra ellos como el mar lo hace contra las rocas.
Pero en aquel patio de armas aún no hay nada. Los soldados se aproximan observando la ciudad desierta plagada de cadáveres de aquéllos que no han sobrevivido al hambre después de llevar tres meses la ciudad sitiada. Las únicas casas que han quemado y las gentes que han ejecutado son las que no han tenido cabida en el castillo, porque seguramente su rey ha preferido sacrificarlas antes que gastar los suministros para alimentarlos. Confiaba quizás demasiado en aquel castillo que era en sí mismo un arma defensiva, y no creyó que los asaltantes pudieran aguantar tanto tiempo esperando a que cayeran. Sin embargo tres días atrás el enemigo ha izado una bandera azul, indicando que si rinden la ciudad dejará vivir a las personas que se hallen en ella. Al no obtener respuesta, el segundo día ha izado una verde, para avisar de que una vez tomada, matará a todos los varones pero perdonará la vida a mujeres, niños y ancianos. Ofendido por su silencio, ha alzado la tercera bandera de color negro asegurando que no quedará nadie con vida tras los muros del castillo cuando éste sea tomado.
El capitán empezará a darse cuenta de que quizás no ha habido respuesta porque no queda nadie ya con vida, pero aún con desconfianza mandará registrar todos los rincones, alcobas y salas en los que pudiera haberse escondido alguien.
Su paso por allí será solo casualidad, ni tan siquiera sus altos mandos recordarán su nombre, pero pensará que tomar la ciudad y derrotar a un rey desprevenido que ha enviado a sus tropas sanguinarias a conquistar tierras más allá de los territorios nevados del norte, es una buena ocasión para que no solo ellos, sino el mundo entero, lo rememoren.
Cuando recupero la respiración empiezo a ascender por la escalera de la torre del homenaje, aún sintiendo la confusión del capitán ante aquella ciudad desierta, y es entonces cuando siento que arrastran a una mujer escaleras abajo y la sacan al patio. Los gritos son aterradores y percibo el pánico que ella siente, sabedora de que su muerte es inminente. Sus ropas son demasiado caras para ser una criada y seguramente es la esposa del rey. A la fuerza y sin mucha resistencia, es colocada en el toro de Falaris, un enorme toro de bronce puro en el que se mete a la víctima y se hace debajo una intensa fogata. Éste se calienta y enrojece, sale humo por los orificios de la nariz y los de los ojos brillan con un siniestro color rojo mientras la mujer muere abrasada, no sin antes deshacerse en gritos que parecen hechos por el animal.
Quiero olvidar la escalofriante sensación que me produce su muerte y mientras subo la escalera de caracol, a mi alrededor noto la euforia de los que ascienden, gritando para asustar a los ocupantes del castillo que creen que se ocultan arriba. La escalera ha sido pensada para que deban girar a la izquierda dejando el flanco derecho descubierto, y entonces los ballesteros lanzan flechas desde arriba y aciertan en sus cuerpos. Los que caen son apartados y los que viene detrás no sienten miedo, como si la sed de sangre y muerte fuera más fuerte que la prudencia, como si morir a los pies del enemigo sin haber dado un solo golpe no importase, porque habrán abierto camino a los soldados que vienen detrás.
Y entonces lo veo, arriba, en el gran salón, permanece sentado sin defenderse, Éroto, el Rey Nórdico. Su mirada no se dirige a los soldados que entran, permanece vacío, probablemente hipnotizado por los gritos de su mujer y madre de sus hijos. Pero el capitán no cree que vaya a entregarse sin luchar, aunque de poco le servirá ahora que no le quedan soldados con vida. El capitán se aproxima dispuesto a hablarle, a darle una muerte digna de un rey como él, conocido en cien comarcas a la redonda. Pero aún no sabe que Éroto no se dejará matar por un simple capitán sin nombre.
Siento el peso de los pensamientos que se perderán para siempre en aquella sala, quedándose entre aquellas cuatro paredes de piedra que el tiempo irá silenciando, y necesito incluso apoyar mi cara en ellas para notar el frío y no salir del sueño.
El Rey Éroto es imponente incluso en el máximo silencio, y su presencia basta para intimidar a todo el que está en la sala, pero no piensa morir arrodillado ni vencido ni permitir que cobre vida el nombre de un desconocido y se escuche por encima del suyo por los siglos de los siglos.
Se pone en pie y todos permanecen alerta, pero ninguno se mueve mientras él camina hacia el capitán, lo fulmina con sus ojos azules casi transparentes y humedece sus labios lentamente observándolo con curiosidad. No le teme y eso indigna al capitán, que se siente diminuto, invisible ante un hombre que ni siquiera ha empuñado su espada y aún así cree que puede vencer. El peso de las sensaciones es tal, que miro a mi alrededor con los ojos alerta como si estuvieran realmente allí y aquello no fuese a suceder en unos años.
Es suficiente un gesto para que los soldados de Éroto salgan de todas partes, apareciendo de lo alto de la torre, de las almenas y la parte baja de las escaleras, habiendo aniquilado al ejército por la retaguardia y arrasando con aquellos que aún permanecen en la torre.
El silencio en el campo de batalla es algo que ocurre solo en la mente. El choque del metal de las espadas, los gemidos ahogados de los que son atravesados por ellas, el sonido de los cascos de los caballos y sus relinchos al alzarse en dos patas para machacar algún cráneo, suceden alrededor de los soldados pero no los escuchan realmente. En su cabeza apenas hay pensamientos, casi no oyen y repiten mecánicamente los movimientos que han sido duramente entrenados una y otra vez, atravesando cuerpos y esquivando golpes y espadazos.
En cambio en aquella sala ninguno ha visto lo que ha sucedido abajo, en el patio de armas, tras la muerte de la mujer, ni en las calles cercanas en las que se construyen aquí o allá las casas. Lo único que han visto es que ni el hambre ni los soldados han podido acabar con Éroto el Rey Nórdico, cuya astucia será conocida durante siglos, vaciando la ciudad para hacer creer al enemigo que ha sido vencido y convirtiéndola en una trampa mortal. Siento que el capitán no parece percibir que ha fracasado, no acepta que ése será el momento de su muerte y no está asustado. Se siente pequeño ante Éroto, más inteligente y con más experiencia que él, pero no parece un hombre vencido a pesar de que todos sus hombres han caído, al contrario de lo que señalaba el comienzo del día.
Entonces Éroto se acercará al hombre y le preguntará quién es.
-Deseo conocer el nombre de aquél que se atrevió a llegar hasta mi mesa confiado y sin haber levantado ni una sola vez la espada.
-Tal vez queráis saberlo- dirá alzando la voz para que todos lo oigan- porque se escuchará mucho más que el vuestro por los siglos de los siglos.
Éroto el Rey sonreirá. Puedo sentir su confianza y lo divertido que le parece la osadía de ese joven inconsciente.
-Mi nombre- dirá haciendo un gesto inmediato que clavará la daga en el vientre del Rey y luego girará para asegurarse de que hace una profunda herida-, es Cleos, Capitán de las tropas Nórdicas de Suisen.
Aún se escuchará su ultima palabra en la sala mientras será atravesado por las espadas de dos soldados, pero se mantendrá en pie y esperará a que el Rey hinque la rodilla primero. Cuando lo haga, él le seguirá y pondrá su mano en el hombro de Éroto. Jadeará y sonreirá, como si la muerte no fuera la de ambos.
-Si todos guardáis silencio, que estas paredes sean testigos de lo acontecido hoy aquí. Más te valdría haber blandido tu espada y defender a tus gentes en lugar de alzarte sobre tu propia soberbia.
-Vos morís a mi lado- murmurará Éroto-. El destino es compartido por ambos.
-Pero vos no sois un simple caballero que hoy ha vencido a un Rey.
Ahora entiendo la ausencia de su miedo y siento que las paredes aún me hablan, pero tengo que pedirle al guía que me lleve de regreso.
Cuando abro los ojos, alguien me ofrece agua y sal para recuperar fuerzas, y todos los que permanecen ante mí y han escuchado mis palabras casi ininteligibles esperan una respuesta.
-Reconstruirán la ciudad de Jisona, pero el Rey será derrotado por un simple caballero.
-Decidnos su nombre, völva Clediste.
Bajo un segundo la mirada, después me giro hacia un lado y clavo mis ojos en los de mi hermano pequeño.
-Seréis vos, Cleo. Allí encontrareis el honor y el cielo.
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