Oct 232015
 
 23 octubre, 2015  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , ,  Sin comentarios »

La habían encontrado a la orilla del camino, tiritando y con un aspecto andrajoso, mientras traían el rebaño al redil y se preparaban para pasar el invierno. Los primeros copos de la estación comenzaban a cubrir con un fino manto blanco los campos de mieses y aquella extraña se encontraba tendida sobre una ligera capa de nieve. Cuando Festan se acercó a ella vio la fragilidad de su cuerpo y se preguntó de dónde vendría, cuál sería su historia para acabar allí, tan lejos del bullicio de la gran villa.

Festan la recogió cuidadosamente con la ayuda de su hijo Umarai. Juntos habían salido con las reses a pastar en los últimos días del otoño y el primogénito le ayudó aquella vez en las labores de pastoreo. Normalmente Umarai trabajaba en la villa como aprendiz de un viejo carpintero, un oficio que le permitiría alejarse de las duras tareas del campo. A su padre le había costado varios favores hacer que le admitieran dentro del gremio, pero se sentía orgulloso de las habilidades de su hijo con la madera. Por eso se esforzaba en darle una buena educación.
La extraña no había abierto la boca, ni se había quejado ni asustado con la presencia de los dos hombres. Festan se acercó al carro y la depositó suavemente en su interior. Umarai no pudo evitar mirarla, para los ojos de un hombre que acababa de salir de la adolescencia el cuerpo y el rostro de una mujer hermosa no pasaban desapercibidos. El joven captó una fugaz ojeada, algo casi imperceptible que sólo se producía cuando dos almas se atraían. Un estremecimiento recorrió todo el cuerpo de Umarai, por un momento se quedó petrificado hasta que su padre le sacó de su ensimismamiento.

Carro - Relatos de Fantasía

— ¡Umarai, no tenemos todo el día!
El joven reaccionó instintivamente y ambos se pusieron en marcha hacia la granja en la que vivían. Cuando llegaron, Varussa, su mujer, salió a recibirles sensiblemente inquieta. Festan ordenó a su hijo que se ocupara del rebaño y azuzó al caballo que tiraba del carromato; no se había dado cuenta, pero la extraña se había sentado detrás de él con las piernas cruzadas y sonriendo sensualmente, muy alejada del aspecto lamentable que tenía en el momento de encontrarla.
— ¡Varussa!
A la mujer le pasaron miles de pensamientos por su cabeza en aquel momento y, principalmente, una buena explicación por parte de su marido.
— ¡Varussa! —insistió Festan—. ¿Qué es lo que ocurre?
Su mujer no le quitaba el ojo de encima a aquella extraña. Festan se dio cuenta de que algo pasaba y se giró para comprobar qué era lo que le llamaba tanto la atención a su mujer. Se topó con la figura de la muchacha, casi podía sentir su aliento, oler su cuerpo. Un irrefrenable sentimiento de deseo nació en su interior, mientras ella lo observaba tan profundamente que le costó salir de su ensimismamiento.
— ¡Tu hija! —le contestó fríamente al ver su actitud— volvía de la villa y dice que un hombre la asaltó y la forzó.
— ¿Cómo? —preguntó saliendo de su ensimismamiento.
— ¡Está dentro!, no quiere hablar con nadie.
— Pero, ¿cómo ha ocurrido?
— No lo sé, no ha querido dar detalles —se limitó a decir—, estaba esperando a que regresaras para que hablaras con ella, aunque veo que estabas bastante entretenido y preocupado con otros asuntos —Festan la fulminó con la mirada.
— Tardamos porque Umarai oyó unos gritos y nos encontramos a la muchacha.
— ¡Por lo menos esta vez no ha sido por el juego!
— ¡Cuida de ella!, voy a ver si Lisi me cuenta algo de lo que ha ocurrido y quiere hablar conmigo. —Mientras se alejaba, Varussa ayudó a bajar del carro a la extraña joven.
— No era mi intención causarte problemas —su dulce voz la calmó y la hizo avergonzarse por su conducta.
— ¿Te encuentras bien? —dijo interesándose por ella. La extraña asintió—. Pasa, dentro estarás más cómoda.

En la casa había un amplio salón que conectaba con una cocina baja y una amplia chimenea, justo delante de unos bancos de madera forrados por grandes cojines rellenos de lana. La extraña se sentó en una butaca de roble situada entre la cocina y el fogón. Sin darle tiempo a Varussa a atender a su invitada, se produjo un alboroto fuera, en el redil. Umarai había reunido el rebaño, y cuando estaba a punto de cerrar el cercado, una de las reses se había espantado y había intentado saltar la valla de madera. Al intentar atravesarla, las patas delanteras habían tropezado con la parte alta de la cerca y el animal había caído de cabeza contra el firme, desnucándose.

— ¿Qué a ocurrido? —le preguntó Festan a su hijo desde la habitación de Lisi.
— No lo sé, se ha asustado —le respondió una voz en la oscuridad.

Lisi salió para ver lo que ocurría. Temblaba mucho más que antes. Su padre la observaba y presentía que su hija pequeña, de apenas ocho primaveras, era capaz de intuir algo que a los adultos se les escapaba. Volvieron dentro y dejaron que su hermano mayor se ocupara de la res muerta. Festan se puso de cuclillas delante de su hija y la agarró de los hombros, intentando sacarle del trance. La niña miraba por la ventana y temblaba presa del pánico.

— ¿Qué está ocurriendo Lisi? —la niña era incapaz de articular palabra.

Festan lo intentó varias veces, pero la cría no respondía. La cogió entre sus brazos y la acostó en la cama. La arropó entre las mantas y cuando comprobó que estaba más tranquila y calmada, salió de la habitación sin hacer ruido. Bajó las escaleras y vio a su mujer llorando con un cubilete y unos dados en la mano.

— ¡Me dijiste que lo habías dejado! —Festan no entendía nada, ni mucho menos de dónde habían salido aquellos dados— Por tu culpa casi nos arruinamos, vinieron de la villa a por nuestra hija como pago, y tuvimos que empeñarnos aún más para que no se la llevaran. ¡Nos costó años recuperarnos! —estaba confuso— ¿y ahora vuelves a jugar?— Varussa lo acusaba y no sabía por qué.

— ¿Dónde está la extraña? —preguntó mirando a su alrededor.
— ¡Y a quién le importa! ¿Es que no escuchas lo que te estoy diciendo?

Festan corrió fuera en busca de su hijo. Fue al cercado y todo estaba en silencio. Rodeó el redil para buscarlo y sólo encontró a la res muerta y con el cuello partido. El resto del rebaño se agrupaba en lugar apartado, alejado del granero. Festan recogió una bielda sin perder de vista la entrada del enorme edificio donde guardaban el grano y se acercó cautelosamente. Abrió la puerta, todo estaba oscuro y en silencio. Encendió una antorcha y exploró el interior del granero. En una zona apartada, encima de un montón de paja, encontró el cuerpo sin vida de Umarai. Se encontraba con los pantalones bajados y la cara desencajada. Al granjero le dio un vuelco al corazón al ver el cuerpo de su hijo allí tendido.

Se oyó un grito fuera, un grito muy agudo. «Lisi», pensó. Automáticamente salió corriendo en dirección a la casa por miedo a que le sucediera algo malo a su pequeña. Cuando entró, encontró a Varussa colgada de una de las vigas que soportaban el peso del piso superior, se había ahorcado. Parecía que no había soportado volver a pasar por el calvario que casi les lleva a la ruina, la adicción que tenía su marido al juego. Creía que no había vuelto a apostar, y así era, pero a Festan no le había dado tiempo a explicarse.
La extraña estaba sentada en la butaca, con una sonrisa de satisfacción en su rostro. Lisi se encontraba en mitad de las escaleras y la señalaba con sus pequeños dedos. Volvía a tener la mirada de terror en los ojos.

— ¡Ella lo hizo!, disfrazada de hombre —Ahora lo entendía todo.

Festan se abalanzó sobre la extraña y la ensartó con las afiladas puntas de la horca. Un grito de ultratumba resonó en la habitación. Lisi se agazapó y se tapó con fuerza los oídos debido al estridente chillido. La extraña agarró el mango del apero de labranza y sacó poco a poco las puntas que le atravesaban el pecho, bajo la atónita mirada de Festan. La extraña tiró al suelo la bielda y se acercó hasta su agresor con una sonrisa en la boca. El fuego de la antorcha se interpuso entre ellos. La mujer retrocedió, no le gustaba el fuego y eso no se le había escapado al granjero. La acorraló justo delante de la chimenea y de improviso le dio un fuerte puntapié que la desequilibro y la lanzó al interior, a la lumbre. Una gran llamarada de color verde emergió y todo comenzó a arder.

Festan buscó a su hija entre el denso humo. Pasaron unos minutos hasta que el mismo se recuperó de la explosión y encontró a la niña. Salieron de la casa y se arrastraron como pudieron hasta que la estructura se desmoronó hasta los cimientos. Se oyó una gran carcajada en el cielo y cuando levantaron la mirada para ver de dónde procedía, un aura de color verdoso ascendió por encima de las llamas y se alejó.

Calena, la bruja, había vuelto a hacer de las suyas y eso le encantaba. Festan conocía bien a aquella bruja que atemorizaba a los habitantes de la villa, y se culpaba por no haberse dado cuenta de quién era la extraña que había encontrado tendida sobre la nieve. Se tumbó a los pies de los humeantes restos de su casa mientras veía alejarse a Calena. Lo había perdido todo.

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Sep 162015
 

Yánder comenzó a abrir los ojos con suma dificultad. Confuso, las primeras imágenes le llegaron bajo un suave velo rosado. No tardó en entender que se trataba de su propia sangre emborronando su vista, proveniente de una herida en la frente que debía tener una profunda relación con las punzadas de dolor que sufría.

Intentó incorporarse, aunque tener las manos atadas a la espalda no ayudaba en absoluto. Fue tras varios intentos, mientras se zarandeaba hacia atrás y hacía uso de sus piernas, cuando al fin logró adoptar una mejor postura, sentado sobre el suelo y apoyada la espalda en la cercana pared.
Relatos de Fantasía - Calabozos
Poco a poco, algo más definidas las formas de cada objeto a su alrededor, comprendió que continuaba en los calabozos, lugar al que acudió junto a su subordinado más inmediato para comprobar el estado de uno de sus más recientes prisioneros. Aún no había normalizado su visión, pero era capaz de distinguir las rejas de las celdas a cada lado del pasillo bajo la tenue luz arrojada por las lámparas de aceite.

Una serie de preguntas se sucedían en su mente, sin tiempo para contestarlas mientras cada una solapaba la anterior. ¿Qué había pasado? ¿Por qué se encontraba maniatado? ¿Quién fue el autor de semejante acción? No obstante, las respuestas llegarían pronto.

Al frente oyó lamentos que surgían de distintas gargantas. Sin embargo, no se trataba del sonido al que se había acostumbrado a oír en aquellas dependencias. Lo notó… distinto. La intensidad, el volumen… No había gritos que clamaran ser liberados, una nueva ración de comida o su propia inocencia ante los hechos por los que fueran encarcelados. En su lugar, aun siendo voces también desesperadas, el dolor mostrado era más profundo, involuntario. Yánder no supo interpretarlo, no al menos hasta que sus ojos fueron capaces de advertir los bultos a no demasiados pasos de su posición, cadáveres a los que no pertenecían dichos lamentos. Aquellos eran soldados, los destinados a custodiar a los prisioneros. Se lo indicaron las livianas y oscuras armaduras, aún más negras sí cabía entre aquellos húmedos muros.

El corazón del suboficial volvía a latir a gran velocidad. Así, haciendo acopio de fuerzas renovadas, logró ponerse de pie. Ahora disponía de un mayor campo visual del pasillo, en el que contó hasta seis cuerpos, todos inertes sobre extensos charcos de sangre. Entendió por ello que los continuos lamentos que aún seguía oyendo provenían del siguiente tramo de los calabozos, girando a la derecha al fondo del pasillo en el que se encontraba.

Maniatado como se encontraba, dirigió sus pasos hacia la puerta que le llevaría escaleras arriba en dirección al siguiente nivel, donde podría ser liberado de sus ataduras. Por contra, el acceso estaba cerrado a cal y canto. Le dio la espalda, se puso de puntillas y agarró el tirador con sus manos, pero, por más que lo intentó, no consiguió mover la hoja ni un solo centímetro.

Un terrorífico alarido captó toda su atención, quedando inmóvil y con la vista puesta en el fondo del pasillo durante algunos segundos. ¿Qué debía hacer? En su situación no era rival para nadie y parecía claro que allí de donde procedían los gritos debería enfrentarse a algo o alguien en absoluta desventaja. Por otro lado, tenía la opción de esperar a la llegada del relevo de los guardias cuyos cadáveres descansaban a sus pies, aunque tampoco sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente y si el siguiente turno accedería a los calabozos antes de que su integridad física se viera aún más comprometida.

Dudó un poco más, pegada su espalda a la puerta, cuando un nuevo alarido, más agudo y espeluznante que el anterior, inundó los calabozos. No, no podía quedarse allí parado, arriesgándose a perder la cordura mientras su imaginación empeoraba cada vez más la situación. Quizá, sólo quizá, no fuera mala idea, o no del todo, asomarse por la esquina y comprender a qué se enfrentaba. Sólo por eso, por entenderlo, avanzó con lentitud entre los cuerpos de los guardias muertos. En ellos vio profundas heridas a través de las cuales los abandonó su sangre. No obstante, lo más extraño fue comprobar que se hubieran desprendido de algunas partes de la armadura, lugares como los brazos en unos, piernas en otros e incluso el pecho en el más alejado, desprotegidas articulaciones que los terribles cortes casi cercenan.

Al fin alcanzado el término del corredor, pegó un hombro a la esquina, procurando no dejar demasiado de sí a la vista. Sus ojos no pudieron sino abrirse de par en par ante lo que divisaban.

En el nuevo espacio, teñido de rojo suelo y paredes, no sólo le conmocionó encontrar más cadáveres, en mayor cantidad y pertenecientes a todas luces a los presos, por sus harapos como vestimenta, sino ver que las cabezas y otros miembros quedaban desperdigados sin orden alguno a lo largo del pasillo. Sin duda, el autor o autores de dicha masacre debieron darse prisa a la hora de despachar a los guardias, los verdaderos rivales a batir en los calabozos, mientras a los prisioneros les dedicaron mayor tiempo y esfuerzos.

Los sollozos y gemidos crecieron en volumen, mucho más cercanos ahora. Sin embargo, el suboficial no vio al frente al causante de tal horror.

Movido por la sinrazón, pues de hacerlo en sus cabales no hubiese dado un sólo paso hacia delante, comenzó a sortear los irregulares pedazos humanos mientras sus pies se empapaban de la sangre acumulada en las grietas y agujeros del suelo. A los lados, abiertas las oxidadas puertas de las amplias celdas en las que sus ocupantes se encontraban encadenados a columnas y paredes, divisó aún más cuerpos mutilados, algunos aún agonizantes que dejaban escapar la vida con dolorosa lentitud por las heridas recibidas.

Con la boca a medio abrir, temblorosos los ojos mientras cambiaban de objetivo, Yánder no entendía la causa para producir semejante tormento. Delincuentes de poca monta la mayoría, asesinos algunos y estafadores y ladrones otros tantos, pero ya se encontraban cumpliendo condena por sus delitos; no era necesaria esta matanza, violenta y cruel, despiadada e inhumana contra personas que no podían haberse defendido.

Detuvo su avance un momento, cuando oyó el agudo chirriar de una de las puertas de barrotes. No supo si se abría o cerraba, no en un principio, pero poco importaba cuando ante él se materializó una alta y corpulenta figura vestida con su misma armadura. Y se había percatado de su presencia, tras lo cual giró su cuerpo hacia él. Sus movimientos eran lentos, mostrando una tranquilidad que Yánder no creía posible en una situación como esa.

Durante un breve periodo de tiempo, ninguno se movió, siendo el recién surgido de una de las celdas del fondo el que tomó la iniciativa. Levantó sobre su cabeza un descomunal hacha, que hasta el momento había pasado desapercibido para su observador, y lo bajó veloz hacia un hombre tumbado a sus pies, cuya vida debía pender del más fino de los hilos, al descubrir Yánder que se trataba de una de las personas que aún gemía, hasta que la ensangrentada hoja seccionó su tráquea. La cabeza rodó un par de pasos a un lado y el verdugo levantó una vez más su arma, apoyándola a continuación a su derecha.

La saliva se acumulaba en la boca del maniatado, ocupado en tragarla antes de ahogarse con ella, a la par que el sonido de su trabajosa respiración debía llegar hasta el dueño del hacha, que, de nuevo con pausados movimientos, se deshizo del yelmo. El terror tenía rostro, uno muy conocido para Yánder, pues reconoció en él a un compañero de armas con el que casi había compartido sus diecisiete años de carrera en el ejército.

Las palabras se agolpaban en su mente y su lengua se trababa, imposibilitándole articular una sola palabra coherente, ante lo cual sonreía divertido el de enfrente. Este dio algunos pasos hacia Yánder, mostrando en su grave voz una tranquilidad desquiciante.

—Pareces sorprendido, compañero.

Al fin, con la sangre helada y un más que aparente temblor en sus piernas, Yánder acertó a contestar.

—¿Por qué? ¿Por qué has hecho esto?

—¿Y por qué no?

¿Existía alguna peor respuesta para darle? Lo conocía bien como militar, tras los duros días de entreno como soldados o durante la intensa instrucción para lograr el ascenso hacia la escala de suboficiales. Pero ese hombre… tenía algo extraño, todos lo veían. Nunca participaba de las juergas en las que los compañeros reforzaban su amistad, ni mantenía ningún tipo de conversación cuando alguien procuraba saber algo más de él. Frío y solitario, destacaba como combatiente y poco más les interesaba a los altos mandos, pero nadie se preocupó por conocer los misterios que se guardaba sobre sí mismo. De dónde procedía; qué había sido de él antes de ingresar en el ejército; si tenía familia… No sabían nada de él.

Ahora, Yánder, sin duda golpeado por él mismo nada más poner un pie en los calabozos, era testigo de una auténtica pesadilla que como autor tenía a aquel por el que nadie se interesó más allá de sus capacidades para la lucha, y en su cabeza algo no debía ir bien. ¿Cómo puede armarse a una persona que es capaz de protagonizar tal horror? ¿Es que nadie podía haberlo visto venir? ¿O había una razón lógica para lo que había sucedido?

El corpulento hombre seguía avanzando hacia Yánder, levantando el hacha cuando alcanzó el punto medio del pasillo para sujetarlo con ambas manos.

—¿Qué motivo hay para hacerles esto? —volvió a preguntar mientras aún escuchaba algunos lamentos y jadeos—. ¿Qué bien puedes sacar de esta masacre?

Sus párpados se cerraron un poco más, a la par que inclinaba levemente la cabeza y apretaba con mayor fuerza sus manos sobre el mango.

—Soy malo… y me gusta.

Yánder ya no hacía caso al desbocado corazón que amenazaba explotar en el interior de su pecho, ni al sudor que empapaba por completo su cuerpo bajo la armadura recién estrenada un par de semanas antes, cuando al fin consiguiera el tan deseado ascenso. Sus piernas flaquearon y cayó de rodillas, con la vista puesta en los ojos de un auténtico demonio. A continuación, ningún sonido llegó hasta sus oídos y la vista se le nubló una vez más, esta vez por lágrimas en lugar de sangre. Al frente sólo vio una mancha oscura, la cual evitaba, por su cercanía, que la luz de la más cercana de las lámparas incidiera sobre él, al tiempo que sintió el frío contacto del hacha sobre su cuello.

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