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A lo largo del camino había escuchado historias que llegaban de lejos. Historias contadas durante las frías noches de invierno en la taberna de un pequeño pueblo perdido entre valles y lagos. Eran historias antiguas, casi leyendas olvidadas que cada atardecer un tal Aven relataba a aquel que se dejaba caer por allí.
Fueron muchas las palabras que llegaron a mis oídos. Las acercaban aquellos que habían podido oírlas de labios del joven narrador. Con ellas hilvanaba fantásticos cuentos llenos de olores, por los que en algún momento se sintió embargado, de imágenes descritas con la exactitud de quién las ha podido ver, de sonidos que consiguieron rozar su alma haciéndole notar en su propia carne el estremecimiento que solo un hombre de corazón sensible puede llegar a apreciar.
Sin embargo en todos aquellos años deambulando por pueblos, caminos y ciudades, nunca, nadie, me había descrito la taberna en la que Aven pasaba sus noches. Si en cualquier rincón del mundo hablan de una taberna, imagino una sala en penumbra, con suelos crujientes de putrida madera, de mesas ennegrecidas por el uso y el derramamiento de licores, cervezas o sangre de alguna que otra trifulca entre borrachos, con una solida barra desgastada tras las muchas friegas que el rechoncho y concienzudo tabernero efectúa una y otra vez como si de un ritual se tratase.
Pero lo que encontré al llegar a Pitria no fue precisamente la idea de taberna que había ido forjando en mi mente durante todas aquellas largas horas de conversaciones con desconocidos. Ni mucho menos. Lo que descubrí fue una sorpresa tras otra. A la taberna de Pi se entraba por una puerta más grande de lo habitual, posiblemente alcanzaba los tres metros de altura, seres de toda Tierra Quebrada debían darse cita en aquel recóndito lugar y se habían asegurado que pudiesen entrar. Era blanca, pero no blanca sucia, no. Era un blanco como de nieve recién caída, lisa, fina y sin ninguna imperfección que rompiera su superficie impoluta. Casi daba miedo empujarla, pero lo hice, y se abrió suavemente. Dentro… dentro… no había casi nada que pudiera encontrar en una taberna habitual. Rayos de sol iluminaban las cinco paredes a través de una bóveda acristalada. Columpios, hamacas y lianas colgaban del alto techo y se balanceaban rítmicamente con el impulso de sus ocupantes, decenas de ellos conversaban educadamente. Bandejas voladoras surcaban la estancia de un lado a otro llenas de vasos de cristal con formas y colores imposibles. Iban llenas, volvían vacías y desaparecían. En ningún rincón pude ver una barra, ni un tabernero, no había mesas ni olor a madera o vinos añejos. Demasiada luz.
Únicamente un elemento no desentonaba con la imagen formada en mi mente al cabo de los años. Se encontraba sentado en un viejo sofá en medio de la gran sala. A su alrededor un anillo de fuego crepitaba con pequeñas llamas controladas inexplicablemente. Un círculo mágico que le impedía salir y evitaba que nadie se acercara más de lo debido. Cubría su musculoso cuerpo con una vieja capa y la capucha apenas dejaba entrever un mechón negro como el carbón. Fue su mirada la que me obligó a tomar asiento y, como si sus ojos se posaran a la vez en todos y cada uno de los presentes, poco a poco el silencio se apoderó de la sala, la luz se atenuó y comenzaron a surgir las palabras del viejo Aven, un tabernero encerrado en su propio local que una vez más fue dando forma a una nueva leyenda.
Nunn
Puedes encontrarme en Tierra Quebrada
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Esta es la descripción que nos manda el autor:
A ciertas horas y a través del espejo parecen imágenes raras, pero si te fijas bien hay muchas personas en actividad.
En primer plano un camarero, limpiando un vaso con un paño sucio, mira su reflejo en el espejo y observa como las difuminadas y oscuras formas se mueven.
Aparecen todos sus clientes: Una mujer con el pelo verde a la izquierda, en una pareja no se sabe bien quien es hombre o quien mujer, otra camarera que torpemente se confunde con lo de atrás, gente que ríe, otros hablan, algunos beben, otros parece que lloran…
El movimiento, la suciedad de espejo, la confusión del alcohol y otras cosas, es lo que aprecia ese loco camarero, que descifra nada en un principio y descubre como el universo es infinito, mientras con sus ojos hinchados en sentimientos y confusión parece que nos pregunta:
¿y tú entiendes algo?
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—Está muerta –dijo el mago.
Delante, en un alto al lado del camino, una casa solitaria se caía a pedazos.
—¡Dioses! ¿Estás hablando de esa tabernucha abandonada?—dijo el buhonero rascándose la cabeza bajo el sombrero. Su mirada iba del esqueleto de lo que una vez fue un tejado, a los desconchones de la fachada. Era un auténtico milagro que la puerta aún se mantuviera erguida. Sobre ella una campanilla muda cargaba con tanto óxido como años de abandono, incapaz siquiera de oscilar.
—No me ha hablado.
El buhonero lo contempló extrañado. Estaba serio, apoyado en su cayado alto, quieto como una estatua, escudriñando con aquellos ojos que lo desnudaban todo. Siguió su mirada y sólo encontró tablas inertes sobre viejas piedras. La argamasa que las unía quedaba cubierta de musgo y pequeños matojos, cuando no estaba horadada. Las zarzas se habían adueñado de la parte trasera y sus ramas arañaban a ratos las paredes laterales, deseando engullirlas.
—¿Y qué debería haber dicho?
—Hola. Nada más, ni nada menos.
—¿Hola?
—No lo entiendes. Cuando una taberna dice hola, se te llena el corazón de alegría. Es la sonrisa de las miles de personas que una vez la visitaron. Es, es… en fin. —Suspiró, se acomodó su morral y avanzó–. Vamos, no hay otro sitio donde pasar la noche.
Antes de abrir la puerta, el mago detuvo a su compañero con un gesto. Realizó una inspiración profunda. Su mano izquierda se posó sobre el marco, y al hacerlo pareció que el tiempo se detenía. Su mano derecha tiró del pomo, las bisagras protestaron al girar y con los ojos cerrados miró el interior.
Y sólo vio oscuridad.
Bajó la cabeza y suspiró.
—¡Tch! Es una pena… una verdadera lástima…
En el interior aún se conservaba la barra sobre un murete de ladrillo. En el lado opuesto la chimenea resistía, aunque cegada de telarañas. El suelo estaba cubierto de hojarasca y algunas ramas muertas que habían caído a través del techo descarnado. Tardaron un rato en adecentar el lugar y encender un fuego.
—¡Dioses! ¿Te pasa algo?
—No. ¿Por qué?
—¿Qué por qué? Desde que entramos no has dicho palabra.
El mago miró las vigas de nuevo, y respondió:
—Tienes razón. Es este lugar. Es… es como si fueras a una feria y todo el mundo estuviera triste. Es… es…
La puerta se abrió. Un campesino maduro, con una rama de hinojo colgando de los labios, se presentó. Era capaz de hablar sin dejar de mordisquear el hinojo, y en seguida los puso al día de la historia de aquella taberna. Había sido un lugar concurrido en tiempos de su abuelo, pero una sucesión de malos dueños había espantado la clientela. Él ostentaba ahora la propiedad pero, a pesar de que el camino era muy transitado, no quería retomar el negocio.
—¿Por qué no? –inquirió el buhonero.
—¿No ves el trabajico que llevaría levantar to’ esto? –dijo el dueño mirando el techo y resoplando.
—Nada que no compense el negocio después.
—Ya, pero es un trabajo mu’ sacrificao.
—¡Trono divino! Menos que ser buhonero seguro. Para vender baratijuchas tengo que ir de feria en feria, andando todo el día. Sin embargo aquí estás siempre bajo techo, caliente y con algo que llevarte a la boca.
—Pero hay que aguantar a borrachos, y a los que les gustan las peleícas y to’ eso.
—¡Basta con echarlos de una patada y punto! Y siempre es mejor la compañía que la soledad del camino.
—Vale. Pos te la vendo.
El buhonero abrió mucho los ojos. Sus dedos acariciaron la barra y se imaginó sirviendo las mil recetas que había aprendido recorriendo caminos, contando anécdotas y escuchando chistes e historias. Sonrió, pero era una sonrisa amarga.
—¡Dioses! Ya me gustaría, pero no tengo dinero.
—Dame una miajica. Dos reales de plata y es tuya.
—¡Sólo dos reales! –vació la bolsa sobre la barra. No llegaba. Sopesó su fardo, lleno de mercancía por vender. Luego ojeó el techo y volvió la mirada triste.
—No tiés que dármelos ahora –dijo el dueño—. T’ará falta to lo que tengas pa’ empezar.
El Buhonero sonrió de oreja a oreja:
—Te daré cuatro. ¡Qué digo cuatro! Ocho. ¡Por todos los dioses! Voy a decorarla con los objetos más raros de mi colección. La gente vendrá sólo para verlos. Y verás qué comidas. Y cuando reconstruya la planta de arriba…
Mientras oía a su amigo, el mago se apesadumbró. “Pero está muerta”. ¿Cómo decirle que aquello era un fracaso seguro? No había milagro que volviera la vida a una taberna como tampoco lo había para resucitar muertos. Sabía que iba a ser muy difícil hacérselo entender y probablemente no lo haría. Los humanos solían ser increíblemente sordos al lenguaje de la magia.
Lo vio ir de un lado a otro, sin parar de hablar, acariciando la barra, ensayando juegos de manos con los vasos y sonriendo continuamente. Se preguntó qué sería más doloroso, si destruir toda esa ilusión ahora o dejarla morir en la agonía lenta de la frustración llevándose por delante plata, días y esfuerzo.
—¿Y tú qué piensas?
Se hizo el silencio. Campesino y buhonero lo miraban expectantes.
—Yo… mmm… —“Cuanto antes, mejor”, pensó, “sufrirá menos”— …yo he de decir que… —Nunca había visto los ojos brillarle así. Eso sí que era magia—. …mmm, que tengo que consultarlo con las estrellas.
Se levantó y anduvo hasta la puerta. Los goznes chirriaron. Salió y la campanilla sonó. Se detuvo en seco. Giró. La campanilla oscilaba. Lentamente posó su mano izquierda sobre el marco, la derecha sobre el pomo y con los párpados cerrados miró, y vio…
…una sala repleta de gente cantando con las jarras alzadas, las manos en el hombro contiguo, moviéndose al compás de sus corazones. Una sala casi vacía con sólo una pareja en el centro, abrazados, bailando, mientras dos velas presiden un pastel de bizcocho, mermelada y cariño. Diez zagales parapetados tras una muralla de mesas, cuando los cocineros asoman, una lluvia de cerezas estalla entre ¡ays! y carcajadas. Una mujer abraza llorando al tabernero, sus hijos están comiendo después de tres días sin probar bocado; está hambrienta pero es tan feliz que no puede dejar de llorar. Veinte parroquianos se retuercen en el suelo, ninguno es capaz de levantarse o parar de reír, ni saben que acaban de oír el mejor chiste jamás contado. Un bardo toca su laúd en el centro, todo está lleno de gente y sólo se escuchan las notas, que envuelven y te sacan el alma en lágrimas que brillan en los ojos de todos…
Abrió los párpados.
—¡Dioses, qué rápido te han hablado las estrellas! ¿Y qué dicen de lo que haré con esta tabernucha muerta?
Bajo el sarcasmo de la pregunta se escondía miedo y esperanza.
El mago sonrió.
—Un milagro.
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