Feb 262014
 
 26 febrero, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: ,  9 comentarios »

Quién tima a un dragón…

Estaba convencida que al final del angosto túnel encontraría un buen tesoro. Naila avanzó centímetro a centímetro, casi arrastras. Descubrir la entrada a aquella olvidada y remota fortaleza le había llevado semanas. Escrutó cada piedra, cada losa, cada oquedad;
hasta que finalmente su paciencia se vio recompensada y encontró una brecha por donde colarse. Su espíritu estaba ávido de hallar una fortuna de tiempos lejanos, aunque a decir verdad, lo que realmente le atraía era la búsqueda, el reto, superarse. Con catorce años había robado y saqueado tesoros de incalculable valor, así que ciertamente nada de aquello le hacía falta.

Relatos de fatasía - Tesoro del dragón
Inmersa en sus pensamientos salió del conducto, una gigantesca cueva se abrió ante ella, y a tan solo unos quince metros una pantagruélica montaña de oro y gemas descansaba, reluciente, al paso del tiempo, olvidada en las oscuras profundidades de la tierra. De pura sorpresa emitió un largo silbido, impresionada. En ese instante la pila de oro se removió, inquieta, como si tuviera vida propia. Las monedas y joyas resbalaron formando regueros fulgurantes y Naila pudo intuir una colosal forma oculta bajo el
valioso tonelaje.

Una cabeza reptiliana surcó el dorado oleaje que su despertar había provocado, alzándose a una altura de más de veinte metros. Un repiqueteo metálico rebotó en la cueva cuando las monedas cayeron desde las alturas deslizando por su escamoso cuerpo. Un poderoso brazo se izó en el aire, perezoso, y cuando alcanzó su máxima longitud descendió a una velocidad imposible sobre la ladrona. La enorme zarpa cayó, inmisericorde, y Naila pensó que su vida acababa en ese preciso momento; pero al contrario de lo que esperaba, la oscuridad no se cernió sobre ella. Al abrir los ojos se vio atrapada por las fuertes garras del dragón, aplastada contra el suelo. Estaba tan cerca que podía ver las innumerables y lustrosas escamas que formaban la dermis de la gran bestia. Aunque no se atrevió a tocarlas, estaba convencida de que serían más duras que el acero.

—¿Quién osa perturbar el sueño de Sul-Kanar? —preguntó el dragón muy lentamente.

—Una simple exploradora que eligió mal su ruta, vistos los acontecimientos más inmediatos —intentó exculparse Naila.

—No te molestes, sé a qué has venido. Todos venís a por lo mismo, queréis robarme mi fabuloso tesoro —sentenció la gran sierpe.

—Técnicamente el oro no sería tuyo, quiero decir que tú también lo robaste en algún momento —contraatacó la joven.

—No es menos cierto, pero dado que sus legítimos dueños murieron hace tiempo, o los maté yo, podemos convenir que toda esta fortuna me pertenece ahora.

La inmensidad de la antigua criatura era apabullante. Si quería escapar sabía que debía atacar de alguna forma su inteligencia, y según decían las malas lenguas acerca de los dragones era que: lo único más grande que su tamaño, era su ego.

—Supongo que ahora me devorarás.

—¿Devorarte? —Un estruendo de lo que Naila creyó eran carcajadas emergió de las fauces del dragón, inundando la cueva—. No voy a devorarte, vosotros los humanos no sois tan sabrosos.

—Es un alivio.

—No he dicho que vaya a devorarte, pero tampoco pienso dejarte con vida. Disfruto matando a los de tu especie de otras formas menos asquerosas para mi paladar que la deglución.

Sul-Kanar rio con ganas de nuevo.

—He de suponer pues que no estarías interesado en un juego de acertijos.

—Previsible y tediosa sugerencia.

—A mi me ha sonado más a genuina cobardía. Aunque estoy convencida que nn tienes miedo de perder contra un intelecto inferior como el mio.

—Creo que el esqueleto de tu izquierda también intentó apelar a mi supuesta cobardía para engatusarme… ¿o fue el de la derecha? —dudó Sul-Kanar.

—Entonces será un auténtico honor batirme, y ser derrotada en un auténtico duelo dialéctico, por una de las criaturas más astutas e ingeniosas que jamás haya pisado este mundo.

—Adulación, eso también lo intentaron otros con más labia que tú.

—Me estás dejando muy pocas opciones —se quejó la joven.

—Mira a tu alrededor, ¿qué te hace pensar que eres mejor que todos ellos? —preguntó el dragón haciendo alusión a los resecos y vetustos montones de huesos.

—Que aún sigo viva.

Sul-Kanar no pudo evitar reírse.

—Interesante respuesta, pero dime, ¿por qué los humanos sentís la imperiosa necesidad de ser humillados intelectualmente antes de morir? ¿Acaso perder la vida noes suficiente para vosotros?

—Puedo derrotarte, confieso que aún no sé cómo lo haré, pero no te quepa la menor duda de que el resultado me será favorable —apuntó Naila con fingida confianza.

—Orgullosas palabras de alguien que está a punto de perecer a garras de un dragón. En cualquier caso, he vivido eones, creo conocer de memoria todos los acertijos creados por tu frágil raza, niña.

—A todas luces, inverosímil —negó rotundamente Naila.

—Haz la prueba.

Había logrado encauzar la conversación, ahora solo tenía que pensar algún enigma que le permitiera ganar algo más de tiempo.

—¿Qué animal tiene todas las vocales?

—El murciélago —contestó Sul-Kanar ipso facto—. La verdad, esperaba mucho más de ti. Si te molestaras en observar el emplazamiento donde nos encontramos, tú misma podrías haber deducido que en esta cueva hay cientos de murciélagos. De hecho
llevo siglos contemplando esos espeluznantes bichos. Resulta terriblemente aburrido contarlos.

—De acuerdo, admito que quizá no ha sido el mejor comienzo… Veamos si puedes con este otro: un prisionero está cautivo en una celda que tiene dos puertas, una de ellas… —comenzó Naila en tono triunfal hasta que Sul-Kanar la interrumpió.

—¿Si yo le pregunto al otro guardián por qué puerta tengo que salir, qué me responderá? —acertó nuevamente el dragón reprimiendo un bostezo. —Creo haber respondido a este acertijo en concreto… más de cien veces.

—Dame otra oportunidad, al fin y al cabo si me matas ya, tendrás que reemprender tu aburrida tarea de contar murciélagos.

—No te das por vencida. He de admitir que eres tenaz, será una lástima deshacerme de ti.

Frenética, Naila lanzó la mirada en todas direcciones. Se quedaba sin ideas y la salida estaba a menos de diez metros, aquella pequeña oquedad por la que había penetrado en el cubil del dragón. Tan cerca y tan lejos. Pero ahora estaba rodeada por
cadáveres a los que pronto se uniría… Entonces tuvo una idea total y definitivamente descabellada, aunque por otra parte nunca había estado bajo las garras de un dragón y cualquier opción le parecía perfecta para mejorar su complicada situación.

—Está bien, te propongo un último juego de ingenio. Uno al que estoy segura ninguno de estos desdichados que nos rodean te retó. El juego definitivo que pondrá a prueba tu habilidad.

Sul-Kanar alargó su serpenteante cuello, acercando su descomunal y sobrecogedora testa hasta que esta quedó a tan solo unos centímetros de Naila. La visión de sus colmillos hizo que la joven ladrona tragara saliva con mucha dificultad.

—¿De qué se trata? —inquirió la sierpe con cierto interés.

—Antes quiero que me des tu palabra de que serás sincero en este juego, y que si gano yo, me dejarás en libertad.

—La mendacidad es una cualidad típica de los tuyos, no necesito recurrir a tretas para ganar a los de tu especie. Tienes mi palabra de que esta lengua no pronunciará falacia alguna.

—La acepto.

Sul-Kanar asintió levemente.

—Oigamos pues de que va ese juego… y por tu bien espero que, en verdad, sea interesante.

—Lo será, pues se trata del juego sobre como voy a morir, o mejor, de cómo vas a matarme.

El dragón entrecerró los ojos, no se fiaba de lo que aquella insignifcante humana pudiera estar tramando, pues sabía que los humanos eran seres traicioneros.

—Una cosa más, ¿comerme está descartado, verdad? —quiso cerciorarse Naila.

—Totalmente.

—En ese caso, te apuesto mi vida a que eres incapaz de matarme de una forma completamente original y distinta a la que usaste con todos estos infortunados que yacen en derredor. —El dragón rumió unos instantes—. No vale repetir —dijo la ladrona en tono juguetón—, tenemos un trato.

Por la cantidad de cadáveres y restos acumulados en la cueva era imposible que Sul-Kanar encontrara una forma novedosa de darle muerte, o al menos eso esperaba, y deseaba.

—Supongo que todo esto no es una argucia con ánimo de dilatar lo inevitable —advirtió Sul-Kanar—. No me gusta perder el tiempo.

—Es curioso que digas eso cuando llevas tropecientos años durmiendo.

El dragón no pareció entender el reproche de Naila, pues estaba claro que dormir, para el enorme reptil, no se consideraba en absoluto una perdida de tiempo.

—Sorpréndeme, Sul-Kanar. Otórgame una muerte digna de un poema épico. —La joven pronunció las palabras con gran dramatismo.

—Veamos —comenzó el dragón—, usar mi aliento de fuego imagino que no sería válido…

—Los montones de ceniza te delatan, amigo mio.

Sul-Kanar miró hacia su lado izquierdo y añadió:

—Destripados por mis garras. —Luego desvió su mirada a la derecha—. Reventados de un coletazo.

—Es una suerte que hayas agotado esas opciones, no debieron ser muertes agradables. Algo me dice que pronto seré libre. —Sabía que no era prudente regodearse, pero tenía que hacerle cometer un fallo.

—¡Silencio, chiquilla! —la conminó el dragón—. Cuando acabe contigo tu muerte alcanzará el estatus de obra de arte, y los bardos no cantarán otra cosa durante siglos.

Sul-Kanar se rascó la sobarba con una de sus garras, intentaba hacer memoria, su orgullo y reputación estaban en juego. Nunca había perdido y no iba a ser esta la primera vez. Analizó la estancia, escrutando cada vida que había arrebatado hasta que completó con su cuello un giro de trescientos sesenta grados.

—Empalado, chamuscado, decapitado y despedazado —enumeró Sul-Kanar con pasmosa precisión.

—¿Qué me dices de aquel hombretón? —preguntó Naila señalando los restos de una gran armadura oxidada, fingiendo ayudarle.

—Aplastado.

—Te quedas sin opciones.

—No puede ser cierto, tiene que haber una manera inédita que no haya usado antes, quiero decir, ¿es siquiera posible agotar todas las posibilidades? —Sul-Kanar se negaba a creer tal desenlace, aunque debía admitir que en cierto modo se sentía orgulloso de semejante hazaña.

El dragón se apoyó sobre sus cuartos traseros irguiéndose en toda su altura y se cruzó de brazos, pensativo, no parecía encontrar solución al dilema planteado por la joven ladrona. Aprovechando el despiste de Sul-Kanar, que la había liberado para adoptar una pose que le permitiera discernir mejor sus alternativas, la muchacha se deslizó en silencio y sigilosamente hacia la salida, y pese a no haber conseguido ningún beneficio material reconoció que salvar la vida era premio suficiente.

Y cuando Naila escapaba por la estrecha oquedad, henchida de orgullo por haber embaucado a un dragón, Sul-Kanar aún discutía consigo mismo empeñado en solucionar un problema que ya había dejado de ser tal.

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Feb 212014
 

―¡No, no, no! ¡Espera! ―gritaba el enclenque caballero mientras tiraba al suelo el pesado escudo y corría a protegerse tras una ancha columna natural de la fría y húmeda gruta―. Podemos arreglar esto de otra forma.

―¡¿De otra forma?! ―El enfurecido dragón, uno bastante pequeño y no porque fuera una cría, mantenía el ceño fruncido a la par que de sus ollares surgían leves cúmulos de humo―. ¡Entras en mi guarida, me atacas por la espalda y, ahora, clamas piedad! ¡¿Cómo tienes tal valor?!
Relatos de fatasía - Cueva del dragón
La exagerada amplitud de la caverna, tanto por el altísimo techo como por la separación de sus irregulares paredes, hizo rebotar la grave voz del reptil para aumentar enormemente su volumen y conducirla por las numerosas galerías hacia distintos puntos de la hueca montaña.

―Tú que osas entrar en mi cubil ―continuó la bestia―, tú que me despiertas bajo la amenaza del filo de tu espada, ¡tú que pretendías acabar con mi vida sin darme una sola oportunidad de defenderme!

El dragón de amarillas escamas apretaba con fuerza las garras de sus dos patas traseras en el suelo de arcilla, tan distintas de las dos delanteras, pequeñas y sin aparente uso en el erguido pecho, viendo cómo el humano, temeroso por su vida, daba rápidos saltos a un lado y al otro por detrás de la columna. Era consciente de que no iba a resultarle sencillo atraparlo.

―Pero fue un error, lo reconozco. ¿Acaso no veis con buenos ojos mi arrepentimiento?

―¡¿Y ahora me hablas de usted?! No lograrás calmar mi ira con vanas adulaciones y un falso respeto por éste que querías muerto hace sólo un minuto. Y mucho mejor que con buenos ojos, prefiero saborear tu arrepentimiento con mi caprichoso paladar.

―¡Vamos! Estoy seguro de que habrá mejores platos que disfrutar que el de un huesudo hombre que, a todo esto, lleva casi dos semanas sin lavar su cuerpo.

El gesto de desaprobación en el rostro del reptil animaron un instante al muchacho de no más de veinte años, estatura media y cintura tan delgada que a ojos de incluso un humano quizá pasase por hembra bajo según qué vestidos. Sin embargo, en seguida volvía a moverse con rapidez en busca de no quedar expuesto, ya fuera a las mandíbulas o al ígneo aliento de su enemigo.

―De todos modos, poco me importa que tu piel estuviera cubierta por costras y tu hedor pudiese envenenar el bravo mar del norte si al fin consiguiera tener al alcance ese cuello tuyo. No pienso perdonar tu afrenta.

―¿Ni siquiera si por salvar la vida de este desdichado tú salieras ganando?

―¡¿Ya vuelves a tutearme?! No, no hay nada que me hiciera regocijar con mayor intensidad que sentir quebrarse tus huesos entre mis colmillos.

―Sigo pensando que no deberías renunciar tan pronto a una buena propuesta.

―Sí cuando nada de lo que digas puede interesarme.

―¡Si aún no me has escuchado!

―Preferiría no tener que continuar escuchando tu estridente voz.

―¡Vaya! Tampoco es que la tuya sea la más imponente de los de tu especie.

El atrevimiento del humano, cuyos morenos cabellos hasta los hombros ocultaban por momentos su rostro en cada nuevo vaivén, sacó un poco más de sus casillas al dragón, que lanzó la primera dentellada al aire hacia el lugar que ya no ocupaba el chaval.

―¿Cómo pueden salir dichas palabras de la garganta de un hombre que por tan poca cosa entre los suyos ninguno de los míos se molestaría siquiera en dedicarle un simple vistazo?

―¿Quiere eso decir que cerrarás tus ojos para evitar verme marchar?

―En absoluto. Lo que quiere decir es que me sorprende que con tu ridícula forma física, con un enorme escudo que casi no has sido capaz de mantener en peso con una sola mano y sin armadura o cota de malla que te protegiera de los dientes o del fuego, vinieras hasta aquí para enfrentarte a un temible dragón.

―Hombre, temible, temible… No eres tan grande como tus hermanos mayores.

La puntilla que necesitaba el reptil para erizar sus escamas y atragantarse, sólo un poco, con el denso y negro humo formado en su garganta. No, no era tan grande como otros reptiles, pues ni siquiera pertenecían a la misma raza. La suya constituía el más bajo eslabón en la jerarquía draconiana, ejemplares de poco más de metro y medio de altura y apenas otros tres desde el hocico hasta el final de la cola. Solían esconderse de los demás y procuraban no dejarse ver nunca por los humanos, ya que algunos tenían la suficiente habilidad para derribarles desde el suelo al atravesar las alas con sus flechas o segmentarles el cuello con robustas y muy afiladas espadas. En realidad, bastante tenían con resignarse a esta situación y tener que esconderse del resto de las criaturas dominantes del continente para, encima, recibir este tipo de visitas y aguantar semejantes palabras.

―¡Pues bien que te proteges tras esa columna, todo por no enfrentarte a este tan poco temible dragón!

―Sin embargo, aunque tu fiereza no pueda compararse con la de otros dragones… ―Un nuevo y seco rugido hizo que el muchacho replanteara su alegato, tragando abundante saliva antes de continuar―. ¡Oh! ¡Terribles son tus dientes y garras! Comprende, por ello, que pretenda no caer a tu alcance, pues, en verdad, sí temo lo que consigas hacer con ellos en mi cuerpo.

―Mal actor eres, aunque peor caballero debes reconocer ser. ¡¿Por qué demonios viniste hasta aquí con la intención de matarme?!

―Por honor.

―¡¿Por honor?! ¡No me hagas reír! No hay honor posible en abatir al enemigo mientras duerme.

―¿Y desde cuándo los dragones sabéis algo del honor? Arrasáis nuestras aldeas con fuego y nos robáis ovejas y terneros para saciar vuestro apetito sin que en realidad os costase trabajo alguno cazar venados o jabalíes salvajes de los bosques.

―Ya los nombraste antes; ésas son acciones de los grandes dragones, no de los de mi raza, que nunca nos acercamos a los vuestros y preferimos escondernos de todos.

―Bueno, mejor razón para atreverme a enfrentarme a ti, que más posibilidades de victoria tendría que frente a otros ejemplares de mucha mayor envergadura.

―No has respondido a mi pregunta ―gruñó entre dientes el reptil.

―¡Mírame! Tú dices que has de esconderte, pues no menos he de hacer yo en mi poblado.

―¿Y cuál es ése poblado? ¿Brátel? ¿Nábade, quizá?

―No. Es… Naras. ―El chico pronunció el nombre a tan bajo volumen que el increíble oído de la bestia casi fue incapaz de oírlo, aunque llegó a hacerlo.

―¿Pero ése no es un asentamiento de mercenarios?

―Así es, ¡y me exigían una prueba de valor y coraje para permitir que me quedara entre ellos, por eso vine a por algunas escamas y dientes!

―¡Pues de escamas no sé, pero de dientes te vas a hartar!

El dragón amarillo, cuya cabeza quedaba a la misma altura que la del humano, se lanzó por uno de los lados de la columna. Sin embargo, el chico, ágil y veloz, supo escabullirse de la arremetida.

―¡Por favor! Si me dejas ir, juro que no volveré nunca más.

―Mis escamas y mis dientes… ¡Dime, ¿qué harías tú en mi caso?!

―¿Dejar marchar al humano?

El reptil recuperó su anterior ubicación de un salto, errando nuevamente en su intento de atrapar al chaval.

―¿De verdad pensabas que te sería tan fácil matar a uno de los míos?

―Al menos a uno chiquitito…

Una profunda bocanada dio como resultado que algunos de los morenos mechones del hombre quedaran aún más negros, si cabía dicha posibilidad, aunque el hedor desprendido no dejaba lugar a dudas del semiacierto del reptil.

―¡Pues ya ves cómo te salió la jugada! Un dragón, con independencia de su tamaño, es una de las mayores criaturas de la creación. Mira mis colmillos, maravíllate con mis alas, ¡teme mi aliento de fuego!

―Entonces, si dices ser tan temible, ¿por qué te ocultas de todos los demás? ―El reptil no le contestó. Se limitó a apretar la mandíbula y dejar escapar un ronco gruñido por su garganta mientras el joven seguía hablando―. No voy a negar que ahora tenga miedo de que me despedaces, podrías hacerlo en el caso de tenerme al alcance, pero tú tienes tantos enemigos como yo contra los que nada puedes hacer. Sí, increíbles tus alas que te permiten volar hasta donde yo nunca llegaré, poderosos tus colmillos que no conocen carne en este mundo que no puedan desgarrar; pero vives escondido y ojo avizor por si surgiera alguien contra el que nada puedas. De hecho, estoy seguro de que carroñeas o, al menos, te abalanzas hacia tus pequeñas piezas mientras éstas aún no son conscientes de tu presencia, como yo me disponía a hacer contigo. ¿De verdad eres tan distinto? ¿En serio lo crees?

―¿Y me lo dices tú que quieres ponerte a la altura de guerreros cuyas habilidades siempre te serán esquivas, los cuales se mofarían de ti cuando te vieron cargar tan pesado escudo y a duras penas te alejabas de ellos, quizá incluso arrastrando los pies?

El muchacho se detuvo un instante, dejando de dar los saltos que le hacían desaparecer cada dos o tres segundos de la vista de la bestia. A la mente le llegó el recuerdo de las carcajadas de esos que le pidieron una prueba de su fingida valentía, así como la imagen de los labios arqueados en exceso mientras se burlaban de él con estrafalarias sonrisas en sus rostros llenos de cicatrices. Se sentía débil y quería demostrar que no lo era, pero en esta gruta estaba empezando a comprender que no era posible camuflar una verdad tan rotunda.

El de amarillas escamas, contento de su victoria sobre el humano, se acercó lentamente hacia él, quedando su hocico a pocos centímetros de la cara del joven.

―Tienes razón en que me esconda de los más fuertes ―continuó el dragón en voz baja y muy, muy despacio―, pero soy lo suficientemente inteligente como para saber elegir a mis víctimas. En eso, por lo que veo, te gano por una notable diferencia.

El chico se quedó mirando los ahora tan cercanos ojos del reptil, mirada fija e intensa que carecían, por vez primera desde que saliera del asentamiento humano, de temor alguno. Esto desconcertó un momento al dragón, que le oyó hablar de similar manera a cómo él acababa de hacer.

―Sin embargo, tu orgullo y soberbia te llevarán a la muerte. ―Acompañó sus palabras girando unos pocos grados la espada, de modo que el reflejo de la escasa luz proveniente de la galería principal incidiera en la hoja y, así, su enemigo la viera de reojo, levantada el arma lentamente hacia el cuello una vez que salió de su campo de visión―. Los humanos seremos ingenuos, nuestra piel se rasgará con excesiva facilidad y nuestros sueños, ilusorios la inmensa mayoría de ellos, nos llevarán a realizar arriesgadas acciones que nos pondrán en peligro en numerosas ocasiones, pero no puedes dejarte llevar por esto para menospreciarnos a todos, para creer que sólo unos pocos son dignos rivales para ti.

Ambos se quedaron en silencio un rato; el furioso dragón maldiciendo el momento en el que dio por ganado el combate; el envalentonado humano decidiendo el momento de atravesar las pequeñas escamas amarillas con su espada. Por contra, otra idea apareció de súbito en la mente de este último.

―No voy a decirte que me arrepienta de haber venido hasta aquí y verme en esta situación, pues he aprendido valiosas lecciones frente a ti. Ahora comprendo que no necesito permanecer allí donde no me quieren, menos aún en un lugar al cual no pertenezco, así como tampoco deseo sesgar la vida de aquel que nada me ha hecho. Por eso, dime, ¿qué harías tú en mi lugar?

―¿Dejar marchar al dragón?

El humano marcó una triste sonrisa en el rostro, pero no bajó aún la espada.

―Sin embargo, el dragón aún no quiere dejar escapar esta presa. ¿Me equivoco?

―No le pidas a uno de los míos que reconozca su derrota, la cual difícilmente aceptará sin que la sangre que riega el interior de su cuerpo acabe bañando la parte externa de su piel.

―¿Significa eso que prefieres morir antes de que te deje vivir por piedad?

―No hagas estúpidas preguntas para las cuales ya conozcas las respuestas.

―Bien. Entonces, pongamos que bajo la espada. Supongo que en ese caso me atacarás y darás muerte. ¿Asomaría después en tu interior algún sentimiento de culpa tras demostrarte mayor honor del que tú profesas tener?

Las palabras del hombre hicieron mella en la conciencia del dragón, conciencia de la cual, hasta entonces, creía carecer.

―Los de mi especie saben qué es el honor, más que la mayoría de los humanos.

―¿Y cómo podrías matarme, entonces, una vez que reconocido mi error pretendiese dejarte marchar ileso?

Un nuevo rugido, caliente el aire al impactar en el rostro del muchacho, asomó entre sus dientes.

―Añade el don de la palabrería a tu lista, humano, pero no tomes esto por una victoria. ―Creyendo por sus palabras, y el tono tranquilo al pronunciarlas, que ya no había peligro de que se lanzase hacia la yugular, el hombre bajó la mano hasta el costado y el dragón, libre de la amenaza en forma de acero, dio un par de pasos hacia atrás―. Haz como si nunca hubieses estado aquí y reza porque nunca, en este o cualquier otro lugar, volvamos a encontrarnos.

Sin embargo, cuando el chico asentía y se disponía a abandonar la gruta, contento de esta nueva e inesperada oportunidad, un inmenso dragón de color azul surgió desde la mayor de las galerías. Podría haber entre once y doce metros desde el suelo hasta el mentón de esta nueva bestia, que caminaba sobre cuatro musculosas patas y golpeaba rítmicamente el suelo a su espalda con una también poderosa cola mientras se relamía al observarles.

El corazón del joven comenzó a latir desbocado y las gotas de sudor surgieron de improviso en su frente. El de escamas amarillas, por su parte, retrasó su posición hasta llegar a la altura del hombre, hacia el cual volvió la cabeza.

―Dime, humano. ¿No querías escamas y dientes de dragón?

El muchacho se obligó a mirar al que tenía a su izquierda y vio en sus ojos el temor que a él mismo le atenazaba. ¿Sería posible que, ahora, fuesen exactamente iguales? A ojos del azul, desde luego, lo eran.

―¿Y después nos los repartimos?

―¡Claro! Pero no quiero verte nunca más por aquí. ¿De acuerdo?

Dragón y humano centraron nuevamente su atención en el que en cualquier momento se lanzaría contra ellos. Hacía unos minutos pretendían matarse el uno al otro; ahora deberían luchar codo con codo, y eran conscientes de que no tenían apenas posibilidades frente a tan formidable contrincante. No obstante, ambos adoptaron una postura ofensiva. Las alas del amarillo quedaron extendidas en dirección al techo de la gruta, los ojos entornados y las fauces a medio abrir mientras enseñaba los dientes. El hombre flexionó las rodillas, levantó frente al pecho el mango de la espada y marcó una larga sonrisa en sus finos labios.

―De acuerdo, pero me pido ambos colmillos.

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