Jul 092014
 
 9 julio, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  2 comentarios »

—Sabía que te encontraría aquí, Breis —dijo una voz masculina a su espalda.

—Lo dices como si encontrarme fuese algo de lo que sentirte orgulloso, Keidra —respondió sin apartar la mirada de la espada desnuda que descansaba sobre el pequeño altar de piedra.

Llevaba horas allí sentada en la posición de meditación, hacía tiempo que ya no sentía las piernas, pero sus ojos grises parecían incapaces de separarse de aquella hoja del color de la sangre; las llamas de los cuatro pebeteros que iluminaban la estancia apenas arrancaban algún brillo al metal carmesí, como si este en vez de reflectar la luz la devorara.

—¿Qué haces aquí? —inquirió el hombre ignorando su comentario. Breis estaba segura de que si se volvía a mirarlo, encontraría una expresión preocupada en el rostro del estoico guerrero del yermo.

—La espada me llama. Siempre lo ha hecho —contestó sin apartar la mirada de la hoja recta y perfecta. Tan perfecta y sin mácula que parecía imposible.

—Es solo una espada, Breis.

Breis dejó escapar una amarga carcajada.

«¿Solo una espada? No, mi viejo amigo, la Devoradora no es solo una espada», pensó, pero no dijo nada en voz alta, sino que siguió contemplando aquel arma con el que había soñado desde que tenía uso de razón. De una forma o de otra, esa espada había estado siempre presente en su mente y en su vida. Todo lo que había aprendido del arte de la esgrima, el combate y la guerra, todo lo que los sacerdotes le habían enseñado de los Dioses y los espíritus, todo ello había sido para el día en que por fin empuñara la Devoradora. El mismo día en el que ella se convertiría en la Devorada.

—¿Te he contado alguna vez la historia sobre esta espada, Keidra?

—Cientos de veces… —Suspiró el hombretón.

—Y sigues sin creerme, por lo que veo. —Sacudió la cabeza.

—Es solo una espada —insistió el guerrero—, forjada de un metal extraño, y con valor sentimental y ceremonial para tu pueblo, pero una espada. Nada más, nada menos.

—Para ser un hombre del Yermo de Brejen eres bastante pragmático. Creía que tu gente no se diferenciaba mucho de la mía en cuanto a creencias y supersticiones.

—He vivido algunos años al sur de las montañas, supongo que eso me ha hecho más sabio.

—Ya. —Ahora rió con un poco más de humor—. Pero esta superstición puedes creerla. El día en que empuñe esta espada será el principio del fin para mí. Me convertiré en el Avatar de la Guerra de mi pueblo y la maldición me alcanzará, como alcanzó a todos los Avatares que fueron antes que yo. Es mi destino. Y no hay nada que pueda hacerse. La muerte es lo que me aguarda al final de esta guerra…

—Como a muchos otros guerreros. En eso no tiene nada que ver el que empuñes o no esa espada. ¿Qué diría Yuun si te oyese hablar así?

—Me daría la razón. Ella… —Maldita sea, por qué tenía que quebrársele la voz delante de la Devoradora. «Valor, Breis. Valor», se dijo y prosiguió—. Ella también conoce las historias. Mejor que muchos, ya que es hija de un sacerdote.

—¿Por eso todavía no has ido a casa? ¿Por qué tienes miedo de decirle que te han nombrado Avatar de la Guerra?

—Supongo que sí. Aunque es probable que ya se haya enterado. Este tipo de noticias vuelan.

—¿Y tienes planeado pasarte aquí el resto del día y la noche?

—Puede. Tengo que pensar en muchas cosas y prepararme mentalmente para la ceremonia de nombramiento y grabado.

Breis no pudo evitar estremecerse al pensar en lo que ocurriría durante dicha ceremonia. El nombramiento era una formalidad, pero el grabado… Un escalofrío recorrió su espalda al pensar en las horas de dolor que le esperaban hasta que el arcano sagrado que tatuarían en su espalda y brazos quedase completo. Si Keidra fue consciente de su aprehensión, decidió no decir nada al respecto.

—Faltan dos días para ello. Estoy seguro de que Yuun preferiría verte antes, porque en cuanto la ceremonia termine…

—Lo sé. Partiremos hacia el frente.

«Y probablemente nunca más volveré a verla…», pensó y por unos segundos dejó que las lágrimas ardieran en el borde de sus ojos, mas no las derramó. Iba a convertirse en el Avatar de la Guerra, ese tipo de «debilidades» debía quedar atrás. La muerte sería su único cometido, la victoria su meta, todo por lo que lucharía hasta su último aliento. Ese era su destino. Ser Devorada por la Devoradora. Era el precio a pagar por la ayuda de los dioses.

—Deberías volver a casa —repitió Keidra y le sintió avanzar unos pasos hasta quedar a unos centímetros de su espalda. Una mano enorme y encallecida se posó en su hombro y lo estrechó amistosamente—. Aquí no hay nada que puedas hacer. Piense lo que piense yo sobre vuestras historias, sí tú crees en ellas, entonces deberías aprovechar cada momento que te quede antes de partir para pasarlo con Yuun, si no lo haces, más tarde te arrepentirás.

Breis suspiró y sacudió la cabeza, haciendo bailar sus numerosas trenzas rubias.

—Odio cuando tienes razón —dijo inclinando la cabeza hacia atrás y mirando por primera vez desde que había llegado el rostro barbudo de Keidra. El hombretón le dedicó una sonrisa, que se reflejó en sus amables ojos azules. Como ella, llevaba el cabello rubio oscuro recogido en varias trenzas que se perdían por su espalda.

—¿Vamos? —inquirió Keidra.

—Vamos. —Se levantó entre gruñidos al sentir la circulación volver a sus piernas.

Dirigió una última mirada a la Devoradora, y junto al guerrero abandonó el pequeño templo, que volvería visitar dentro de dos días para la ceremonia que marcaría para siempre el resto de su vida, por corta que fuera a ser esta.

. — . — . — .

—Los Dioses decidieron. Los Dioses hablaron. Los Dioses bendijeron. Adelante, Breiseldra, Avatar de la Guerra, guía a nuestros guerreros y llévalos a la victoria. Empuña la Devoradora y haz caer la ira de los Dioses sobre nuestros enemigos.

Breis salió del templo vestida para la batalla; defensas de cuero y metal cubrían su cuerpo para protegerlo de los aceros enemigos, las mejores pieles como capa y sobrevesta para ahuyentar el frío de las Tierras Altas del Norte, y en su mano derecha la Devoradora. El metal carmesí no brillaba bajo los rayos del sol y el arcano sagrado de la empuñadora quedaba oculto bajo su mano.

Los guerreros y la gente del pueblo allí reunidos vitorearon su nombre y elevaron alabanzas a los Dioses. Breis alzó la Devoradora por encima de su cabeza y lanzó al viento el más fiero de los gritos de guerra. Sintió arder la sangre en sus venas y la espada pulsar con cada latido de su corazón. La Devoradora y ella eran una, el arcano sagrado de la empuñadura y el que recorría sus brazos de mano a mano cruzando su espalda las unían en una sola entidad.

Era el decimoquinto Avatar de la Guerra al que los Dioses concedían su don y su favor, algo que solo ocurría en las ocasiones de mayor necesidad para su pueblo. Tres estaciones atrás, los hombres de los Páramos Blancos habían decidido bajar hacia el sur e invadir las tierras de Dabrod, el extenso territorio que el pueblo de Breis había habitado desde tiempos inmemoriales. Aquellas eran sus tierras y no estaban dispuestos a cederlas a los salvajes hombres de los hielos del norte. Así que las diferentes bandas de guerreros de Dabrod se habían unido para luchar contra el enemigo común. Al principio les habían hecho retroceder, pero ahora llevaban varias lunas sin lograr nuevas victorias y los hombres de los páramos se hacían fuertes y resistían sus ataques. Por eso se había decidido pedir el favor de los Dioses y llamar a un Avatar de la Guerra. Breis era la última esperanza de su pueblo.

Breis recorrió con la mirada una última vez a la multitud reunida ante el templo; en sus ojos brillaba aquella esperanza que ella representaba. Mucha gente inclinó la cabeza cuando sus miradas conectaban en señal de respeto; Breis había dejado de ser una simple mortal, un guerrero más del clan, ahora era una elegida de los Dioses, portaba su favor y sus bendiciones, su nombre se contaría entre el de los grandes héroes de su pueblo y sus gestas se recordarían y cantarían entre las generaciones por venir. Finalmente su mirada se detuvo en Yuun; envuelta en una capa de piel de lobo blanco, el cabello rubio casi blanco recogido en una sola trenza y sus ojos verdes que no parpadearon ni un momento. Yuun inclinó la cabeza pero la volvió a alzar enseguida, dejando que sus ojos se dijeran por última vez las palabras de amor y despedida que habían sido intercambiadas durante los días anteriores. Breis asintió imperceptiblemente y dejó que una pequeña y triste sonrisa adornara sus labios unos segundos. Después se volvió hacia los guerreros que esperaban su orden para ponerse en marcha; Keidra aguardaba con ellos en primera línea. Era el momento.

Alzó nuevamente la Devoradora y con ella señaló hacia delante, hacia la batalla, la sangre y el dolor, hacia la victoria. Hacia la muerte.

. — . — . — .

Breis sintió el agotamiento alcanzar hasta el último rincón de su cuerpo, cuando se dejó caer sobre sus mantas aquella noche tras un largo día de marcha y escaramuzas esporádicas. El fuego de campamento ardía con fuerza ahuyentado el frío de los primeros días de otoño y Keidra asaba sobre él varios pedazos de la carne de los conejos que algunos de los hombres habían logrado cobrarse durante el día. Al fuego del Avatar de la Guerra eran bienvenidos todos aquellos que quisieran compartir con ella la carne, el pan y el hidromiel, pero lo cierto era que el respeto que sentían por lo que Breis representaba solía mantener alejados al resto de guerreros. Solo Keidra, su viejo amigo, que la conocía desde hacía varios años, compartía el tiempo de descanso con ella

Breis dejó la Devoradora en el suelo junto a ella. Pero por mucho que se alejara de la hoja, ahora que ambas estaban vinculadas siempre podía sentirla. Sentir cómo se llevaba gota a gota su esencia vital, su fuerza y su aliento. Cada combate y batalla era un paso más cerca de su final, pero también era un paso más cerca de la victoria de su pueblo sobre los hombres de los páramos. Desde que la Devoradora recorría el campo de batalla, las victorias sobre sus enemigos se habían sucedido una tras otra. Tal era el poder de aquella espada; la magia palpitaba en su interior y a través de Breis era liberada en la batalla, desatando la ira de los cielos y la tierra, acabando con grupos enteros de hombres en apenas un parpadeo. Los hombres de los páramos habían aprendido a temer a la Devoradora y en cuanto veían su rojo acero salían huyendo temerosos de aquel poder.

Relatos de Fantasía - La Devoradora

Pero todo aquello se estaba cobrando su precio en Breis. Cada día que pasaba sentía que su vida se acortaba un poco más. Sabía y comprendía que su sacrificio, que su muerte eran un pequeño precio a pagar por la supervivencia de su pueblo. Su victoria lograría que al menos durante dos o tres generaciones, los hombres de los páramos se lo pensasen dos veces antes de volver a incursionar en sus tierras. Sabía también que su muerte y su nombre serían recordados para siempre, que dar su vida por su pueblo era el mayor de los honores para cualquier guerrero. Los Dioses la habían elegido. La Devoradora la había reclamado desde que era una niña, desde que por primera vez soñó con su hoja carmesí. Desde entonces había sabido que llegaría el día en que su vida sería tomada por la espada a cambio de las victorias que juntas conseguirían.

Pero saber todo eso, ser consciente de ello no quería decir que lo aceptase sin ningún remordimiento; atrás dejaría gente a la que quería y que la quería, gente como Yuun y Keidra, que pese a aceptar como ella aquel inevitable destino, sentirían su marcha en lo más profundo de sus seres. Breis sabía que dejaría un vacío en sus vidas, pero no había nada que pudiese hacer ya para evitarlo. Huir no era una opción, nunca lo había sido. Tampoco temía a la muerte, en irse de esa manera, con los más altos honores, sabiendo que se habría ganado un sitio entre los grandes héroes y los Dioses en la otra vida. No, lo que encogía su corazón era el hecho de todas las promesas que ya no podría cumplir con la gente importante que dejaba atrás.

Moriría con todos los honores, la mejor y más digna de las muertes para un guerrero de las tierras de Dabrod, pero lo cierto era que cuanto más cerca estaba de su último aliento, más lamentaba el hecho de no poder morir vieja y marchita en su cama dentro de muchos, muchos años vividos con las personas que amaba.

—Para estar en lado vencedor de las últimas batallas, pareces demasiado deprimida —comentó Keidra tendiéndole un pedazo de carne asada—. ¿A qué viene esa expresión tan taciturna?

—Solo cansancio —contestó. Era a medias verdad, a medias mentira, pero de nada serviría compartir con su amigo aquellos pensamientos; él seguía sin creer en la maldición de la Devoradora, pese a estar siendo testigo de cómo después de cada batalla, Breis parecía más cansada, más débil y tardaba un poco más en recuperar sus fuerzas.

—Pronto esta guerra llegará a su fin —dijo Keidra en lo que debía ser un intento por animarla—. Antes de la siguiente luna azul estaremos de vuelta a casa. El último reducto de hombres de los páramos se encuentra en las Lágrimas. Seguramente, la última batalla será a orillas de los lagos helados.

Breis asintió, pero no añadió nada. La última batalla sería su final también, si es que este no llegaba antes. Sacudió la cabeza desechando aquella idea. Todos los Avatares de la Guerra antes que ella habían sobrevivido hasta acabar con la amenaza que se cerniera sobre su pueblo. Quizás la Devoradora sabía hasta cuándo tendría que aguantar su portador. O quizás los Dioses lo hacían posible. En cualquier caso, Breis estaba segura de que no moriría hasta que los hombres de páramos ya no supusieran un peligro para sus tierras. Y como Keidra había dicho, eso ya no tardaría en ocurrir.

—Keidra… —llamó dejando a un lado su cena; tampoco es que tuviera mucho apetito últimamente.
El hombretón se volvió a mirarla, su expresión oscureciéndose al ver la seriedad de su gesto y escuchar el tono con el que había pronunciado su nombre.

—¿Qué?

—Quiero que me prometas algo. Y, por favor, no digas nada, no me contradigas. No en esto. Pienses lo que pienses, necesito que hagas esta promesa por mí, ¿de acuerdo? —Le miró a los ojos con una intensidad que muy pocas veces empleaba fuera del combate. Keidra asintió—. Quiero que me prometas que cuidarás de Yuun, que te mantendrás a su lado siempre, incluso cuando encuentre a otra persona con la que compartir su vida y ser feliz. Que harás cuanto esté en tu mano para asegurarte de que sigue adelante cuando yo ya no esté. Prométemelo. Júralo por los Dioses.

Los ojos azules de Keidra se oscurecieron y por un momento parecía que iba a protestar, pero finalmente asintió y apoyó su mano derecha sobre su corazón.

—Lo juro por los Dioses. Cuidaré de ella siempre, Breis, tienes mi palabra.

—Gracias, viejo amigo. —Breis sonrió, una de las pocas sonrisas genuinas que le quedaban ya. Sabía que Keidra cumpliría su palabra y que esa promesa de alguna manera evitaría que sacrificase su vida tontamente en las batallas que estaban por venir. Su destino estaba sellado, pero no así el de Keidra y Yuun y eso era todo cuanto importaba.

. — . — . — .

Tal y como Keidra había predicho, antes de que las lunas roja y verde se ocultaran y saliera la siguiente luna azul, las bandas guerreras de Dabrod se encontraron frente a las últimas fuerzas de los hombres de los páramos. Las Lágrimas serían su último campo de batalla, el lugar donde aquella guerra tendría su final, pues después solo quedaría perseguir y hostigar a los supervivientes hasta un poco más allá de las fronteras naturales entre ambas tierras.

La batalla había comenzado al amanecer de un gris y frío día de otoño y Breis había sabido nada más desenvainar la Devoradora que aquel sería su último amanecer. Lo podía sentir en el arcano sagrado ardiendo en su piel cada vez que usaba la espada y desataba su poder, fundiendo el hielo de los lagos con sus llamas carmesíes, abrasando o ahogando a sus enemigos. Cada lance, cada golpe mágico liberado desgarraba un poco más su cuerpo, rompiéndolo, devorando su esencia vital. Su espalda y brazos eran como una llamarada interminable y el dolor era cien veces peor de lo que había sentido hasta entonces, solo la fuerza de voluntad y la adrenalina la mantenían en movimiento, luchando y liderando a sus guerreros hacia la victoria. Ya ni siquiera sentía satisfacción al ver el terror en los ojos de los hombres de los páramos. Se moría y lo sabía. Se moría y paradójicamente no sería el arma de un enemigo la que se llevaría su vida, sino su propia espada, consumiendo su fuerza hasta el final, cobrándose el alto precio de la ayuda de los Dioses.

Breis había perdido la noción del paso del tiempo sin sol por el que guiarse. Se encontraba en lo más reñido del campo de batalla, la temprana nieve otoñal bajos sus botas teñida de sangre, roja como roja era la hoja de la Devoradora, sedienta de la sangre de sus enemigos y de la su portador. Una fina llovizna había comenzado a caer en algún momento del día, dando paso poco después a una lluvia fría y constante, que se mezclaba con la nieve y la sangre, con la vida y la muerte que tomaba lugar en aquel campo de batalla. Breis luchaba con el poder de su esgrima y el poder de la magia. Ella sola contra un mar de enemigos, porque para sus aliados sería arriesgado estar cerca cuando desataba la magia de la espada. Y aunque los hombres de los páramos temían aquella espada y la temían a ella, un considerable número de ellos le estaban haciendo frente en aquel lugar; quizás su último intento desesperado por dar la vuelta al resultado final de aquella contienda que sabían casi perdida. Pero como Breis y sus guerreros, ellos también eran hombres de honor, hombres que pese al miedo no iban a huir y que preferirían caer luchando que dando la espalda a sus enemigos como cobardes. Breis los admiró por ello y sintió respeto por aquellos guerreros, por la forma en la que habían elegido morir. Una muerte tan digna y honorable como la suya, incluso en la derrota.

Breis giró lentamente sobre sí misma, defendiéndose de las acometidas de sus enemigos más cercanos, observando que entorno a ella no había ninguno de sus hombres cerca, solo hombres de los páramos hasta donde alcanzaba la vista.

«Bien. El plan ha funcionado», pensó recordando la estrategia que ella y sus lugartenientes habían planeado el día anterior. Mientras ella se dirigía al corazón de las fuerzas enemigas, sus guerreros los irían rodeando, conduciéndolos hacia el interior de las Lágrimas, hacia una trampa de hielo y agua de la que no podrían escapar. Breis tampoco, pero eso no importaba, porque aquella sería su última batalla, así se lo había hecho saber a sus lugartenientes y a Keidra, que pese a protestar más tarde el plan escogido, nada pudo hacer para que cambiase de opinión. Antes de partir hacia los lagos, le había recordado al hombretón su promesa, asegurándose de que no haría ninguna tontería como intentar seguirla en la batalla.

Afortunadamente y, estaba segura, a regañadientes Keidra se había mantenido en su posición junto con el resto de sus guerreros, conduciendo al enemigo hacia la trampa en la que ya se encontraban.

Era el momento. Breis elevó una última plegaría a sus Dioses, no por ella, sino por quienes dejaba atrás, por su pueblo y por las almas de aquellos que se llevaría con ella a la otra vida.

Sintiendo el fuego abrasador de su espalda arder con una fuerza capaz de dejarla sin sentido en cualquier momento. Sintiendo cómo cada rincón de su cuerpo se desgarraba, incluida su alma. Sintiendo cómo las últimas gotas de su esencia vital eran devoradas por la espada. Sintiendo cómo el aire de sus pulmones se vaciaba por completo y su corazón estallaba en su pecho, clavó la Devoradora en la nieve y el hielo bajo sus pies dejando escapar un alarido salvaje de dolor que se elevó sobre el campo de batalla y la lluvia.

La Devoradora se encendió en una llamarada rojo sangre, envolviendo sus manos y brazos, pero Breis ya estaba más allá del dolor, sus ojos girses se habían velado en blanco y por cada poro de su piel manaba la sangre. El hielo que cubría el lago se quebró como cristal, estallando en varios puntos, empalando a algunos hombres, otros cayeron a las frías aguas, lastrados al fondo por el peso de sus armas, sus botas y sus armaduras de piel empapadas, y otros fueron devorados por las llamas innaturales de la Devoradora.

Los guerreros de Dabrod observaron la dantesca escena desde el límite del campo de batalla. Se estremecieron al oír el grito final de su Avatar de la Guerra arrastrado por el viento. Y por un momento todos guardaron silencio, solo roto por el ruido del hielo al romperse y los gritos de los hombres que morían allí. Hasta que finalmente, varios guerreros prorrumpieron en vítores y alabanzas a los Dioses y a su elegida. Y pronto todos los hombres celebraban la victoria que su Avatar de la Guerra les había dado sacrificando su vida a cambio. Solo había un hombre entre ellos que permaneció en silencio, la mano crispada sobre la empuñadura de su espada y las lágrimas ardiendo en sus ojos.

Keidra, que no había querido creer en las supersticiones de Breis y su pueblo, no podía negar ahora que su amiga había estado en lo cierto todo el tiempo; aquella había sido su última batalla, aquella guerra había sido su final. Ya fuera por la maldición de la espada o por haber elegido morir de aquella manera para acabar con el mayor número de enemigos posible, eso ya no importaba, Breis había hecho aquello por lo que los Dioses la habían elegido: había traído la victoria al pueblo de Dabrod. Y en aquella acción había encontrado la muerte, una muerte que sería recordada durante largos años, de eso Keidra estaba seguro.

Ninguno de los guerreros allí presentes podría olvidarlo jamás. Keidra tampoco, como tampoco olvidaría el juramento que le había hecho a Breis. Pero por el momento debían asegurarse de matar o echar a los pocos supervivientes enemigos que quedaban. Breis les había dado la victoria, mas aún no habían terminado la batalla.

. — . — . — .

Dos días fueron suficientes para terminar de echar a los hombres de los páramos de sus tierras y de vuelta a los Páramos Blancos allá al norte del norte. Solo entonces, cuando finalmente los guerreros de Dabrod empezaban el camino de vuelta a sus hogares, Keidra y varios lugartenientes volvieron a las Lágrimas. Una reciente nevada la noche anterior había cubierto con un sudario blanco los cadáveres congelados que todavía se esparcían entre los lagos. El lugar en el que Breis había desatado su golpe final seguía milagrosamente a flote, aunque llegar hasta él supuso todo un trabajo delicado y el uso de cuerdas atadas a las cinturas por si el hielo se quebraba bajo ellos.

Keidra fue el primero en alcanzar el lugar. Esperaba encontrar el cuerpo consumido por las llamas de su amiga, pero allí no había nada, salvo la hoja roja, a la que ni siquiera la nieve parecía poder cubrir. La Devoradora descansaba desnuda clavada en el mismo punto en el que Breis la había hecho caer, pero de su portadora no quedaba ni el más leve rastro.

—Que los Dioses la tengan en su gloria. —Oyó Keidra decir a uno de los hombres que lo acompañaban.

Keidra había visto muchas cosas en su vida, pero que un cuerpo desapareciera así… Era imposible. Sin embargo… Quizás las leyendas eran ciertas y la Devoradora había devorado a Breis por completo… Quizás su alma reposaba ahora dentro de aquella hoja carmesí que no reflectaba la luz del sol, su fuerza y su espíritu añadido a la fuerza y el poder de la espada.
Keidra cerró su mano entorno la empuñadura y en silencio elevó una plegaria a los Dioses de Breis y los suyos propios. Y en voz alta dijo:

—Has cumplido con creces el designio de los Dioses, Breiseldra. Descansa ahora en paz, pues tu muerte ha traído la paz a tu pueblo. —Sacó la Devoradora del hielo, asombrándose de la facilidad con que lo hizo, y clavó su propia espada en su lugar; en el plano de la hoja había grabado el nombre de su amiga y un pequeño epitafio que repitió desde su corazón—. Tu pueblo y tus seres queridos no olvidarán jamás tu sacrificio. Tu nombre se recordará por siempre. Descansa y espéranos mientras bebes el hidromiel junto a los héroes y los Dioses.
»Y yo cumpliré mi promesa.

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Jun 132014
 
 13 junio, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  Sin comentarios »

— ¡Digicio! ¿Me llamabas? —preguntó el capitán.

Se encontraban en lo alto de las murallas de la ciudad de Arnias. Décimo Digicio Nemerius observaba los fuegos que alumbraban el campamento del ejército que asediaba la ciudad desde hacía meses. El comandante era un mercenario contratado hacía años para ponerse al frente de la pequeña guarnición de la urbe, situada en una posición estratégica entre los dos estados rivales.

Relatos de Fantasía - Asedio al castillo

— Se preparan para atacar —se limitó a decir mientras no quitaba ojo a lo que ocurría al otro lado de los muros.

Aeros respetaba a aquel hombre, casi lo veneraba. Habían luchado y convivido durante muchos años, casi desde su llegada a la ciudad. Sus dotes para el mando hacían gala de su reputación de buen general. Sin embargo, allí arriba y en mitad de la noche, sin quitar ojo al enemigo, hacían sentir al capitán bastante inquieto.

— ¿Por qué te preocupas tanto, Digicio? —le contestó sin preocupación—, llevamos diez meses aislados y no han sido capaces ni siquiera de atravesar los muros.

— Sin una vía de escape es cuestión de tiempo.

— Tenemos suministros, si no descubren los pasadizos…

El ajetreo dentro del campamento era palpable, pero con la leve luz proveniente de las hogueras, no se podía distinguir lo que hacían en la lejanía. Décimo Digicio llevaba allí apostado desde primeras horas de la noche, intentando vislumbrar algo que le dijera qué es lo que iba a pasar cuando saliera el sol. Su corazón lo percibía, pero no quería creerlo.

— Eso ya da igual Aeros.

— Mientras tengamos agua, comida y un buen sitio donde descansar ¡no tendremos problemas para aguantar el tiempo necesario! —El capitán estaba seguro de sí mismo—. ¡Mírales, Digicio!, ellos pasan frío y duermen sobre el duro suelo. ¡Su moral está bajo mínimos!

— Se han cansado de esperar —discrepó para sí el comandante.

Han llegado los espías. —Les interrumpió un soldado.

Dos hombres corpulentos se acercaron. Iban sin las armaduras reglamentarias y con apenas un cuchillo más largo de lo habitual, diseñado para degollar en silencio a sus víctimas. Su indumentaria era para no hacer ruido y poder pasar desapercibidos durante la noche. Digicio les miró inquisitivamente, queriendo saber qué era lo que habían visto. Los dos mostraban en su rostro lo que el comandante no quería creer.

— Han llegado refuerzos —dijo uno de ellos.

— El ejército regular —continuó el otro.

Están con los preparativos, ¡atacarán al alba! —Les despidió con un gesto y continuó observando el campamento enemigo. Aeros lo miraba en silencio, los había subestimado.

— ¿No han venido para ayudarles, verdad? —preguntó.

— ¡Atacaran por la mañana!

— Quizás si firmáramos un tratado y nos rindiéramos, respetarían a las familias. —Le intentó convencer el capitán, al verse sin salida.

— Ningún ejército que expanda su territorio y tenga un afán conquistador, lo hace sin derramamiento de sangre.

— ¿Pero tal vez…? —insistió.

— Esos hombres han pasado casi dos inviernos en ese campamento, sin otro entretenimiento que los dados y las rameras que los acompañan —le explicó Décimo Digicio—. Querrán su botín y no sólo son las riquezas de la ciudad. ¿Qué crees que harán con nuestras mujeres? ¿Donde crees que acabaremos tú o yo, Aeros? ¿En las minas del norte? ¿En galeras?

— ¡Lucharemos!

— No nos matarán a todos. —El comandante le miró a los ojos—. ¿Y luego qué?

— Esperaremos a que lleguen refuerzos.

— Si no han llegado ya, no llegarán mañana. —Aeros comenzaba a comprender las intenciones del comandante.

— ¡No pienso hacerlo Digicio! ¡Lucharé!

— Voy a hablar con el consejo —le contestó de una forma un tanto seca.
Aeros se quedó pensativo, mirando los movimientos que había a lo lejos dentro del campamento. Ahora era él quien estaba preocupado.

II

Los preparativos tardaron más de lo esperado y el asalto se produjo cerca del mediodía. La ciudad estaba en calma y nada hacía presagiar una gran resistencia. El general Murino lanzó sus huestes contra la muralla. Los arqueros comenzaron a disparar, acompañados de catapultas y lanzapiedras, para proteger en la medida de lo posible a los hombres que se acercaban a los muros con escalas, y al pequeño ariete que comenzaba a llamar a las puertas de Arnias.

No se habían percatado, debido al alboroto desplegado, de que nadie dentro de la ciudad estaba repeliendo el ataque. Las escalas se posaron sobre la muralla sin oposición, el ariete golpeaba los portones, y las flechas y piedras chocaban contra la pared de roca. Los soldados abrieron las puertas antes de que el ariete terminara de demolerlas, y para sorpresa de todos, un sólo hombre les hacía frente con la espada en la mano.

Todo el ejército se detuvo en silencio, esperando la respuesta de su general. Los soldados no sabían qué hacer. Antes de entrar en la ciudad, Murino contempló la figura del hombre que los desafiaba. Empuñaba la espada y una pequeña rodela. No alcanzó a ver nada más, a pesar de que los hombres apostados en las murallas y los que habían atravesado los muros por el portón, no dijeron nada de lo que pasaba en el interior de la ciudad.

Murino ordenó a un soldado que acabara con el insolente, no le gustaba perder el tiempo. El soldado se acercó y atacó. El tajo bajo oblicuo, fácil de esquivar. El guerrero dejó pasar el golpe y le clavó la espada en la boca del estómago. Cayó en el acto.

Dos soldados más se adelantaron. El guerrero detuvo el golpe con el pequeño escudo, mientras apuñalaba a uno de los soldados. Después giró, evitando que a su segundo oponente le diera tiempo reaccionar y le alcanzó el cuello. Su cuerpo se desplomó de costado.

Un grupo de diez soldados acudieron en ayuda de sus camaradas. Los dos primeros cayeron bajo el filo de la espada y una tercera logró desarmarle. Sin embargo, el ímpetu de la respuesta fue tan grande, que dos golpes con la rodela fueron suficientes para derribarle sin sentido. El resto atacó decidido.

El guerrero fintó y le arrebató una lanza a su adversario, cayendo de rodillas herido por el filo de otra pica. Se levantó deprisa, aún estando herido, y blandió su arma describiendo círculos en un vano intento de mantener alejados a sus enemigos.

— ¡Basta! —gritó Murino. Todos bajaron sus armas y dieron un paso atrás. — ¡Derribadle, le quiero vivo! —Dos saetas volaron y se clavaron en las piernas del guerrero, haciendo que se cayera al suelo.

Cuando el general cruzó la puerta de la ciudad vio los cuerpos tendidos de sus ciudadanos. Habían preferido quitarse la vida a someterse a las vejaciones de sus enemigos, preferían morir libres que claudicar ante las atrocidades de sus oponentes. Los hombres habían quitado la vida a sus mujeres e hijos, a continuación, se habían suicidado con su propia espada.

Murino salió de la ciudad en busca del único guerrero que les había hecho frente.

— ¿Por qué lo han hecho? ¿Es que no son capaces de defender su hogar? —gritó enfurecido.

— Esta es una ciudad pequeña y no hubiésemos podido hacer frente a tu ejército, general. —El hombre se encontraba tendido de rodillas, desangrándose—. ¿Cuál es el destino que les esperaba? Prefirieron morir con honor, a su manera. Decidiendo ellos mismos cómo hacerlo.

¿Y tú por qué no has hecho lo mismo? —preguntó Murino de manera despectiva.

— Cada uno decide morir como quiere —respondió altivamente—. Prefiero hacerlo luchando. —Murino miró los cuerpos de los pocos soldados que habían muerto aquel día.

— Admiro tu valor, pero tú no tendrás esa suerte. No morirás como quieres, lo harás en las minas —Murino le dio la espalda— ¡Quemadla!

Arnias ardió hasta los cimientos, pero sus habitantes se convirtieron en mártires para otros. Su muerte había sido un símbolo para aquellos que los consideraron héroes, e hicieron frente al ejército de Murino.

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Jun 112014
 

Hacia días que le tenía ganas a este tema. Como preparar una muerte épica. En realidad a pesar de la inofensiva apariencia del tema un simple vistazo a libros como El Señor de los Anillos o a Juego de Tronos nos demuestra que matar es muy fácil, extremadamente fácil, pero conseguir que sea épico es un objetivo de gran envergadura. Miles de orcos y soldados murieron en La batalla de los cinco ejércitos, por nombrar alguna al azar, pero aquellos hechos que nunca debieron ser olvidados se perdieron en el tiempo. Nadie recuerda al pobre soldado que dio su vida y la de sus amigos para evitar que el mundo se sumiera en el caos y la oscuridad, así que nuestra tarea para hoy será darle una muerte épica como se merece a ese soldado desconocido.

Lo primero que vamos a necesitar es un enemigo digno de tal nombre. Por ejemplo, un goblin no nos serviría, ocupan uno de los peldaños más bajos en la escalera de villanos y enemigos. Podríamos añadir más cantidad, pongamos unos cincuenta goblins frente a nuestro soldado, o mejor aún, una tribu entera de goblins furiosos y sedientos de sangre, cientos de ellos frente a nuestro soldado desconocido. Relatos de Fantasía - Laboratorio NigromanteSobrevivir a una tribu de goblins casi le otorgaría la condición de héroe, sin embargo no es suficiente. Necesitamos a un enemigo que infunda terror con solo nombrarlo, un dragón puede lograr ese efecto, llevan miles de años forjándose un nombre y parece que les ha funcionado bastante bien hasta la fecha. Pero las peleas contra dragones suelen ser cortas y la mayoría acaban de la misma manera, con el aspirante al título convertido en cenizas. Además, los dragones no son especialmente malvados. Queman, destruyen, devoran, pero no son especialmente malvados. Si queremos conseguir un efecto mayor necesitamos un nigromante, un ser de gran inteligencia, acostumbrado a traicionar, matar y abusar de su poder en su propio beneficio o para sumir el mundo en las tinieblas. Si, creo que Karh’gôlth el nigromante va a cumplir bien con su papel.

Lo segundo que necesitamos para crear una muerte épica es un gran objetivo, algo por lo que luchar. Presentarse en la torre de un nigromante y ensartarle con una espada, así de buenas a primeras, no resulta demasiado épico. Pero… ¿y si ese nigromante estaba tratando de convertir en pulgas a todas las arañas? ummm… bueno tampoco suena demasiado épico, hay que esforzarse un poco más sino los únicos personajes que van a recordar a nuestro héroe van a ser las pulgas y las arañas.

Si, eso es…

el malvado nigromante, desde lo alto de su oscura torre llevaba años planeando el conjuro que traería la oscuridad eterna a nuestro mundo, muchos habían intentando acabar con su vida para simplemente terminar sufriendo un dolor indescriptible más allá de lo que la simple magia arcana podría explicar. Su poder no conocía límites en este mundo cansado de tanto sufrimiento.

Tenemos un malvado nigromante de nombre impronunciable y un objetivo claro, salvar al mundo. Podríamos salvar una galaxia, una princesa o incluso un gatito abandonado, pero con salvar al mundo nos bastará por ahora. Necesitamos alguien que se encargue del trabajo sucio. Todos sabemos cómo acabará, al final va a morir. Si, será una muerte épica que cantarán los bardos durante generaciones pero acabará muerto así que, a no ser que tengas previsto abandonar este mundo para que unos tipos canten sobre ti, vamos a necesitar a otro que haga el papel de héroe. Lo más curioso es que no es necesario que sea alguien especial, lo mismo podría ser un joven granjero que presenció la muerte de sus padres, su perro y su gato a manos del malvado nigromante que un noble bastardo. Funcionará porque va a ser una muerte épica pero hay que darle un empujón. Una leyenda sobre su futuro ayudaría.

Entonces el joven marcado con el símbolo de la luz empuñará la espada oscura que ha de librar al mundo de la tiraría y de la oscuridad en la tercera luna de Argamoth. No será antes ni después pero será cuando deba ser.

La leyenda no nos cuenta toda la historia pero nos da esperanza y nos permite creer en el éxito del elegido donde muchos otros han fracasado. Sería poco ético enviar a alguien con una simple espada y que atravesara al nigromante más poderoso de Rigorbak si otros cientos han fracasado antes.

Ya tenemos todo lo necesario para nuestra historia, el joven granjero de origen humilde, el malvado nigromante de nombre impronunciable, un plan para destruir el mundo y sumirlo en la oscuridad y una leyenda para impedirlo.

Nos faltan los detalles, es importante cuidar los detalles pues en ellos reside el éxito de nuestra empresa. Por ejemplo, como va a morir. Podría morir envenenado, pero salvo que sea por el picotazo de una araña de enormes dimensiones no sería lo más adecuado. Las armas de fuego están fuera de lugar incluso aunque se trate de un arcabuz arcaico creado por los ingenieros enanos, y los arcos, totalmente prohibidos a no ser que sea para acabar con un dragón. Si queremos una muerte épica tiene que parecerlo, nada de esconderse y lanzar la piedra, un combate cara a cara donde nuestro héroe esté en clara desventaja. ¿Un granjero contra un poderoso nigromante? Lo tenemos. Una lucha de espadas sería lo más adecuado pero dado que se trata de un nigromante de nombre impronunciable aceptaremos la magia como algo digno en este combate desigual.

Otro detalle importante, el lugar. Nuestro héroe no puede morir en un quinto sin ascensor, ni en una taberna, las tabernas tienen otras funciones. ¿Se podría intentar? Si, pero hay que ser un maestro de la pluma para conseguir una muerte épica en una taberna o en el lugar equivocado. Lo mejor es jugar en campo contrario, la torre del hechicero es un lugar bonito para morir o unas mazmorras con humedad, pasillos estrechos llenos de trampas mortales, poca luz y ruidos inquietantes. Nadie se adentra en unas mazmorras así solo por placer, así que tiene que ser algo importante y eso ayuda a crear el clima necesario para el desenlace que buscamos.

Podría añadir muchísimos detalles más que nos ayudarían a crear ese clima previo, la ropa, la iluminación, incluso la hora del día. Existen pocas muertes épicas documentadas que ocurran entre el desayuno y la comida por ejemplo, pero disponemos de poco tiempo así que vamos a intentarlo…

Las muertes cada vez eran más extrañas y se extendían a lo largo y ancho de Rigorbak sin distinción alguna. Ricos, pobres, hombres, mujeres pero sobretodo niños, eran los primeros en caer, el malvado Karh’gôlth era consciente de ello y disfrutaba viendo sus caras de dolor y sufrimiento. Nadie podía detenerle y lo sabía. Dentro de tres lunas, el mismo día en que Argamoth abandonó este mundo a su suerte, él tendría el poder absoluto para controlar los nueve elementos del averno. Si lo que habían experimentado hasta ahora era dolor, nadie podía imaginar que podría hacer si lograba controlar el poder de Argamoth. Fue entonces cuando le reconocí, era él, el chico del que hablaba la profecía, un joven granjero llamado Reykam, aún sin saberlo llevaba la marca de la luz en su hombro derecho, la marca de Argamoth. Aquél con dicha marca sería el único capaz de blandir la espada oscura y acabar con el mal que acechaba al mundo. No había tiempo que perder, si quería que sus hijos y su mujer siguieran con vida debía acompañarme hasta la torre del cuervo. Llegar sería pan comido, pero una vez allí, conseguir entrar y avanzar hasta la sala principal no sería nada fácil. Cientos lo habían intentado sin tan siquiera tener la oportunidad de llegar a enfrentarse al poderoso mago.

Karh’gôlth sabía que estaban en la entrada, solo era un juego para él, otro aspirante a héroe a punto de morir, pero antes pensaba divertirse un rato.

Las puertas de la torre se abrieron de par en par antes siquiera de intentar forzarlas. Entramos en el laberinto de pasillos dispuestos a poner fin a años de sufrimiento y opresión. La primera flecha me atravesó el pecho, segundos más tarde yacía muerto en el suelo, otro más en la lista de soldados anónimos que yacían en esos tenebrosos pasillos. Karh’gôlth sonrió, el otro había conseguido escapar de las flechas con solo algunos rasguños.

Reykam avanzaba empujado por una fuerza que desconocía, sus amigos habían muerto meses atrás en el pueblo, su hijo también. Su mujer, frágil y hermosa no había vuelto a ser la misma desde entonces, todos estaban resignados a una muerte que parecía sonreirles a la cara antes de llevárselos a su frío y oscuro mundo, pero por algún motivo al empuñar la espada oscura algo despertó en su interior, un pequeño rayo de luz le devolvió la esperanza perdida tiempo atrás y sabía que tenía que luchar por mantenerla encendida. Fue esa fuerza la que le obligó a levantarse una y otra vez. Herido, cansado y casi sin fuerzas llegó a la sala principal.

Karh’gôlth estaba allí, de espaldas, sonriendo ante el patético aspecto de aquel joven granjero. Hacía tiempo que no se divertía tanto aplastando a un vil gusano como ese y pensaba aplastarlo con sus propias manos. Desde el principio no había tenido ninguna opción, un granjero sin formación militar, sin ninguna habilidad e incapaz de lanzar cualquier hechizo o de protegerse del más elemental conjuro. Sólo era otra distracción más.

Conocía la profecía de Argamoth, él mismo la escribió. Sin algo por lo que luchar resultaba demasiado patético ir sesgando vidas sólo por placer, lo que de verdad quería era verlos sufrir y el mayor sufrimiento es ver como se apaga la esperanza de una persona. Sin duda había sido una de sus mejores ideas.

Reykam sin embargo era diferente, no había venido a buscar gloria y honor, no quería ser ningún héroe, solo quería librar a sus seres queridos del sufrimiento que aquél maldito ser les estaba infligiendo por puro placer y eso le daba fuerzas para lanzar estocada tras estocada. Karh’gôlth sin demasiado esfuerzo se las devolvía una tras otra viendo como el agotamiento empezaba a ganar la batalla a su adversario. Ese era el momento, pronunció tres palabras y dos golems de hierro aparecieron del suelo dispuestos a acabar el trabajo. Entonces vio la marca, era cierto, era un guerrero de la luz marcado con el símbolo de Argamoth en el hombro. No podía ser, había dejado de existir hacía siglos, él mismo lo había comprobado una y otra vez para asegurase que nada podría salir mal.

El primer golem lanzó un puñetazo que rompió la pierna de Keylam contra el suelo. Un grito de rabia y de dolor resonó en toda la sala, ya no podía moverse, iba a morir allí. Sus constantes estocadas al aire no hacían mella en el cuerpo de los golems. No, ese no era el poder de la espada Oscura y el nigromante lo sabía, debía quitársela cuanto antes o todo estaría perdido. Un segundo golpe del golem alcanzó a Keylam en la frente, había luchado con todas sus fuerzas pero no había conseguido nada, había perdido toda esperanza, todo rastro de luz y solo le aguardaba una muerte de la que no podía escapar.

La cara del nigromante se tornó pálida como si la mismísima muerte ahora le estuviera sonriendo a él, al todopoderoso nigromante señor de la oscuridad, no iba a llegar a tiempo. Ese era el verdadero poder de la espada Oscura, nadie sin esperanza podía empuñarla y si Keylam moría la espada restablecería el equilibro absorbiendo toda la oscuridad, ni siquiera un nigromante como él podría sobrevivir al poder de la espada oscura.

Aven RoyHistoriador y Aventurero de día, Mago y Guerrero de noche siempre me ha gustado combinar la afilada hoja de mi espada con una bola de fuego o una tormenta de rayos.
Son… argumentos contundentes.
Puedes encontrarme en Tierra Quebrada mi segundo hogar.

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Jun 062014
 
 6 junio, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , ,  Sin comentarios »

Los heraldos pasean su orgullo,
Clarines y trompetas elevan su murmullo.
Nada ya que decir. ¡Este y Oeste
Preparadas las lanzas de su hueste!
En su sitio la espuela bien dorada,
Los justadores van en cabalgada,
Los ligeros dardos y el pesado escudo
Guardan el pecho al luchador membrudo.
Lanzas de veinte pies se alzan pujantes;
Espadas aceradas y brillantes
Que yelmo tajaran y harán despojos.
¡Corre la sangre por arroyos rojos!
(Chaucer)

Siempre había soñado con viajar a las tierras del sur, luchar y hacerme un nombre. Cada noche escuchaba a mi padre y al resto de los mayores del clan hablar sobre las riquezas de aquellas gentes, sus hazañas, aventuras, amores y viajes. Yo me moría por que llegara el día en que por fin me ganara el derecho a portar armas y marchar junto a mi padre hacia inhóspitos lugares.

El día llegó al cumplir los catorce años de existencia en este mundo. Llevaba desde los diez preparándome para el día del guerrero, el día en que se decidiría que hombres partirían y quienes serian los nuevos miembros de la élite guerrera.

El día de la celebración hubo comida y música en abundancia. Muchas parejas se unieron, el sonido de las flautas largas y las gaitas inundaban el santuario de nuestros antepasados. Hubo oraciones por aquellos que ya no estaban, y también se bebió en su honor. Se decidió que hombres marcharían al sur en busca de riquezas. Mi padre salió escogido pues es un gran guerrero, intrépido e inteligente. Varias mujeres guerreras fueron escogidas también. Mi madre hubiera partido, si no fuera por que había quedado en cinta de nuevo.

Finalmente comenzaron las pruebas físicas. Pruebas de levantamiento de peso, lanzamiento de dardos, manejo de espada, hacha y escudo, carreras de caballos, y combates por parejas y en grupo.

Muy pocos fueron los escogidos, aunque gracias a la diosa, mi nombre fue pronunciado, y un brazalete de bronce me fue entregado como símbolo de mi iniciación en la senda del guerrero.

Ilustraciones de Fantasía - Muerte Épica

Mi mente bulle de recuerdos, recuerdos que ahora me parecen lejanos y producto de una mente infantil, sin un pelo aún en la cara.

Aún siendo mi primer viaje, siento que han pasado cientos de años. Nunca antes según cuentan los más mayores de los que nos acompañan, un norteño había encontrado tanta resistencia en su marcha hacia el sur. Según parecía, habían aprendido del pasado y su cultura había generado un miedo ancestral hacia los nuestros, erigiendo enclaves fortificados y armando a hombres con lanzas largas y escudos.

Nunca a los nuestros nos había costado tanto adentrarnos tan al sur, y no hubiéramos seguido nuestro avance si no fuera por que las gentes escapaban, quemaban y destruían todo a su paso.

Nos consumía una furia y un ardor guerrero fuera de lo normal. Deseábamos entablar batalla en campo abierto, y que el acero decidiera el destino de unos u otros.
Tras atravesar unas suaves colinas, ante nosotros vimos una larga empalizada, protegida además por un río de poco calado. Tras la empalizada se apiñaban cientos de hombres con lanzas y estandartes hechos con escudos y cráneos de osos y ciervos.

Los hombres se alegraron al fin de ver al enemigo dispuesto a combatir. Nuestros jefes de clan, mi padre incluido, dispusieron nuestra línea de combate de la siguiente manera.

En el centro se alinearían tres huestes compuestas por guerreros armados con escudo, lanza y espada. En la vanguardia marcharía una larga línea de hombres sin armadura portando jabalinas. Ambos flancos quedarían cubiertos por la caballería y en la retaguardia aguardaría un nutrido grupo de hombres con jabalinas y lanzas de reserva.

Los hombres que aguardaban tras la empalizada al ver que nos alineábamos y expectantes esperábamos alguna clase de respuesta a nuestro desafío, comenzaron a desfilar en perfecto orden por una estrecha abertura en el centro mismo de la empalizada. Sabían desfilar, pero ¿sabrían además combatir aún cuando sus hermanos de batalla caían a ambos lados?, es difícil mantener una posición cuando tus hermanos caen y tus entrañas se aflojan; fue lo primero que aprendí el día en que por vez primera nuestros escudos destrozaron las mandíbulas de nuestros enemigos.

Con sus estandartes ondeando a intervalos de unos diez hombres, formaron en perfecta línea de a doce de fondo, creando un erizado muro de escudos, con hombres equipados de manera mas dispersa y ligera a los flancos, y por lo que se veía no disponían de ninguna clase de caballería.

Nuestros caudillos no se hicieron esperar, soplaron sus cuernos y nuestros hombres marcharon, chocando sus armas, moviendo sus escudos, estandartes y lanzas, muchos otros entonaban canciones de victoria tan antiguas como los círculos de piedra.
Al llegar a las orillas del río, nuestra primera línea armada con jabalinas se introdujo en sus aguas. Como esperábamos era de muy poca profundidad, pero aún así suficiente para volver inútil a la caballería.

Los hombres lanzaron sus proyectiles, causando no pocas lesiones en las primeras líneas enemigas. Antes de comenzar la según andanada, de entre las erizadas líneas de los sureños, aparecieron hombres con hondas, un arma que resultaba mortal en sus manos, por lo que nuestra vanguardia tuvo que retroceder al abrigo de nuestros grandes escudos de roble.

Nuestra caballería se separó de nosotros buscando un lugar menos profundo por el que poder cruzar y flanquear a sus huestes.

Mientras, nuestras tres fuerzas centrales entre las que nos encontrábamos mi padre y yo, rompimos filas, cruzamos a toda rapidez el río, y abrimos las filas todo lo que pudimos a fin de que les resultara mas complicado herir a nuestros hombres.

Cuando nos encontrábamos a no más de diez metros de ellos, cerramos las líneas, y nuestros escudos se solaparon, nuestras espadas se desenvainaron, y avanzamos cantando y riendo por el destino de aquellos pobres infelices.

El chocar de nuestras fuerzas fue brutal, sangriento, el olor a mierda humana era inaguantable, las moscas nos devoraban vivos, las aves sobrevolaban hambrientas nuestras cabezas; nadie cantaba ya, solo luchábamos por nuestras vidas, nadie escuchaba ya los toques de avance o retroceso, solo obedecíamos a la sed de sangre de nuestro acero.

Mi coraza de cuero tachonado se encontraba echa jirones, mis hombreras de cota de malla eran ya casi inexistentes, y sangraba por innumerables cortes, pero poco me importaban, solo deseaba arrancar una vida más tras otra.

No había formaciones ni orden alguno o estrategia, solo éramos puñados de hombres luchando aquí y allá. Nuestros guerreros armados con jabalinas, cuando se quedaron sin proyectiles se unieron a nosotros haciendo que el enemigo retrocediera momentáneamente. Solo necesitábamos un empuje más para arrinconarlos definitivamente contra sus propios muros, por lo que se hizo llamar a la reserva que acudió completamente descansada.

Para sorpresa nuestra, la caballería había terminado de reunirse y formar en el flanco derecho, tocaron los cuernos, bajaron las lanzas y cargaron contra las cansadas tropas enemigas.

No hubo piedad, prisioneros o ejecuciones piadosas, pues nuestro odio hacia esas gentes había ido en aumento con el devenir de los días y las privaciones a las que nos sometieran a lo largo de nuestro camino.

Nuestros espíritus fueron dañados y nuestro orgullo decapitado, pues no hubo botín o esclavos que llevarnos. Los hombres en edad de luchar perecieron en batalla, sus casas y cosechas destruidas, mujeres y niños envenenados, solo quedaban unos pocos ancianos en los que ni siquiera reparamos.

En contra de todo lo que creímos que nos reportaría este viaje épico, volvimos al norte mas allá de sierras y titánicas montañas de cumbres nevadas, a nuestro hogar, sin gloria o tesoros con los que agasajar a nuestras gentes, solo cansancio y hambre, pero aún así nuestro espíritu guerrero tuvo un leve remedio para reconfortarse por las noches. No fue nuestro acero el que se doblegó en el campo de batalla, ni nuestros estandartes los que se perdieron entre los cuerpos de nuestros guerreros, y el invierno dará paso a la primavera, nuestros hombres se reunirán y prepararán, y de nuevo comenzaremos la larga marcha hacia el sur.

Cantaremos, beberemos y lucharemos hasta que la diosa nos llame, y juntos recorramos el gran círculo sagrado de las almas que rodea al mundo, fundiéndonos en un solo ser, gozando por la eternidad.

Mas allá de sierras, lagos y montañas,
Nuestros ojos han de mirar,
Nuestra carne ha de sentir,
Y por siempre juntos hemos de dormir.

Juntos en multitud gozaremos,
Sentiremos el discurrir del agua en los ríos,
El verdor del valle, el rocío de la mañana,
¿Por qué no aceptas mi mano y bailamos?.

Veo tu mano, la mano de un hermano,
Yo la acepto y con gusto me uno al círculo sagrado,
Ven y bebe de mi cuenco, juntos todo lo compartiremos,
La madre nos acuna, y nos colma de dones y regalos.

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