Oct 062014
 
 6 octubre, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  2 comentarios »

Abrió los ojos y los vio, estaban todos allí, en silencio, expectantes. Eran miles, cientos de miles y siempre habían estado ahí, ocultos a la vista de todos los habitantes de Rongor. Se alimentaban del tiempo. Eran devoradores de tiempo. Sin ellos no existiría el día ni la noche. La existencia de las demás especies, humanos, orcos, elfos o dragones estaría condenada a una eternidad sin sentido. No habría pasado ni futuro. No existiría un antes y un después.

Pero algo no estaba funcionando como lo había hecho durante siglos. El tiempo se había ralentizado, de manera casi imperceptible para el ojo humano pero los días eran más largos, las noches eran más largas, incluso los suspiros eran ahora más largos.
Relatos de Fantasía - Seres diminutos por Aven Roy
Ese pequeño ser de un color casi transparente se aproximó lo suficiente al rostro de Vengor para que pudiera verle con claridad. Pero incluso a una distancia tan pequeña resultaba extremadamente difícil diferenciarlo de su entorno. Luego acudieron otros dos más. Mismo color, misma estatura. Resultaba imposible para Vengor apreciar ninguna diferencia entre ellos y sin embargo la había, en su manera de hablar, en su manera de moverse, incluso en su aspecto físico, ligeros matices de color en la piel, en su textura que podía variar desde un musgo aterciopelado hasta el áspero contacto de una corteza de roble. Tales eran las diferencias que cualquier observador experimentado podría advertir entre un Serdon y otro si hubiera tenido la oportunidad de verlos durante el tiempo suficiente.

Poco a poco sus palabras, incomprensibles al principio, fueron tomando forma y Vergon empezó a comprender. El mundo de los Serdons estaba amenazado, alguien había alterado el flujo normal del tiempo y muchos de ellos habían muerto. Incapaces de controlar esos cambios bruscos y repentinos sus diminutos cuerpos empezaban a vibrar hasta acabar desapareciendo como una gota de agua lo hacía al calor del verano.

Si ese alguien seguía jugando con el tiempo pronto no habría suficientes Serdons para devorar la cantidad de tiempo necesaria cada día y el proceso sería totalmente irreversible. Lenta pero paulatinamente los días, las noches, los atardeceres se irían alargando hasta quedar detenidos en un instante preciso del que nada ni nadie podría escapar.

El viejo relojero conocía la historia. Su padre y el padre de su padre antes que él, habían conocido de la existencia de los Serdons. Su legendaria fama en la fabricación de relojes se debía precisamente a ese encuentro fortuito tiempo atrás. En el engranaje de cada reloj se insertaba una sustancia que solo los Serdons podía producir y acumular, el tiempo negativo. Con eso sus relojes estaban ajustados siempre, ni un minuto antes ni un minuto después. Los relojes del viejo relojero siempre marcaban la hora que debían marcar.

También conocía el efecto de esa sustancia, ralentizar el paso del tiempo. Un Serdon no podía devorar un espacio de tiempo negativo y ahí fue cuando empezaron los experimentos. Volder, había construido relojes toda su vida pero su tiempo se agotaba. La enfermedad que había desarrollado su cuerpo era ya incurable. Eso le había dicho la hechicera del bosque. No le quedaban más de dos o tres semanas de vida así que no tenía nada que perder. Detendría el tiempo y así burlaría a la muerte. Entonces empezaron los experimentos. Cada vez más atrevidos, cada vez más peligrosos…

Si antes de la medianoche Vergon no había conseguido detener al relojero Rongor y el resto del mundo conocido estarían atrapados para toda la eternidad.

Aven RoyHistoriador y Aventurero de día, Mago y Guerrero de noche siempre me ha gustado combinar la afilada hoja de mi espada con una bola de fuego o una tormenta de rayos.
Son… argumentos contundentes.
Puedes encontrarme en Tierra Quebrada mi segundo hogar.

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Oct 012014
 
 1 octubre, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  4 comentarios »

Avazael Luín cogió su arco y su talega y se internó solo en la espesura. No sabía dónde estaba la torre. Sin embargo, algo en su interior le decía que la encontraría, no sabía por qué. Así que se dejó llevar, corriendo sin saber muy bien hacia dónde se dirigía, escuchando los susurros de los árboles. La luna blanca derramaba su luz sobre el bosque, rompiendo a jirones la densa oscuridad al colarse entre el ramaje. Veía lo suficiente para correr sin partirse un tobillo y, además, él estaba acostumbrado a correr por el bosque de noche. Tanto era así que ni siquiera se enganchaba la capa en los arbustos. Miró su sombra y sonrió. Cualquiera que la mirara con la suficiente atención se daría cuenta de que no era negra del todo, sino que estaba impregnada de un azul muy oscuro, prácticamente negro. No, todavía no era negra del todo.

 

Antes había sido mucho más azul. Recordaba que, cuando era niño, refulgía en las noches de luna llena con un vivo azul encendido. Era como si con el paso de los años estuviera perdiendo su tinte especial y cada vez fuera más parecida a la de todo el mundo. Y eso le entristecía y le cabreaba al mismo tiempo.

 

Su madre le contó que la noche en que rompió aguas había luna llena, redonda como un queso de cabra. No había ni una nube que empañara el brillo de las estrellas. Sólo otra cosa les quitaba el
Relatos de fantasía - Sombra Azulprotagonismo esa noche, otro astro que cruzaba la cúpula del mundo: una estrella fugaz que desprendía una luz azul brillante. Nunca habían visto una estrella así y seguramente jamás volverían a verla. Dijeron que era un presagio de los dioses. Y justo en el momento en que su madre le daba a luz y él veía por primera vez el mundo, la estrella azul pasó por delante del centro de la luna. Decían en su pueblo que el recién nacido le había robado la luz a la estrella, y que a eso se debía que su sombra no fuera normal y que sus ojos fulguraran con un extraño azul cuando la luna se paseaba por el cielo. Por eso su madre lo llamó Avazael Luín, cuyo significado era, literalmente, Sombra Azul. Decían también que aquella estrella había marcado el sino del bebé como una sonrisa marca la cara de un enamorado cuando recibe un flechazo de amor, y que por eso el corazón del niño era risueño e inquieto, travieso y salvaje, nada parecido a cómo suele ser el corazón de los hijos del bosque, más sosegado y prudente.

 

Avazael no entendía por qué su sombra estaba perdiendo el azul conforme se hacía mayor. Se había ido oscureciendo hasta adquirir un color completamente normal. Sospechaba que era porque los adultos estaban aplacando poco a poco su corazón salvaje, cincelando en él las normas de conducta de cualquier hijo del bosque que se precie. Sólo cuando la luna surcaba el cielo de las noches de verano y las luciérnagas revoloteaban sobre la laguna, como ahora, su sombra se teñía otra vez de azul y sus ojos refulgían de misterio con una luz estrellada. A ese paso, su sombra sería perfectamente normal antes de hacerse adulto. No, todavía no era negra del todo, y si de él dependía jamás lo sería.

 

Las piernas le ardían. Se detuvo un momento a recuperar el aliento apoyado en el tronco de un abedul y se sintió reconfortado por el fresco olor de una planta de hierbabuena que debía haber no muy lejos de allí. Él solía salir al bosque por la noche, pero no acostumbraba a correr así. No obstante, debía continuar si quería llegar a la torre antes que los cazadores, así que siguió corriendo sin rumbo fijo, cambiando de dirección cada vez que su intuición le decía que debía hacerlo.

 

Hacía unos días supo que algo no iba bien, en el mismo instante en que escuchó la inquietud en el corazón de su madre y los vecinos. Nadie quería decirle qué ocurría porque era demasiado joven, un niño como decían ellos, pero él se escabulló entre las sombras cuando los mayores se reunieron y se enteró de que una criatura oscura y sedienta de sangre se había instalado en algún lugar del paraíso que eran aquellas tierras. Entonces tomó una precipitada decisión, empujado por las últimas gotas de ímpetu que aún quedaban de su corazón salvaje, y se marchó en busca de la bestia asesina armado con su arco. Si la vencía sería un héroe, y aquella idea le enardeció.

 

Cuando ya pensaba que las piernas iban a dejar de sostenerle, vio la silueta recortada contra la luna. Un hormigueo le recorrió la espalda. Era la torre que estaba buscando, de la que hablaron los mayores en la asamblea. Allí estaba la bestia, en alguna parte. Entonces observó que una de las altas ventanas estaba iluminada. Ése debía ser el lugar.

 

La torre era gigantesca. Calculó que a lo mejor se necesitarían cien hombres cogidos de la mano para rodearla. Jamás había visto una construcción semejante. La puerta también era enorme, alta como un árbol. A pesar de su tamaño, le sorprendió poder abrirla casi sin dificultad. Ni siquiera crujió. Sintió una picazón en los brazos al hacerlo y se percató de que algo no cuadraba. Se quedó inmóvil, pensando en qué podía ser. Sólo le llevó unos instantes darse cuenta de que era el silencio. Había una intensa quietud alrededor. No se oían grillos ni lechuzas, ni tampoco búhos; ninguno de los ruidos que colmaban el bosque de noche. Aquello no era buena señal.

 

Avazael miró su sombra y sonrió. Se deshizo de la sensación de alarma que le atenazaba el pecho y entró. No había llegado hasta ahí para detenerse ahora porque el bosque estuviera en silencio. Dentro de la torre no se veía nada; no había ventanas por las que pudiera colarse la luz de la luna. Cogió su talega y sacó un pequeño candil de madera. No tenía mecha ni llama, sino tres pequeñas lucecitas verdes que revoloteaban en círculos: luciérnagas que había cazado en la laguna antes de salir. La tenue luz verde daba al lugar un aspecto fantasmagórico. El ambiente era opresivo. El aire no se movía ni un ápice y una capa de grueso polvo lo cubría todo. Salvo por una impresionante escalera que ascendía hacia arriba, no había nada en la sala. Resultaba obvio que el lugar estaba abandonado desde hacía años; nada había pasado por allí. Sin embargo desde fuera había visto una ventana iluminada. Alguien tenía que haber encendido la luz. ¿Cómo era posible? Aquella parecía la única manera de entrar en la torre y no había ninguna huella que indicara el paso de nadie. Además, dudaba que una bestia encendiera una lámpara para ver en la oscuridad.

 

Desechando las preguntas que caracoleaban en su mente como la tortuosa escalera que tenía delante, cogió el arco, colocó una flecha en él y se dispuso a subir. Los pisos se sucedieron ante sus ojos sin nada distinguible entre uno y otro. Todos le parecían iguales, vacíos y cubiertos de polvo. Tras un rato, mientras subía otro tramo de escalera, atisbó la luz. Al fin había llegado. El resplandor procedía del extremo de un pasillo, girando un recodo. Guardó el candil con cuidado y observó con atención. Le costó relajar su respiración lo suficiente como para que no se escuchara en aquel tenso silencio. Estaba muy nervioso. No veía a nadie, pero se sentía como una ardilla acechada por un halcón.

 

Cuando se sintió preparado, avanzó por el pasillo. Lo hizo tan sigilosamente que no se escuchaba ni el leve frufrú de su ropa. Sabía que le iba la vida en ello y, aunque era mortíferamente certero disparando con el arco, la sorpresa era la única baza que tenía.

 

Llegó a la esquina y sacó de su bolsa un extravagante artilugio: un espejito redondo atado a un palo que hacía las veces de mango. Asomó el espejo más allá de la pared y miró a través de él para ver lo que acechaba tras la esquina. Ahí estaba la habitación de la que procedía la luz, cuyo único mobiliario consistía en una cama cubierta por un delicado dosel blanco y una mesita sobre la que brillaba la luz de una vela.

 

Guardó el espejo y, mientras tensaba la flecha en el arco, giró la esquina. En el mismo instante en que lo hacía supo que algo no iba bien. La sensación de peligro más intensa que había tenido en la vida trepó como una araña por su espinazo hasta posársele en la nuca. Pero ya era tarde para echarse atrás, y al posar el pie al otro lado de la pared se encontró frente a frente con una mujer que estaba en medio de la entrada de la habitación como si vivir en una torre abandonada en medio del bosque fuera la cosa más natural del mundo. No era el monstruo con garras y colmillos afilados que Avazael había esperado, sino la dama más bella y radiante que nunca hubiera visto. Tanto era así que sintió que aquella mujer le robaba el latido del corazón. Percibió cómo éste abandonaba su pecho en dirección a la dama y le abandonaba para siempre. Inspiró una última bocanada de aire y, sin darse cuenta, dejó de respirar.

 

Le pareció que ese instante se alargaba hasta el infinito, por lo que tuvo tiempo de sobra para admirar el blanco satén que era la piel de la dama y para desear febrilmente aquellos labios rojos. Tuvo tiempo de apreciar las exuberantes formas de mujer que insinuaba su vaporoso vestido, el cual flotaba alrededor como si una brisa inexistente lo elevara. Y sus ojos eran… eran dos perlas de pura noche concentrada en los que uno quería perderse irremisiblemente.

 

La torre se desvaneció junto con todo lo demás. Sólo quedó un negro vacío en el que los ojos de la dama eran dos hipnóticas estrellas que le llamaban desde la lejanía, envolviéndole. Sólo se oía un rítmico y lejano palpitar que invitaba a relajarse.

 

Sin mover los labios, la dama de blanco le acarició con deliciosas palabras que derritieron su voluntad. Avazael supo que era de una raza tan antigua como el mismo mundo. Se sentía sola. Llevaba sola tanto tiempo que no recordaba ni lo que era el calor de otra piel. Anhelaba ser suya, quedarse a su lado para siempre. Sólo quería que la abrazara, que la consolara, que le diera un poco de calor. Sólo eso. La dama de blanco abrió los brazos, suplicante. Le prometió entregarse sin reservas si él le entregaba su corazón. Serían uno, en un solo latido.

 

Avazael habría llorado, conmovido, habría suspirado, muerto de amor, de haber podido hacerlo, pero estaba suspendido en ese interminable instante que no quería que acabase.

 

Cuando estaba a punto de entregarle su corazón para siempre, una luminosa línea blanca apareció tras la dama y rasgó el vacío. Era un atisbo de la luna, que asomaba por la ventana de la habitación de la torre. Las pupilas de Avazael absorbieron la luz y refulgieron. Su sombra se tiñó de azul oscuro, deshaciendo la oscuridad que le rodeaba como niebla que se disipa bajo el sol. Exhaló el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta.

 

Sí, era la mujer más extraordinaria que Avazael había contemplado, y la más peligrosa. Desprendía tal peligro que lo hubiera podido esculpir con un cuchillo. Avazael, no obstante, nunca se había dejado amedrentar por el peligro y no pensaba empezar ahora, por lo que decidió no dejarse vencer por aquel hechizo y, con un ágil movimiento de los pies, avanzó girando por el pasillo. Cada movimiento que hacía se le antojó largo como una noche entera. La distancia que le separaba de la mujer, a pesar de ser tan corta, era inabarcable. Vio cómo su capa ondeaba en el aire, tratando de seguirle. A medio camino de la dama, recuperó al vuelo el latido de su corazón a la par que dejaba caer el arco. Antes de que éste llegara al suelo, había llegado hasta la mujer. Olía a rosas negras, lo supo aunque no había olido ninguna. Avazael la cogió y, dándole la vuelta, la besó. El arco cayó al suelo con un ruido sordo, levantando en el aire una nube de polvo cuyas motas relucieron con la luz de la luna.

 

La dama de blanco no se movió, hipnotizada por los ojos del muchacho. Aunque habría podido matarle al instante, tampoco le atacó, porque estaba sorprendida por la rapidez con que aquel incauto le había robado un beso que, atónita, descubrió placentero. No se movió porque la audacia de aquel extraño había traspasado sus muros con la sencillez con que un pájaro atraviesa la muralla de un castillo.

 

Aquel besó sólo duró un suspiro, pero en cuanto sus labios se tocaron Avazael sintió que le aspiraban todo el aire que tenía en el pecho y, con él, una parte de sí mismo que jamás recuperaría. Abrió desmesuradamente los ojos cuando la sangre se le aceleró hasta arderle en las venas. El beso duró un suspiro, pero liberó de nuevo su corazón salvaje y su sombra recuperó el azul magnético que había perdido con los años. Aquel beso sólo duró un suspiro porque, mientras se producía, la flecha de un cazador que había llegado a la cima de la escalera surcaba el aire, aleteando silenciosa y mortífera como los labios de aquella mujer.

 

Ella normalmente habría podido apartar esa flecha como se aparta una hoja del cabello, pero estaba inmersa en ese extraño beso y, cuando percibió la flecha, ya era tarde. Sólo tuvo tiempo de apartar al joven hijo del bosque el espacio suficiente para que la flecha, al partir su negro corazón, no le atravesara a él también cuando le salió del otro lado del pecho.

 

Avazael se apresuró a tomarla entre los brazos. No apartó la mirada de sus ojos mientras moría. La mujer se convirtió en marchitos pétalos de rosa sobre la sombra del muchacho, deshaciéndose entre sus dedos como un sueño que pasa de largo. Sólo quedó en su mano una gema con forma de lágrima, de un color sanguinolento.

 

Avazael se notaba distinto, más intrépido, mucho menos sensato. Él le había robado un beso, ella al parecer le había robado prácticamente todo su sentido común. Él le entregó su primer beso, ella le salvó la vida, y, según le pareció a él, fue un trato bastante justo.

 

Avazael miró su sombra, teñida de un azul resplandeciente, y sonrió.

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Sep 242014
 
 24 septiembre, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , ,  Sin comentarios »

El camino pedregoso hacía tropezar a la columna de esclavos. Los carros rebotaban contra el firme, los caballos tiraban con dureza y se afanaban por arrastrar la pesada carga de hombres y mujeres apresados en los límites del imperio. Los desafortunados esclavos que no entraban en los carruajes, eran atados con largas cuerdas y arrastrados por la fuerza de la imparable columna. El chasquido de los látigos restallaba entre la enorme polvareda del camino y algunos prisioneros se derrumbaban exhaustos. El calor les había hecho llegar al límite y nada podía ya levantarlos, sus cuerpos se arrastraban sin que nada pudiera detener la comitiva.

Oigres estaba herido. Mientras combatía recibió un feo corte de más de un palmo. Se veía el interior desgarrado del músculo pectoral. La infección se había extendido, el polvo y la suciedad habían ayudado a que los vendajes no estuvieran limpios, y aunque poco les importaba a sus captores que siguiera con vida o no, su valentía y su destreza con la espada le habían salvado la vida, al menos de momento. Deliraba, un sudor frío recorría todo su cuerpo, y su visión iba y venía al son de su consciencia. Varios destellos iluminaban su mente cada vez que volvía del mundo de Morfeo, o cuando los desvaríos y las alucinaciones le permitían distinguir lo que pasaba a su alrededor.

El cielo azul con alguna nube dispersa. Mucho polvo y un tremendo ataque de tos. Un rostro que lo miraba y le hablaba, pero no oía sus palabras. De nuevo el cielo y un fuerte traqueteo que le hacía retorcerse de dolor. El ardor de la herida. El mismo rostro, el bello rostro de una mujer de hermosos ojos claros.
Relatos de Fantasía - Escorpión
—    No te muevas —Las palabras le llegaron nítidas—. ¡Yo cuidaré de ti!

Recogió de su boca una especie de pasta que estaba masticando, la aplastó con los dedos y la introdujo en la abertura de la herida. No le habían dejado coser el corte, tenían mucha prisa por proseguir la marcha hacia su siguiente destino. Aquella mezcla rellenaba el hueco dejado por el filo de la espada y evitaba que la infección fuera a peor y la herida se ensuciara más de lo debido, aunque el vendaje seguía siendo el mismo. Oigres giró la cabeza y antes de desvanecerse le pareció ver una figura arácnida corretear cerca de su herida.

Se despertó sobresaltado, era de noche y parecía que habían acampado. Ya no sudaba, pero el dolor no remitía. Algo correteó cerca de su ombligo y se disipó bajo las sombras que reflejaban las hogueras del campamento. Ella apareció de nuevo, su tez ya no parecía tan pálida en la oscuridad, en cambio, sus ojos brillaban con la misma intensidad, con una claridad pasmosa. Le recostó con cuidado y le examinó la venda. Los fluidos que supuraban de la herida se habían secado en parte y la tela del apósito se había pegado a su cuerpo. Oigres echó un vistazo y lo que vio no le pareció nada alentador, la herida tenía muy mala pinta.

—    No te preocupes —le dijo ella en un tono conciliador, la mujer sabía lo que hacía—, está mejor de lo que tú te crees.

La figura arácnida tomó forma con una aterradora cola bajo un gran aguijón plegado. La criatura se le acercó observándole con los dos enormes ojos. Con un rápido movimiento el aguijón se incrustó en el mentón, fruto del latigazo, Oigres notó cómo se le paralizaba parte de la cara y, poco a poco, esa sensación le bajó hacia el torso, hasta la herida. La mujer se quitó un collar que anillaba varios aguijones de escorpión de diferentes formas y tamaños. Eligió uno de los más grandes para poder juntar la herida por los extremos. Cuando fijo la carne con el aguijón, buscó uno mucho más fino dentro de su collar, casi tanto como una aguja. Con la punta empujó hasta traspasar el corte y con la mano tiró fuerte del hilo hasta darle una buena puntada que remató con otra, para que los puntos fueran mucho más fuertes. En poco tiempo, pudo coser la herida y ponerle una cataplasma con una solución a base de una sustancia viscosa, excretada por varios escorpiones que correteaban a su alrededor. Oigres sentía cierto alivio al ver que había terminado. Aunque no le había dolido, se le revolvían las tripas sólo de ver a la mujer ahondar dentro de su herida.

—    ¿Estás mejor? —se interesó. Oigres asintió—. La infección se ha extendido y la fiebre es alta.
—    ¿Quién eres? —balbuceó.
—    Me llamo Mel. Me capturaron igual que a ti.
—    ¿Dónde estamos? —Oigres estaba desorientado, notaba cómo volvía poco a poco al mundo de los sueños.
—    Eso da lo mismo. Allí donde vamos sólo nos espera dolor y tristeza. —Mel le vio cerrar los ojos—. Descansa, te harán falta todas tus fuerza.

Llegaron a una vieja fortificación enclaustrada en la roca. Un enorme corredor horadado por el antiguo cauce de un río llevaba hasta lo alto de un enorme puente de varios arcos que se internaba en el inmenso torreón. La explanada del puente se abría ante un portón de hierro, guardado por dos fastuosas estatuas que daban paso al recinto amurallado. Toda la construcción aprovechaba a la perfección la forma de la piedra, una montaña de roca viva. El convoy se detuvo y los hombres comenzaron a repartir a los prisioneros. Los cuerpos inertes eran arrojados a un foso central, situado en el patio, donde dos enormes bestias esperaban impacientes los despojos de los cautivos arrojados desde el patio. A los prisioneros que aún podían caminar, los llevaron a través de unas escaleras laterales hasta unas mazmorras que asomaban a la derecha, justo por debajo del puente.

—    ¡Llevad a éste ante el Rey Dios!

Mel miraba al oficial con desaprobación. Oigres se encontraba profundamente enfermo, la infección se había extendido por todo su cuerpo y la fiebre le había llevado al límite de sus fuerzas, aún así se resistía a cruzar al más allá. Los esfuerzos de su improvisada enfermera no habían conseguido dar los frutos deseados, tan sólo paliar los intensos dolores que sufría. Mel se interpuso entre los soldados y el cautivo.

—    ¿Pero es que no veis cómo está? ¡No puede moverse!
—    Si no puede andar. ¡Al foso! —el oficial fue tajante.
—    ¡Dejadme al menos que le acompañe!, si le quiere ver el Rey Dios no creo que sea muy recomendable que le arrojéis a las fauces de esas bestias ¿no creéis?
—    ¡Está bien!, pero haz que se levante cuando esté delante de nuestro señor o los dos acabaréis como cena de los Fehus. — dijo señalando a las enormes bestias que se estaban dando un banquete a costa de los cuerpos de los prisioneros.

Mel se acercó a Oigres, quien se encontraba muy debilitado. Lo incorporó y le hizo ingerir un espeso brebaje. El elixir surtió un efecto instantáneo, al menos para recuperar la conciencia. El cuerpo en cambio se convulsionaba por la intensidad de la pócima ingerida, era como si un potente veneno recorriera su cuerpo y ejerciera su trabajo a destajo. Pasaron unos minutos de sufrimiento hasta que los temblores cesaron y el hombre cayera desplomado, entre sudores fríos, bajo los brazos de la mujer. Mel le secó el sudor y avisó a uno de los soldados. Ambos se pusieron en camino escoltados por los mismos guardias que los habían llevado hasta allí.

Ascendieron por el torreón, la construcción principal que se elevaba decenas de pies sobre aquella colina de piedra situada al comienzo una enorme cordillera. Las escaleras se enroscaban a las paredes exteriores. La torre era hueca en su interior y dividida en dos niveles.  Llegaron al último de ellos, el tejado del torreón. Una escolta les dejó pasar después de bajar unos peldaños. La plaza circular estaba rodeada por varias gradas y un trono central, sobre el que se sentaba la figura acorazada del dueño de aquellas tierras, el Rey Dios.

Nadie le había visto nunca. Su aspecto era una incógnita, pero la leyenda hablaba de un brujo, del espíritu de un brujo atrapado en el cuerpo de un gigante envuelto en una armadura mágica, que absorbía la fuerza vital de los prisioneros que llegaban hasta la fortaleza, permitiéndole vivir eternamente.

—    Éste es el hombre que con tanta fuerza se defendió cuando le capturamos, mi señor. —Oigres no parecía gran cosa en ese estado—. No sé ni cómo ha sobrevivido al viaje.
—    ¡Buen trabajo comandante! —tronó la voz desde detrás del casco—. Será un excelente aperitivo. ¿Quién es la mujer?
—    La encontramos en Lutan, fue la única superviviente —El Rey Dios le miró extrañado—. Se resistieron demasiado y sus órdenes eran claras. Si no se pueden hacer prisioneros, sin prisioneros.
—    ¿Y?
—    Lo arrasamos todo. Ella lo ha mantenido con vida.

El Rey Dios se acercó hasta Oigres, pero antes de que pudiera hacer nada desfalleció y se desplomó quedando tendido en el suelo. Mel no se movió ni un ápice, su rostro había cambiado. Había rabia en él. Odio. No le quitaba la vista de encima.

—    ¡Tú fuiste el que exterminó a mi pueblo! —dijo enfurecida—. Te conozco. Conozco tu reputación, pero jamás pensé que te atrevieras a ir tan lejos sólo por tu codicia. La inmortalidad. Tu deseo de vivir para siempre te ha llevado demasiado lejos, y yo he sido una estúpida al pensar que jamás nos llegaría tu voracidad.

—    Es una pena que el pueblo de los escorpiones se haya extinguido, siempre han tenido fama de tener un espíritu fuerte, sus cuerpos me habrían hecho vivir muchos años —se burló—. Me tendré que conformar contigo.

El Rey Dios alzó el frágil cuerpo de la mujer y un haz de energía comenzó a fluir a lo largo de su cuerpo hacía la armadura, era como si su vida se estuviera disipando y sus fuerzas fueran absorbidas por aquel ser del averno.

Entre convulsiones, Oigres se levantó. Ya no parecía el mismo, sus ojos se habían enrojecido y su piel palidecía en tonos grisáceos. Jadeaba. Su cuerpo se había transformado para siempre y ya no dominaba su mente. Una enorme cola de alacrán le surgió de la espalda y para cuando el Rey Dios quiso reaccionar, el aguijón le había atravesado el peto de la armadura y el veneno circulaba por todo su cuerpo. El cuerpo y la armadura se desplomaron soltando a la mujer.

—    Soy la reina de los escorpiones —le susurró acercándose a su oído—. Tú destruiste mi pueblo, destruiste una raza, y yo he creado una nueva para ti —fueron las últimas palabras de venganza que oyó antes de morir.

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Sep 032014
 
 3 septiembre, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , ,  Sin comentarios »
Ilustraciones de Fantasía - Sarkan por Mélanie Ariass

Sarkan por Mélanie Arias

Foto Mélanie AriasNacida en París en 1986, permaneció en el país galo hasta los ocho años antes de desembarcar en España, donde residió en Ourense y en Valencia (donde reside actualmente). Estudió desarrollo de aplicaciones informáticas, pero su verdadera pasión es la literatura y el dibujo. Autodidacta, en constante aprendizaje, busca plasmar sus sentimientos y compartirlos con todo curioso que se aventure a adentrarse en su joven mundo.

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Ago 272014
 

Vio las alas luminosas bajar en silencio. Los pies níveos se posaron sin levantar el polvo. Todo en ella era diferente a como la recordaba, excepto los ojos. Siempre reconocería sus ojos, por muchas veces que cambiaran de color.

Se acercó con una lentitud lacerante para ambos, pero decidida. Él dio un paso, y se obligó a detenerse. La esperó hipnotizado por aquellos ojos de cielo líquido. Sintió la mano alba posarse en su mejilla oscura, otrora nácar como la de ella. No pudo evitar estremecerse, ni que sus brazos se elevaran por sí solos, ni que sus dedos buscaran el cuerpo de ella. Cuando fue consciente de lo que hacían los bajó con enorme esfuerzo.

—¿Cómo es que estás aquí?

—Tras tanto tiempo, ¿importa?

—¿Qué has sacrificado esta vez, alma mía? No quiero participar en… Su tortura.

Ella le agarró la muñeca y se la llevó a su mejilla. Las manos de ambos se humedecieron de lágrimas.

—No merecemos esto. Nadie, ni siquiera nuestros hijos soportaron tanto.

—Lo sé, mi luz. Pero ni todo el tiempo del mundo podría borrar nuestro amor.

Él apartó la mano y le dio la espalda.

—Ni tampoco mi odio. —Giró a medias—. ¿Cómo puedes no odiarlo, tú?

—¿Y dejar a nuestros hijos indefensos? ¿Cómo puedes no quererlos tú?

Él agachó la cabeza y suspiró. Sintió cómo ella se abrazaba a su espalda. Las alas negras se apartaron y la envolvieron. Notó la piel cálida, las suaves manos sobre su torso, y las agarró entrelazando los dedos.

—Claro que los quiero. Oigo a cada segundo sus lamentos. Todos y cada uno de sus lamentos. Como tú. Él dice que es por nuestra culpa, pero todo empezó con la guerra. Su guerra. ¿Recuerdas?

Ella no respondió.

—Tienes que recordarlo, alma mía. Tienes que entender por qué yo no puedo pedir su perdón.

Ella se apartó.

—¿Aunque esté otro siglo sin verte? ¿Aunque mantenga en la oscuridad a nuestros hijos?

Él tragó saliva. Ella se sentó abrazándose las rodillas. Las alas se cruzaron ocultando su rostro. Él se acercó indeciso. Se agachó a su lado, y con voz suave le fue hablando.

—Desde que comenzó la guerra sabíamos que era imposible. Todos lo decían. Él lo prohibía. Yo jamás lo imaginé. Y sin embargo sucedió. Nosotros lo hicimos posible ¿recuerdas?

Ella no respondió.

—Sé que duele, pero tienes que recordar el día que nos conocimos. Acababa de hundir en tu compañero mi espada llameante. Estaba a punto de matarte… ¡A ti, alma mía…! Hasta que me di cuenta de que no ibas a atacarme. Me diste la espalda. Te arrojaste sobre tu amigo sin importarte tu vida. Tan sólo deseabas compartir los últimos momentos de la suya. Beber su tiempo y atrapar su mirada, como si con eso pudieras salvarle. ¿Te acuerdas?

A ella se le escapó un suspiro herido, pero mantuvo el silencio.

—Observé cómo se sacudía tu cuerpo. Oí el dolor escapar desde tus labios. Me lanzaste esa mirada amarilla. Vi tu alma sangrar por tus ojos… Y sangró la mía, porque por un instante os entendí. Ya no erais alas negras y colmillos. Las garras, los cuernos, sólo una cáscara para un corazón parecido. Criaturas sin dios, ni hogar. Apátridas en un universo que no creasteis. Combatidos y exterminados por nosotros, la luz que barría las tinieblas. ¿Recuerdas?

Ella alzó la cabeza un instante. Sus ojos habían cambiado al oro viejo. Asintió perdiendo la mirada en el suelo.

—Recuerdo haber caído de rodillas. No podía apartar los ojos de ti, ni de tu dolor. Me sentí engañado, asesino, sucio. Recuerdo que solté mi espada, vi su llama flaquear y luego oscuridad. Ahí comenzó mi oscuridad. Al apartarme de Su luz, de Su verdad, empecé a parecerme más a vosotros, la raza de las sombras, los hijos de las tinieblas… Pero eso ya no importa.

Por un momento ella miró sus alas radiantes, y sus ojos cambiaron al marrón. Los cerró con fuerza y una mueca de disgusto. Cuando volvió a abrirlos regresó el oro viejo a sus pupilas y la tristeza a su rostro.

—Tenía tu mirada clavada en mi alma, tu aroma, tu dolor. Y los seguí. Quería limpiar mi culpa. Sufrir lo que tú habías sufrido, y luego morir como yo había matado. Al principio no lo entendiste. Tuve que atraparte. Te obligué a coger mi espada. ¿Recuerdas? Me arrodillé ante ti y esperé tu venganza. Esperé una eternidad. Vi el reflejo del acero desde mi cuello, pero no dejé de mirarte. Tus garras me pincharon, como si quisieran hundirse. Entonces tus ojos cambiaron de color. Las uñas desaparecieron y…, y me tocaste. Un tacto suave y cálido que jamás había sentido. Cogí tu mano por instinto, por curiosidad, o quizás… No lo sé. Gritaste, me apartaste de ti, ¿recuerdas? Y luego huiste.

Las alas blancas se recogieron a su espalda, y él se acercó un poco más.

—Pero ya era tarde. Yo había visto tu alma, y tú la mía. Era cuestión de tiempo. Tiempo para lavar mi culpa, tu dolor, nuestros miedos… Tiempo lleno de excusas para encontrarnos, para conocernos. —Bajó la voz, adquirió un tono más pícaro—. Tiempo para entender qué significaba ese azul de gotas de agua que cada vez aparecía más en tus ojos, —ella sonrió ruborizada—, o por qué yo necesitaba tanto tocarte, sentir tu piel. Tiempo para hallar el rincón más apartado del universo, una bola de barro y su estrella. Tiempo para unirnos.

Acarició con ternura su rostro de nácar. Por primera vez mostró una sonrisa, y el brillo de su mirada se fundió con el de ella, ahora, de nuevo, cielo líquido. La besó en los labios y deseó quedarse así para siempre. Al apartarse observó sus manos entrelazadas: nácar y obsidiana, pero justo al revés de cómo antes habían sido. Una mueca de enfado cruzó fugaz por su rostro, y continuó:

—Nos unimos Lilith. Y de nuestra unión prohibida nació una nueva raza, la raza del Hombre. Nuestros hijos Lilith. No Suyos. ¡Nuestros! Y eso Él no pudo soportarlo Lilith. Le arrebatamos la creación de la mejor criatura. Una criatura que escapaba a su control. Una criatura con mi luz y tu libertad Lilith. Hecha de barro y estrellas, e independiente de Su Palabra. Libre del Altísimo, Lilith. ¿Lo entiendes?

»Por eso nos castigó. Nos separó. A mí me condenó a las sombras, a nuestros hijos con el dolor y la ignorancia, y a ti…

—¡Sh! ¡Calla! ¿No oyes sus llantos? ¿Sus oraciones? ¿No te duelen sus lágrimas? Una madre tiene que hacer lo que tiene que hacer, Lucifer. No puedo luchar contra Él. Tan sólo suplicarle, obedecerle, aceptar su castigo. Dejaré de ser demonio para convertirme en esfinge, arcángel, Eva o María; renunciaré a mi forma, viviré donde me pida con tal de aliviar el dolor de uno sólo de mis hijos.

—Pero no es justo, alma mía. No es justo. No puedo dejar de rebelarme, ¿lo entiendes? No tengo otra arma. No tengo nada, Lilith. Nada… nada…

Cayó de rodillas con sus manos abiertas y vacías. Su negra piel se agrietó dejando escapar lágrimas de sangre que anegaron sus mejillas. Ella lo rodeó con brazos, alas y piernas, y lo cubrió de besos.

—Sí que tienes algo, mi luz. Tenemos algo…

Y sus ojos brillaron con el azul de mil océanos.

Relatos de Fantasía - Ángeles Caídos

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