Oct 242014
 
 24 octubre, 2014  Publicado por a las 11:11 Tagged with: , , , ,  23 comentarios »

Cuenta una antigua leyenda de los albores del tiempo
que cinco reyes del mundo se batieron en batalla.
Hicieron temblar la tierra hasta el último cimiento
y no dejaron en pie ni siquiera una muralla.
Relatos de Fantasía - Alguero e Ynidas
Todo empezó una tarde, en una serena playa,
donde dos tristes amantes se besaban a escondidas.
Él era hijo del mar, ella del fuego vasalla,
y aunque debieran odiarse, abrazados se fundían.

Alguero, lengua salada, oleaje de osadía,
príncipe de los mil mares que empuña la libertad.
Ynidas, pelo de fuego, adalid de la alegría,
princesa del volcán y la Llama de la Eternidad.

No hay testigos de sus besos, sólo un viejo palmeral
que baila al son del rumor de las olas y la brisa,
y el sol que, lleno de envidia, se une también con el mar,
ignorando que en las sombras se oculta un mordaz espía.

La flor del amor florece hasta en las tierras marchitas
por mucho que se propongan arrancarla de raíz,
porque aunque no lo parezca tiene unas alas cosidas
que la elevan sobre aquello que la quiere hacer morir.

Prometido estaba Alguero, aunque no fuera feliz,
con la hija de la reina de los bosques de Valnessia.
Pues su padre, el rey pirata, juró por su cicatriz
que unirían mar y bosques desposando a la princesa.

Con tal de ampliar su flota hizo el rey esa promesa,
pues precisaba madera de los bosques de la reina.
Prometer a sus dos hijos fue su inapelable oferta,
y así quedó concertado el enlace de conveniencia.

Cuando Alguero se enteró —cuál fue su amarga sorpresa—,
iracundo se marchó en su rápida fragata.
Odiaba profundamente sentir el ánima presa.
No era moneda de cambio, sino un osado pirata.

A Ynidas le ocurría la misma situación ingrata;
estaba ya prometida desde el mismo nacimiento.
Desde niña le insistieron con la misma perorata:
“Al gran Príncipe del Sol te ata firme juramento.”

Pero nada pudo hacer por callar el sentimiento
que Alguero prendió en su pecho cuando en la playa se vieron.
Cabalgaba el gentil hombre sobre la espuma y el viento
y le quedó en las pupilas su imagen grabada a fuego.

Alguero sintió lo mismo: un remolino en el cuerpo
que le arrastraba sin tregua hasta el fondo de los mares.
Desde entonces se veían, con luna llena en el cielo,
en la playa que les vio convertirse en dos amantes.

Pero aquel funesto día unos ojos vigilantes
se encontraban observando a los pies de una arboleda,
y a la Reina de los Bosques denunciaron, acuciantes:
“El buen novio de tu hija arde con otra candela.”

La reina Silene entró en una furia tan ciega
al ver vejada a su hija, que ordenó a su milicia:
“Contra el reino de los mares levantaos en pie de guerra,
que no quede un solo barco hasta que se haga justicia.”

Cuando el rey de los piratas se acercó con su codicia
a recoger la madera de los bosques de Silene,
un aguacero de espinas lanzadas con gran pericia
azotó por sorpresa al rey Azariel y su hueste.

Muchos piratas murieron sobre el agua azul celeste,
entre ellos, por desgracia, el bravo príncipe Alguero,
pues una espina impregnada de un veneno muy potente
voló hasta su embarcación y le impactó en pleno pecho.

Pobre príncipe de sal, tan joven y tan apuesto.
Va tu barco hacia alta mar, ardiendo bajo la luna.
Llora tu padre y tu gente: “Ya no volverás a puerto;
no habrá para tu asesino por ende piedad alguna.”

Ynidas, en su aposento, no tuvo duda ninguna.
Su gran amor había muerto, lo sintió en el corazón.
En la negrura gritó: “¡Que la Llama la consuma!”;
y el fuego de la venganza en su seno se encendió.

Aunque lloró tristemente, ni una lágrima cayó,
porque cada una de ellas se evaporó en su piel.
Fue hasta la Llama Eterna y con su fuego danzó,
avivándola con ira amarga como la hiel.

La flor del dolor florece hasta en el mejor vergel
por mucho que se propongan arrancarle las espinas,
porque aunque no lo parezca tiene una raíz cruel
que se aferra sobre aquellos cuya alma está perdida.

No esperó al amanecer, la desamparada Ynidas,
para azuzar a sus tropas sobre el reino de los bosques.
Cada arbusto y flor ardió, convirtiéndose en cenizas,
y a la princesa ensartó con su incandescente estoque.

Ynidas se vio cercada por cientos de guardabosques
que Silene convocó al marchitarse su hija.
“Que la hiedra de la muerte a tu corazón se enrosque
y que el alma te estrangule cual espinosa sortija.

“Por la maldición del bosque morirás cual sabandija,
sin vástagos, mustia y fría, totalmente seca y yerma.”
La maldición de Silene arraigó en torno a Ynidas
formando un yugo de ámbar que la postró en la hierba.

La princesa estalló en llamas, barriendo a la soldadesca,
y acercándose a la reina la tomó por la garganta.
“Que tu maldición se cumpla, pero tú ya estarás muerta.”
Y con ansias asesinas la traspasó con la espada.

El rey pirata en su barco aún a su hijo velaba
cuando atisbó el incendio que iluminaba la noche.
No pudo creer que el bosque fuera esa enorme fogata
que engullía la madera en un absurdo derroche.

Subió al castillo de popa farfullando mil reproches
y le habló a la mar de amor en su ondulante lenguaje.
Urgió su infame lujuria y, como último broche,
provocó sus más aciagos celos de mujer salvaje.

La mar, posesiva amante, se erizó de fiero oleaje
y estalló en tempestad, muy dolida con el rey.
Entonces se quedó quieta, espesando su coraje,
dispuesta a hacerle saber que nadie violaba su Ley.

La mar inspiró tan hondo que en cohibida desnudez
dejó sus playas y ribas, desamparando a los peces.
Asomó al horizonte una ola de tal gigantez
que el mundo se quedó mudo, desolado ante su suerte.

El agua lo arrasó todo con su rugido de muerte,
apagando todo el fuego, incluso el del gran volcán.
Apagó todas las llamas, salvo la que era más fuerte,
aquella cuyo nombre era Llama de la Eternidad.

La princesa Ynidas vio, aún en la oscuridad,
cómo se le echaba encima aquella ola gigante.
Supo que no escaparía, y con calma y dignidad,
adoptó regia postura y esperó, pecho adelante.

Abrazó al muro de agua como si fuera su amante
y en fría estatua de piedra se convirtió para siempre.
La maldición de Silene se cumplió en ese instante,
pues nada hay frío y yermo como la piedra inerte.

El Rey del Mar, apenado, se lamentó enormemente
al saber por un pirata quién era aquella muchacha.
Trasladó la bella estatua que sonreía dulcemente
al lugar donde su amor había brillado: la playa.

Pero el Príncipe del Sol, que todo aquello ignoraba,
agraviado se sintió y enarboló su estandarte.
La princesa Ynidas era su prometida adorada,
y aunque no fuera su esposa, justicia pensaba darle.

En la Torre de Cristal, el más brillante baluarte,
se concentraron los rayos más luminosos del sol.
Descargaron su energía, despedazando en mil partes
cada uno de los barcos que navegando encontró.

El espía de la sombra, el depravado soplón
que ante la reina Silene delató a los amantes,
se fue entonces bajo tierra e informó a su señor
de que su maligno plan había sido fulminante.

El Señor de las Tinieblas, dueño de los nigromantes,
dejó las profundidades y emergió de nuevo al mundo.
Destruidos sus enemigos, nadie podía pararle.
Tanta calamidad le hizo sonreír de un modo inmundo.

El firmamento cubrió con manto negro y profundo
para evitar que la luz otro día amaneciera.
El reino del sol cayó, no resistió ni un segundo
el embiste de la sombra que asoló toda Valnessia.

Sólo hubo una cosa que permaneció ilesa:
la falda de una montaña donde brillaba una llama
que alumbraba con su fuerza la playa de una princesa
con dulce expresión de amor y un abrazo que no acaba.

De cinco reinos que hubo, verde, áureo, azul y grana,
solamente quedó el negro extendiéndose sin fin
a causa de dos amantes que en una orilla se amaban,
ignorando que sus besos acabarían así.

Escuchad vuesas mercedes lo que tengo que decir:
esta es la triste historia del bravo Alguero e Ynidas,
que fueron valientes como para arriesgarse a vivir
un amor que pocos viven ni en toda una larga vida.

Y dicen que aún se abrazan los amantes a escondidas
las noches que en esa playa la luna llena les mira,
pues sube el agua del mar porque Alguero no la olvida,
y abraza y cubre de besos a la bella y fuerte Ynidas.

La flor del amor florece hasta en las tierras sombrías
por mucho que se propongan apagarle la raíz,
porque aunque no lo parezca tiene unas alas rojizas
que la protegen del frío que la quiere hacer morir.

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Oct 132014
 

¿Qué se le dice a alguien que sabes que va a morir? ¿Con qué valor cruzas el umbral de la puerta y qué palabras secretas llevas sin quererlo escritas en tu mirada?

Sabía que mi hermano vería en mí la verdad, aquélla que, antes incluso de que nuestros ojos se cruzaran, él ya conocía. Y esperaba ver miedo en él, pánico, terror. Sin embargo hallé solo admiración y orgullo.

Había combatido en la batalla de los cinco reinos, la que traería libertad y prosperidad a todo pueblo y ser sobre la faz de la tierra.

Lloré y recé desde el día en que supe que había sido llamado a la lucha, y maldije cada segundo a mi rey y al resto de reyes, incapaz de encontrarle sentido a todo aquello. Fue entonces cuando Belenos, mi hermano pequeño, apuntó que una mujer no podría entenderlo jamás.

Ahora se moría ante mis ojos y la angustia se fundía con mi enfado mientras él agonizaba entre mis brazos.

Y entonces habló.

Siempre creí que el campo de batalla sería un lugar desgarrador, lleno de sonidos y sangre, de alaridos que preceden a la muerte, de choques de espadas y ruidos guturales. De bramidos de hombres que dejaban atrás a sus familias y sus tierras para morir por su honor y por su rey.

Levantó la mano ante mi gesto de silenciarlo. Quería contármelo antes de dejar el mundo de los vivos.

-También creí que moriría de los primeros, que jamás sobreviviría a tal acontecimiento. Pero por increíble que parezca, en aquel terreno empinado solo había silencio, como si fuera el preludio de algo muy secreto que iba a ocurrir aquella mañana. Cuando el sol despuntó atreviéndose a acariciar las regias copas de los árboles que rodeaban aquel valle inclinado, los escudos y las armaduras de los soldados comenzaron a brillar mientras permanecían quietos, petrificados, a la espera de una orden que les hiciese avanzar. Una mezcla de miedo, de valor y furia contenida pululaba por sus mentes con toda seguridad. Los de las primeras filas portaban los estandartes de sus reinos con un orgullo difícil de contar. Al norte los del Pueblo de la Luz, con sus cabellos de oro y bronce y ojos de nácar, tan pacíficos en su tierra y tan devastadores en la nuestra; al sur nosotros, la raza aria de los Keltoi, conocidos por nuestra caballerosidad y orgullo en la lucha y aliados con el ejército del este, los Ojáncanos, sanguinarios y de aspecto aterrador, crueles, capaces de matar a uno de sus miembros más ancianos abriéndole el vientre para repartirse lo que llevase dentro antes de enterrarle. No podía entender la extraña alianza que habíamos forjado con aquellos, que más bien deberían estar en el lado del mal.

Relatos de fantasía - La batalla de los cinco ejércitos
Después al oeste los Caballos del Diablo, que según contaban aparecían volando entre llamas, humo y emanaciones de azufre, rompiendo el silencio de la noche y esperando inmóviles junto a los desconfiados Nuberos, aquellos que controlan el tiempo a su voluntad provocando tormentas y tempestades, defendiéndose con rayos o granizo. Ambos aún sin desvelar si estaban con los del Norte o con el Quinto ejército, a los que no alcancé a ver hasta que los del Pueblo de la Luz comenzaron su avance descendiendo por la pendiente como bestias enfurecidas que hacían temblar el suelo.

Entonces aparecieron, la luz del sol iluminó con timidez su formación que era como una especie de caparazón de escudos en círculo. Los primeros se agachaban para aguantar el embate de los enemigos y los de la segunda fila cubrían con los suyos las caras de los compañeros. En el interior de su coraza supuse que habría muchos más hombres.

Los que avanzaban desde el norte confiaban al parecer en su superioridad numérica, pero ésta se tambaleó al ver a aquel ejército inmóvil e impasible. Impulsados por la inclinación del terreno se lanzaron sobre la extraña barrera circular de escudos rodeada de un intenso silencio, y entonces fueron frenados por la fuerza de aquel caparazón de madera y carne. Nada más tomar contacto con los del quinto ejército, los Ascomanni, Hombres del Fresno, desplegaron los escudos y de entre ellos salieron brazos y manos que masacraron a todo el que se acercaba. Pronto sus cuerpos estuvieron llenos de sangre enemiga que salpicaba sus caras y caía brazos abajo.

Los otros ejércitos no aprovecharon para atacar, preferían estudiar a sus enemigos e intervenir sería como ir a socorrerles. Pero cuando cayó el primer grupo, los Caballos del Diablo y los Nuberos que habían forjado su propia alianza, corrieron en masa hacia el centro del valle perdidos entre nubes de humo y ráfagas de viento. Los primeros, unas libélulas gigantes de inmensas alas, formaban grupos de siete con uno de ellos adelantado, el rojo, el percherón, de quien se decía que era montado por el mismísimo diablo. Dejaban huellas en la tierra como si de cascos y pezuñas se tratase, y su resoplido era tan fuerte y frío que no quedaba hoja alguna en los árboles del oeste. Los segundos, criaturas obesas de tamaño pequeño y aspecto malicioso, formaron sobre sí una enorme nube tormentosa que salpicaba rayos sobre la tierra. Juntos trataron de romper aquella extraña defensa, pero los Ascomanni aguantaban todos sus ataques.

En ocasiones el caparazón se abría y uno o dos hombres saltaban sobre las espaldas de sus compañeros y se mezclaban con el enemigo. Abatían a unos cuantos de forma salvaje y volvían a la protección de su círculo. Así pude ver que luchaban casi desnudos y también que algunos eran mujeres- no había miedo en los ojos de mi hermano ni en sus palabras, a pesar de que ambos éramos conscientes de que apenas quedaba sangre en las venas de su cuerpo.

-Llegó el mediodía y nosotros los del sur junto a nuestros extraños aliados aún no habíamos intervenido. Les suponíamos cansados, llevaban horas luchando, creíamos que no tardarían en caer bajo nuestras espadas. Pero aquellos hombres del quinto reino venían de tierras frías y duras donde morían de hambre y veían morir también a sus familias. No luchaban solo por un rey ni por conquistar los cinco reinos, sino por sus propias vidas, y aquella fuerza era muy superior a la que nos movía al resto.

Nuestro ejército solo tenía que subir la pendiente y sabíamos de sobra cuál sería su respuesta. Además ellos no conocían nuestra forma de luchar y se habían expuesto demasiado. Nuestros caballeros no podían lanzarse sobre ellos cuesta arriba, pues no tenía sentido aquel ataque, así que los rodearon y galoparon hacia abajo para desarmar su formación. Entonces, cuando nuestros hombres no podían parar sus monturas, los Ascomanni tiraron de unas cuerdas que permanecían enterradas y cientos de estacas se levantaron para terminar clavadas en los pechos de los caballos. Cayeron nuestros caballeros al suelo y apenas pudieron defenderse por el peso de la armadura. Los masacraron.

-¿Ganaron?- le interrumpí viendo que se asfixiaba quedándose sin tiempo.

Mi hermano sonrió. Sentí ganas de llorar al saber que ésa sería la última sonrisa suya que vería.

-¿Sabes por qué una mujer no puede comprender la guerra?

Negué con la cabeza.

-Porque es absurda, porque preferiríais arreglar con palabras algo que no tiene solución, algo que debe arreglarse con sangre y honor. A pesar de eso, de vuestros miedos nace vuestra fuerza y al pensar en el dolor de vuestras familias algo se revuelve dentro de vosotras, capaz de arrasar con el mayor de los ejércitos. Porque os negaríais a enviar a vuestros hombres a una muerte segura a luchar por territorios o dominios de un rey al que consideráis muy por debajo de un dios, aunque ellos se vean a sí mismos a la altura. Porque en definitiva la guerra os parece ridícula en comparación con vuestra lucha diaria para conseguir que los vuestros no se mueran de hambre. Pero ésta era la guerra de los cinco reinos. Merecía la pena morir por ella.

-¿Acaso es menos absurda que las otras?- le pregunté llorando.

-No sé contestarte a eso- su mano me acarició un instante y me pidió perdón en silencio por dejarme sola-. Solo sé que vi en aquellos hombres lo mismo que veo en tus ojos, que no entendían el sentido de aquella batalla, que huían del hambre y del frío, que nada podían perder salvo sus vidas y las de los suyos. Y su desesperación fue muy superior a cualquier instrucción militar de cualquier hombre o criatura.

-Así que no entendemos la guerra pero…

-De vuestro sufrimiento sacaron la fuerza para librar tan suicida batalla. Aquellos hombres no veneraban a su rey sino a sus pueblos. Cada golpe que asestaban, cada hombre que abatían, era un pequeño paso hacia su libertad. Y ni nuestros caballeros con sus armaduras de placas ni los arqueros o los Nuberos, ni la crueldad de los Ojáncanos fueron capaces de eliminar a aquellos que tanto se habían expuesto quedándose en el centro del campo de batalla, dejando claro que su intención de ganar la guerra de los cinco reinos era la de subsistir, empleando la inteligencia que da el hambre y el dolor tras la pérdida de los suyos para trazar su estrategia.

-¿Por qué crees que se quedaron entre los cuatro ejércitos?- solo quería seguir oyendo su voz y pensé que tenía derecho a elegir de qué hablar en los últimos instantes.

-Porque desde el centro se ve todo mejor. Mientras por culpa de la pendiente los del norte no nos veían a nosotros ni al contrario, los Ascomanni divisaban el comportamiento de los otros cuatro. Estudiaban a sus enemigos y buscaban sus puntos débiles, como una mujer observa al hijo que enferma mientras éste le roba su sueño o suplica en silencio que haya pan y algo de carne para el día siguiente. No ganaron, no. Los Keltoi acabamos con sus vidas, dejamos que todos lucharan y se agotara el tiempo. Permitimos que casi se mataran entre los cuatro reinos. Pero fueron ellos quienes derrotaron al resto dándonos un gran ejemplo vital. No es la tierra lo que debemos ansiar poseer sino la vida que podemos regalar a los demás. Porque una guerra es en realidad el mayor acto de amor hacia los tuyos, hacia el afán de protegerlos, de proveerlos de un mundo mejor.

Entonces comprendí la ausencia de miedo. Se iba para siempre, su rostro palidecía mientras la sangre escapaba por sus heridas, pero había sido parte de la batalla de los cinco ejércitos, la más importante de todas. Aquélla que nos había enseñado la verdadera naturaleza del hombre, el origen de su fuerza y el motivo de su desesperación. Entendí su orgullo, el gran regalo que nos hacía aunque el precio fuera su vida.
Nada era eterno. La paz duraría el tiempo necesario hasta que otros repitieran los mismos actos, y terminasen en cualquier lugar del mundo debatiendo quién debía ser el dueño de éste. Pero el verdadero tesoro, nuestra vida y supervivencia, sería la guerra que lucharíamos siempre, cada día al salir el sol. Y los Keltoi habían conseguido la victoria asegurando así que nuestra raza vería una vez más el mañana.

 
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