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Aún me tiemblan las manos al recordar mi primer día de trabajo como exterminador de plagas en el subsuelo de la ciudad fronteriza de Bermoth. Temo que no habrá nunca paz dentro de mí en lo que me resta de vida.
No era más que un muchacho pero ya había luchado en una guerra y sufrido más de una hambruna. Cuando comenzó la guerra abierta contra los elfos del bosque, mucho antes de que fueran desterrados a sus actuales reservas; me alisté siendo aún menor de edad en la milicia.
Los enemigos tomaron esta vez la apariencia de una plaga. Una plaga que hacía terriblemente costoso en dinero y vidas, la construcción y acondicionamiento del alcantarillado así como los cimientos de los edificios.
El subsuelo estaba atestado por gusanos del tamaño de un niño. Eran ciegos, obesos y provistos de tres hileras de dientes como estiletes.
La barata dinamita pudo hacer parte del trabajo. Pero igualmente hubo que crear patrullas de soldados permanentes que vigilaran los trabajos. Naturalmente me presenté para un puesto de soldado en el que poder sacar provecho a mis aptitudes.
Los años transcurrían y los edificios crecían. Las calles se multiplicaban. Los cables de telégrafo cubrían los cielos de la ciudad. El tranvía hidráulico recorría diariamente la ciudad dejando a los habitantes en sus respectivos puestos de trabajo. Mientras tanto, en el subsuelo, la guerra continuaba. El sonido de los mosquetes y bombas manuales quedaba insonorizado por metros de piedra y tierra.
La ciudad crecía casi a la par bajo tierra. Creando carreteras y suburbios; incluso se presentó un audaz proyecto por parte de un ingeniero enano, de construir un tranvía subterráneo que fuera directo a los yacimientos minerales que se encontraban casi al otro extremo del gran bosque. Por el momento dicho proyecto se encontraba parado. Más por motivos raciales y propagandísticos que prácticos. Aunque según oí poco tiempo después, el alcalde consiguió comprar el proyecto al ingeniero enano por una suma bien suculenta. De todas maneras no hay cifra suculenta que te haga desaparecer de un día para otro, sin dejar rastro sobre una ciudad tan basta y bien comunicada, como lo era Bermoth.
Al dar comienzo la titánica construcción, nos llamaron a todos los soldados permanentes de la ciudad. Nos dieron orden estricta de proteger a toda costa a los ingenieros y la costosa maquinaria; más incluso que a los propios obreros. Todos ellos en su mayoría elfos capturados y orcos esclavos.
Ninguno estaba preparado para lo que estaba por venir. Sin nadie esperarlo, una de las cargas de dinamita derribó un pared de piedra repleta de limaduras de hierro, dejando al descubierto una caverna de un tamaño nada envidiable a el de la ciudad que teníamos varios metros sobre nosotros. Pero lo que hizo que todos nos dispusiéramos a cargar nuestros mosquetes de pólvora y metralla, fueron todos aquellos gusanos, infinitamente más grandes que los que nos habíamos encontrado hasta ahora. Habían conseguido de alguna forma construir entre roca y tierra, un conglomerado de calles, avenidas y edificios altos y ovalados, por toda la cavidad. Era una maldita ciudad de gusanos.
Nuestros mosquetes escupieron fuego. Los obreros e ingenieros abandonaron las máquinas y escaparon por la gran carretera inacabada que teníamos tras nuestras espaldas. Los mosquetes abrieron el cuerpo de uno de aquellos demonios terrosos, pero no detuvo su avance. Escupió algo parecido al fango verdoso sobre uno de mis compañeros convirtiéndolo en una masa sanguinolenta de carne, hueso y acero.
La mayoría huyó y yo hubiera echo lo mismo si no fuera por que mis piernas enfundadas en maya metálica y tubos reforzados no me respondieron. Cargué mi arma y le coloqué una bayoneta en el otro extremo del cañón. Apunté al extremo de una de sus protuberancias de las que exudaba aquél líquido mortal. Disparé haciendo que aquel tumor supurante estallara. El olor de aquél veneno hizo que vomitara sobre mi coraza. El gusano avanzó arrastrándose más de lo normal. Desenfundé mi sable y con temor aderezado con odio típico del soldado, le abrí la cabeza. Con un milagroso momento de lucidez, le introduje en su cabeza abierta o lo que debía ser el extremo en el que se encontraba la cabeza, una bomba manual.
Después del estallido y el humo, nada recuerdo. Me contaron que uno de los orcos que no huyó, aferró mi mosquete y cargó conmigo hasta el exterior. También me contaron que la cantidad de gusanos era aterradora, de muy diferentes tamaños y formas. Pero lo que mas me aterró es que no eran ya una simple plaga a la que exterminar. Nosotros éramos los intrusos en su reino subterráneo.
Mientras escribo esto desde una de las estancias del sanatorio Bermoth Unido, no dejo de pensar en aquello que se desliza bajo nuestros pies, y el día en que decidan tomar su justa venganza.
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